Córdoba fue conquistada por el rey Fernando III el Santo en 1236. Cuando los
cristianos entraron en Córdoba, los restos de Medina Azahara ni siquiera eran
distinguibles en el paisaje, enterradas bajo tierra y de la que apenas sobresalían
algunos paños de las murallas derruidas. Olvidadas ya las grandezas califales,
aquellas ruinas fueron conocidas como Córdoba la Vieja, pensando que se trataría de
una primitiva ubicación de la Córdoba más antigua. El cerro que estaba sobre las
ruinas fue bautizado por los cristianos como Valparaíso. Tras la conquista, se
repartieron bienes, casas y tierras entre las órdenes militares y los nobles que habían
participado en su conquista. Pero la corona quiso quedarse con algunas propiedades,
que se convirtieron en patrimonio real. Por expreso designio del rey, tanto Córdoba la
Vieja como Valparaíso fueron incluidas en el catálogo de propiedades regias.
Casi dos siglos después, a principios del siglo XV, estas propiedades habían
pasado a familias nobles, y el nombre y la memoria de Medina Azahara se habían
perdido por completo en los ecos de la historia. La Edad Media estaba a punto de
finalizar cuando la orden religiosa de San Jerónimo comenzó a extenderse por España
y Portugal.
A principios de 1405 se encontraba fray Vasco en Portugal, implantando la orden
jerónima en tierras portuguesas, cuando deseó retirarse a un lugar tranquilo para
desarrollar una vida monacal, alejada de los trasiegos de las fundaciones y
construcciones. Y percatándose que en la antigua Bética no existía ningún monasterio
jerónimo, envió a dos monjes a Córdoba, con fray Lorenzo a la cabeza, para que
plantearan a su obispo la posibilidad de fundar un monasterio de la orden de San
Jerónimo.
Al llegar a la ciudad, los recibió afectuosamente el obispo Fernando González
Deza. No obstante, al conocer sus pretensiones, les respondió que el obispado no
tenía propiedades adecuadas para sus deseos.
—Mire usted que puede hacer, señor obispo —le respondió con humildad fray
Lorenzo— que fray Vasco nos insistió en que el buen Dios le inspiraría el cómo
poder cumplir su voluntad.
El obispo, enternecido por la humildad del monje y por su confianza en la
providencia divina, se esforzó en encontrarle una solución y fue entonces cuando se
le ocurrió visitar a doña Inés Martínez, viuda de don Diego Fernández de Córdoba,
para plantearle la cuestión de la fundación jerónima. Doña Inés poseía ricas
heredades y quizás alguna de ella pudiera ser donada para la orden.
Al llegar al palacio, la piadosa señora salió a recibirles muy afligida, con lágrimas
en los ojos. Su nieto Pedro se encontraba gravemente enfermo, con altas fiebres y en
serio riesgo de muerte. Estaba desesperada porque los mejores médicos de la ciudad
nada habían podido hacer por aliviar su enfermedad. En esto, la llamaron desde el
interior de la casa y doña Inés corrió hacia la habitación del niño agonizante seguida
por el obispo y por el monje jerónimo. Y cuentas las crónicas que con ellos llegó la
salud. El niño esbozó una débil sonrisa al verlos entrar y extendió la manita hacia
fray Lorenzo, que la tomó con ternura entre las suyas. Y entonces se produjo el
milagro de la curación instantánea. El niño sanó con rapidez y cuando salieron de la
habitación ya sonreía y pedía comida.
Doña Inés —fuera de sí por la felicidad— quiso entonces conocer el motivo de la
visita de aquellos dos providenciales invitados.
—Señora —intervino el obispo—, los monjes de la orden de San Jerónimo
desean fundar un monasterio en Córdoba. Me han solicitado ayuda, pero el obispado
en estos momentos no se lo puede prestar y entonces pensé en vos. Por eso venimos a
pediros vuestra ayuda.
