sábado, 30 de marzo de 2019

Señora, ¿quieres coser?, señora, ¿quieres cortar? (leyenda)

Como saben todos los sevillanos, el convento de frailes dominicos de San Jacinto,
antes de establecerse en Triana estuvo situado entre la actual barriada de Pío XII y el
Hospital de San Lázaro, por lo que todavía hoy, hay una zona que se llama «Huerta
de San Jacinto», en ese lugar.
Los frailes tuvieron, pues, allí, su convento, pero aquello quedaba muy lejos, en
sitio despoblado, y la fundación no prosperó, teniendo que decidirse la comunidad al
traslado a Triana. Sin embargo, hubo un fraile que se llamaba fray Benito, que poco
antes de la marcha dijo al prior:
—Durante bastantes años he estado en este convento, y con mis propias manos he
arreglado el altar, y he enterrado a nuestros hermanos cuando morían, en nuestro
pequeño cementerio conventual. Yo quisiera pedir a vuestra paternidad su licencia
para quedarme aquí, y seguir cuidando la capilla y el cementerio.
—¿Y de qué os sustentaréis, fray Benito?
—No se preocupe vuestra paternidad. Sé cultivar la huerta, y con lo que coseche
tendré suficiente para mi frugal colación.
El prior dio su bendición a fray Benito y con el resto de la comunidad emprendió
la marcha hacia Triana, a habitar su nuevo convento.
Quedóse pues, fray Benito, como ermitaño, feliz en la soledad. Cada mañana
adornaba con flores el altar, decía su misa, y alegremente se marchaba a trabajar a la
huerta, donde tenía sus coles, sus lechugas, sus alcauciles. Por la tarde iba otra vez a
la capilla, donde pasaba las horas rezando el rosario, en sosegada oración.
Y he aquí que una de esas tardes, cuando después de almorzar y de dormir una
breve siesta, se dirigió a la capilla, vio que por olvido se había dejado abierta la
puerta. Entró con cierto temor de que se hubiera entrado algún perro o gato
vagabundo y le hubiera volcado los floreros del altar. Y al entrar vio que en la capilla
había una joven arrodillada, rezando, y que de vez en cuando daba profundos suspiros
y se llevaba el pañuelo a los ojos llorando.
Acercóse el anciano fraile a consolar a la afligida joven, y le preguntó cuál era la
causa de su pena:
—Ay, padre, dijo ella. Tengo la desgracia de que se ha enamorado de mí un
muchacho de familia acomodada de Sevilla. Su padre es abogado y escribano.
—¿Y eso es una desgracia?
—Sí, padre, es una desgracia, porque yo soy hija de un panadero, que gana
solamente un mísero jornal. ¿Cómo voy a casarme con mi novio, si no tengo más
ropa que la puesta? ¿De dónde me va a venir el milagro de un vestido de boda para
poder casarme sin que mi novio y su familia se avergüencen?
Y la muchacha volvió a llorar y a suspirar.
La despidió fray Benito con palabras de consuelo. Y cuando se marchó ella, el
buen viejo se puso a rezar.
Aquella noche no pudo dormir, pues no se le iba del pensamiento la tristeza de la
muchacha, así que se levantó a medianoche Y se fue a la capilla y allí, puesto de
rodillas ante el altar, le dijo a la Virgen:
—Señora, tú que eres la Madre de todos, haz algo por esa hijita tuya, que no
puede casarse por falta de vestido.
Fuera que el sueño le traspuso, o fuera una visión sobrenatural, el caso es que fray
Benito vio o creyó ver que la Virgen movía los labios y al mismo tiempo escuchó una
voz que decía:
—Si me traes las telas, yo te las coseré.
Fray Benito se puso en pie, frotándose los ojos, y dirigiéndose al altar dijo:
—Está bien, Señora, buscaré las telas.
Y al amanecer abandonó el convento y se fue para Sevilla, donde empezó a visitar
una por una las casas de distintas personas a quienes conocía como protectoras del
convento, y limosneras de los pobres. Y en un sitio consiguió que le dieran un trozo
de tela blanca; en otro lado una cortinilla de gasa o de tul; en otro unas cintas. Con
todo ello fue llenando un saco, y al anochecer ya estaba de regreso al convento.
Se hizo unas sopas, porque estaba hambriento, y después salió un rato a pasear
por la huerta, y por el pequeño cementerio de los religiosos, rezando su obligación
diaria. Después recogió el saco, y se fue con él a la capilla; se acercó al altar, vació
sobre él todas las telas que había limosneado, y dijo dirigiéndose a la imagen de la
Virgen:
—Yo ya he cumplido con lo mío que era buscar las telas. Ahora os toca a Vos,
Virgen Santísima. Así que Señora, ¿quieres coser? Señora, ¿quieres cortar? Y
poniendo al mismo tiempo unas tijeras, una aguja, un carrete de hilo y un dedal al
lado de las telas, se santiguó y salió de la capilla apresuradamente. Llegó a su celda, y
allí se puso de rodillas y permaneció largo rato en oración.
Por fin, empujado por la curiosidad, y al mismo tiempo por la confianza, volvió a
la capilla:
¡Allí estaba extendido sobre el altar el ajuar de novia más bello y deslumbrante
que se hubiera podido soñar!: Un vestido de seda, de elegante corte: un velo largo,
ceñido a una diadema. Y un montón de corpiños, basquiñas, faldas y sayas que
componían toda una variedad que hubiera envidiado cualquier mujer para casarse.
Y así fue cómo Conchita, la hija del oficial panadero más humilde de Sevilla,
pudo celebrar su boda con lucimiento, y sin que su novio ni la familia de él se
avergonzasen de su pobreza.
Fray Benito continuó largos años en el convento abandonado de San Jacinto,
cuidando la huerta, el cementerio de sus hermanos religiosos y el altar en donde la
Virgen había hecho el oficio de costurera, milagrosamente, cuando él le pidió:
—Señora, ¿quieres coser? Señora, ¿quieres cortar?

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