domingo, 31 de marzo de 2019

EL MISTERIO DE KEN[18]

UN fresco atardecer de octubre —era el último día del mes y hacía bastante frío
para esa época del año—, decidí ir a pasar una hora o dos con mi amigo Keningale.
Keningale era artista (músico aficionado y poeta), y tenía en su casa un estudio
precioso donde solía pasar las veladas. Este estudio tenía una chimenea cavernosa,
construida imitando los antiguos hogares de las mansiones isabelinas; y en ella,
cuando la temperatura exterior lo justificaba, encendía un animado fuego de troncos
secos. Me vendrá muy bien, pensé, ir a fumarme una pipa y charlar plácidamente con
mi amigo ante ese fuego.
Hacía tiempo que no teníamos una conversación; en realidad, desde que
Keningale (o Ken, como le llamábamos los amigos) había regresado de su visita a
Europa, el año anterior. Había salido, como dijo él entonces, «en viaje de estudios»,
cosa que nos hizo sonreír a todos; porque, conociéndole como le conocíamos,
probablemente haría de todo menos estudiar. Era un joven de talante optimista, activo
y sociable, de espíritu brillante y polifacético, y contaba con unos ingresos que
oscilaban entre doce y quince mil dólares anuales; sabía cantar, actuar, emborronar
cuartillas y pintar con destreza, y algunas de sus cabezas y escorzos estaban
francamente bien ejecutados, habida cuenta de que carecía de preparación artística
normal; pero no era trabajador. Físicamente, era guapo, de buena estatura y figura,
sano y activo, tenía una frente notablemente hermosa, y unos ojos claros y francos.
Nadie se sorprendió de su marcha a Europa, nadie pensó que haría otra cosa que
divertirse, y pocos esperaban volverle a ver pronto por Nueva York. Era una de esas
personas que descubren que Europa les va. Conque se fue; y al cabo de unos meses
nos llegó rumor de que se había prometido a una hermosa y rica neoyorquina a la que
había conocido en Londres. Eso era casi lo único que sabíamos de él; hasta que, no
mucho después, y para asombro de todos, volvió a aparecer por la Quinta Avenida.
No dio una respuesta satisfactoria a los que quisieron averiguar cómo era que se
había cansado tan pronto del Viejo Continente; en cuanto al anunciado compromiso
matrimonial, cortó de manera tajante toda alusión al asunto, haciendo ver con eso que
lo consideraba tema prohibido. La gente sacó la conclusión de que la dama le había
dejado plantado. Pero, por otro lado, ella también regresó poco después; y aunque ha
tenido montones de oportunidades, hasta ahora no se ha casado.
Sea cual sea la verdad del asunto, el hecho es que se observó que Ken no era ya el
joven alegre y despreocupado de antes; al contrario, parecía serio y taciturno; rehuía
el trato con la gente en general, y se mostraba habitualmente reservado, incluso con
sus amigos más íntimos. Estaba claro que le había sucedido algo, o había hecho algo.
¿Qué? ¿Había matado a alguien? ¿Se había vuelto nihilista? ¿O había un fracaso
amoroso en el fondo de todo esto? Algunos afirmaban que se trataba de una nube
pasajera, y que no tardaría en írsele. Sin embargo, hasta el periodo sobre el que ahora
escribo, no se le había ido, sino que más bien su tristeza iba en aumento, y amenazaba
con volverse crónica.
Entre tanto, me lo había encontrado dos veces o tres en el club, en la ópera o en la
calle; pero hasta ahora no había tenido ocasión de renovar de manera regular mi trato
con él. En otro tiempo habíamos mantenido una amistad más estrecha de lo habitual,
y me negaba a creer que no quisiera él reanudar nuestra antigua relación. Pero lo que
había oído sobre su cambio de actitud, y lo que había visto por mí mismo, añadían un
estimulante matiz de suspense o curiosidad al placer que prometía la perspectiva de
esta velada. Su casa se hallaba a unas dos o tres millas del área urbana de Nueva
York, en aquel tiempo; y mientras caminaba deprisa, con el aire limpio del anochecer,
tuve tiempo de repasar mentalmente todo lo que sabía de Ken, y lo que había llegado
a adivinar de su carácter. Al fin y al cabo, ¿no había habido siempre en su naturaleza
—en su fondo, e inhibido por la actividad de sus espíritus animales— algo extraño y
singular y, caso de darse las condiciones favorables, susceptible de transformarse
en… qué? Cuando me hacía esta pregunta, llegué a su puerta; y un momento después
acogí con una sensación de alivio el apretón de su mano, y su voz que me daba la
bienvenida en un tono que denotaba sincero agradecimiento por mi presencia. Me
condujo directamente a su estudio, me recogió el sombrero y el bastón, y luego me
puso una mano en el hombro.
—Me alegro de verte —repitió, con singular seriedad—; me alegro de verte, y de
tenerte cerca. Especialmente, esta noche del año.
—¿Por qué esta noche en particular?
—Ah, qué importa. Y también me alegro de que no me hayas anunciado que ibas
a venir; la improvisación es el todo, para parafrasear al poeta. Bueno, teniéndote aquí,
podré tomarme un vaso de whisky con agua y fumarme una pipa. Habría sido una
noche desagradable para mí, si llego a pasarla solo.
—¿Rodeado de este lujo? —dije, paseando la mirada por la chimenea encendida,
los bajos butacones, y el rico y suntuoso mobiliario de la habitación—. Creo que
hasta un condenado a muerte podría sentirse a gusto aquí.
—Quizá; pero en la actualidad, no es ésa exactamente mi categoría. Pero ¿has
olvidado qué noche es hoy? Es víspera de Todos los Santos, la fecha en que, según la
tradición, salen los difuntos y las hadas y los duendes, y en que toda clase de espíritus
gozan de más libertad y poder que el resto del año. Cómo se ve que no has estado
nunca en Irlanda.
—Hasta ahora, no sabía que hubieras estado allí.
—Pues sí; he estado en Irlanda. Sí… —calló, suspiró, y se sumió en una especie
de ensoñación de la que, no obstante, salió en seguida con un esfuerzo, y fue al
armario de un rincón a traer la bebida y el tabaco. Mientras él hacía eso, me di una
vuelta por el estudio, reparando en las diferentes bellezas, objetos grotescos y
curiosidades que contenía. Muchas de estas cosas eran merecedoras de interés y
admiración; porque Ken era un buen coleccionista y tenía un gusto excelente, así
como medios para satisfacerlo. Pero, en general, nada me interesó tanto como unos
estudios de cabeza de mujer, trazados rudimentariamente al óleo; a juzgar por el sitio

