sábado, 30 de marzo de 2019

Fin de la monarquía visigoda. Desastrosa muerte del rey don Rodrigo

El duque de la Bética, Ruderico, gobernaba el territorio andaluz tan
autocráticamente como si fuera un verdadero soberano. Su obediencia a la corte
visigoda de Toledo, donde reinaba Witiza, era más dudosa, y se susurraba en los
medios aristocráticos sevillanos que aspiraba a coronarse rey de los visigodos.
Casó Ruderico en la propia Sevilla con una bella joven «de la estirpe de los
godos» pues aunque ya teóricamente se había suavizado la discriminación entre las
tres razas, hispánica, romana y goda, los dominadores o sea los visigodos seguían
desdeñando el contraer nupcias con las mujeres de las otras dos comunidades y
blasonaban de seguir matrimoniando solamente con quienes pudieran decir la
fórmula: Nos nobilissimæ glus gothorum. La joven se llamaba Egilona y a pesar de su
melena rubia y sus ojos azules, tenía más de andaluza que de germánica. Sobre todo
gustaba engalanarse a la usanza sevillana con pulseras y collares de colorines, que
como ella poseía grandes riquezas, en vez de ser de cuentas de madera pintadas, o de
vidrio, eran vistosos collares de ámbar, de azabache, y de pedrería que formaban
sobre su piel de nácar sonrosado un gallardo contraste. Por esto los sevillanos le
llamaban «Egilona la de los lindos collares» y con este nombre figura en las crónicas
visigóticas.
Había en palacio un joven tan valiente como cortesano y tan gallardo como
prudente, quien se llamaba Pelagio, y por sus méritos había sido elevado al rango de
«comes spartarius» o sea el conde encargado de cuidar y portear las armas del rey. El
nombre de Pelagio nos indica que aunque perteneciera a la noble estirpe goda, tenía
por parte materna alguna ascendencia hispanorromana.
Dice la leyenda que Pelagio, o Pelayo, como se le ha llamado más
frecuentemente, debió enamorarse de doña Egilona, aun cuando por fidelidad a su
jefe el duque de la Bética, y por su natural timidez juvenil, nunca se atrevió a
declararle este amor a la esposa del virrey.
En el año 710, Ruderico —a quien la historia nombra Don Rodrigo
castellanizando su nombre godo— puso en obra el ambicioso proyecto que desde
tiempo atrás acariciaba, de usurpar el trono, lo cual efectuó durante un viaje a Toledo
en donde también contaba con interesados partidarios, y poniendo en prisión al
legítimo rey Witiza, le hizo sacar los ojos y tonsurar el cabello, con lo que según la
ley visigoda quedaba ya inhabilitado para volver a reinar.
Don Rodrigo se estableció, pues, en Toledo, ya como rey, aunque sobre un trono
tambaleante, puesto que los hijos de Witiza, con ánimo de vengarse y recuperar la
realeza, hicieron tratos con los árabes que ya dominaban Marruecos, para obtener su
ayuda para recuperar el trono.
Cierto día llegaron al palacio real de Toledo extrañas nuevas. Un mensajero a
caballo, agotado por el larguísimo viaje, y trastornado por el terror, se presentó ante el
rey don Rodrigo y le entregó un mensaje escrito que le enviaba desde Sevilla el
duque Todmir, o Todomiro, que era quien había sustituido a don Rodrigo en el mando
de la región Bética. El mensaje cuyo texto nos ha conservado la Historia, decía estas
palabras: «Señor, en la costa de Calpe (Gibraltar) han desembarcado unos hombres
que no son de nuestra raza, y que por sus trajes y armas desconocidos, más parecen
demonios que seres humanos. Se han apoderado de varios pueblos, y siguen
desembarcando más y más, como si quisieran apoderarse de todo nuestro país. Te
ruego por Dios que vengas tú mismo a ver estas novedades, y que traigas contigo
cuantos ejércitos puedas reunir, pues la amenaza es grande, el peligro cierto, el
resultado inseguro».
Don Rodrigo, con la mayor rapidez juntó su ejército en Toledo, envió órdenes
para que se le agregasen en el camino tropas de otras provincias, y se dirigió hacia el
Sur, llegando a Sevilla en pocos días.
A su llegada pernoctó don Rodrigo, junto con su esposa doña Egilona en el
palacio del duque de la Bética, que ocupaba el lugar donde hoy está la Escuela de
Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de la calle Zaragoza. Ahí pasó el rey visigodo su
última noche sin acostarse, recibiendo y despachando mensajeros. Al alba ordenó que
su mujer doña Egilona, sus damas, y prelados que formaban el séquito estuvieran
dispuestos para emprender rápidamente el viaje hacia Mérida, ciudad poderosa y bien
fortificada, en el caso de que la batalla que pensaba dar a los invasores fuese adversa.

