domingo, 31 de marzo de 2019

Leyenda de la mujer emparedada

Cierta noche de invierno del año de 1868, llamaron a la puerta de la casa número
4 de la calle Marqués de la Mina, próxima a la parroquia de san Lorenzo y donde
vivía a la sazón Esteban Pérez, maestro albañil. Abrió la puerta el hombre, que ya
estaba acostado, rezongando entre dientes de que le llamasen a una hora desusada, y
se encontró con un caballero bien portado, cubierto con chistera y envuelto en vistosa
capa, que muy cortésmente le dijo:
—Maestro, ¿podría usted hacer ahora mismo un pequeño trabajo que es muy
urgente?
Calculó el maestro que se trataría de reparar algún bajante, o cosa parecida que no
admitiese demora, y así pensando que la molestia le reportaría la natural ganancia,
respondió:
—Siendo cosa urgente, no puedo negarme, aunque no es hora agradable para
trabajar. Lo malo es que no vamos a encontrar materiales porque los polveros están
cerrados.
—No se preocupe por ello, que ya está previsto el yeso y la cal que serán
necesarios. Recoja usted sus herramientas que es lo único que se precisa.
Hízolo así el maestro albañil, y salieron. En la esquina de santa Clara había un
coche de caballos. El caballero invitó al albañil a subir en él, pero cuando lo hizo le
advirtió:
—Le pagaré muy bien su trabajo, pero una condición, y es la de que habrá usted
de ir con los ojos vendados.
Y como el maestro manifestase cierta repugnancia a ello, el caballero sacó de
entre la capa un revólver y poniéndoselo en el pecho le dijo:
—Puede usted elegir entre el oro y el plomo.
Ante tan poderosos argumentos, el albañil, encomendándose mentalmente a Dios
para que le sacase con bien de aquella aventura se dejó vendar con un pañuelo negro
de seda que el caballero le apretó fuertemente para asegurar que no vería nada. Y aún
tomó la precaución de cerrar las cortinas del coche para que si le quedaba alguna
rendija del pañuelo no pudiera ver en absoluto el camino por donde le llevaba. Hecho
esto, el caballero subió al pescante y arreó los caballos que salieron a buen paso
arrancando con sus herraduras chispas del empedrado de la calle.
Anduvieron durante mucho rato. El albañil trataba de adivinar por las vueltas que
daba el coche doblando esquinas, el itinerario que en seguida perdió el hilo de las
calles. Luego debieron tomar alguna carretera, porque el trayecto lo hacían en línea
recta y por terreno no empedrado. Así estuvieron una hora larga y al cabo volvieron a
entrar en lugar pavimentado, porque volvió a sentir la trepitación de las piedras bajo
las llantas del coche. Por fin se detuvieron y ayudó a salir al embozado albañil
llevándole cogido de un brazo para que pudiera caminar con los ojos vendados.
Anduvieron unos pasos y entraron en una casa porque ahora el suelo era liso, y a
Esteban le pareció pavimentado de grandes losas de piedra, o de mármol.
Descendieron unos escalones, y entraron en un lugar que debía ser un sótano porque
olía a humedad. Entonces el caballero le quitó la venda que le cubría los ojos. A la luz
de unas velas encendidas, pudo entonces el albañil tratar de observar la cara de su
acompañante. Como en la calle Marqués de la Mina no existía alumbrado y era una
noche muy oscura, no se había percatado de que el caballero a más de embozarse en
la capa, llevaba un antifaz que le cubría el rostro. El descubrir estos detalles asustó al
honrado Esteban Pérez, pero disimuló el miedo lo mejor que pudo. El caballero le
condujo al extremo del sótano y entonces vio Esteban algo que todavía aumentó su
terror. En una especie de pequeña habitación o alacena, había una mujer sentada en
una silla, amarrada con cuerdas y amordazada. El caballero ordenó con voz dura e
imperiosa al albañil:
—Levante usted un tabique ante la puerta de esa alacena.
Temblándole las manos, y doblándosele las piernas del pavor que le embargaba,
el albañil comenzó su trabajo, con los materiales que tal y como le había anunciado
su acompañante, estaban allí amontonados en el suelo. No faltaba ni siquiera el agua
para amasar la mezcla. Mientras hacía los preparativos observaba que la mujer le
miraba con los ojos llenos de espantoso terror.
Levantó el tabique, lo enfoscó y enlució con yeso, dejándolo tan perfecto que no
se advertía que tras él había una habitación donde quedaba sepultada viva una
criatura.