retirado donde los encontré, el artista no pensaba exponerlos o someterlos a la crítica.
Se trataba de tres o cuatro estudios, todos de la misma cara, aunque en distintas
posturas y con tocados diferentes. En uno, la cabeza estaba cubierta con una capucha
negra que ensombrecía y ocultaba parcialmente el rostro; en otro, la joven parecía
mirar oscuramente a través de una celosía apenas iluminada por la luna; un tercero la
mostraba espléndidamente atavida con traje de noche, joyas en el pelo y las orejas, y
centelleando sobre su niveo pecho. Las expresiones eran tan variadas como las poses:
reflejaban bien una recatada penetración, bien una mirada sutilmente invitadora, bien
una pasión ardiente, o bien una mirada de traviesa y evasiva burla. En todas estas
facetas, el rostro estaba dotado de intensa fascinación que procedía no sólo de su
belleza, aunque ésta era sorprendente, sino también de su carácter y calidad.
—¿Has descubierto a esta modelo en el extranjero? —pregunté por fin—. Se nota
que te ha inspirado; y no me extraña.
Ken, que había estado preparando las bebidas y no se había dado cuenta de mis
movimientos, alzó los ojos ahora, y dijo:
—No quería que los viese nadie. No me gustan, y los voy a quemar; pero no
descansaré hasta que consiga reproducir… ¿Qué has dicho? ¿En el extranjero? Sí… o
mejor, no. Los he pintado aquí, en las últimas seis semanas.
—Te gusten o no, son, con mucho, lo mejor que he visto de ti.
—Bueno, deja eso y dime qué te parece este combinado. En mi opinión, viene
como anillo al dedo. Debe su existencia a tu visita. No puedo beber solo, y esos
retratos no son una compañía; aunque, por lo que sé, esa mujer sería capaz de salir
del lienzo esta noche, y sentarse en esa butaca —seguidamente, al ver mi mirada
interrogante, añadió con una risita atropellada—: Es víspera de Todos los Santos,
recuerda; la noche en que puede ocurrir cualquier cosa, con tal que sea extraña.
Bueno, a nuestra salud.
Bebimos los dos un largo trago de humeante y aromático licor, y dejamos los
vasos con aprobación. Era un ponche excelente. Ken abrió ahora una caja de cigarros,
y nos acomodamos ante la chimenea.
—Todo lo que necesitamos —comenté, tras un breve silencio—, es un poco de
música. A propósito, ¿tienes aún el banjo que te regalé poco antes de marcharte?
Guardó silencio tanto tiempo antes de contestar que pensé que no había oído mi
pregunta.
—Lo tengo —dijo por fin—; pero nunca más volverá a producir música.
—Se ha roto, ¿eh? ¿No podrías mandarlo arreglar? Era un buen instrumento.
—No está roto, pero no tiene arreglo. Tú mismo lo vas a ver.
Se levantó mientras hablaba y, dirigiéndose a otra parte del estudio, abrió un cofre
de oscura madera de roble y sacó de él un objeto largo envuelto en un trozo de seda
amarilla. Me lo tendió; y al desenvolverlo, apareció algo que en otro tiempo podía
haber sido un banjo, aunque ahora se asemejaba muy poco. Tenía una pinta viejísima.
La madera del mástil estaba acribillada de agujeros de carcoma, y hecha polvo. El

parche de pergamino estaba verdoso de moho y colgaba en jirones encogidos. El aro,
de plata maciza, estaba tan ennegrecido y deslustrado que parecía hierro
desvencijado. Le faltaban las cuerdas, y la mayoría de las clavijas se habían caído de
sus agujeros. Era como si lo hubieran hecho antes del diluvio, y hubiera quedado
olvidado en el castillo de proa del Arca de Noé.
—Es una curiosa reliquia, desde luego —dije—. ¿De dónde la has sacado? No
tenía idea de que el banjo hubiera sido inventado hace tanto. Desde luego, éste no
tiene menos de doscientos años; puede que incluso más.
Ken sonrió con tristeza.
—Estás totalmente en lo cierto —dijo—; lo menos tiene doscientos años; sin
embargo, es el mismo banjo que me regalaste el año pasado.
—Eso es muy difícil —repliqué, sonriendo a mi vez—, ya que lo encargué
expresamente para regalártelo.
—Lo sé; pero desde entonces han pasado doscientos años. Sí; es imposible y
absurdo, lo reconozco; sin embargo, es así. Ese banjo, construido el año pasado,
existió en el siglo XVI, y desde entonces lo ha estado devorando la carcoma. Espera.
Concédeme un momento, y te convencerás. ¿Recuerdas que grabaste tu nombre y el
mío, con la fecha, en el aro de plata?
—Sí; con una marca mía particular, también.
—Muy bien —dijo Ken, que había estado frotando una parte del aro con una
punta de la funda de seda amarilla—; pues mira.
Cogí el decrépito instrumento de sus manos, y examiné el lugar que acababa de
frotar. Era increíble, por supuesto; pero allí estaban los nombres y la fecha,
exactamente como yo había mandado que los grabasen; y allí, además, estaba mi
propia marca personal, que yo había hecho caprichosamente con una vieja punta de
grabador, no hacía ni dieciocho meses. Tras cerciorarme de que no había error
posible, dejé el banjo sobre mis rodillas, y me quedé mirando a mi amigo con
perplejidad. Él siguió fumando con una especie de fría calma, con la mirada fija en
los troncos encendidos.
—Estoy desconcertado lo confieso —dije—. Dime, ¿cuál es la broma? ¿Qué
método has descubierto para producir un deterioro de siglos en este desventurado
banjo de unos meses? ¿Y por qué lo has hecho? He oído hablar de un elixir que
contrarresta los efectos del tiempo, pero tu fórmula parece que funciona en sentido
contrario: hacer que el tiempo corra para unas cosas doscientas veces su velocidad
normal, mientras que el resto va tranquilamente a su paso. Revélame, oh mago, el
misterio. En serio, Ken: ¿cómo diablos ha ocurrido?
—No sé del asunto más de lo que sabes tú —contestó—. O tú y yo y el mundo
entero estamos locos, o se ha operado un milagro tan singular como cualquiera de los
de la tradición. ¿Cómo puedo explicarlo? Es conocimiento de todos (experiencia de
todos, si quieres) que, en ocasiones difíciles o terribles, podemos vivir años en un
instante. Pero se trata de una experiencia mental, no física; y en todo caso, afecta sólo