—Dios os envió, sin duda. Vuestra visita ha resultado providencial, y Dios nos ha
regalado la sanación de mi nieto como señal. Podéis contar con todo mi apoyo. Tengo
unas propiedades cercanas, en el lugar que llaman de Córdoba la Vieja y Valparaíso,
en antiguos terrenos del rey que pueden ajustarse a vuestras necesidades. Mañana
podréis visitarlas para que veáis si pueden ser de vuestro agrado.
Los dos monjes jerónimos quedaron maravillados cuando conocieron el paraje.
Sintieron que todo le hablaba de Dios en aquel lugar mágico y sagrado. Al regreso a
Córdoba le comentaron al obispo que construirían el monasterio en media ladera de la
sierra, en el lugar conocido como Valparaíso. El obispo, sorprendido, les preguntó:
—¿Y por qué escogéis la fragosidad y pendientes de la sierra, pudiendo ubicaros
en el llano de Córdoba la Vieja dónde la construcción será más fácil y la vida más
relajada?
—Porque en la sierra estaremos más cerca de Dios y en mayor soledad para
nuestras oraciones. Es un lugar más adecuado para nuestro recogimiento y
privaciones.
El obispo, asombrado por la humildad de los monjes, trasladó su petición a doña
Inés, que aceptó encantada su decisión. Finalmente, la escritura de donación fue
firmada el 10 de mayo de 1405. La obra comenzó tres años después, con fray Vasco
ya viviendo en Córdoba. El anciano fray Vasco, creador de la orden jerónima en
España y Portugal, con fama de santo, se trasladó con otros monjes a Valparaíso y se
instalaron en una humilde casa de hortelanos que existía en la heredad. De inmediato
acometieron la construcción de un pequeño oratorio, para poder celebrar sus rezos,
cánticos y oraciones y para ir preparando la construcción del gran monasterio.
Fray Lorenzo recorría con frecuencia las huertas, dehesas y olivares que
componían las fincas de la orden jerónima. Le gustaba pasear, alabando la grandeza
del señor en su creación, al tiempo que revisaba las faenas agrícolas de los
arrendatarios y aparceros. En una de esos paseos, cuando se encontraba en la zona
conocida como Córdoba la Vieja, el cielo se volvió negro de repente y los truenos
anticiparon una gran tormenta que no tardó en romper. El viejo monje, sin tiempo de
regresar a la casa, buscó desesperado un lugar en el que refugiarse hasta que pasara el
aguacero. Pero como aún no conocía bien el terreno no supo hacia dónde dirigirse
mientras la lluvia arreciaba. Empapado, sin poder ver más allá de sus narices, cegado
por los envites del aguacero y el viento, fray Lorenzo comenzó a temer por su vida.
Fue entonces cuando le pareció advertir que alguien se acercaba hasta llegar a él. Se
trataba de un muchacho de pelo negro que le tomó de la mano y le arrastró
cuidadosamente tras él hasta llegar a una especie de cueva que no se encontraba
demasiado lejos.
Una gran candela se encontraba justo a la entrada. Cuando llegaron, se sacudieron
el agua de los cabellos y extendieron las manos hacia el fuego redentor.
—Muchas gracias, muchacho. Me cayó la tormenta encima y no sabía dónde
refugiarme.
—Le había visto antes de que rompiera a llover y cuando comenzó el diluvio
decidí salir a buscarle.
—¡Gracias a Dios que estabas aquí, si no, no sé qué hubiera podido pasar! ¿Cómo
te llamas?
—Me llamo Manuel y soy el zagal del pastor. ¿Y usted?
—Me llamo fray Lorenzo.
—Sois monjes. Mi padre me ha dicho que vais a construir un monasterio en
Valparaíso, ¿no?
Fray Lorenzo sonrió, asombrado por la viveza del pastorcillo. Manuel se quedó
pensativo por un momento y después preguntó:
—¿Y qué es un monasterio? ¿Para qué sirve? ¿Tenéis allí ganado encerrado y lo
cuidáis?
