sábado, 30 de marzo de 2019

EL SECRETO DEL NOMBRE DE MEDINA AZAHARA

Abderramán III nació, ungido bajo el signo del poder, en el año 890 y fue el primer
nieto varón del cruel emir de Córdoba Abd Allah.
El ejercicio del poder era muy sangriento en la Córdoba de aquellos tiempos y las
intrigas cortesanas terminaban con frecuencia en regicidios y crueles felonías. Por
eso, a los monarcas no les temblaba el pulso a la hora de sofocar cualquier intento de
traición palaciega. El abuelo de Abderramán tuvo que alcanzar el poder y mantenerlo
en medio de grandes peligros tanto internos como externos. De hecho, siempre se
sospechó que el propio Abd Allah había llegado al trono tras envenenar a su hermano
primogénito al-Mundir. Quizás, por eso, el emir Abd Allah fue un líder duro y
estricto que no dudó en ajusticiar a los responsables de cualquier amago de traición,
aunque fuesen sangre de su sangre. Así, ordenó ejecutar a su hijo Mutarrif acusado de
asesinar a su hermano mayor el príncipe primogénito Muhammad. Esa fue la gota
que colmó el vaso de la paciencia y la desconfianza del viejo Abd Allah, que decidió
nombrar sucesor a su nieto Abderramán recién nacido, saltándose el derecho de
sucesión de sus propios hijos. El conjunto de la Corte vio prudente esta precaución
tratándose de una familia tan proclive a los magnicidios.
Los hijos del emir Abd Allah fueron apartados de la corte y dotados de ricas
heredades rústicas en diversos puntos del reino por aquello de quien evita la tentación
evita el pecado, tal como recitaban los viejos sabios. Abderramán fue elegido para
gobernar desde su nacimiento y designado desde la cuna como príncipe heredero.
Además, el joven príncipe tenía sangre real navarra, pues su abuela Onneca, esposa
de Abd Allah, era de noble ascendiente de los reinos cristianos del norte, lo que
podría resultar de utilidad para futuros pactos y alianzas. Pero a pesar de esta firme
apuesta del emir, en los mentideros y harenes de la corte emiral no cesaban los
comentarios de uno y otro signo sobre el futuro que aguardaba al príncipe niño.
—Este niño no llegará a gran cosa. Es guapo, pero no creo que viva demasiado.
El cuchillo o el veneno le aguardan agazapados en esta corte de víboras ambiciosas y
traicioneras.
—¿Por qué dices eso? Es muy guapo, y sus ojos claros irradian poder. Ejerce
atracción sobre las personas que lo rodean.
—Ya veremos quién tiene razón. Si quieres, nos jugamos un cordero. Yo apuesto
porque no llegará ni a los cinco años de edad.
—¿Nos acordaremos dentro de cinco años? A lo mejor somos nosotros los que no
sobrevivimos a ese tiempo.
—Eso sólo Alá lo sabe. Dejemos que sea el tiempo quien nos muestre el libro
abierto de su vida.
Abd Allah se empeñó en que Abderramán llegara a gobernar y tomó para sí la
educación de su nieto aislándolo del resto de sus primos para formarlo con esmero en
aquellas disciplinas fundamentales para el arte de gobernar y guerrear. Aunque no fue

de gran estatura, su porte erguido y una gran fortaleza física pronto le hicieron
destacar en disciplinas militares, como la equitación, la lucha y la caza. Más amante
de la acción que de la reflexión propia de los libros, sus ojos y pelo claro lo dotaron
de un gran atractivo y magnetismo personal.
Abd Allah le regaló los mejores corceles, los halcones más veloces y las armas
del mejor acero forjado. Cuando lo veía cabalgar, siendo todavía un muchacho, sentía
un hondo orgullo de la estirpe omeya que representaba y que había conquistado
Córdoba con su antepasado Abderramán I, el emigrado. El día que cumplió los
dieciséis años, Abd Allah hizo venir a Abderramán a sus aposentos.
—Tengo un regalo para ti —le dijo misterioso mientras le guiñaba un ojo.
—¿Cuál? ¿Un caballo? ¿Un galgo?