a los seres humanos, no a los objetos inertes de madera y metal. Tú piensas que se
trata de un truco o una broma. Si lo es, no conozco su secreto. Que yo sepa, no hay
fórmula química que reduzca una pieza maciza a ese estado en cuestión de unos
meses, o de unos años. Y no se ha producido en unos años, ni en unos meses. Hace un
año hoy, a esta misma hora, el banjo estaba tan flamante como cuando salió de las
manos del artesano; veinticuatro horas después (te estoy diciendo la pura verdad) se
encontraba como lo ves ahora.
Estaba claro que la gravedad y seriedad con que Ken hizo esta asombrosa
declaración no eran fingidas. Creía cada palabra que decía. Yo no sabía qué pensar.
Por supuesto, puede que mi amigo estuviera loco, aunque no mostraba ninguno de los
síntomas ordinarios del maníaco; pero, fuera como fuese, allí estaba el banjo, cuyo
mudo testimonio era irrefutable. Cuanto más le daba vueltas al asunto, más
inconcebible me parecía. Doscientos años… veinticuatro horas; éstos eran los
términos de la ecuación. Ken y el banjo afirmaban que la ecuación se había cumplido;
todo el saber y la experiencia del mundo afirmaban que no era posible. ¿Cuál era la
explicación? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es la vida? En cuanto a mí, notaba que
empezaba a dudar de la realidad de todo. Así que éste era el misterio en el que mi
amigo había estado inmerso desde su regreso del extranjero. No era extraño que le
hubiese cambiado. Lo extraño era que no le hubiese cambiado más.
—¿Puedes contarme la historia completa? —le pregunté finalmente.
Ken bebió otro sorbo de su vaso de whisky con agua, y se frotó la mano en su
espesa barba marrón.
—Nunca había hablado de esto hasta hoy —dijo—, ni lo quería hacer. Pero trataré
de darte una idea de lo ocurrido. Tú me conoces mejor que nadie; así que lo
comprenderás… hasta donde se puede comprender; y quizá eso me alivie la opresión
que me produce. Porque es un recuerdo espantoso para intentar resolverlo solo, te lo
aseguro.
Tras estas palabras, y sin más preámbulo, Ken me contó la siguiente historia.
Debo decir, a propósito, que era un excelente narrador. Tenía una voz profunda,
morosa, capaz de intensificar de manera sorprendente el efecto patético o cómico de
una frase, deteniéndose en una sílaba aquí o allá. Su rostro sabía transmitir
igualmente expresiones humorísticas o solemnes. Y sus ojos eran, por su forma y
color, prodigiosamente aptos para revelar multitud de emociones; su aspecto lúgubre
era extremadamente serio y conmovedor, y cuando Ken abordaba algún pasaje
misterioso del relato, adquirían una mirada dubitativa, melancólica, exploratoria,
terriblemente sugestiva para la imaginación. Pero el interés que despertaban sus
palabras era demasiado absorbente para notar estos adornos accidentales en ese
momento aunque sin duda influyeron en mí.
—Salí de Nueva York, como recordarás, en un vapor de la Inman Line —
comenzó Ken—, y desembarqué en El Havre. Hice el consabido periplo turístico por
el Continente, y llegué a Londres en julio, en pleno verano. Llevaba buenas
presentaciones, y conocí un montón de personas agradables y famosas. Entre ellas
había una joven compatriota mía (sabes a quién me refiero), que se interesó
muchísimo por mí; y antes de que su familia abandonase Londres, formalizamos
nuestras relaciones ella y yo. Luego nos separamos, porque ella tenía que hacer aún
su recorrido por el Continente, mientras que yo quería aprovechar la ocasión para
visitar el norte de Inglaterra e Irlanda. Desembarqué en Dublín el uno de octubre y,
zigzagueando por la isla, me encontré, unas dos semanas más tarde, en el condado de
Cork.
»Hay en esa región algunos de los escenarios más encantadores que el ojo
humano ha contemplado nunca, y parece que es menos conocida de los turistas que
muchos lugares infinitamente menos pintorescos. Se trata de una región solitaria:
durante mis vagabundeos, no topé con un solo extranjero como yo, y vi muy pocos
naturales. Parece increíble que tan hermosa región se encuentre tan despoblada. A
cada docena de millas irlandesas que recorres, llegas a un grupo de dos o tres casas de
una sola pieza y, lo más probable, una o más tendrán hundida la techumbre y las
paredes en ruinas. Los pocos campesinos que se ven, no obstante, son amables y
hospitalarios, sobre todo cuando se enteran de que llegas de este paraíso terrenal
adonde la mayoría de sus amigos y parientes han ido antes que ellos. Parecen bastante
simples y primitivos a primera vista, aunque son una raza extraña e incomprensible
como la que más. Son supersticiosos, y creen tan firmemente en prodigios, hadas,
magos y presagios como los hombres a los que predicó san Patricio; y a la vez son
astutos, escépticos, prudentes, y redomados embusteros. Resumiendo, no he conocido
en mis viajes una nación cuya gente me haya hecho disfrutar tanto, o me haya
inspirado tanta amabilidad, curiosidad y repugnancia.
»Finalmente llegué a un pueblo de la costa que no quiero especificar, del que sólo
diré que se encuentra a no muchas millas de Ballymacheen, en la costa sur. He visto
Venecia y Nápoles; he viajado por la Cornice Road, he pasado un mes en nuestros
Mount Desert, y puedo decirte que todo eso junto no es tan bello como ese dorado,
encendido, resplandeciente y antiguo puerto y ciudad, con sus montes alrededor, y los
negros acantilados y promontorios hundiendo sus pies de hierro en el mar azul y
transparente. Es un lugar antiquísimo, y tiene una historia que viene de siglos. En otro
tiempo, debió de tener dos o tres mil habitantes; hoy apenas llega a los quinientos o
seiscientos. La mitad de las casas son meras ruinas, o han desaparecido; muchas de
las que quedan están vacías. Toda la gente es pobre; la mayoría está en la miseria;
andan descalzos, con la cabeza descubierta, las mujeres con típicos mantos negros o
azul marino, los hombres llevan unas ropas tan raras que sólo un irlandés sabría
ponerse, y los niños van medio desnudos. Los únicos con aspecto decente son los
monjes, los sacerdotes y los soldados del fuerte. Porque hay un fuerte allí, construido
sobre las enormes ruinas del castillo que debió de cumplir su papel durante el reinado
de Eduardo, el Príncipe Negro, o antes, en cuyas troneras hay montados un par de
cañones que de tarde en tarde disparan un cañonazo o dos de ejercicio hacia el