Terminada la macabra faena, el caballero advirtió con terrible voz al amedrentado
albañil:
—Si de esto sabe alguien una palabra, puede usted contarse entre los muertos. —
Seguidamente le entregó cinco monedas de oro que aunque representaban una fortuna
para el modesto albañil, no le produjeron el menor entusiasmo. Guardó las peluconas
en el bolsillo, y se dejó vendar otra vez los ojos sin protestar.
Volvió el caballero a cogerle del brazo y le sacó de allí, subiendo los mismos
escalones, cruzando el mismo zaguán enlosado, hasta el coche, donde cerró igual que
antes las cortinillas, y luego durante una larga hora le condujo por el mismo itinerario
de calles, carretera y otra vez calles hasta la esquina de santa Clara, donde detuvo el
carruaje, y ayudó a bajar al albañil quitándole el pañuelo de ante los ojos. Al
despedirle le enseñó nuevamente el revólver reiterándole la advertencia de que le
mataría si algo se atrevía a decir.
El albañil entró en su casa alterado y pesaroso de lo que acababa de hacer, y se
volvió a acostar en silencio. Su mujer notó que algo raro le había ocurrido, pero él no
quiso contestarle y se volvió de espaldas intentando conciliar el sueño. Sin embargo,
pasado un rato y ante las insistentes preguntas de ella. Esteban no pudo seguir
guardando silencio y le contó el terrible suceso que le había ocurrido.
—Pues tú no puedes callarte, porque eso significa convertirte en cómplice de un
crimen. Lo que tienes que hacer es irte corriendo a dar cuenta al juez de lo que ha
pasado.
Esteban Pérez comprendió que su mujer tenía razón, y se vistió para salir, y
porque no fuera solo y le pudiera ocurrir algo, ella se vistió también y salieron juntos
para buscar la alcaldía de barrio donde les informaron dónde vivía el juez de guardia,
que era aquel día Pedro Ladrón de Guevara.
En presencia del juez, Esteban contó lo sucedido, y el usía le preguntó vivamente
preocupado:
—¿Qué tamaño tenía la alacena donde usted emparedó a la mujer?
—Pues como tres varas de largo por tres de ancho y unas cinco de altura.
—Entonces la mujer tendrá aire para respirar durante unas cuatro horas. Tenemos
que averiguar antes de que amanezca dónde está la casa —observó el juez.
Y tomando diligentemente su sombrero de copa y embutiéndose en la levita
añadió:
—Vamos ahora mismo a empezar las diligencias. En primer lugar, ¿usted no
podría deducir por el camino que ha recorrido en el coche a dónde le han llevado?
—No, Señoría; mucho lo intenté, pero me fue imposible seguir el hilo del
trayecto.
—¿No tiene usted ningún indicio, de algún ruido de molinos, presas, o algo que
pudiera servirnos de indicación?
—No oí nada. Calculo que hemos andado como tres leguas, y ahora que usía lo
dice, me extraña que no hayamos pasado por ningún lugar donde se oyera el río, ni
los molinos que hay en él.
—Entonces la cosa es difícil. Los pueblos que hay a distancia en tres leguas
tienen todos durante la noche funcionando sus molinos, y en Alcalá de Guadaira el
ruido de las panaderías y el olor de pan no le hubiera pasado inadvertido. Otra
pregunta, ¿tiene usted el mismo calzado que llevaba, o se ha cambiado usted de
botas?
—No, Señoría, llevo el mismo, y si lo dice por si se me ha pegado barro en las
suelas, ya me fijé en ese detalle.
—¿No escuchó usted algunas campanas de algún convento que tocasen maitines o
algún rezo nocturno? Podría ser que hubiera usted pasado por San Isidoro del Campo
o por algún monasterio semejante.
—Ahora que me dice usía esto, sí recuerdo un detalle. Mientras estábamos
entrando en la casa, oí dar la una en un reloj de torre. Por cierto, que pensé si sería la
una o si sería un cuarto, pero después, cuando estaba trabajando en levantar el
tabique, oí dar el cuarto, lo que me aseguró de que la primera hora que escuché fue en
efecto la una.
—Bien, ya tenemos un indicio. Tendremos que empezar por buscar al relojero de
la ciudad.
