No habría pasado el Romanticismo de ser una escuela literaria, una simple moda
en la manera de escribir, si no le hubiesen convertido en un estilo de vida y de
muerte, algunos espíritus exaltados.
Nacido en Alemania, en las páginas de Goethe, y universalizado desde París, que
entonces era el corazón del mundo, el Romanticismo habría pasado de moda muy
pronto, como tantas escuelas literarias que han sido en los últimos doscientos años.
Pero una mujer sevillana, con sola su existencia, y sin proponérselo, dio al
Romanticismo aliento vital, convirtiendo el siglo XIX en un torbellino de
Romanticismo hecho credo práctico; torbellino en que navegaron apasionadamente,
varias generaciones.
Se llamaba Dolores Armijo de Cambronero. Había nacido en Sevilla durante los
años de la guerra de la Independencia, y las violencias en medio de las que
transcurrió su infancia, imprimieron en su carácter una violencia, una rebeldía, y un
ansia de novedades que había de conformar toda su vida.
Dolores Armijo, la sevillana por quien se suicidó Larra.
Casada muy joven, no se resignó a vivir en Sevilla, que después de las pérdidas
de las colonias americanas había quedado convertida en una simple ciudad
provinciana, empobrecida además por la guerra. Animó a su esposo a marchar a
Madrid, donde muy pronto lució ella en los salones y tertulias, por su ingenio vivaz,
por su gracia chispeante, y por su inspiración para hacer poesías. Aspiraba ella a
convertirse en una heroína de las letras, y en una dictadora de las modas, a la manera
de las célebres favoritas de los reyes de Francia del siglo XVII.
Sin embargo, la corte de España no podía ofrecerle la oportunidad de alcanzar un
puesto semejante. El rey Fernando VII no era hombre aficionado a las letras ni a las
artes, y ponía sus modestas aspiraciones sentimentales, en enamorar a mozas del
Mercado, como Pepa la Naranjera.
Dolores Armijo buscó entonces, ya que no un rey, un dictador. El dictador de la
literatura y el periodismo era entonces Mariano José de Larra, quien utilizaba su
nombre para firmar las obras teatrales que escribía, y el seudónimo de Fígaro para los
artículos periodísticos.
Mariano José de Larra, había elevado el periodismo español, a la máxima altura
que hasta entonces tuvo. Siguiendo los pasos de periodistas franceses como Camilo
Desmoulín, empleaba la pluma como terrible arma de combate, haciendo un
periodismo político y social. Fustigaba las costumbres anticuadas, los
convencionalismos, la hipocresía social, con las más agresivas sátiras. Nada se leía
tanto en España, como los artículos de Fígaro. Sus obras teatrales, aunque pasado un
siglo, la crítica las haya reducido a simples piezas de circunstancias, hacían furor en
los teatros. Así su gran novela romántica El doncel de don Enrique el doliente fue la
primera de las grandes obras románticas, de ambiente medieval, de truculentos
enredos, y de pasiones malditas.
Vivía Fígaro a lo grande, con lo que centuplicaba la pública admiración que le
rodeaba. Tenía caballos, coches, vestía elegantísimamente, pudiendo decirse que los
dos hombres que regían la moda de Europa en su tiempo eran Lord Byron ya en sus
últimos años, y Larra, que comenzaba a brillar.
Dolores Armijo, supo tejer sus redes en torno al escritor y éste, joven, apasionado
e impetuoso, se enamoró de Dolores con todo el fuego de su alma. Sus amores
culpables trascendieron, muy pronto al «todo Madrid» porque ellos no se recataban
en ocultarlos y el marido de Dolores, al saber la infidelidad de su esposa, marchó a
América separándose de la infiel.
Dolores Armijo, debió cansarse pronto de Fígaro. Nacida ella para brillar, no se
resignaba a ser simplemente una parte de la vida de un hombre famoso. Además
Fígaro separado de su mujer tenía unos hijos pequeños a los que Dolores nunca
podría servir de madre.
Dolores, voluble y egoísta, cansada del enamorado escritor, rompió sus relaciones
con él.
Hay una laguna en la Historia, que no se ha podido rellenar por falta de datos.
¿Qué hizo Dolores Armijo después de la ruptura? Se supone que debió enamorar a
algún personaje muy importante de la vida política de entonces. Tal vez algún
personaje diplomático. Esto explicaría el viaje que Mariano José de Larra hizo, acaso
no tanto para olvidarla como para buscarla, por diversos países de Europa.
Fígaro llena con el recuerdo de Dolores Armijo, páginas desgarradoras del más
exaltado romanticismo.
«Estrella de Sevilla de negros cabellos, trenzados al desgaire por los dedos del
amor».
Como la cólera de Aquiles guerrero, es la furia de amor de este trágico
enamorado, que suspira y clama por una mujer que ni siquiera sabe dónde está.