acantilado del otro lado del puerto. La guarnición está formada por doce hombres y
tres o cuatro oficiales y suboficiales. Supongo que serán relevados periódicamente;
aunque los que vi parecían formar parte del entorno.
»Me alojé en una posada pequeña y antigua, la única del pueblo, con un comedor
de cinco metros por tres, en el que había un retrato del rey Jorge I (una estampa con
una capa de barniz para su protección), colgado sobre la chimenea. La segunda tarde,
después de cenar, entró un joven caballero (el comedor era público, naturalmente) y
pidió pan, queso y una botella de cerveza negra. Al poco rato entablamos
conversación; resultó ser un oficial del fuerte, el teniente O’Connor: apuesto y joven
ejemplar de soldado irlandés. Después de contarme cuanto sabía del pueblo, de los
alrededores, de sus amigos y de sí mismo, manifestó clara disposición a acoger con
simpatía cualquier historia que yo decidiera verter en su oído; y disfruté intentando
competir con su locuacidad. Nos hicimos excelentes amigos; nos tomamos media
pinta de whisky de Kinahan, y el teniente habló en términos elogiosos de mis
compatriotas, de mi país y, en especial, de mis cigarros. Cuando le llegó el momento
de irse, le acompañé (había una luna esplendorosa fuera), y me despedí en la entrada
del fuerte, después de prometerle volver al día siguiente para que me presentara a sus
compañeros. “¡Vaya con cuidado ahora, al regresar, muchacho —me gritó, cuando
emprendí el camino vuelta—; es un sitio encantado, el cementerio ese, y puede
tropezarse con la mujer de negro o algo por el estilo!”.
»El cementerio era un sitio inhóspito y desolado, situado en la ladera, justo al
lado del fuerte: un conjunto de treinta o cuarenta lápidas, de las que pocas
conservaban la verticalidad, y casi todas tan rotas y erosionadas que no parecían sino
elevaciones naturales del terreno. No tenía ni idea de quién era la mujer de negro,
pero no me entretuve en preguntarlo, ya que jamás me han dado miedo los espectros;
y a decir verdad, aunque el camino por el que tenía que ir atravesaba sitios abruptos,
sin mencionar el paso por un puente en ruinas que cruzaba un riachuelo que corría
encajonado, llegué a la posada sin novedad.
»Al día siguiente hice la prometida visita al fuerte, y no tuve motivo alguno para
arrepentirme: mis sentimientos amistosos fueron abundantemente correspondidos,
gracias, sobre todo, al éxito de mi banjo, que llevé conmigo, y que resultó ser tan
original como bien acogido entre los que lo escucharon. Los principales personajes
del círculo social, además de mi amigo el teniente, eran el comandante Molloy, que
estaba al mando, avispado y chispeante veterano con una cara como un sol, y el
doctor Dudeen, cirujano, personaje alto, reseco y gracioso, con una cantidad de
anécdotas e historias locales en la cabeza como no he visto otra igual. Pasamos una
tarde divertida, precursora de muchas más. Transcurrieron deprisa los últimos días de
octubre, y tuve que recordarme a mí mismo que era un viajero que visitaba Europa, y
no un residente de Irlanda. El comandante, el cirujano y le teniente protestaron
cordialmente contra mi decisión de irme; pero dado que era irremediable, organizaron
una cena de despedida en el fuerte la víspera de Todos los Santos.

»¡Quisiera que hubieses estado conmigo en aquella cena! Fue la quintaesencia de
la camaradería irlandesa. El doctor Dudeen estuvo de lo más inspirado; el
comandante se reveló mejor que la mejor de las novelas de Lever; el teniente
rebosaba de buen humor, ocurrencias y rapsodias sentimentales referente a esta o
aquella muchacha de la vecindad. En cuanto a mí, hice sonar el banjo como jamás lo
había hecho, y los demás se unieron a coro con una melodiosa fuerza de pulmones
que no suele oírse a menudo fuera de Irlanda. Entre las historias con que nos
entretuvo el doctor Dudeen, hay una sobre el Kern de Querin y su esposa, Etelinda
Fionguala (que traducido significa “la del hombro blanco”). La dama, al parecer,
había estado originalmente prometida a un tal O’Connor —aquí el teniente chascó los
labios—, pero fue raptada la noche de boda por un grupo de vampiros, los cuales, por
lo visto, eran en aquel entonces el problema más llamativo de Irlanda. Pero cuando se
la llevaban (inconsciente) a una cena en la que la dama no iba a comer, sino a ser
comida, el Kern de Querin, que casualmente había salido a la caza del pato, topó con
la comitiva, y descargó su escopeta sobre ellos. Los vampiros huyeron, y el Kern se
llevó a su hermosa dama, todavía inconsciente, a casa.
»—A propósito, señor Keningale —comentó el doctor, sacudiendo la ceniza de su
pipa—, usted pasa por delante de esa misma casa al venir aquí. Es la del arco oscuro,
abajo, y el gran ventanal con parteluz en la esquina, recordará, colgado sobre la
misma calle, por así decir.
»—Deje ahora la casa, doctor Dudeen —interrumpió el teniente—; ¿no ve que
estamos ansiosos por saber qué le pasó a la dulce señorita Fionguala, Dios se apiade
de ella, cuando la subíamos a ponerla a salvo…
»—Haya fe, señor O’Connor —exclamó el comandante, imprimiendo un
movimiento rotatorio a lo que quedaba de whisky en su vaso—. Esa es una cuestión
que hay que resolver por principios generales, como dijo el coronel O’Halloran
cuando le preguntaron qué habría hecho si hubiese sido él el duque de Wellington y
los prusianos no hubieran llegado a tiempo a Waterloo. “Haya fe, dijo el coronel: os
voy a decir…”
»—¡Vamos, comandante, por qué interrumpe al doctor, y deja que el señor
Keningale esté con el vaso vacío mientras escucha…! ¡Válgame Dios! ¡La botella
está seca!
»Con la excitación provocada por este descubrimiento, el doctor perdió el hilo del
relato; y antes de que pudiera recobrarlo, la noche había avanzado tanto que
comprendí que era hora irme. Me costó conseguir que oyesen y entendiesen mi
decisión, y algo más ponerla en práctica; de manera que habían dado ya las doce,
cuando me hallé fuera del fuerte, aspirando el aire fresco y puro, y con las despedidas
de mis alegres compañeros resonándome en el oído.
»Teniendo en cuenta que había sido una noche “mojada” bajo techo, me
encontraba en un estado de conservación bastante bueno; así que cuando, a los pocos
metros, tropecé y me caí, lo achaqué a la aspereza del camino, más que a la suavidad