—No. Te voy a regalar lo más hermoso que existe sobre la tierra, pero al mismo
tiempo lo más misterioso y poderoso…
—¿Un nuevo tipo de arma llegada de Oriente? ¿Una pócima secreta?
—No, algo más poderoso aún, que nubla la mente del sabio más preclaro y
doblega la voluntad del monarca más severo…
—Abuelo, no sigáis con la intriga, por favor, no logro adivinar qué puede reunir
en sí tales poderes.
—Existe y podrás comprobar por ti mismo el enorme influjo de su poder.
—¡Por favor! ¿Qué es?
—Pues tú lo has querido, joven —le respondió sonriendo su abuelo mientras
ordenaba a los esclavos descorrer unas gruesas cortinas—. Aquí tienes el regalo que
cambiará tu vida a partir de ahora: ¡Una mujer!
Abderramán, que nunca había estado a solas con ninguna de ellas, levantó con
asombro su mirada. Al abrirse las telas una muchacha, más joven aún que
Abderramán, se mostró tímida y avergonzada, sin ser capaz de levantar los ojos del
suelo. —Es para ti. Se llama Layla. Llegó hace poco a Córdoba, capturada tras un
combate con los reinos cristianos del norte. Era una flor tan hermosa y delicada, que
el general ordenó que se resguardara para palacio. Al verla, comprendí que debía ser
tuya. Tómala y adéntrate en los secretos del amor.
El joven Abderramán no supo reaccionar cuando se quedaron a solas. Apenas si
hablaron y el príncipe tuvo que salir pronto de la alcoba. Pero apenas unas horas
después, alborotado y nervioso, regresó a la habitación, de la que apenas sí salió en
los dos días siguientes. El abuelo Abd Allah acertó con sus palabras premonitorias:
aquella hermosa muchacha robaría para siempre el corazón de su nieto. Abderramán
quedó completamente enamorado de la esclava cristiana y su amor le acompañaría
durante el resto de sus días. Abderramán encontraba casi todos los días ocasión para
buscar su intimidad.
—Layla, ahora comprendo los encendidos versos de amor de los poetas y el sentir
de los romances y canciones. Eres mi vida y mi sueño, no podría vivir ya sin ti.
—Señor, sois mi amor, mi vida entera.
—Te llamaré en secreto Azahara. Serás mi esclava Layla para los demás, pero mi
amantísima señora Azahara para mí.
—¿Azahara? Me gusta mucho, es un nombre poético y hermoso.
—Como tú, amor, como tú…
El príncipe pronto tuvo que casarse con su pariente Fátima, que sería su primera
esposa oficial de las cuatro que permitía el Corán. Después vendrían las otras, así
como varias concubinas y esclavas para su harén. Por algunas de ellas llegaría a sentir
verdadero afecto, pero su amor más sincero y profundo siempre sería para Layla, su
Azahara secreta.
A principios de 912 Abd Allah enfermó, sin haber logrado todavía derrotar a su
odiado enemigo Omar ben Hafsún, lo que lo sumió en una ira impotente. Aquel
rebelde le había amargado su reinado y el aplastarlo se había convertido en su
prioridad absoluta. No haberlo conseguido le quemaba con el hierro al rojo del
fracaso, ya que los rebeldes habían puesto en riesgo a la mismísima ciudad de
Córdoba. Abd Allah murió en octubre de 912, y antes de expirar, delante de los
principales de la corte, se quitó el anillo real que siempre había llevado en el meñique
de su mano derecha para ponérselo a su nieto Abderramán. Quedaba así investido con
los atributos reales del poder.
Ese 912, con veintidós años, Abderramán recibió la compleja herencia de su
abuelo: un Al Ándalus torturado por mil rencillas y conflictos internos, débil ante el
empuje de los reinos de norte. Desde el primer momento el joven emir embridó con
firmeza el corcel del poder, ejerciéndolo con autoridad, astucia e inteligencia, aunque
necesitaría más de veinte años para lograr reunificarlo de forma efectiva bajo su
mano de hierro. Pero sin duda alguna, el mayor de los problemas internos que tuvo
que afrontar fue el de la rebelión de Omar ben Hafsún continuada por sus hijos, que
seguían amenazando al emirato de Córdoba desde la cercana serranía de Málaga. Este
Omar ben Hafsún, gran estratega y excelente militar, también tiene una historia
apasionante y mil leyendas a su alrededor, habiendo sido musulmán y cristiano y
gobernando desde Bobastro, un nido de águila inaccesible para sus enemigos.
