Ocurrió cierto día que en la collación o barrio de San Gil murió un pobre, y el
párroco se negó a darle sepultura en el cementerio que era propiedad de la Iglesia, y
que estaba en la plazuela aledaña al templo.
Acudieron los parientes y vecinos, y el párroco dijo que había de cobrar el precio
del entierro, tanto la sepultura como la ceremonia, y que si no le pagaban no admitiría
el cadáver; y todavía con soberbia y burla les dijo que el campo que se veía desde el
arco de la Macarena era bien grande, y que en toda su extensión podían enterrar a
aquel pobre, si no podía costear el lujo de ser enterrado en tierra sagrada.
Enterado el rey, se escandalizó de que un sacerdote quisiera hacer granjeria de
una obra de misericordia como es el enterrar a los muertos, y más aún que quisiera
que un cristiano se enterrase en medio del campo, sin tierra bendita, como si fuera un
pagano. Y pensando que en Sevilla había tres religiones, la cristiana, la mahometana
y la judía, y que este hecho podría significar que muchos pobres cristianos
abandonasen su religión, acordó hacer un castigo ejemplar, y condenó a muerte al
párroco de San Gil. La leyenda dice que le condenó a ser enterrado vivo, en la
sepultura que debía haber destinado a enterrar a su feligrés pobre, y que el lugar
donde se enterró al clérigo fue en el antiguo cementerio parroquial de San Gil, cuyo
terreno ocupa hoy la basílica de Nuestra Señora de la Esperanza de la Macarena.
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