del licor. Al levantarme, me pareció oír una risa, y supuse que el teniente, que me
había acompañado a la puerta, se divertía con mi percance. Pero al mirar a mi
alrededor, observé que la puerta estaba cerrada y que no se veía a nadie. La risa,
además, había sonado cercana, incluso atiplada, más a voz femenina que masculina.
Naturalmente, me había equivocado: no había nadie cerca de mí. O mi imaginación
me había gastado una broma, o había más verdad que poesía en la creencia de que la
víspera de Todos los Santos es tiempo de carnaval para los espíritus desencarnados.
En aquel momento no se me ocurrió que los supersticiosos irlandeses consideran un
mal presagio tropezar; aunque de haberlo recordado me habría reído de tal creencia.
El caso es que no me hice ningún daño al caer, y reanudé mi camino en seguida.
»Pero era dificilísimo distinguir el camino; o más bien, no era el camino de
siempre el que seguía. No lo reconocía; habría podido jurar (aunque yo sabía que no
era así) que jamás lo había visto antes. Había salido la luna, si bien la ocultaban unas
nubes: pero ni mi entorno inmediato, ni el aspecto general de la región, me parecían
familiares. Las laderas ascendían a uno y otro lado oscuras y calladas, y el camino, en
su mayor parte, se iba hundiendo como si me condujese a las entrañas de la tierra. El
paraje estaba lleno de ecos extraños, de manera que a veces me daba la impresión de
que caminaba en medio de murmullos misteriosos y voces bisbiseantes; el sonido
apagado de una risa frenética parecía resonar de cuando en cuando entre los montes.
Había corrientes de aire frío que suspiraban en angostos desfiladeros y oscuras
hendiduras, y pasaban rozándome la cara con tenues dedos. Comenzó a apoderarse de
mí cierta sensación de inquietud e inseguridad, aunque sin ninguna causa definible,
salvo el haberme retrasado en regresar. Con el instinto perverso del que se ha
extraviado, apreté el paso; pero de vez en cuando me sentía impulsado a mirar hacia
atrás, por encima del hombro, con la sensación de que me seguían. Pero no se veía
una sola criatura viviente. La luna, sin embargo, había, ascendido, y las nubes
recorrían lentas el cielo y proyectaban en el pelado valle oscuras sombras que, de
cuando en cuando, adoptaban formas vagamente semejantes a gigantescas figuras
humanas.
»No sé el tiempo que llevaba corriendo, cuando, como de improviso, descubrí que
me estaba acercando a un cementerio. Se hallaba en la estribación de un monte, y no
tenía valla alrededor, ni nada que impidiese la entrada a quien pasase por allí. Había
algo en el aspecto general de este lugar que me hizo medio imaginar que lo había
visto antes. Y sin duda lo habría tomado por el mismo que había en el camino del
fuerte; pero éste se encontraba a unos metros de sus murallas, mientras que ahora
llevaba recorridas varias millas, quizá. Al acercarme, además, observé que las lápidas
no parecían tan antiguas y deterioradas como las del otro. Pero lo que me llamó la
atención sobre todo fue la figura apoyada o medio sentada en una de las lápidas más
grandes, cerca del camino. Era una figura femenina, vestida de negro; y al mirarla
más de cerca (no tardé en encontrarme a unos metros de ella), descubrí que llevaba
una calla o capa larga con capucha: el vestido más antiguo y usual de las irlandesas,

sin duda de origen español.
»Me sobresalté un poco ante esta aparición: tan inesperada fue, y tan extraño me
pareció que un ser humano estuviese a esas horas de la noche en lugar tan siniestro y
desolado. Al llegar a su altura me detuve involuntariamente, y la miré con atención.
Pero la luna le daba de espaldas, y la profunda capucha le ocultaba la cara tan por
completo que no conseguí distinguir nada salvo el centelleo de un par de ojos que
parecieron responder a mi mirada con gran vivacidad.
»—Me da la impresión de que es usted de por aquí —dije finalmente—. ¿Podría
decirme dónde me encuentro?
»A lo cual el misterioso personaje prorrumpió en una risa ligera que, aunque
musical y agradable, su tono y su timbre hicieron que el corazón me latiera con más
violencia de la que mi reciente carrera podía justificar; porque era una risa idéntica (o
así me la presentó mi imaginación) a la que había sonado en mis oídos al levantarme
del suelo tras la caída, hacía una hora o dos. Por lo demás, era una risa de mujer joven
—probablemente guapa—, aunque estaba dotada de un timbre violento, frívolo,
burlón, de manera que casi no parecía humana, o en todo caso, propia de un ser de
afectos y limitaciones como nosotros. Pero esta impresión mía se debía, sin duda, a
las insólitas y extrañas circunstancias del momento.
»—Por supuesto, señor —dijo—. Está usted en la sepultura de Etelinda
Fionguala.
»Mientras hablaba, se puso de pie, y señaló la inscripción de la lápida. Me
incliné, y pude descifrar el nombre sin dificultad, y una fecha que indicaba que la
ocupante de la sepultura debió de abandonar su estado material hacía dos o tres
siglos.
»—¿Y quién es usted? —le pregunté a continuación.
»—Yo me llamo Elsie —replicó—. Pero ¿adónde va su señoría la víspera de
Todos los Santos?
»Le dije mi dirección, y le pregunté si podía orientarme.
»—Claro que sí; porque allí me dirijo yo también —replicó Elsie—; y si su
señoría quiere seguirme, y tocarme una canción con ese precioso instrumento, más
corto se nos hará el camino.
»Señaló el banjo que yo llevaba envuelto bajo el brazo. No entendía cómo había
adivinado que era un instrumento musical; probablemente, pensé, me había visto
tocarlo cuando andaba yo por los alrededores del pueblo. Sea como fuere, no puse
objeciones a tal sugerencia, y le dije que, además, a nuestra llegada la recompensaría
de forma más sustanciosa. A lo cual se echó a reír otra vez, e hizo un gesto extraño
con la mano por encima de la cabeza. Desenvolví el banjo, pasé los dedos por sus
cuerdas, y ataqué una música bailable, a cuyos compases reanudamos el camino,
Elsie ligeramente delante, siguiendo con los pies el ritmo de la música. En realidad,
caminaba tan ligera, con un movimiento tan ondulante y elástico, que un poco más y
habría flotado como un espíritu. La extrema blancura de sus pies atrajo mi mirada, y