Abderramán era consciente de que si no lograba erradicar a esos malditos rebeldes,
no podría asentar su propio poder ni asegurar sus inestables fronteras del norte.
Como ya sabemos, Abderramán tomó como primera esposa a su pariente Fátima
como compromiso de su abuelo Abd Allah, deseoso que su estirpe permaneciera en la
dinastía omeya. Fátima, orgullosa de su sangre real, despreciaba a las demás esposas
y concubinas de Abderramán. Exigió vivir en unas dependencias apartadas del resto
del harén y dotarse de mayor servicio que ninguna otra, haciéndose llamar Gran
Señora. Su actitud despótica fue correspondida con el odio del harén, que la bautizó
como la «coreichita». Cuentan que, aunque era bella y afectuosa, era de mente simple
y débil opinión. Al final, sería la concubina cristiana Maryan la que finalmente le
daría su hijo primogénito Al Hakam, aunque antes de que esto ocurriera, tuvo lugar
un pintoresco suceso que no tardó en convertirse en una deliciosa leyenda.
Abderramán, tras una victoriosa campaña militar, regresaba feliz a Córdoba y
ordenó que avisaran con antelación a Fátima para que se engalanara, pues pensaba
pasar la noche con ella. La noticia corrió por el harén, propagada por la propia
Fátima, que gustaba el saberse envidiada por las demás esposas y concubinas. Fátima,
la coraichita, paseaba por uno de los patios, henchida como un pavo, sabiéndose
observada y envidiada desde las celosías. Junto a una fuente, se encontró a Maryan,
que entonaba balada dulces con un laúd. Al pasar junto a ella, Maryan la felicitó:
—Eres afortunada, Fátima, pues el rey se ha fijado en ti sobre todas nosotras.
Fátima, orgullosa, quiso quitarle importancia a la cita, para así reforzar aún su
distancia con el resto de concubinas.
—Pues sí, Abderramán ha querido venir conmigo. Espero que no regrese
demasiado cansado de sus campañas.
—¡Qué daría yo por tener tu suerte, Fátima!
—¿Sí? —preguntó divertida Fátima—. ¿Qué es lo que darías?
—Por pasar esta noche con Abderramán daría todo el dinero que poseo.
—¿Y crees que merece la pena?
—Para mí, sí. Si me quisieras cambiar la noche, te pagaría lo que me pidieras.
Aquel juego divirtió a Fátima, que quiso seguir tentando a la pobre Maryan.
—¿Me darías diez mil dinares?
—Es mucho dinero, no sé si lo podría reunir.
—Pues te tomo la palabra. Si reúnes esos diez mil dinares y me lo entregas,
Abderramán será tuyo esta noche.
Maryan se alejó con la cabeza baja, y Fátima quedó sonriente junto a la fuente,
divertida por la conversación que acababan de mantener. Orgullosa y segura de sí
misma, se dirigió a sus aposentos para que sus esclavas comenzaran a acicalarla para
la noche.
Maryan reunió todo el dinero que atesoraba, así como todas sus joyas hasta lograr
alcanzar los diez mil dinares que Fátima le había exigido. Ayudado por dos eunucos,
fue hasta donde Fátima para entregarle aquella fortuna. La coreichita, que no se lo
esperaba, tras reponerse de la sorpresa, pensó cortar la broma y dejar ese juego
peligroso. Pero la visión de las joyas y el dinero le animó a continuar con el pulso.
—Así que has logrado reunir lo que te pedí. ¿De verdad estás dispuesta a darme
esa fortuna?
—Aquí la tengo para ti.
Fátima dudó un segundo. Pero al final, la avaricia pudo con ella y decidió aceptar
el dinero. Al fin y al cabo, pensó, su primo el califa se reiría con ella del lance y
admiraría su sagacidad.
—De acuerdo. Dame el dinero y la noche será tuya.
—Pero un trato es un trato. Firma este papel con las condiciones de nuestro trato.
