sábado, 30 de marzo de 2019

Velázquez, el pintor del aire

Diego de Silva y Velázquez nace en Sevilla como todos sabemos. Se le conoce sin
embargo poco en nuestra ciudad, porque tempranamente marchó a Madrid en busca
de fortuna en la Corte espléndida del Imperio de los Austrias. Fortuna que halló,
alcanzando la amistad personal del rey Felipe IV quien le convirtió en su pintor de
cámara.
Por su temprana ausencia cuando apenas tenía poco más de 19 años, Velázquez
no ha dejado en Sevilla anécdota ni leyenda que le haya hecho ser conocido por el
pueblo. Solamente los eruditos conocen, a través del estudio, su biografía.
A Velázquez se le ha llamado el pintor del aire, pues fue el primero que reprodujo
fielmente, no sólo personajes con caracteres y paisajes con luz y sombra, sino
también la atmósfera que hasta él había escapado a la posibilidad de ser reproducida.
En el cuadro de Las Meninas, se aprecia perfectamente la atmósfera, en penumbra, de
la espaciosa sala que en el palacio de Madrid servía de estudio al pintor. De igual
modo que en los interiores, consiguió Velázquez la impresión de atmósfera auténtica,
en los exteriores, como puede apreciarse en Las Lanzas o Rendición de Breda y en
otros cuadros, que por cierto aún representando diversos países, suelen tener casi
siempre por modelo los paisajes de la Moncloa y de otros alrededores de Madrid.
Para que no falte a Velázquez su gota de leyenda, vale la pena recodar aquí que
habiendo entrado como discípulo en la casa del gran pintor Francisco Pacheco, se
enamoró de su hija, Juana Pacheco, que tenía quince años. El maestro profetizó que
Diego Velázquez podría mantener con decoro una familia. Y como alguno de sus
amigos le reprochase esta excesiva confianza, replicó Pacheco:
—Estad seguro de que ese muchacho me dará nietos que valdrán más que vos y
que yo.
Su interlocutor quedó bastante mohíno, pues se trataba nada menos que de un
caballero del hábito de Santiago.
Pasados algunos años, cuando aún Velázquez no había alcanzado los cuarenta de
edad, pintó el famosísimo cuadro de Las Meninas. El rey todas las mañanas iba a la
cámara donde Velázquez trabajaba, y observaba cómo iba avanzando el grandioso
cuadro. Finalmente una mañana, Velázquez con voz ligeramente velada por la
emoción, pero al mismo tiempo orgulloso de su labor, dijo a don Felipe IV:
—Señor, el cuadro ya está terminado.
Don Felipe lo miró detenidamente, se apartó unos pasos atrás para verlo de lejos
más a su sabor y mirando a Velázquez fijamente replicó:
—Pues no lo encuentro acabado, le falta algo.
Quedó sorprendido y corrido Velázquez al escuchar las palabras del rey.
Seguramente se le había pasado por alto algún detalle en el que no había caído. Sin
disimular su contrariedad preguntó modestamente:
—¿Qué es lo que falta, señor? Decídmelo y lo repararé en seguida.
—Pues falta pintar un detalle, pero prefiero ser yo mismo quien lo pinte.
Y tomando un pincel fino lo mojó en pintura roja, se acercó al cuadro, y sobre el
pecho de la figura de Velázquez dibujó el rey con mano segura la cruz de Santiago.
De esta manera, el monarca don Felipe IV otorgó a Velázquez la preciada insignia
de caballero de Santiago para lo que hasta los más encumbrados nobles tenían que
hacer largos trámites y probanzas de limpieza de sangre.
Pero no quedó aquí el cumplimiento de la profecía que había hecho en Sevilla el
pintor Pacheco. Diego Velázquez y su esposa Juana Pacheco tuvieron varios hijos,
que en efecto dieron comienzo a un linaje de la más alta estirpe superando con mucho
no sólo a Pacheco y al quisquilloso hidalgo sevillano con quien éste había dialogado,
sino incluso al pintor de cámara del rey. Del hijo de Velázquez, don Isidro de Silva y
Pacheco, por entronques con personas de sangre real, ha venido a descender en la
actualidad una de las ramas de los Borbones y la familia real de Bélgica, de la cual es
actual representante el rey Balduino.
Velázquez, al casarse con Juana Pacheco, dio verdaderamente a su maestro
Francisco Pacheco, nietos que valdrían más que él.
El matrimonio del gran pintor sevillano con la niña de quince años Juana
Pacheco, fue tan duradero como las vidas de ambos. A pesar de vivir en la Corte,
donde las asechanzas a la fidelidad conyugal eran incontables, don Diego Velázquez
se mantuvo durante su vida fidelísimo para con su esposa y su arte, las dos únicas
cosas que le importaron en este mundo.
Tan grande fue el amor y la compenetración que existió en este matrimonio, que
no pudieron sobrevivir el uno al otro, murieron con tres días de diferencia.
Estos detalles humanísimos de la vida de don Diego Velázquez tiene tanto interés
como la más florida de las leyendas.

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