Dispuso el juez que se fuera con él Esteban Pérez, y la mujer, aguardase para no
entorpecerles en sus diligencias, y ambos salieron rápidamente hacia la calle
Gallegos, donde vivía don Manuel Sánchez, relojero de la ciudad y relojero del
palacio de los duques de Montpensier. El juez explicó en breves palabras a don
Manuel el asunto, pidiéndole su colaboración pericial. El relojero caviló unos
momentos y después dijo:
—Relojes de torre que den los cuartos con una sola campanada, no hay ninguno
en pueblos, que estén situados a tres leguas de Sevilla. Los conozco muy bien y todos
son relojes modernos de doble campanada en los cuartos y en las medias.
—Esto quiere decir que no le han llevado a usted a ningún pueblo —observó el
juez dirigiéndose a Esteban—. Durante el trayecto de carretera, ¿se fijó usted si daban
las vueltas hacia los dos lados, o siempre giraban hacia el mismo?
—Pues ahora que caigo, siempre girábamos a la derecha.
—Una hora entera, y girando siempre a la derecha, no es camino a ningún sitio.
Le han estado a usted dando vueltas por la Ronda, alrededor de Sevilla, para
desorientarle. La verdad es que podemos suponer, que no le han sacado a usted de la
ciudad —concluyó el juez.
—Pues es verdad —asintió Esteban Pérez.
—¿Y cuáles relojes, de esas características, de una campanada en los cuartos hay
en Sevilla? —preguntó el juez a don Manuel.
—Hay muchos.
—Pues los habremos de comprobar todos, don Manuel… Véngase con nosotros,
para que los haga usted sonar, y pueda este hombre identificar por el oído cuál reloj
fue el que escuchó hace un rato.
Rápidamente, con la premura del tiempo que les quedaba para evitar que la mujer
emparedada se asfixiase en su estrecha cárcel, don Manuel Sánchez, su hijo Sánchez
Perrier y el oficial relojero don Eduardo Torner, a quien despertaron para que les
ayudase, fueron recorriendo una por una las torres de Sevilla donde había relojes
públicos, despertando a los sacristanes para que le franqueasen el acceso, y
adelantaban las manecillas para hacer sonar un cuarto, mientras abajo en la calle, el
albañil se esforzaba en reconocer el sonido de las campanas.
Así estuvieron en el Ayuntamiento, en la Universidad, en el palacio de San
Telmo, en la Casa de Correos, y en varias iglesias incluyendo la Santa Catedral. Ya
estaban desalentados al repetirse una y otra vez las negativas del albañil, cuando en la
plaza de San Lorenzo, Esteban Pérez al escuchar el reloj le dijo al juez con viva
alegría.
—No cabe duda. Ha sido el reloj de San Lorenzo. —Y añadió—: ¡Pero qué
brutísimo soy! Mira que ser el reloj de mi barrio y no haberlo reconocido entonces.
Claro que por lo nervioso que estaba no eché cuenta de ello.
Ya estaba la mitad del misterio aclarado. Pero faltaba por aclarar la otra mitad.
¿Qué casa próxima a la iglesia de San Lorenzo sería la que buscaban? El juez requirió
al alcalde del barrio, quien manifestó:
—Casas que tengan sótano, cercanas a la iglesia no creo que haya más de dos. La
una en la calle de Santa Clara, y la otra en la misma plaza de San Lorenzo.
Se dirigieron a esta última, y el juez llamó a la puerta sin obtener respuesta. A los
golpes salió una vecina de la casa próxima a la ventana y dijo:
—No se molesten en llamar, porque en esa casa no hay nadie. Hace un momento
que el dueño ha salido en su coche de caballos, con varias maletas. Se conoce que se
iba de viaje.
Mandó el juez a la vecina que bajase a la calle, y allí la interrogó sobre quién era
el dueño de la casa en cuestión, inmediata a la iglesia de San Lorenzo, y la vecina, le
describió de suerte, que Esteban Pérez pudo convenir en que era el mismo sujeto que
le había sacado a deshoras de su casa. No cabía pues, duda, de que después de
cometida su fechoría, el criminal se daba a la fuga. Mandó el juez al albañil que
trajese una barra de hierro o una piqueta y que descerrajase la puerta, lo que hizo sin
tardanza trayéndose de su casa, muy próxima, las herramientas necesarias. Entraron
en la casa y en efecto había un sótano al que se bajaba por unos escalones desde el
mismo zaguán. Violentaron también la puerta del sótano, entraron en él, y al fondo el
albañil tanteó la pared y se la indicó al juez diciéndole:
—Vea su señoría cómo todavía está húmeda la mezcla que puso hace tres horas.
Derribó Esteban el tabique y apareció ante los ojos del juez y de sus
acompañantes la mujer emparedada, que todavía estaba viva aunque desmayada.