Fátima lo leyó y lo firmó con una sonrisa astuta en los labios. Acababa de ganar
una fortuna y un motivo para la chanza compartida con Abderramán, que se mofaría
de la inocencia de Maryan y se mostraría orgulloso del talento omeya que poseía.
Ordenó que llevaran el tesoro hasta sus dependencias y se despidió con mucho
agasajo de Maryan. Al fin y al cabo le inspiraba lástima. La había dejado arruinada y
pronto sufriría la enorme humillación del desprecio de Abderramán, que desdeñaría a
la torpe de Maryan para ir hasta sus brazos omeyas.
Cuando ya de anochecida Abderramán se dirigía hacia los aposentos de Fátima,
Maryan, acicalada como una novia, se le cruzó por el camino.
—Señor, esta noche debéis pasarla conmigo.
Antes de que el califa le reprendiese por su osadía, Maryan le mostró el contrato
firmado con Fátima. Abderramán no daba crédito a lo que leía. Herido en su orgullo
por la estupidez de su prima Fátima, decidió en aquel mismo momento no volver a
verla nunca jamás. Pasó la noche con Maryan y valoró extraordinariamente el que
hubiera entregado toda su fortuna por estar con él un rato. La ascendió a concubina
favorita, al tiempo que ordenó trasladar a Fátima a unas dependencias apartadas para
que no tuviera que volver e cruzarse con ella jamás. A partir de ese momento, el hijo
de Maryan, Al Hakam, tomaría protagonismo en la sucesión frente a los otros hijos
que tuvo, incluidos los de Fátima.
Pero a pesar de su agitada vida política y conyugal, Abderramán siguió amando a
Azahara, a la que visitaba con frecuencia para gozar de sus abrazos y conversación.
—Azahara, mi vida, sé que nunca podrás perdonarme que no pueda desposarme
contigo.
—Señor, nuestro amor está por encima de símbolos mundanos. Entré como
esclava en este Alcázar, me manumitisteis y soy concubina. Otras tendrán más títulos
y honores, pero yo poseo vuestro corazón, que es lo único importante.
—Sois mi amor y mi preferida, por eso muchas veces sufro por no poder elevar
vuestro rango…
—Os repito que no debéis preocuparos por eso. Sé de vuestras obligaciones
oficiales y de vuestros compromisos matrimoniales. No seré yo nunca la que dificulte
o moleste en vuestras obligaciones de gobierno. Nadie entendería que su emir no
dispusiese del harén más rico del reino, ni que el amor a una mujer le obligase a
renunciar o repudiar al resto. Por eso, vivamos nuestro amor como hasta ahora, que a
mí me hace feliz.
En 928, Abderramán, al frente de un poderoso ejército y acompañado por su hijo
de trece años y heredero el príncipe Al Hakam, logró tomar la fortaleza de Bobastro,
que entonces gobernaba un hijo de Omar ben Hafsun, fallecido un tiempo antes. La
pesadilla de los Hafsún había finalizado para Córdoba y Abderramán gozó de una
exultante felicidad. Hubo grandes festejos en la capital cordobesa y Abderramán
reunió en el Alcázar emiral a todos los nobles de Al Ándalus, que le rindieron
pleitesía. Abderramán, ya curtido en las cosas de la política, sabía que esos
juramentos se mantendrían lo que durara su buena fortuna. Si, en algún momento lo
vieran débil, saltarían sobre él para despellejarlo. Fue entonces cuando comenzó a
rondarle una idea sobre la cabeza. Era emir, dependiente en teoría de los remotos y
ausentes califas de Bagdad. ¿Por qué no podía elevarse a califa de Al Ándalus, con
independencia política y religiosa? Lo consultó con sus consejeros de confianza y
todos apoyaron de manera entusiasta la iniciativa.
Una noche que Abderramán compartía con Azahara, quiso comentarle su gran
proyecto. Aunque su abuelo Abd Allh le había repetido mil veces que nunca, jamás,
bajo ningún concepto contara secretos de estado en el harén, pues podría ser
aprovechado por espías, o divulgado por una simple indiscreción, su grado de
confianza con ella era tal que no dudó en pormenorizarle su plan.
