El rey don Pedro I se preciaba de ser el más hábil esgrimidor de espada de toda
Sevilla, en lo cual no le faltaba razón, puesto que desde su más tierna infancia se
había ejercitado con los mejores maestros.
Sucedió que al convento de San Francisco, vino como fraile lego un hombre
misterioso, que por su aspecto más parecía noble y guerrero que piadoso y humilde.
Mucho se hablaba de él en toda la ciudad, y aunque nadie conocía a ciencia cierta su
procedencia, las personas más allegadas al convento relataban que se trataba de un
caballero muy ilustre de Navarra, que por haber cometido cierta muerte en desafío,
arrepentido se había metido a fraile, ocupándose por penitencia en bajos menesteres
conventuales.
Ello es que lo único que en realidad se sabía es que el tal fraile lego venía
acompañado de gran fama de esgrimidor, y que en cierta ocasión él mismo
involuntariamente dijo que había sido hasta hacía pocos meses, el mejor espadachín
de Navarra.
El rey don Pedro, al saber esta novedad, pensó que le estaría bien medirse con el
mejor esgrimidor de Navarra, puesto que ya se había medido, victoriosamente, con
los mejores espadachines de Castilla, así que decidió probar fortuna. Pero no quiso
invitar al fraile a que viniera a la sala de armas del Alcázar, puesto que quizá se
dejara ganar por cortesía, y el rey lo que deseaba era un encuentro formal y sin
ventaja.
Así que, en sus paseos por la ciudad, a que tan aficionado era el rey, que cada
noche abandonaba el Alcázar, y deambulaba solo por las calles sevillanas, dio en
rondar por los alrededores del convento de San Francisco por ver si tenía oportunidad
de encontrarse con el fraile. Por si tenía tal oportunidad, el rey llevaba ocultas bajo su
larga capa, dos espadas, una para él y otra para el fraile, quien, naturalmente, no
estaría armado.
Cierta noche, al pasar por lo que hoy es la calle Méndez Núñez en su
desembocadura a la plaza Nueva, encontró el rey abierto un postigo que daba a un
patinillo posterior del convento, y que por olvido habían dejado abierto.
Entró el rey, hizo ruido, y tuvo la fortuna de que saliera el fraile lego a quien él
buscaba, el cual tenía a su cargo las faenas domésticas de aquella parte del convento.
Creyó el fraile que quien entraba era un ladrón y salió a su encuentro animosamente,
y el rey dejó caer una de las dos espadas, como casualmente, con lo que el fraile la
cogió y pelearon. En todos los asaltos que intentaba el rey, su espada encontraba
como una barrera infranqueable la espada del lego, que le oponía una resistencia
invencible. Durante largo rato se batieron sin que ninguno de los dos cediera, hasta
que al fin, y cuando el rey ya estaba cansado y sudoroso, el fraile con un hábil revés,
le hizo saltar la espada de la mano, arrojándola lejos. Quedó el rey desarmado, y el
lego por escarmentar al ladrón que él suponía, alzó la espada para herirle en la cara y
dejarle marcado, según costumbre, pero el rey le detuvo con un gesto y se dio a
conocer:
—Tente, lego, que soy el rey.
El lego bajó el arma, y sonrió.
—Ya me lo imaginaba, señor. Ningún esgrimidor en toda España hubiera podido
mantenerse frente a mí durante tanto rato, y ponerme en tan recios apuros como me
habéis puesto. Y no os avergüence el haber sido desarmado perdiendo la espada, pues
no habéis sido vencido por un vasallo, sino por un igual vuestro. No diré mi nombre,
porque me ha sido impuesto en penitencia por el propio Santísimo Padre en Roma el
guardar el secreto de mi nombre por humildad. Pero baste deciros que en mis venas
hay sangre de la estirpe real de Navarra, y de la estirpe imperial de Carlomagno.
Quedó satisfecho con esto don Pedro, y despidiéndose le dijo al lego que si
deseaba alguna gracia. A lo que contestó el fraile:
—Sí, por cierto; nuestro convento de San Francisco está sin agua, pues solamente
disponemos de un pozo, escaso y salobre. Os pido por única gracia que concedáis a
esta comunidad un caño de agua de la que viene al Alcázar del acueducto de los
caños de Carmona.
Así lo prometió el rey, y al día siguiente se empezó a tender una conducción
desde el Alcázar al convento Casa Grande de San Francisco, con lo que se remedió su
necesidad.
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