La Casa de los Leones en la calle Zaragoza, donde durmió Don Rodrigo antes de
salir para la batalla de Guadalete.
Al amanecer don Rodrigo, con sus numerosísimas tropas, al son de las trompetas
salió en dirección a donde se encontraban los enemigos. La batalla se dio en el río
Barbate (aunque se la ha llamado impropiamente batalla del Guadalete). Frente a don
Rodrigo, catorce mil jinetes africanos al mando del caudillo Tarik, lugarteniente del
walí Muza que mandaba en el Mogreb.
Don Rodrigo confiaba en rodear a los moros y aniquilarlos, y dio orden a sus dos
alas para que se movieran lateralmente. Pero no contaba con la traición. Había en su
ejército muchos descontentos, partidarios del destronado rey Witiza, y muchos
envidiosos del mando real que tenía don Rodrigo: y los hijos de Witiza habían
prometido a quien les ayudase, premios y honores. Así que el ala derecha del ejército
visigodo que iba mandada por el obispo de Sevilla don Opas, primo de Witiza, hizo
una maniobra de alejamiento, y se pasó al bando de los moros, en el que venían los
dos hijos de Witiza.
Don Rodrigo intentó entonces proteger su flanco acercándose al río para que le
sirviera de foso defensivo, pero una vigorosa carga de los enemigos llevó el combate
hasta el mismo cauce fangoso del Barbate. El caballo del rey, metido hasta el vientre
en el fango del río, fue acribillado a lanzazos. Del monarca sólo se encontró después
de la matanza, un botín o borceguí con su espuela dorada.
Así terminó la batalla del Barbate, y con ella la monarquía visigoda. El «comes
spartario» don Pelayo, pudo salvar, sin embargo la corona de don Rodrigo, para
impedir que la insignia real cayese en manos de los moros. Combatiendo a la retirada,
con un pequeño grupo de godos, pudo abandonar el teatro de la batalla, y dirigirse a
Sevilla, a donde llegó con el propósito de poner a salvo a la reina Egilona.
Pero ya había llegado antes que él algún grupo de fugitivos, dando noticias del
desastre y doña Egilona, acompañada de su séquito había huido hacia Mérida donde
se intentaba defender.
Don Pelayo, con su pequeña hueste no pudo abrirse paso hacia Mérida, y para
evitar que la corona de los godos, sagrado depósito en el que se cifraba el símbolo de
la Patria, pudiera caer en manos de los africanos, emprendió por vericuetos y trochas,
apartándose de los caminos principales, vadeando ríos y cruzando montañas, el
itinerario de Asturias, donde pensaba ya empezar la Reconquista.
Del orgulloso imperio visigodo español, solamente había quedado, un caballo
blanco ahogado en el fango del Barbate, y un fino zapato de cuero dorado, manchado
de sangre. Su dueño, el rey don Rodrigo desapareció y con él una etapa de la Historia
de España.


No hay comentarios:

Publicar un comentario