—Azahara, los califas de Bagdad nunca fueron legítimos. Son los descendientes
de los bastardos abasíes que mataron a mis antepasados omeyas de Damasco. Ahora
me siento con fuerzas para reclamar el legado de nuestra familia, que es la del
profeta, Mahoma.
—Pero ¿qué me quieres decir, amor? Ya sé que los abasíes destronaron y mataron
a los omeyas de Damasco y que tan sólo tu antepasado Abderramán I logró huir con
vida para conquistar después Córdoba y crear el emirato… Pero eso es ya historia.
¿Cómo vas a reclamar ese legado?
—Voy a nombrarme verdadero califa de los creyentes.
—¿Califa? ¿Príncipe de los creyentes? —sin darse cuenta, Azahara, intimidada, le
volvió a dar tratamiento de alteza—. Señor, sin duda lo merecéis y ostentáis honor,
calidad y linaje suficiente para ostentar tan alta dignidad. Me siento muy orgullosa de
vos y…
—¿Por qué me tratas ahora como si fuera tu rey, y no tu amor?
—No sé, califa de los creyentes, la noticia me ha impresionado.
—¿No te gusta?
—Me encanta, pero me intimida… a lo mejor dejáis de quererme, seré poca cosa
para vos.
—¡Que no me hables de vos! —y riendo la abrazó con fuerza—. Siempre te
querré como el primer día, siempre serás mi gran amor.
Se besaron y acariciaron, felices, por un buen rato. Abderramán, de repente, se
levantó, la miró a los ojos para preguntarle:
—Me esperan mil peligros y faenas. Al proclamarme califa verdadero, estoy
afirmando a todos los creyentes que tanto los califas usurpadores de Bagdad como los
califas fatimíes de Túnez no son más que embaucadores y estafadores. Como te
puedes figurar, esto no les gustará nada y tarde o temprano tendremos que luchar en
el norte de África. No será tarea fácil la que me propongo, pero mi determinación es
firme y mi pulso fuerte… ¿me seguirás queriendo a pesar de los mil peligros a que te
expondré? Si fracaso, mi cabeza no valdrá nada y puede que la tuya tampoco.
—Señor, sois mi vida, mi sueño. Jamás, nunca, os dejaré. Podéis contar con mi
lealtad y apoyo absoluto y, por encima de lo demás, con todo el amor que sea capaz
de dar este corazón roto por vuestro hechizo. ¿Cómo habéis podido dudar de mi amor
eterno ni siquiera un segundo?
—¡Era solo por oír de nuevo al lirio más hermoso de mi jardín! Yo sé que siempre
me amarás, como siempre yo te amaré a ti. Estaremos juntos siempre y nuestro amor
nos trascenderá…
Apenas unos días después, Abderramán, acompañado de nuevo por el príncipe Al
Hakam y con sus generales de mayor confianza regresó a Bobastro, donde ordenó
desenterrar los restos de Omar ben Hafsún, para trasladarlos a Córdoba. Fueron
expuestos junto con los de sus hijos durante un tiempo, y después se tiraron a los
caminos, para que los royeran los perros. Apenas unos meses más tarde,
Aberramán III fue proclamado califa, Imán de todos los creyentes, el Vencedor por la
Religión de Dios. Aquel nuevo tratamiento, así como sus exitosas campañas
militares, reforzaron su autoridad sobre todo el occidente del Islam. Era admirado y
temido, y la ambición del enérgico monarca pareció no tener límites en aquellos días
de esplendor.
En plena escalada de poder, quiso dotarse de un gran palacio más acorde con su
nueva calidad califal. El viejo Alcázar de los emires, junto a la gran mezquita, se le
antojaba oscuro, viejo y poco acorde a su nueva dignidad. Al tiempo, las necesidades
de administración de su dilatado califato precisaban de más personal y medios.
También quería tener cerca a sus visires, así como un lugar adecuado para mostrar
toda su magnificencia. Pergeñó entonces la idea de construirse una gran ciudad
palatina en las afueras de Córdoba que fuera acorde con su gloria. Y nombró
responsable del proyecto al príncipe Al Hakam, que se volcó entusiasmado en la
tarea, mientras que él seguía obsesionado con sus guerras y batallas. Luchó sin
descanso contra los reinos cristianos del norte y contra los fatimíes en el norte de
África, sobre los que obtuvo grandes victorias. Su mayor extensión en la península la
alcanzó con la sumisión de Zaragoza en 937, lo que permitió fijar las fronteras norte
de Al Ándalus.