—No, no. Nos dedicamos a la meditación, a la oración, al sacrificio y a la
contemplación y alabanza del Altísimo.
—Sigo sin entender a qué os dedicáis.
—Rezamos para que tú y tu padre podáis ir al cielo.
—Ah…
Fuera seguía lloviendo intensamente. Fray Lorenzo comprendió que tendría que
permanecer un buen rato junto a la candela. Se sentó sobre una piedra para charlar
con el pastor, que comenzó a narrarle historias de Córdoba la Vieja.
—Se cuentan muchas leyendas —le contó mientras le brillaban los ojos—. Dicen
que aquí hubo una gran ciudad levantada por un rey moro y que fue destruida por una
maldición, otros dicen que en una cueva de la sierra se encuentra oculto un tesoro
fabuloso que un día encontrará una niña enamorada.
—¿Y tú te las crees? —le preguntó fray Lorenzo divertido por la inocencia del
zagal. —¡Pues claro! A mí me las contó mi abuelo y a él el suyo. ¿Cómo iban a mentir
las personas mayores que se han criado en estas tierras?
—Seguramente serán supersticiones de los antiguos. Las piedras que afloran son
los restos de la Córdoba romana más antigua. Nos lo contó el obispo y la señora Inés
Martínez, que nos donó estos predios. No creo que los moros hicieran nada por aquí.
—No lo sé. Pero a veces, las noches de luna llena, se pueden apreciar espectros
vestidos con largas túnicas. Parecen que lloran su amargura.
—¿Espectros? ¿Fantasmas? ¡Pero Manuel, que esas cosas no existen! ¿Cómo
puedes querer engañarme?
—Yo nunca miento, no soy mentiroso. Yo las he visto muchas veces, usted podría
verlas si de verdad lo deseara.
La tormenta cesó con tanta rapidez como había descargado. Pronto, las primeras
estrellas comenzaron a brillar entre las nubes deshilachadas. Abajo refulgían algunas
luces y candelas de la ciudad.
—Manuel, muchas gracias por todo. Tengo que regresar junto a los otros monjes,
antes de que se preocupen por mí.
—Si quiere le acompaño, para que no se pierda en la oscuridad.
—Gracias —y sacudiéndole el cabello con afecto le dijo—. Pero quítate de la
cabeza las historias de moros y fantasmas y encomiéndate al Señor y a la Virgen, que
te cuidarán y protegerán.
A partir de esa noche, fray Lorenzo se encariñó del zagal y comenzó a visitarlo
con cierta frecuencia cargado de golosinas y regalos. Incluso, a veces, lo invitaba a la
casa de los monjes para que pudiera ver la construcción del pequeño oratorio.
—Mira Manuel, ese monje anciano es fray Vasco, nuestro prior. Es un hombre
sabio, que sólo duerme tres horas cada día y apenas prueba bocado. Es un ejemplo
para todos nosotros. Ven que te lo presente.
El venerable fray Vasco acarició afectuosamente los cabellos rizados del
pastorcillo, mientras lo bendecía con su mano derecha.
—Manuel es mi amigo —comentó fray Lorenzo dirigiéndose con respeto
reverencial a su prior—. Me salvó la noche de la tormenta y le gusta contarme las
leyendas y costumbres del lugar.
—Bajo las leyendas se encuentran los bigotes del diablo. No hay que creérselas y
lo mejor es no repetirlas, para que el tiempo acabe enterrándolas bajo la memoria —
sentenció fray Vasco mientras se alejaba hacia unos albañiles que alineaban los
cimientos del primer oratorio.
En la siguiente visita, fray Lorenzo mostró al joven pastor los avances de las
construcciones.
—Pero esto sólo es el principio. Los arquitectos ya están haciendo los planos del
gran monasterio —le comentó una tarde el fraile con orgullo—. Pronto
comenzaremos la construcción del claustro y de una iglesia. Y si Dios quiere, iremos
creciendo y aumentando la construcción, para que pueda albergar más monjes que
glorifiquen al Creador.