Se arroja al trabajo desesperadamente, ansiosamente. Escribe con infatigable
pluma, cientos de artículos; miles de artículos. Y por sarcástica paradoja, este amor
que parece haber destrozado su vida, es el motor que le impulsa a realizar la mayor
parte de su obra, y que va encumbrándole aún más en su fama.
Así llegó el día 13 de febrero de 1837; martes de Carnaval. Se había levantado
tarde y miraba con hastío por la ventana el ir y venir de las máscaras, cuando el
criado le entregó una carta que acababan de traer. No esperaba contestación, porque
Dolores Armijo sabía que Larra la esperaría aquella tarde, como en la carta le
indicaba.
¡Ella en Madrid! Ay corazón, ay corazón que no me lo avisaste.
Febrilmente, Larra se arregló cuidadosamente. Tiempo hacía que no se rizaba la
barba, ni se perfumaba el pañuelo de encaje que asomaba nítido, al bolsillo de la
ajustada levita. Precisamente la levita de color azul y el pantalón inglés color gris
perla, que a ella tanto le gustaba, fue la ropa que se puso ese día en que iban a volver
a encontrarse.
Apenas comió, de tan nervioso e impaciente que estaba. ¡Por fin volvía ella! ¡Y
ahora, sería para no separarse jamás!
Contando en su reloj los minutos, pasó las horas desde el almuerzo hasta las cinco
en que sonó la campanilla. No dejó que ningún criado saliera a abrir sino que lo hizo
él mismo. En el marco de la puerta apareció resplandeciente como una estrella, su
«estrella de Sevilla». Venía vestida con un sencillo traje negro y tocada con una
manteleta con la que hábilmente había disimulado su rostro al transitar por la calle,
para no dejarse conocer. La acompañaba una amiga de su confianza.
Larra quiso abrazarla, pero ella le rechazó. «He venido a hablar contigo».
Y le formuló su fría explicación. Su marido había muerto en América y ella iba a
casarse de nuevo ahora que era libre. Venía solamente a reclamarle sus cartas, para
evitar que pudieran por algún azar llegar a manos de su nuevo marido, persona muy
importante y de grandísima posición social.
Larra se quedó lívido, sorprendido, y se dejó caer, más que se sentó en un sillón.
Tardó unos momentos en reaccionar. Después se puso de pie; intentó cogerle las
manos y besárselas. Le pedía perdón y le suplicaba llorando como un niño que no
hiciera aquello. Que no le abandonase para siempre. Que no se volviera a casar. Toda
su posición, su fortuna, su familia, todo lo dejaría. Abandonarían España juntos, para
ir donde ella quisiera. A algún remoto país donde pudieran rehacer su vida casándose.
Mariano José de Larra.
Dolores le miró disgustada. Le molestaba aquella escena de amor y de llanto.
Deseaba terminar cuanto antes. Había aprovechado ser día de Carnaval, para pasar
inadvertida por la calle y tenía que regresar a su casa.
Larra, vencido ya, recobró aparentemente su aplomo. Se serenó y encendió un
cigarrillo. Abrió una gaveta de su escritorio y sacó de ella un paquete atado con una
cinta de seda verde. Eran las cartas de Dolores. Larra se las tendió en silencio y ella
las cogió ávidamente, y las guardó en su bolso. Después, sin una palabra de consuelo
para el desgraciado amante, Dolores dijo «adiós» secamente y salió del despacho.
Larra llamó al criado y le mandó que acompañase a aquellas dos señoras hasta la
puerta.
Bajaban la escalera, cuando se sintió en la casa un ruido breve como de un
portazo violento. Tal vez el mal genio de Larra se desahogaba. El criado no se atrevió
a interrumpir al escritor suponiendo que habría tenido algún disgusto con aquella
visita.
La tarde iba caminando hacia su fin. Al oscurecer, llamaron a la campanilla. Era
la hija pequeña de Larra, que volvía con la criada, de pasear por el Prado y ver las
máscaras. La niña, cinco años y trenzas rubias, corrió por el pasillo, hacia el despacho
de Larra. Empujó la puerta y se dirigió hacia la mesa para darle un beso como todos
los días.
Pero Larra no estaba sentado, sino caído en la alfombra, con una pistola en la
mano y la sien atravesada por un balazo.
—Papá está debajo de la mesa. Papá tiene sangre —salió gritando la niña,
asustada, por el pasillo, llamando a los criados.
Al día siguiente Madrid se estremeció con la noticia del suicidio de Fígaro. El
Romanticismo, hasta entonces escrito, se había hecho carne. Ya no se decía en
retóricas frases, que se moría por una mujer, sino que se mataba uno por ella.
Madrid entero asistió al entierro. Solamente faltó una persona de las que habían
sido algo en la vida de Fígaro: Dolores.
Dolores Armijo, aquella mañana, mientras José Zorrilla escribía los versos que
iba a leer en el entierro de Larra, Dolores Armijo había tomado la diligencia para
Andalucía. Pocos días después, llegaba a Sevilla y entraba de monja, arrepentida por
fin de sus pecados de amor y de egoísmo, en el convento de las Carmelitas Descalzas.
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