me sorprendió descubrir que en vez de descalzos, como al principio me había
parecido, los llevaba enfundados en zapatillas de raso blanco, singularmente bordadas
en hilo de oro.
»—Elsie —dije, alargando el paso para colocarme a su altura—, ¿dónde vive
usted, y qué hace para vivir?
»—En realidad, vivo sola —contestó—; y si le interesa saber cómo, puede venir a
verlo por sí mismo.
»—¿Acostumbra a pasear de noche por los montes así, sin zapatos?
»—¿Y por qué no? —preguntó a su vez—. ¿Dónde ha conseguido su señoría ese
precioso anillo de oro que lleva en el dedo?
»El anillo en cuestión, aunque no de gran valor en sí, me había llamado la
atención en una tienda de antigüedades de Cork. Era un objeto de diseño anticuado, y
debió de pertenecer (así me lo había asegurado su vendedor) a uno de los primeros
reyes o reinas de Irlanda.
»—¿Le gusta? —dije yo.
»—¿Piensa su señoría regalárselo a Elsie? —preguntó ella a su vez, en un tono
insinuante y un movimiento de cabeza.
»—Tal vez, Elsie; con una condición. Soy artista; hago retratos de personas. Si
me promete venir a mi estudio, y dejarme que la pinte, le daré el anillo, y algún
dinero además.
»—¿Y me dará el anillo ahora? —dijo Elsie.
»—Sí, si usted me promete hacer lo que le pido.
»—¿Y tocará canciones para mí? —prosiguió ella.
»—Todas las que quiera.
»—Pero tal vez no sea yo lo bastante bonita para usted —dijo, con una mirada de
sus ojos por debajo de la negra capucha.
»—En cuanto a eso, me arriesgaré —contesté riendo—; aunque de todos modos,
me gustaría echar una ojeada antes, para recordarla —y diciendo esto, alargué la
mano para retirarle la capucha. Pero Elsie me esquivó, no sé cómo, y se echó a reír
por tercera vez, con la misma cadencia frívola y burlona.
»—Déme el anillo primero, y luego me verá —dijo zalamera.
»—Traiga la mano, entonces —repliqué quitándome el anillo del dedo—. Cuando
nos conozcamos mejor, Elsie, no será usted tan recelosa.
»Elsie tendió su mano delgada, delicada, y deslicé el anillo en su dedo índice. Al
hacerlo, los pliegues de su capa se apartaron un poco, permitiéndome descubrir
entonces un hombro blanco, y un vestido que, en la engañosa semioscuridad, parecía
hecho de un tejido rico y costoso; y percibí, o así me pareció, un frío centelleo de
piedras preciosas.
»—¡Eh, mire dónde pisa! —dijo Elsie en un tono brusco, repentino.
»Miré a mi alrededor, y me di cuenta por primera vez de que estábamos casi en el
centro de un puente en ruinas, el cual cruzaba un rápido riachuelo que corría muy

abajo, a considerable profundidad. Tenía roto el pretil de un lado, y sin duda había
corrido peligro de dar un paso en el vacío. Avancé precavidamente por la deteriorada
estructura; y al volverme para ayudar a Elsie, no la vi por ninguna parte.
»¿Qué le había pasado a la joven? La llamé, pero no obtuve respuesta. Miré en
todas direcciones, pero no vi ni rastro de ella. A no ser que hubiera caído por el
estrecho precipicio que se abría a mis pies, no había sitio donde esconderse… Al
menos, que yo pudiese descubrir. Con todo, se había evaporado; y dado que su
desaparición debió de ser intencionada, concluí que era inútil ponerme a buscarla. Ya
reaparecería cuando quisiera; y si no, que no lo hicera. Me había eludido muy
hábilmente, y no me quedaba otro remedio que resignarme. Tal vez la aventura había
merecido un anillo.
»Al reanudar la marcha, me alivió no poco descubrir que otra vez reconocía
dónde estaba. El puente que acababa de cruzar no era otro que el que te he dicho hace
un momento; estaba a menos de una milla del pueblo, y veía el camino despejado
ante mí. Por lo demás, la luna había salido de entre las nubes y brillaba con
intensidad. Fueran cuales fuesen sus defectos, Elsie había sido una guía digna de
confianza; me había devuelto de la región de los duendes al mundo material. Desde
luego, había tenido un lance singular; y me puse a pensar en ella con una sensación
de misterioso placer, mientras caminaba, tarareando trozos de canciones y
acompañándome con las cuerdas del banjo. ¡Atención! ¿Qué pisadas sonaban detrás
de mí? Parecían las de Elsie; pero no; Elsie no estaba allí. Varias veces se repitió esta
misma impresión, o alucinación, antes de llegar a los aledaños del pueblo… eran unas
pisadas de pies ligeros, detrás de mí, o a mi lado. Esta sensación no me puso nervioso
en absoluto; al contrario, me encantó la idea de que me siguieran, y me sumí en una
grata y romántica ensoñación.
»Después de pasar una o dos casas musgosas de techumbre hundida, me interné
por la calle estrecha y tortuosa que atraviesa el pueblo. A cierta distancia de su
entrada se ensancha un poco, como para dejar espacio al caminante y poder
contemplar un edificio vetusto y notable que se alza en la parte norte. Estaba
construido en piedra, y era de noble estilo arquitectónico; me recordaba ciertos
palacios de la antigua nobleza italiana que yo había visto en el Continente, y muy
probablemente había sido erigido por alguno de los inmigrantes italianos o españoles
del siglo XVI o XVII. Las molduras de las ventanas saledizas y los arcos de las puertas
estaban ricamente esculpidos, y sobre la fachada había un escudo labrado en
altorrelieve, aunque no logré distinguir el motivo de su divisa. La luna que caía sobre
esta fábrica pintoresca realzaba toda su belleza, y al mismo tiempo le confería una
calidad de visión que quizá se disolvería en cuanto la luz dejase de brillar.
Evidentemente, había visto esta casa muchas veces; sin embargo, no conservaba un
recuerdo claro de ella; hasta ahora, no me había detenido a examinarla con los ojos
abiertos, por así decir. Apoyado en la pared de enfrente, la estuve contemplando largo
rato a placer. La ventana de la esquina era un trabajo realmente bello y soberbio.