—Mi abuelo Abd Allah estaría orgulloso de mí —se sinceró Abderramán con
Azahara mientras le acariciaba el pelo—. He recuperado las fronteras de Al Ándalus,
que está unido y fuerte, y las principales tribus del Magreb son vasallas de Córdoba.
Los fatimíes están lejos de nuestro reino.
—Todos los cordobeses nos sentimos muy orgullosos de nuestro califa. Os
merecéis un descanso, después de tantos años de lucha.
—¿Un descanso? Aún me queda mucha tarea por delante, para culminar mi
reinado. Tengo que llevar nuestros estandartes hasta el Cantábrico y cruzar los
Pirineos con mis tropas. Conquistaré todos los reinos cristianos del norte, y derrotaré
a los malditos fatimíes por el sur. Así, algún día, si Alá me lo concede, podremos
derrocar a los abasíes de Bagdad y unificar a todos los creyentes bajo un único
califato verdadero. El mío.
—Pero, señor, ¿es posible tantas y tan variadas guerras al mismo tiempo?
—Para los ejércitos de Alá nada es imposible y yo soy el califa que los conduce a
la victoria.
Los sabios y santos dicen que Alá castiga la soberbia humana y, en efecto,
Abderramán fue sometido a una dura prueba. El guerrero seguro de sí mismo,
triunfador de mil batallas, acostumbrado a que ciudades y ejércitos se arrodillaran a
su paso, sufrió una amarga derrota, que le hizo conocer la hiel del fracaso. El agosto
de 939 la fortuna militar de Abderramán se quebró súbitamente. El hasta entonces
invicto califa cayó derrotado en la batalla de Simancas, también conocida como la de
Alhándega: Ramiro II logró emboscarlo y causarle numerosas bajas. El califa tuvo
que huir apresuradamente para salvar su propia vida.
Además de la hábil estratagema de los cristianos, varios de los nobles del ejército
califal traicionaron a Abderramán en plena batalla. La furia del califa por la derrota se
volcó contra estos traidores y desertores. Así, tras la batalla, sus soldados apresaron a
Fortun al Tawil, el traidor, al que el monarca responsabilizó de la derrota. Cuando el
califa llegó de regreso a la ciudad de Córdoba, tras su desdichada campaña militar, la
comitiva tuvo que pasar por delante del lugar en el que acababan de crucificar a
Fortun, tras ser cruelmente torturado. El califa quiso comprobar el sufrimiento del
traidor y se acercó al pie de la cruz donde agonizaba el desertor entre atroces dolores.
Movido por la loca ira de la derrota, Abderramán se acercó aún más para insultarle y
entonces, el reo, al que también habían cortado la lengua, reunió las fuerzas
suficientes para enderezar su cabeza y escupir al califa, que recibió el esputo de
saliva, sudor y sangre en el mismo rostro. Maldiciendo, el califa se limpió el rostro y
ordenó que alancearan al crucificado hasta hacerle morir.
Su loca sed de venganza no terminó ahí. Se trasladó a vivir a un ático del Alcázar
y ordenó colocar diez grandes cruces junto a sus diez puertas. Una noche ordenó a su
zalmedina detener a diez poderosos de Córdoba sospechosos de haber simpatizado
con los desertores y a la mañana siguiente aparecieron crucificados, para espanto y
advertencia de los principales. El pueblo se agolpó para observar el macabro
espectáculo, y cuando aún los ajusticiados gemían de dolor, el califa ordenó
alancearlos entre el estupor horrorizado de los asistentes, que ya conocían los
repentinos ataques de ira de su señor.
A partir de esas crueles manifestaciones de cólera tras la derrota de Simancas, su
carácter se fue serenando y aparecieron en él tendencias que hasta entonces le habían
resultado del todo desconocidas, como su inclinación hacia la sabia diplomacia y
hacia las grandes obras en su reino. Aquel sonado fracasó marcaría un antes y un
después en su existencia. Nunca más volvería a participar directamente en una
batalla, que continuarían sus generales con campañas y aceifas, año tras año.
