Solía nuestro maestro Moisés buscar con preferencia aquellos sitios en los que la soledad parecía propicia a sus soliloquios y a la comunicación con Jehová. Así descansaba un día, absorto en sus meditaciones, a la sombra de un árbol desde el que se veía, no lejos, una fuente, cuando divisó a un hombre que a ella se acercaba, apagaba allí -su sed y proseguía su camino, sin advertir que una bolsa se le había caído al inclinarse a beber y quedaba junto a la fuente.
Al cabo de un rato, otro hombre llegó a la fuente y en ella se puso a beber también; mas éste vio la bolsa en el suelo y recogiéndola prestamente, con grata sorpresa, prosiguió asimismo su camino.
Después de él, un tercer viandante hizo alto en la fuente, deteniéndose allí por buen espacio.
Había, entretanto, el primer caminante notado la falta de su bolsa, y así, puesto a recordar, se dijo:
–A buen seguro que se me habrá caído en la fuente cuando me agaché para beber.
Con lo que desando rápidamente el camino, y como al llegar a ella viese que un hombre descansaba allí, le interpeló bruscamente:
–¿Que es lo que haces aquí?
–Me sentía fatigado y estoy descansando un poco –le contestó el desconocido–. He comido un bocado y bebido un sorbo en este sitio, y ahora iba a ponerme en camino otra vez.
–Entonces tú tienes que ser el que ha encontrado la bolsa que aquí se me había caído –supuso el primero de ellos–. Nadie más que tú puede haberla hallado, ya que apenas hace unos instantes que la perdí.
–Yo te juro, amigo, que no tengo tal bolsa –repuso el inculpado–, y no es justo que me imputes así tan fea acción. Si, como dices, hace poco tiempo que echaste de menos tu dinero, lo habrás perdido
en otro sitio, que no aquí; búscalo, pues, por ahí. O, ¡quién sabe!, bien pudiera ser que ni siquiera lo hayas perdido; ¡anda, sigue tu camino y déjame en paz!
En esto empezaron ambos a disputar agriamente y acabaron acometiéndose. Levantóse entonces el profeta con ánimo de separarlos, pero antes de que pudiese acudir, ya el perdidoso había dado muerte a su contendiente y emprendió la fuga.
Conmovido se sintió Moisés al ver que aquel inocente había pagado con su vida una culpa ajena, y quedó asombrado de que el Todopoderoso consintiese la tremenda injusticia; por lo cual exclamó, dolido:
–De tres iniquidades acabo de ser testigo, Señor. La primera es que hayas permitido que una persona perdiese sus bienes; la segunda, que hayas tolerado que quien ningún derecho tenía a ellos pueda disfrutarlos tranquilamente; la tercera, que no hayas impedido que un inocente pereciese en la contienda. Pero aún hay más, Señor; que sobre todo esto, todavía dejas que el perjudicado por la pérdida se convierta en un homicida. Dígnate, pues, omnipotente Señor, mostrarle a mi ruda inteligencia cómo se han de entender en esto los designios de tu providencia.
Y Dios habló así a Moisés:
–Así como tú presumes subversión en las normas de mi providencia, así se les antojan extrañas y sorprendentes a los hombres muchas cosas que yo dispongo: y es que no saben que todos tienen su fundamento y justificación. Pero no quiero que ignores que si bien ese hombre que perdió la bolsa era honrado, su padre había robado la cantidad que contenía. El que entonces hubo de perder su dinero era el padre del que ahora encontró la bolsa. Conque, lo que he hecho ha sido disponer modo de que el expoliado recobrase su herencia. Del que pereció en la reyerta tengo también que decirte que aunque fuese inocente del robo, no lo era de otra grave falta, que en cierta ocasión, hace ya mucho tiempo, le había quitado la vida al hermano de su matador; y como de ello no hubo testigos, quedó impune el crimen y sin vengar la sangre inocente que entonces derramó.
Por eso le infundí a su matador de hoy sospechas contra él y lo entregué a sus manos. De esta suerte es como mi providencia dispone en el mundo muchas cosas que no siempre puede el hombre comprender. Secretos son mis caminos y muchas veces os acaecerá desconcertaros de ver cómo el malvado medra mientras el justo apura su vaso de aflicción.
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