Sobresalía por encima de la acera, proyectando una espesa sombra oblicua; los
marcos de las celosías de trazos romboidales estaban separados con gruesos
parteluces. ¡Cuántas veces habría sido abierta esa celosía por una mano hermosa,
revelando al amante, que esperaría abajo a la luz de la luna, el semblante encantador
de su noble amada! Aquéllos fueron tiempos valerosos. Hacía mucho que habían
pasado. La enorme casona se alzaba vacía quién sabe desde cuándo; sólo los
murciélagos y las sabandijas eran sus habitantes. ¿Dónde estaban ahora los que la
habían construido? ¿Y quiénes eran? Probablemente habían sido olvidados hasta sus
nombres.
»Mientras seguía mirando hacia arriba, me asaltó una conjetura que rápidamente
se hizo convicción. ¿No era ésta la casa que el doctor Dudeen había descrito esa
misma noche como la que fue en otro tiempo morada del Kern de Querin y su
misteriosa desposada? Tenía una ventana salediza y una puerta con arco. Sí; no había
duda de que era la misma casa. Exhalé una baja exclamación de interés y placer, y
mis especulaciones adoptaron un cariz más imaginativo, pero también más definido.
»¿Cuál había sido el destino de aquella dama encantadora después de que el Kern
la devolviera a casa, inconsciente, en sus brazos? ¿Se recobró y se casaron y fueron
felices, o había tenido un trágico final? Recordaba haber leído que, por lo general, las
víctimas de los vampiros se vuelven vampiros a su vez. Luego, mis pensamientos
volvieron a aquella sepultura de la ladera. Seguramente no era terreno consagrado.
¿Por qué la habían enterrado allí? ¡Etelinda la del Hombro Blanco! ¡Ah! ¿Por qué no
habría vivido yo en aquellos tiempos?; ¿o por qué no podría, mediante alguna magia,
hacer que volviera a vivir para mí? Entonces buscaría esta misma calle a media
noche, vendría al pie de su ventana, y tocaría levemente las cuerdas de mi pandora
hasta que se abriese cautamente la ventana y se asomase ella. ¡En verdad, sería una
dulce visión! Pero ¿qué me impedía hacerlo realidad? Sólo una cuestión de dos siglos
o así. ¿Acaso era el tiempo, que los poetas y los filósofos miran con desprecio, una
sustancia tan rígida y real que un poco de fe y de imaginación no podían vencerla? En
todo caso, tenía mi banjo, descendiente legítimo y directo de la pandora; así que el
recuerdo de Fionguala tendría su cantar.
»Conque, tras afinar el instrumento, ataqué una antigua canción de amor española
que había encontrado en cierta biblioteca polvorienta durante mis viajes, a la que
había puesto música. Canté en voz baja, ya que la calle desierta repetía los sonidos
más quedos, y lo que yo cantaba sólo debía llegar al oído de mi dama. Aquellos
versos contenían el fuego de la antigua caballería española, y yo ponía en ellos, al
expresarlas, toda la pasión de los amantes de romancero. Sin duda la oiría Fionguala,
la del Hombro Blanco, y despertaría de su sueño de siglos, ¡y acudiría a asomarse a la
ventana! ¡Chist! ¡Mira allí! ¿Qué luz… qué sombra es aquella que parece desplazarse
vacilante de habitación en habitación, por la casa abandonada, y ahora se acerca a la
ventana? ¿Son mis ojos, deslumbrados por efecto de la luz de la luna, o se mueven las
hojas de la celosía? ¡Se abren! No; no es una ilusión; no es ningún engaño de los

sentidos. Se trata, sencillamente, de una mujer; de una joven hermosa, ricamente
vestida. Se asoma, y me hace señas de que me acerque.
»Demasiado asombrado para darme cuenta de mi asombro, avancé hasta el pie
mismo de la ventana, y el rostro de la dama, al inclinarse sobre mí, estuvo a no más
de dos veces la altura de un hombre sobre el mío. Sonrió, y se besó las puntas de los
dedos; algo blanco ondeó en su mano; lo lanzó al aire y cayó al suelo, a mis pies. Un
instante después se había retirado, y oí cerrarse la celosía.
»Recogí lo que había caído; era un delicado pañuelo de encaje, atado a la tija de
una llave de bronce muy trabajada. Evidentemente, era la de la casa, y me invitaba a
entrar. Le desaté el pañuelo, que conservaba un perfume débil, delicioso, como la
fragancia de un jardín antiguo, y me dirigí a la puerta de los arcos. No sentía ningún
temor, sino apenas una sensación de extrañeza. Todo era como yo había deseado que
fuese, y como debía ser: la época medieval estaba nuevamente viva; en cuanto a mí,
casi notaba la capa de terciopelo colgando de mi hombro, y el largo estoque
balanceándose de mi cinturón. Una vez ante la puerta, metí la llave en la cerradura, la
hice girar, y noté que cedía el pestillo. Un instante después se abrió la puerta hacia
adentro; traspuse el umbral, volvió a cerrarse la puerta, y me encontré solo en la casa,
a oscuras.
»¡Solo no! Al alargar la mano para buscar a tientas el camino, tropecé con otra
mano, suave, delgada, fría, que se insinuó a la mía y me llevó adelante. Así que la
seguí sin temor; la oscuridad era impenetrable, pero podía percibir el roce ligero de
un vestido cerca de mí; y el mismo perfume delicioso que impregnaba el pañuelo
enriquecía el aire que yo respiraba, en tanto la mano pequeña, que sujetaba la mía y
que la mía sujetaba, apretaba y aflojaba alternativamente la presión de sus dedos
suaves y fríos. De este modo, avanzando con paso ligero, recorrimos lo que me
pareció un corredor largo e irregular, y subimos por una escalera. Luego otro
corredor, hasta que nos detuvimos finalmente; se abrió una puerta, liberando un
torrente de suave luz, y penetramos en ella, todavía cogidos de la mano. Habían
terminado la oscuridad y la duda.
»La estancia era de imponentes dimensiones, y estaba amueblada y decorada en
un estilo de antiguo esplendor. Tenía las paredes cubiertas con tapices de tonos
suaves; manojos de velas ardían en candelabros de plata bruñida, cuyas llamas se
reflejaban y multiplicaban en altos espejos situados en los cuatro rincones. En el
techo se cruzaban en ángulo recto las gruesas vigas de oscuro roble laboriosamente
talladas; las cortinas y el tapizado de las sillas eran de damasco profusamente
adornado. En un extremo de la habitación había una ancha otomana, y frente a ella
una mesa sobre la que había puesta, en vajilla de plata maciza, una suntuosa comida,
con vinos en jarras de cristal de roca. A un lado había una chimenea inmensa y
profunda, con espacio suficiente para quemar troncos enteros. Sin embargo, no había
fuego encendido, sino sólo un montón de tizones apagados. Y la habitación, pese a
toda su magnificencia, era fría —fría como una tumba, o como la mano de mi dama