—Necesitarán muchas piedras para levantar tanto edificio…
—Así es. Uno de nuestros hermanos ya está en tratos con diversos canteros para
estimar nuestra necesidad de sillares para la fábrica.
—No hace falta que contraten a canteros. Yo sé dónde pueden encontrar toda la
piedra que necesitan.
—¿Sí? ¿Dónde?
—Bajo Córdoba la Vieja se encuentran más sillares de piedra de los que puedan
necesitar. Sólo falta retirar un poco de tierra para que aparezcan.
—¿Y tú? ¿Cómo lo sabes?
—Hace tiempo descubrí una alcantarilla olvidada por la que se puede entrar en las
entrañas de la tierra. Y las paredes son de grandes piedras que se pueden utilizar. Si
quiere puedo enseñárselas.
Al día siguiente, Manuel lo condujo por veredas y cañadas de carne hasta una
espesura de monte.
—Tendrá que agacharse y gatear, fray Lorenzo. La entrada a la alcantarilla se
encuentra dentro de esta mata de azufaifos.
Fray Lorenzo siguió con mucha dificultad al ágil y menudo muchacho, mientras
que todos sus huesos protestaban y los espinos le rasgaban su hábito. Temía la
reprimenda que el bueno de fray Vasco le echaría cuando lo viera aparecer
desaliñado, con rasguños en los brazos y la ropa hecha jirones. Pero la curiosidad
pudo más que la prudencia y el fraile alcanzó con gran dificultad la oscura entrada de
lo que parecía un pasadizo subterráneo. Encendió el candil de aceite que había traído
preparado y se adentró, temeroso, en el reino de las tinieblas del pasado.
—De aquí nunca he pasado, ya está muy oscuro —le comentó Manuel una vez
que hubieron andado unos pasos—. Como puede ver, las paredes son de sillares de
piedras que se podrían utilizar.
—Sí, y tuvo que ser una construcción bien grande para disponer de estos
pasadizos. Vamos a continuar adentrándonos, mi candil nos iluminará.
Avanzaron de manera cómoda un buen tramo por el amplio pasadizo que les
permitía caminar completamente erguidos. Los muros de grandes sillares estaban
perfectamente alineados, para asombro del fraile, que no lograba comprender cómo
era posible tamaña calidad en construcciones tan antiguas. ¿Qué reyes, o emperadores
habían tenido el suficiente poder, dinero y destreza para conseguir aquellas
edificaciones? ¿Qué eran en verdad aquellas ruinas?
—Fray Lorenzo, ya nos hemos adentrado mucho, ¿no sería prudente volver? Ya le
dije que se cuentan extrañas leyendas de fantasmas y aparecidos y no querría tener un
encuentro con ellos en estas profundidades.
—Tranquilo, Manuel, que los fantasmas no existen. Avanzamos un poco más y
nos volvemos, pero antes quiero ver adónde nos conduce esta extraña galería.
—Más adelante, el pasadizo se bifurcaba en dos direcciones. El suelo comenzaba
a estar cubierto de charcos y del techo abovedado caían gruesas gotas de agua, que
resonaban con sonido metálico. Fray Lorenzo se detuvo, dudando si continuar
avanzado, empujado por la curiosidad, o retornar, como aconsejaba la prudencia.
—Fray Lorenzo, vámonos, por favor, que esto parece la misma boca del infierno.
—Al infierno sólo se entra por el pecado, Manuel. Un poco más y regresamos, te
lo prometo.
Al final tomó el brazo del pasadizo que le pareció más amplio, aunque al poco se
estrechó y tuvieron que marchar con cuidado porque algunos desprendimientos
podían hacerlos tropezar. A cada paso, la marcha resultaba más complicada y
arriesgada, dado que algunos muros se encontraban semiderruidos. Fray Lorenzo,
ignorando el peligro, hipnotizado por la fascinación del descubrimiento, siguió
adentrándose en las entrañas de aquel laberinto del pasado hasta que la acumulación
de piedras derruidas le cerró el paso.
