Este relato no es una leyenda ni una tradición antigua, sino un suceso moderno,
tanto que todavía hoy están vivos sus protagonistas.
En la primavera del año 1964, siendo arzobispo de Sevilla el cardenal don José
María Bueno Monreal, y obispo auxiliar don José María Cirarda Lachiondo, se
organizó una Santa Misión, con el fin de reavivar la religiosidad popular. Se
programaron numerosos actos en todos los templos, predicaciones en los distintos
barrios, comuniones multitudinarias de enfermos, y en fin, Sevilla entera había de ser
escenario de tan magnas celebraciones, en las cuales participaría activamente un
centenar de religiosos y sacerdotes misioneros.
Como la concentración de grandes masas de público habría de dar, por razones
estadísticas, un cierto número de accidentes, sincopes, desmayos, y otros imprevistos,
y como además había que movilizar a cientos de enfermos, inválidos, paralíticos y
ancianos, el Presidente de la Cruz Roja que lo era don Antonio Cortés, me encargó
que organizase un servicio de socorrismo adecuado a la importancia de los
acontecimientos. Yo era entonces capitán de Tropas de la Cruz Roja, y para reforzar a
la Compañía de Camilleros Voluntarios organicé un grupo de Socorristas Juveniles,
chicos y chicas estudiantes de bachillerato, a fin de poder cubrir todos los actos y
concentraciones humanas que se produjesen.
Tal era el ambiente de aquellos días, en que se produjo el suceso que vamos a
contar.
Ocurrió que la Hermandad del Gran Poder, como todas las demás, fue invitada a
salir procesionalmente, y a tal efecto se bajó del altar la imagen del Señor,
hermosísima escultura obra del insigne Juan de Mesa, orgullo del arte barroco, y
estuvo expuesta a la veneración de los fieles en su templo de la Plaza de San Lorenzo.
Y tras de permanecer un día de besamanos, se colocó en el «paso» de salida, el cual
se exhornó con luces y flores, exactamente igual que en la Semana Santa, para hacer
la procesión que se había preparado.
Había un cierto hombre —cuyo nombre no publicamos porque todavía vive—, el
cual tenía un taller mecánico por la barriada de Nervión. Éste había sido en su
infancia y en su juventud un muchacho piadoso, pero el paso de los años había ido
entibiando su religiosidad hasta apartarle totalmente de la fe.
Encontróse por aquellos días con el mayordomo del Gran Poder, antiguo amigo
suyo, y el cual, que iba entusiasmado y enfervorizado porque había dejado momentos
antes el «paso» del Señor ya preparado, dispuesto para salir a la calle, al encontrar a
su amigo le dijo:
—¿Por qué no te llegas a San Lorenzo para ver al Gran Poder? Hace mucho
tiempo que no te veo por allí. Ahora, que estamos en tiempo de Misión, es una buena
oportunidad para recobrar la devoción perdida.
A lo que el otro le repuso airadamente:
—¿Ir a ver al Gran Poder? ¡Cómo que yo no tengo otras cosas más importantes
que hacer! ¡Pues no tengo yo trabajo y ocupaciones! ¿Sabes lo que te digo? Que si el
Señor del Gran Poder tiene interés en verme, ¡que venga a mi casa! Y enojado se
separó de su amigo sin despedirse.
Y en efecto, el hombre tuvo tantas ocupaciones durante el día que no fue a comer
a su casa, sino que ya muy entrada la tarde fue cuando pudo regresar.
Ya hemos dicho que la Santa Misión se celebró en primavera, y por ser época que
en Sevilla el tiempo es inestable, existía el temor de que en cualquier momento se
produciría algún aguacero que desluciera las solemnidades.
—Con tal de que no sea el domingo, que será el acto de clausura.
El acto de clausura estaba previsto que se celebraría en la Plaza de España,
cerrando así unas demostraciones piadosas que habrían durado más de dos semanas.
Como todas las imágenes de mayor devoción están situadas en iglesias antiguas, y
a excepción de la del Tiro de Línea, la de San Sebastián, la del Tardón y la de San
Bernardo, las demás están dentro del antiguo casco urbano, resulta que los barrios
modernos, Pajaritos, Pío XII, Amate, Torreblanca, el Polígono de San Pablo, y tantos
otros, permanecen marginados de las devociones cofradieras de la Semana Santa. Por
lo cual el señor Arzobispo pensó que la Santa Misión sería una buena oportunidad
para que las famosas imágenes de las principales cofradías fueran llevadas
procesionalmente a barrios apartados, y a ser posible a sectores humildes suburbanos,
para avivar allí la religiosidad popular.
Por este motivo la imagen del Señor del Gran Poder estaba puesta ya en su
«paso» para salir, en dirección a la populosa barriada de Nervión.
Y en efecto, salió dirigiéndose por la redonda a la Puerta de la Carne, y
remontando trabajosamente el puente de San Bernardo, tomó cuesta arriba la avenida
de Eduardo Dato. Ya a esa altura, el cielo se había encapotado tomando un color gris
ceniciento amenazador.
A mitad de Eduardo Dato se encontraba ya la procesión cuando empezó a
chispear.
—Aprisa, aprisa, antes de que empiece a llover de verdad.
—¿Dónde meteremos el «paso» para refugiarlo de la lluvia?
—En el Sanatorio de los Niños Lisiados de San Juan de Dios.
Apretaron el paso los costaleros. Los músicos iban tapando como podían los
papeles de las partituras y los parches de los tambores para que no se mojasen.
Los cirios del acompañamiento y las velas de las candelerías del «paso» ya se
habían apagado con las primeras gotas.
Pero he aquí que al llegar ante el Sanatorio, puerto deseado, resultó que la puertacancela
era demasiado estrecha y el «paso» no cabía a entrar.
—Sigamos, pues, para arriba a la iglesia de Nervión.
Pero el agua arreciaba, llovía a cántaros, y para evitar el daño que podría recibir la
imagen, y el tesoro de todo el paso, alguien dijo:
—Meterlo aunque sea en un portal.
Y en efecto, en un portal grande que encontraron en el camino metieron el
«paso».
Y como el portal, aunque era grande, no tenía cabida para todo el
acompañamiento, se produjo la desbandada. Cada acompañante huyó a refugiarse
donde pudo, en los edificios inmediatos, en los bares del barrio. Y allí quedó el
«paso», con el solo acompañamiento de la pareja de guardias que lo escoltaban, y dos
hermanos de la Junta de gobierno de la Hermandad los cuales volvieron a encenderle
las velas al «paso». Después se sentaron en los escalones de la escalera, para no
separarse de su venerado titular.
Atardecía, más oscuro el día que lo acostumbrado por estar el cielo cubierto, y
que no cesaba de llover.
A esta hora, el hombre cerró su taller mecánico, y alzándose el cuello de la
chaqueta para protegerse algo contra la lluvia, se dirigió a su casa.
Y de repente, al entrar en el portal, vio, a la luz de los cirios, la impresionante
figura del Señor del Gran Poder, con la cruz a cuestas, y la dramática expresión del
rostro, mirando hacia él fijamente.
El hombre sintió que se le aflojaban las piernas. Recordó vívidamente la frase que
había pronunciado horas antes:
—Si el Señor del Gran Poder quiere verme, ¡que venga a mi casa!
Y allí estaba, en su casa, esperándole, el Señor del Gran Poder, con la cruz a
cuestas, los pies sangrantes, la cara sufriente y mansa mirándole desde lo alto del
paso, entre el resplandor amarillento de las velas.
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