Abderramán quedó conmocionado al verse derrotado. Tardó mucho en asimilarlo, y
llegó incluso al borde de la locura. Ni siquiera los cálidos brazos de Azahara lograron
animarlo: quedó abrumado y su mente comenzó a albergar confusos pensamientos.
Pero poco a poco se fue recuperando y se hizo más sabio y cauto, combinando la
diplomacia y los acuerdos con su poder militar, abandonando la exclusiva lógica de
conquista que había desarrollado hasta ese momento.
Sin duda alguna, la derrota cerró la ventana del odio y la ira, y la abrió para la
comprensión y el entendimiento. Y la furia del guerrero se fue trocando en la
serenidad de la sabiduría.
—Hace tiempo escuché de un viejo sabio —le comentó Azahara— que la mejor
escuela es la del fracaso. Te hace comprender que siempre hay que mejorar.
—Eso es cierto. Yo, acostumbrado al triunfo, llegué a creerme un elegido, un
ungido por la fortuna, destinado a hollar por siempre la senda del éxito; me convertí
en un insensato. Tras Simancas, he comprobado que puedo perder, fracasar, ser
humillado. Por mi soberbia, fui derrotado. Yo iba sin más preparación que mi coraje,
mi gran ejército y mi fortuna, y los leoneses, a los que yo había infligido mil derrotas
con anterioridad, utilizaron su ingenio e inteligencia para vencerme. Nunca más me
ocurrirá. Tu sabio tenía razón, no existe mejor escuela que la del fracaso, ni mejor
alumno que quien es capaz de levantarse después.
—Ahora, aún te quiero más.
—Yo, siempre te quise, y te estoy preparando un regalo que te agradará.
—¿Un regalo? ¿Cuál?
—No te lo puedo decir ahora, pero te anticipo que te sorprenderá en grado
mayúsculo, aunque te anticipo que será un secreto que deberá quedar entre los dos.
—Como siempre fue, señor. Nadie, nunca, sabrá de nuestros secretos.
Abderramán, tras Simancas, no volvió al frente de batalla. Confió en sus
generales, sobre todo en el gran Galib, antiguo esclavo liberado, que fortificó
Medinaceli, desde donde fustigó con gran éxito a los reinos cristianos. Cada año, el
califa enviaba tropas de refuerzo para la aceifa o razzia veraniega, en la que asolaban
ciudades y campos. A partir de 939, los ímpetus del califa, además de a su tarea de
gobierno del califato y a fijar las estrategias militares y diplomáticas, se volcaron en
la nueva ciudad cuya construcción avanzaba en las cercanas laderas de Sierra
Morena, a la que con gran dedicación se dedicaba el príncipe Al Hakam. Las obras
habían comenzado en 936, aunque tras 939 el proyecto experimentó una gran
ampliación, pues el califa quería una ciudad aún más grande y hermosa.
—Padre —le comentó una tarde su hijo Al Hakam—, tenemos que bautizar a la
nueva ciudad y no se me ocurre ningún nombre adecuado.
—No te preocupes, hijo, ya lo tengo pensado.
—Ah, ¿sí? ¿Y cuál es ese nombre?
—La nueva ciudad se llamará Medina Azahara.
—¿Medina Azahara?… Suena muy bien, la verdad. Es original, indica una alta
dignidad y es poético… ¿cómo se os ocurrió?
—Cosas de mi corazón, hijo mío…
—Pues como Medina Azahara quedará bautizada la espléndida ciudad que
construimos y así será conocida para el asombro de los siglos futuros.

Abderramán sonrió feliz. Ni siquiera su propio hijo sospechaba el secreto del
origen del nombre. El califa sabía que a los poderosos de la corte no les gustaría que
hubiera dedicado la nueva ciudad a una simple concubina, por mucho que fuera la
preferida: lo hubieran considerado un signo de debilidad. Esa misma noche le
contaría a su Layla la buena nueva de Medina Azahara, la ciudad bautizada en su
honor. Estaba seguro de que la haría sumamente feliz. Y supo que así compensaba
una de sus amarguras. No podría darle el título de esposa, pero acababa de bautizar
con su nombre secreto de enamorados a la ciudad más hermosa que hubieran visto los
tiempos.

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