—¡Qué pena! —exclamó en voz alta—. ¡Tenía la sensación de que íbamos a
encontrar algo importante, quién sabe si un tesoro que pudiera ayudarnos en la
construcción del monasterio y para limosna de los menesterosos!
—Fray Lorenzo, que bastante regalo tendremos si logramos salir con vida de esta
cueva sin fin.
El fraile, resignado, decidió regresar. Al fin y al cabo, el aceite del candil podía
agotarse y si quedaban a oscuras nunca lograría salir con vida de aquella ratonera. Se
giró, y fue entonces cuando advirtió un agujero en el muro, fruto de un derrumbe.
Adelantando la lucerna, pudo comprobar que daba acceso a una especie de
habitación, con una escalera lateral. No lo dudó y ascendió por ella, seguido de cerca
por el aterrorizado pastor, que lamentaba el haber mostrado al fraile la entrada del
pasadizo. Desembocaron en una gran bóveda fruto de antiguos derrumbes, donde
todo era caos y desorden.
—¿Qué es aquello? —gritó asustado Manuel.
—¿Qué has visto?
—¡Allí, tras aquellas piedras, mire, un animal!
Fray Lorenzo se acercó hasta donde indicaba el chaval y, para su sorpresa,
advirtió una figura que representaba a un animal, un caballo o un ciervo, no podía
advertirlo con claridad. Se encontraba tumbado, parcialmente cubierto por tierra y
piedras del derrumbe, junto a unas losas que bien pudieran haber sido una fuente en
la antigüedad.
—¡Mira esto, Manuel, es una escultura de la antigüedad! ¡Vamos a ver si
podemos llevárnosla!
Entre los dos pudieron sacarla sin demasiada dificultad. Era metálica y pesaba
bastante. Tras limpiarse el sudor, fray Lorenzo creyó ver otra escultura casi enterrada
tras algunas losas rotas. Al intentar acercarse, tropezó y cayó sobre unas piedras
sueltas. Algunas rodaron y se produjo un pequeño derrumbe, amplificado por el eco
de la bóveda.
—¡Manuel, ayúdame a levantarme, tenemos que salir de aquí cuanto antes, todo
esto puede venirse abajo!
Una vez incorporado, se dirigieron precipitadamente hacia el pasadizo de salida.
Atrás dejaban el ruido inquietante de las piedras que rodaban y caían. Al llegar donde
habían depositado la escultura, fray Lorenzo, tras detenerse un instante, tomó una
decisión arriesgada:
—Manuel, rápido, tenemos que sacar esta figura con nosotros. Entre los dos
podemos si andamos con cuidado.
—Padre, que iremos más lentos y el derrumbe nos puede aplastar.
—No te preocupes, podremos sacarla.
Paso a paso, descansando con frecuencia, comenzaron el retorno. Sabían que ese
primer tramo era el más complicado, por lo que redoblaron la atención. Fray Lorenzo
era consciente de que no tenía demasiado tiempo para cumplir su objetivo y quería
sacar la escultura de aquellas ruinas que amenazaban con derrumbarse. A sus
espaldas, los ruidos de las piedras al caer se hacían cada vez más frecuentes y
cercanos.
—Tenemos que darnos prisa, Manuel, esto puede caerse por entero.
Llevaban un rato de fatigosa marcha, cuando llegaron a la zona más espaciosa y
cómoda de caminar, aunque el alivio les duró poco. El ruido del derrumbe se
intensificó y, como si se tratase de un castillo de naipes, amenazaba con tirar al suelo
todo el pasadizo. Aceleraron el paso, casi sin respiración, con la mala fortuna que
tropezaron y la lámpara de aceite se rompió al caer al suelo. Quedaron en la más
absoluta de las oscuridades, aterrados ante el estruendo del derribo que se les
acercaba.
