sábado, 30 de marzo de 2019

El bandolerismo andaluz: Diego Corrientes

Sevilla fue, por sus dimensiones de gran urbe, fácil refugio para bandoleros y
delincuentes. En todas las épocas los hubo en la región andaluza, mientras la Sierra
Morena, sin ferrocarriles, era una comarca selvática de apretado monte de encinas y
chaparros.
La aspereza y frondosidad de las montañas fomentaba en ella el bandolerismo,
que se ocultaba en las cuevas, de las que hacía aposento y almacén del botín robado.
Nadie se atrevía por esta causa a roturar y cultivar los terrenos, y porque no se
cultivaban, prosperaba en ellos el bandolerismo, siendo así ambas cosas mutua y
recíproca causa y recíproco efecto.
Solamente cuando el ferrocarril facilitó el acceso, y se pobló la sierra, pudo
ahuyentarse la serie de partidas de salteadores, acabándose el bandolerismo andaluz.
Decíamos que los bandidos de la sierra bajaban con frecuencia a Sevilla, más o
menos disfrazados, para vender aquí el botín de sus fechorías, o simplemente para
holgarse y divertirse. Los lugares de la ciudad más frecuentados por los bandidos
eran los mesones y posadas de la calle de la Alhóndiga, tan numerosos que se la
llamaba también con el nombre de calle de Mesones. Entre éstos había uno llamado
«Posada del Paraíso» y otros «Posada del Camello», «Mesón de doña Juana Ponce»,
«Posada de Ubrique» y otras muchas. Elegían los bandidos las posadas de esta calle
porque su topografía permitía huir fácilmente caso de ser descubiertos. Cada posada
de éstas estaba no en la misma calle Alhóndiga, sino en pequeñas callejuelas sin
salida que nacen en la importante vía, y que solían tener, a través de dichas posadas,
comunicación con otras calles. La justicia ordenó en muchas ocasiones tabicar y
cerrar estas comunicaciones, pero sin resultado completamente satisfactorio. Algunos
mesones alardeaban incluso en su rótulo de esta comodidad e impunidad, como el
llamado «Mesón de las Dos Puertas», y otros, a la chita callando, o a cencerros
tapados, abrían comunicaciones con las casas vecinas, para facilitar la clandestinidad
de las entradas y salidas de sus huéspedes.
El más célebre de los bandidos del siglo XVII fue, sin duda, Diego Corrientes, de
quien se dice que asaltó en el camino real de Sevilla a Madrid, más de mil diligencias
y sillas de postas.

El bandolero Diego Corrientes (cuadro de Néstor Rufino).
Preocupado el Gobierno a la sazón de Carlos III, se envió a Se villa, con cargo de
juez especial para la represión del bandolerismo, al famoso letrado y alcalde del
crimen don Francisco de Pruna o de Bruna, que de ambos modos se le llamaba en los
documentos.
Sabedor del nombramiento Diego Corrientes, y de que don Francisco había
afirmado que tan pronto llegase a Sevilla conseguiría detener al famoso bandido,
aguardó éste en Sierra Morena a que llegase don Francisco Bruna, en una espera
paciente, y al cabo de un mes, en una diligencia, consiguió identificarle entre los
pasajeros.
Detuvo Diego Corrientes, con los hombres de su partida de caballistas, a boca de
trabuco, la diligencia, y mandó salir a los viajeros al campo. Y dirigiéndose a don
Francisco Bruna, desde lo alto del caballo le dijo:
—Señor alcalde del crimen, me he enterado de que usía presume de que será
capaz de capturarme.
—Sí, por cierto, y aun te haré ahorcar por este atrevimiento.
—En ese caso, señor don Francisco, si usía está dispuesto a hacerme ahorcar
tendrá interés en conservar la vida para que le dé tiempo a hacerlo. Fuerza será que le
deje ir a Sevilla para cumplir tan admirable propósito.
El bandido ordenó a todos que volvieran a subir al coche, sin robarles nada, pues
que se consideraba suficientemente satisfecho con la afrenta que había inferido al
representante de la Justicia.
Desde entonces se entabló una terrible lucha entre el juez de lo Criminal de
Sevilla y el jefe de los bandoleros andaluces, pues don Francisco Bruna mandaba día
tras día escuadrones de fuerza pública a la sierra para que acabasen con los
bandoleros, pero Diego Corrientes se escurría por entre las breñas y encinares, sin
que jamás se le pudiera capturar.
Echó don Francisco Bruna un pregón, en el que se prometían cien onzas de oro a
quien presentase vivo o muerto a Diego Corrientes y se distribuyó impreso por todos
los pueblos de Andalucía.
Una noche llamaron a la puerta de la casa de la calle Caballerizas, en que vivía
don Francisco Bruna, a quien asistía una vieja criada. Abrió ésta un ventanillo del
portón y preguntó quién era y qué quería.
—Dígale al señor juez que vengo a darle noticias de dónde se encuentra el
bandido Diego Corrientes.
Comunicó la vieja a don Francisco Bruna, que ya estaba acostado, lo que le
decían, y el juez le ordenó que abriese la puerta e introdujera hasta su habitación a la
persona que llamaba.
Entró un hombre embozado, y ya en presencia del juez se soltó el embozo de la
capa, y abriendo ésta dejó ver un trabuco que apuntaba directamente a la cabeza del
alcalde del crimen. A la luz de las bujías puestas sobre la mesa, reconoció don
Francisco a Diego Corrientes.
—Volvemos a encontrarnos, señor alcalde del crimen. Me he enterado en Utrera
que usía ha echado un bando prometiendo cien onzas a quien presente a Diego
Corrientes, vivo o muerto. Y como me hace falta ese dinero para pagar a mi cuadrilla,
pues he venido a presentar a Diego Corrientes vivo. Entrégueme usía las cien onzas
de oro del premio prometido.
Tuvo don Francisco Bruna, ante el poderoso razonamiento del trabuco, que sacar
de la gaveta las cien monedas peluconas, contarlas, meterlas en una bolsa y ponerlas
en la mano izquierda de Diego Corrientes, que no soltaba de la derecha el gatillo de la
terrible arma. Y a continuación, Diego Corrientes dijo:
—Si usía es capaz de amarrarme, ya me tiene preso. Pero tenga cuidado no se
acerque mucho, no se me vaya a disparar este naranjero que traigo cargado de postas
de la de matar lobos.
Y viendo que don Francisco no se atrevía a acercarse, concluyó:
—Está visto que usía no quiere detenerme. Entonces, entiendo que me da por
libre.Y riendo de la burla, escapó Diego Corrientes a toda velocidad, llevándose
consigo las cien onzas de oro, y para cuando don Francisco Bruna pudo salir a la calle
dando voces de auxilio, ya estaba Diego Corrientes a uña de caballo por la carretera
de Carmona, habiendo pasado la puerta de la muralla que sus hombres habían
conseguido abrir dominando con las armas a los guardas que la custodiaban.
Aniquilada su partida en 1781, Diego Corrientes huyó a Portugal, pero allí fue
apresado y traído a España.
Diego Corrientes fue ajusticiado en la Plaza de San Francisco, y su cadáver se
descuartizó según costumbre, enviando un cuarto a cada una de las provincias de
Jaén, Córdoba y Huelva, donde había hecho sus principales fechorías.
Para acabar con el bandolerismo, poco después el rey Carlos III mandó poblar
Sierra Morena, construyendo los pueblos de La Carolina, La Carlota, La Luisiana y
otros.

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