Mandó el juez al alguacil que llamara al boticario de San Lorenzo y que trajera
sales para reanimar a la señora, y cuando ésta recobró el conocimiento, contó la
historia de lo que había sucedido.
Era hija del dueño de una de las confiterías que había en La Campana, y habiendo
cumplido los treinta años se daba ya por solterona irremediable, cuando vino a
Sevilla un caballero de edad madura muy rico, quien la pretendió, y como no tenían
porque esperar, se casaron en breve tiempo. El caballero venía de Cuba, y según le
había contado, tenía en aquella colonia plantaciones de caña e ingenios de azúcar que
le proporcionaban abundantes rentas. A poco de casarse, se manifestó él tan celoso
que la tenía encerrada sin permitirle salir más que a misa, y eso acompañándola él.
Nunca le consintió recibir ni hacer visitas, y cuando ella le hablaba de que quería ir a
ver a su familia, que vivía tan cerca, se negaba a consentírselo, diciendo que puesto
se había casado, no tenía más familia que él.
El día anterior había regresado de Cuba un primo de ella, militar, que durante
algunos años estuvo en la guarnición de La Habana y por la tarde había ido a visitar a
su prima, la que le recibió no estando el marido.
Por la noche, él enfurecido porque su esposa recibió al pariente a pesar de la
prohibición, la obligó a escribir una carta comunicando a sus padres que se marchaba
a Cuba con su esposo, y después de hacer esto, la hizo bajar al sótano en donde la
amarró y amordazó, teniéndola allí hasta que vino el albañil y la emparedó, como ya
sabemos.


El reloj de la iglesia de San Lorenzo cuya campana descubrió el misterio de la
Emparedada.
Envió requisitoria el juez a las ciudades de la costa, con el fin de apresar al
fugitivo y con tan buena fortuna que le detuvieron en Cádiz cuando ya estaba
embarcando en un buque que iba a zarpar con rumbo a La Habana.
Conducido a Sevilla, declaró, y ya se pudo saber la verdad de todo. Aunque
cuando vino de Cuba por primera vez a España, y se afincó en Sevilla, dijo que era
propietario de plantaciones azucareras, lo cierto es que nunca tuvo tales posesiones,
sino que había sido el verdugo de La Habana, y que con las ejecuciones de muchos
reos ganó bastante dinero, pues según una antigua costumbre el verdugo cobraba una
onza de oro por cada ejecución. Era la época en que se iniciaban los primeros
movimientos revolucionarios con los que Cuba procuraba obtener su independencia.
Para ganar más dinero, el verdugo denunciaba falsamente a muchas personas
acusándolas como revolucionarias, y de esta manera abundaban más las ejecuciones.
Finalmente, a los que tenían dentaduras de oro, o conservaban algunas prendas de
valor, se las quitaba después de ejecutarles, y de este modo, así como recibiendo
dinero de algunos a quienes amenazaba con denunciar para no hacerlo, amasó un
buen capital. Para disfrutarlo sin temor a acechanzas ni represalias de las familias de
los denunciados por él y al mismo tiempo temeroso de que se descubriera la falsedad
de muchas de sus delaciones, se vino a España, y se casó con la hija del confitero,
dispuesto a acabar aquí regaladamente sus días.
Pero, cuando el mismo día de la boda se enteró de que su mujer tenía un pariente
muy allegado que estaba en Cuba, pensó que todo acabaría por descubrirse, por lo
que fingiendo estar celoso, apartó a su mujer de toda convivencia con su familia, y
más tarde, al saber que el pariente había sido repatriado y que había estado en su
casa, pensó que todo estaba a punto de descubrirse, por lo que quiso deshacerse de su
mujer, emparedándola, y no la mató por sus propias manos, porque en los últimos
tiempos, recordando las ejecuciones que había realizado, tenía pesadillas y
remordimientos y ya no se atrevía a matar a nadie.
El verdugo de Cuba, por el intento de matar a su mujer emparedándola, y por los
crímenes que con sus falsas delaciones había cometido, fue condenado a muerte y
ajusticiado en el patíbulo en la «Azotilla del Pópulo», donde le dieron garrote vil
como él lo había dado en La Habana a tantos infelices. La emparedada de San
Lorenzo se volvió a casa de sus padres, y vendió el edificio donde tanto había sufrido,
no queriendo vivir más en él. Pasado algún tiempo, este edificio vino a ser Jefatura de
Obras Públicas, y ahora sobre su solar, se ha levantado la nueva basílica de Nuestro
Padre Jesús del Gran Poder.

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