—Continuemos —gritó fray Lorenzo—. No tenemos pérdida, nos apoyaremos en
la pared y seguiremos hasta la puerta. Pronto veremos la luz de la entrada.
—¿Y la figura?
—¡Nos la llevamos con nosotros!
Y el buen Dios atendió a las súplicas y jaculatorias que el fraile musitaba
temeroso y les permitió alcanzar a vislumbrar la claridad de la salida.
—¡Allí —gritó Manuel— ya se ve luz!
Animados por la esperanza aceleraron el paso hasta lograr salir justo en el
momento que la galería subterránea se desmoronaba por completo. El cansancio y el
miedo los hizo tumbarse sobre el suelo, bajo el azufaifo que ocultaba la entrada del
pasadizo.
—Por poco morimos sepultados.
—Dios, en su infinita generosidad nos ha salvado. ¡Loado sea su nombre!
Algo más recuperados, se dedicaron a observar la figura que con tanta dificultad
había logrado rescatar de las entrañas de la tierra.
—Parece un cervatillo.
Limpiaron en un arroyo la tierra que lo cubría y pudieron comprobar que se
trataba de una escultura de bronce muy antigua, ricamente cincelada con dibujos
geométricos.
—Parece de una fuente, echaría el chorro de agua por la boca. Puede que fuera
pareja de la otra figura que alcanzamos a ver antes de que comenzara el derrumbe.
¿Quién las haría?
—Mi abuelo decía que los reyes moros, que fueron muy ricos y muy poderosos.
—Puede ser, puede ser, quién sabe, visto lo visto. Pero no le contemos eso a fray
Vasco, que las historias de moros no le gustan.
Cuando llegaron con el cervatillo hasta Valparaíso, todos los monjes se
arremolinaron junto a ellos, espoleados por la curiosidad y asombrados por la
aventura que les acababan de narrar. Todos se preguntaban qué ruinas podían ser
aquellas, de tan grandes dimensiones y de riquezas ocultas.
En esas disquisiciones se encontraban cuando fray Vasco llegó hasta ellos. Una
vez informado de todo lo acontecido el anciano prior quedó meditabundo. Sus frailes
parecían alborotados y felices por el descubrimiento de la escultura, pero él pensó
comunicarles que tendrían que abandonarla de inmediato. Se encontraban en una casa
de recogimiento y oración y una figura pagana como aquella, de orígenes
desconocidos además, no podía encontrar prudente acomodo. Justo cuando iba a
comentar su decisión, dos hombres montados en mulas hicieron su aparición en la
huerta en la que se encontraban. Fray Lorenzo los reconoció de inmediato pues eran
los ayudantes más cercanos del obispo.
—Traemos buenas noticias del obispado. El obispo quiere colaborar con la
construcción de vuestro monasterio y para ello os dona una renta anual de 12 cahíces
de pan de la mesa episcopal, además de otras ayudas y limosnas.
Los frailes apenas pudieron contener su alegría. Poco a poco, la providencia
divina ayudaba en su gran proyecto. Sin duda alguna, el monasterio era una obra
querida por el Altísimo. En cuanto los emisarios del obispo abandonaron el lugar, uno
de los jóvenes legos exclamó alborozado:
—¡El cervatillo nos ha dado suerte!
A Fray Vasco no le gustaban ese tipo de comentarios, porque parecían más
propios del vulgo supersticioso e ignorante, que de hombres dedicados a la
meditación. Pero en esa ocasión, no les regañó. Al fin y al cabo acababan de recibir
una excelente noticia y no era cuestión de amargarles la fiesta con su reprimenda.
Tampoco pasaría nada si el cervatillo se quedaba con ellos para adornar alguna de las
fuentes que construyeran en los patios del monasterio; al fin y al cabo, los cervatillos
eran animalitos del señor muy abundantes en las sierras y fragosidades que les
rodeaban. Les sonrió beatíficamente y los dejó con la reciente adquisición.