—; y su frío me iba invadiendo de manera sutil y solapada el corazón.
»Pero, ¡ah, mi dama! ¡Qué hermosa era! Apenas me fijé en la habitación; mis ojos
y mis pensamientos estaban puestos en ella. Iba vestida de blanco como una novia; en
su pelo negro y su niveo pecho centelleaban diamantes; en su rostro encantador y en
sus labios delgados había una palidez que el oscuro brillo de sus ojos hacía más
intensa. Me miró con una sonrisa evasiva y extraña; sin embargo, pese a esa
extrañeza, había algo en su aspecto y su ademán que me resultaba familiar; como el
estribillo de una canción oída hacía tiempo y que evocaba otras circunstancias y otro
tiempo. Me pareció que la reconocía una parte de mí, que la conocía y la había
conocido siempre. Era la mujer con la que había soñado, a la que había visto en mis
visiones, y cuya voz y rostro me habían obsesionado desde mi adolescencia. No sabía
si nos habíamos conocido antes o no; quizá la había estado yo buscando a ciegas por
el mundo, y ella me había estado esperando en esta espléndida habitación, sentada
junto a estos tizones apagados, hasta que su sangre perdió todo el calor, sólo para
recobrarlo con el fuego que mi amor le podía dar.
»—Creí que me habías olvidado —dijo, asintiendo en respuesta a mis
pensamientos—. La noche está muy avanzada ya… ¡nuestra única noche del año!
¡Qué gozo he sentido en el corazón al oír tu voz amada cantando la canción que
conozco tan bien! ¡Bésame… tengo los labios fríos!
»Efectivamente, los tenía fríos… como los labios de la muerte. Pero el calor de
los míos pareció hacerlos revivir. Ahora se tiñeron de un débil color, y en sus mejillas
apareció también un matiz sonrosado. Aspiró con más energía, como la persona que
se recobra de un letargo prolongado. ¿Era mi vida, que la estaba alimentando? Yo
estaba dispuesto a dárselo todo. Me llevó a la mesa y me señaló los manjares y el
vino.
»—Come y bebe —dijo—. Has hecho un largo viaje y necesitas reponerte.
»—¿Comerás y beberás tú conmigo? —dije, sirviendo el vino.
»—Tú eres el único alimento que yo necesito —fue su respuesta—. Ese vino es
flojo y frío. Dame el vino rojo y cálido de tu sangre, y apuraré la copa hasta las heces.
»Al oír estas palabras, no sé por qué, me recorrió un leve estremecimiento. Ella
parecía recobrar su fuerza y su vitalidad a cada instante; pero el frío de la gran
estancia se iba apoderando de mí cada vez más.
»De pronto, prorrumpió en un torrente de alegría; se puso a palmotear y a bailar a
mi alrededor como una chiquilla. ¿Quién era? ¿Y yo? ¿Era yo mismo, o se burlaba de
mí cuando me dio a entender que nos pertenecíamos el uno al otro desde tiempo
inmemorial? Por último, se detuvo a mi lado, y cruzó las manos sobre su pecho. En el
dedo índice de su mano derecha observé el centelleo de un antiguo anillo.
»—¿De dónde has sacado ese anillo? —pregunté.
»Meneó la cabeza y se echó a reír.
»—¿Me has sido fiel? —me preguntó—. Es mi anillo; el anillo que nos une. Es el
que me diste cuando te enamoraste de mí. Es el anillo del Kern: el anillo mágico. Yo

soy tu Etelinda… Etelinda Fionguala.
»—Sea —dije yo, desechando toda duda y temor, y rindiéndome por entero al
encanto de sus ojos inescrutables y de sus labios invitadores—. Tuyo soy, y mía eres.
Así pues, seamos felices mientras duren estas horas.
»—Mío eres, y tuya soy —repitió ella, asintiendo con mágica sonrisa—. Ven,
siéntate junto a mí, y vuélveme a cantar esa dulce canción que me cantaste hace tanto
tiempo. ¡Ah, cien años viviré ahora!
»Nos sentamos en la otomana; y mientras ella se arrellanaba voluptuosamente
entre los cojines, cogí el banjo y me puse a cantar. La canción y la música resonaban
en el alto techo de la estancia, y volvían en forma de un eco palpitante. Ante mí,
mientras cantaba, tenía el rostro y la figura de Etelinda Fionguala, con su vestido de
novia cuajado de pedrería, mirándome con ojos encendidos. Ya no estaba pálida, sino
sonrosada y cálida; la vida ardía dentro de ella como una llama. Era yo quien ahora
estaba frío y exangüe; aunque con el último rescoldo de vida que me quedaba le
habría seguido cantando sobre el amor que no puede morir. Finalmente, sin embargo,
se me emborronó la vista, se oscureció la habitación; la figura de Etelinda se me
volvía distinta y difusa, alternativamente, como los últimos parpadeos de una llama.
Avancé tambaleante hacia ella. Sentí que me hundía en la inconsciencia, y que
apoyaba la cabeza en su hombro blanco.
Aquí Keningale interrumpió unos momentos su relato; echó otro leño al fuego, y
luego prosiguió:
—Me desperté al cabo de no sé cuánto tiempo. Estaba en la sala inmensa y vacía
de un edificio en ruinas. De las paredes colgaban jirones andrajosos de cortinajes, y
espesos festones de telarañas, grises de polvo, cubrían las ventanas sin cristales ni
marco: habían sido cegadas con toscas tablas, ya podridas por el tiempo, por cuyas
rendijas y agujeros se colaban pálidos rayos de luz y ráfagas de aire frío. Un
murciélago, molesto por esos rayos, o por algún movimiento que yo hice, se descolgó
de un jirón del mohoso tapiz cercano a mí, y tras revolotear un momento en círculo
por encima de mi cabeza, orientó el aleteo sigiloso de su vuelo hacia el rincón más
oscuro. Al levantarme tambaleante del montón heterogéneo de basura sobre el que
había estado, algo que descansanba sobre mis rodillas rodó por el suelo con un
repiqueteo. Lo cogí: era mi banjo… en el estado que lo ves ahora.
»Bueno, eso es todo lo que puedo contarte. Mi salud salió seriamente
quebrantada; era como si me hubieran sacado toda la sangre de las venas; estaba
pálido. En cuanto al frío… ¡Ah! —murmuró Keningale, acercándose al fuego y
extendiendo las manos para calentarse—, jamás me libraré de él. Tendré que

soportarlo hasta la sepultura.


[18] Traducción de Francisco Torres Oliver. <<

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