Como haber locos siempre los ha habido, locos a quienes la vesania empujó al
crimen, desde Caín, el primero de la historia humana; locos pacíficos, como el que en
las calles de Sevilla, según cuenta Cervantes en el Quijote, se dedicaba a cazar perros
vagabundos, y en teniendo uno en sus manos le «asentaba» un cañuto en la parte por
donde soplándole podía hincharlo, con que lo ponía redondo como una pelota, y en
teniéndolo de esta suerte le daba dos palmaditas en la barriga y lo soltaba, diciendo a
los circunstantes, que siempre eran muchos:
—¿Piensan vuestras mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro?
Locos simuladores, como el licenciado Vidriera, sin duda también de origen
sevillano, porque Cervantes gran parte de las anécdotas y cuentecillos con que urdió
sabiamente los grandes tapices de sus novelas ejemplares los había aprendido en
Sevilla, donde pasó gran tiempo de su vida, huésped forzoso de la cárcel o
asendereado en los trajines de su inquieto vivir.
La Sevilla de los siglos XVI y XVII está gloriosamente esmaltada de locos,
mendigos y contrahechos: los más altos personajes de la comedia humana, a quienes
la Antigüedad atribuye milagros cuando sus palabras incoherentes son tomadas por
oráculos en Grecia, o cuando sus jorobas, sus cráneos hidrocéfalos y sus patas
zambas dan conformación a los dioses más astutos y más pintorescos de la mitología
clásica, como el zambo Hefaistos, el bebedor Baco, el peludo y contrahecho Sileno.
La Sevilla del siglo XVI está poblada de mendigos, que asoman entre los harapos
de la capa hidalga, encasquetado el sombrero deforme pero prócer, la mano
pedigüeña desde los atrios de las iglesias mudéjares, o desde el quicio de los
zaguanes de los palacios renacentistas.
Mendigos que se apiñan a la hora de la sopa en la puerta de los conventos; que
alborotan en el zoco de la calle Feria con plañideros pregones ofreciéndose para rezar
por el alma de los difuntos de quien les dé limosna; sucia grey de hirsutas
pelambreras y manos ganchudas; los ciegos que ven lo suficiente para robar
escarcelas y faltriqueras en los apretujones de las calles en fiesta y en las aceras de la
Semana Mayor, cuando pasan las procesiones de disciplinantes.
Y los enanos, calzones y piernicortos, tambaleantes al andar, tan serios en sus
pequeños trajes, dando pescozones a los chiquillos que se atreven a arrimarse para
medirse con ellos al salir de la escuela, y los lisiados enseñando el muñón junto a las
muletas, o sentados en el carretón de madera sobre el que se deslizan por el suelo con
agilidad simiesca, sirviéndoles de pies las manos.
Tan importantes en nuestro Siglo de Oro como los reyes y los duques, tan
representativos como los dramaturgos de los autos sacramentales, tan ilustres como
los banqueros y los negociantes de Indias, tan significantes en nuestra historia patria
como los santos reformadores, como los teólogos tridentinos, como los catedráticos
de Salamanca, son estos ejemplares de la raza, locos, tontos, mendigos, ladrones del
patio de Monipodio, lisiados y vagos que forman la abigarrada corte de la pobretería
picaresca.
Sin hacer de su drama individual cuestiones sociales, sin pretender envenenar la
vida de la república con sus dolores o sus lacras privadas, los mendigos, locos y
lisiados del Siglo de Oro se conforman, acatando cada cual su tragedia como una
distinción con que Dios les ha honrado.
El loco se sabe loco, y como tal su obligación no es la de esconderse en un
hospital, sino alardear su locura por calles y plazas. Y el mendigo sabe que sin él no
podía el rico ejercitar el santo mandamiento de la caridad, y por consiguiente se
presta a su papel pedigüeñando por las esquinas. Y el ladrón cumple honradamente su
misión de robar al prójimo, porque si él no existiera no podríamos saber cuáles son
los hombres honrados.
Toda esta parcela que brilla al sol del Siglo de Oro con los relumbrones más
intensamente humanos acaso de toda nuestra historia, se deja retratar por los pinceles
de Zurbarán, de Velázquez, de Valdés Leal y de Murillo. Mendigos que aparecen en
el cuadro de Santa Isabel, niños piojosos que alegremente comen uvas y melón en las
cunetas del camino y que debajo de los harapos dejan adivinar una espléndida y
tierna anatomía como de príncipes disfrazados. Enanos tan orgullosos de su papel en
la corte, que se hacen retratar por Velázquez, y que saben que a fin de cuentas, en la
nómina de la Casa Real el puesto de bufón es un oficio de Cámara, tan oficio como el
de mayordomo o el de copero mayor que se disputan los nobles.
Para conocer en toda su grandeza y en toda su picaresca la España del Imperio
hay que mezclar, como Cervantes lo hizo en su Quijote, en las mismas posadas
manchegas, al oidor, que desde las aulas de Alcalá de Henares pasa a la Real
Chancillería del Perú, al capitán que vuelve de Italia, al mercader enriquecido con los
lienzos de Holanda y los encajes de Amberes, al canónigo docto y severo, al
cuadrillero, al arriero, y el pícaro Maese Pedro con su mono y su retablo.
Pero ni en la Mancha, ni en las riberas del Tormes, ni en el Zocodover de Toledo,
ni en el Coso de Segovia, se encuentran picaros, mendigos y locos tan auténticos, tan
importantes, como en Sevilla. A ellos les debe España la mitad de nuestra mejor
pintura y tres partes de la fama de nuestro vino.
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