Fray Lorenzo, feliz por la acogida que sus hermanos habían prestado al cervatillo,
les propuso la idea de utilizar las ruinas enterradas como cantera para la construcción
del monasterio. Al fin y al cabo, las piedras ya se encontraban talladas y las ruinas de
Córdoba la Vieja se encontraban muy cerca, casi a los pies de Valparaíso. En una
reunión capitular planteó el asunto, y fray Vasco aceptó en principio la idea, pero con
una sola condición:
—Haremos una prueba y sacaremos piedras para el oratorio. Así comprobaremos
la calidad, la cantidad y el coste que nos supone trasladarlas hasta aquí. Con los
cálculos en la mano, tomaremos la decisión definitiva.
Todos estuvieron de acuerdo y desde el día siguiente se pusieron manos a la obra
con brío. Pero la idea, que parecía buena en principio, era de difícil puesta en marcha.
Había que retirar mucha tierra, algunos sillares aparecían partidos, muchos tenían
tamaños y colores distintos. Trabajaron dos o tres días con ahínco y apenas si
consiguieron cargar dos carros tirados por dos grandes bueyes que con gran esfuerzo
ascendieron el camino que los conducía hasta la huerta de los monjes. Quiso la mala
fortuna que, justo en el instante de que los carros alcanzaron el llano donde se estaba
construyendo el oratorio, se escuchara de repente un gran estruendo procedente la
sierra. Todos miraron hacia arriba y vieron con espanto como una gigantesca piedra
rodaba ladera abajo, arrollando cuanto arbusto o árbol se le interpuso en su camino.
La piedra rodante se dirigía directamente hacia donde ellos se encontraban y nada,
salvo rezar, podían hacer para detener su destructiva senda. Los frailes más ágiles se
apartaron de un salto, mientras que los más ancianos no tuvieron otro remedio que
tirarse al suelo ante la inminencia de la catástrofe. Al final, la piedra rodó hasta donde
ellos se encontraban, arrollando a unos de los carros y aplastando a los pobres bueyes
y a su carga. La piedra inmensa quedó parada sobre ellos, como si hubiera quedado
satisfecha con los estragos de su letal carrera. Los frailes tardaron un buen rato en
reaccionar y, tras agradecer a la providencia divina el que se hubieran salvado, se
acercaron hasta el carro por ver si podían ayudar a los desgraciados animales. Pronto
comprendieron que su esfuerzo resultaría en vano, los bueyes se encontraban
completamente aplastados por el colosal peso de la roca. Durante un buen rato
permanecieron en silencio, hasta que el joven lego, como ya hiciera a la llegada del
cervatillo, sacara sus propias conclusiones.
—Las piedras nos han traído mala suerte y desgracia.
Fray Vasco, en esta ocasión, no guardaría silencio:
—Tomemos el desprendimiento como una señal de Nuestro Señor. No traeremos
más sillares de Córdoba la Vieja. Que sigan enterradas con su misterio y su
maldición. Nosotros encargaremos nuestras piedras a una cantera bendecida como
Dios manda. Aquí se quedarán estos sillares junto a la roca, como recuerdo de la
desgracia que hoy hemos vivido. Y, a partir de este momento, prohíbo que se vuelva a
excavar. Dejemos para la historia lo que la historia ya enterró y construyamos la
nuestra propia.
Pocos años después, moriría el anciano y santo fray vasco, y fray Lorenzo sería el
responsable de continuar las obras del monasterio de San Jerónimo, que con el
tiempo se convertiría en un espléndido edificio gótico. Pero a pesar de la
magnificencia de la propia construcción, siempre que fray Lorenzo paseaba por los
alrededores de Córdoba la Vieja se preguntaba a sí mismo:
—¿Qué será lo que oculta esta tierra, Señor? ¿Qué será?
Nunca llegaría a averiguarlo y el secreto permanecería oculto por mucho tiempo
todavía, mientras que la figura del monasterio destacaba, solemne y espléndida, sobre
aquellos campos de desolación y olvido.
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