Una vez un tigre estaba paseando cerca de un pueblito, cuando de pronto se desencadenó una violenta tormenta de truenos, relámpagos, viento y lluvia. Para cobijarse, el tigre se acercó a la pared de una pequeña cabaña en las afueras del pueblito. Dentro de la choza la vieja que vivía en ella también estaba preocupada por la tormenta, pues el techo estaba lleno de agujeros y la lluvia se colaba por muchos lugares. Como había varias goteras, la vieja corría de un lado a otro, empujando los muebles de aquí para allá para que no se mojaran. Apoyando su oreja a la pared, el tigre oyó todo el ruido que hacía la vieja. Oyó que se arrastraban cosas, y que la vieja se quejaba y hablaba sola. La oyó decir:
–¡Oh, es horrible! ¡Esta eterna gotera! ¿No habrá manera de evitarla? ¡Por un ratito parece que se calma y en seguida tengo de nuevo la eterna gotera encima de mí! ¡Esto es terrible, terrible!
Entonces se oyeron más ruidos, mientras la vieja corría una vez más los muebles y exclamaba: "¡Basta, basta, que me está matando!" El tigre se quedó muy impresionado por todo lo que oía.
"¿Qué será la Eterna Gotera? –pensó–. Debe de ser algo horrible". Y al oír los ruidos que los muebles pesados hacían cuando es los arrastraba por el piso, exclamó: "¡Qué ruido terrible! ¡Deben de provenir del terrible ser que se llama Eterna Gotera!"
De modo que si tigre se quedó apoyado contra la pared, muy preocupado por lo que pasaba, esperando que cesara la lluvia para alejarse.
Justo en ese momento apareció caminando por la obscura carretera un alfarero que buscaba su burro, escapado a causa de la tormenta. A la luz de un relámpago el hombre vio un gran animal contra la choza de la vieja. Creyendo que era su burro, corrió hasta el tigre, lo agarró por una oreja y comenzó a darles golpes y puntapiés con gran rabia.
–¡Animal miserable! –le gritaba–. ¡Tengo que salir a buscarte bajo esta lluvia torrencial y en una noche semejante! –además, le daba de palos al pobre tigre–. ¡Levántate inmediatamente, o te rompo los huesos! –a medida que lo insultaba crecía su furia. El tigre estaba atónito. Nunca nadie se había animado a tratarlo así. Se asustó, y comenzó a pensar que eso debía de ser la Eterna Gotera de que se quejaba la vieja. "No me extraña que se preocupara tanto la pobre mujer", dijo.
El tigre se levantó. Él alfarero, que todavía creía que estaba ante su burro, le dio unos cuantos palos más, se montó sobre él, y lo obligó a que lo llevara a su casa, dándole puntapiés y propinándole insultos todo el camino. Cuando llegó a su casa lo ató del pescuezo y de las patas a un gran poste que había frente a la puerta, después de lo cual se acostó.
Cuando llegó la mañana, la mujer del alfarero salió y encontró atado al tigre. Muy sorprendida, corrió hasta su marido y le dijo:
–¿Sabes qué animal trajiste anoche durante la tormenta?
–Claro –le contestó él, enojándose con sólo el recuerdo–, ¡ese burro miserable!
–Ven a verlo –le dijo su mujer.
El hombre fue a verlo. Cuando vio qué animal era, sus piernas casi dejan de sostenerlo. Tuvo que tocarse todo el cuerpo para ver si no tenía ninguna herida o fractura. Pero no se encontró ni un rasguño.
La hazaña del alfarero cundió rápidamente por todo el pueblo, y todo el mundo acudió para ver al tigre cautivo y escuchar cómo había sido capturado y domesticado. La historia pronto corrió a otros pueblos, y finalmente llegó a oídos del Raja del país. Tan admirado quedó el Raja al oír el relato' del hombre que cabalgara en el tigre, que se dirigió en persona a la casa del alfarero.
Cuando llegó con su séquito, vio que la historia era verdadera. Aun más sorprendente era que el tigre capturado había sido muy feroz y había sembrado el terror en toda la región. El Raja quedó tan impresionado que sin perder más tiempo confirió al alfarero un título de nobleza. Le regaló vastas tierras con muchas casas y muchos campos, lo hizo general de sus ejércitos y puso diez mil soldados de caballería bajo su mando.
El alfarero y su mujer comenzaron a llevar una nueva vida llena de lujos y comodidades. Pero muy poco tiempo después corrió la noticia de que un rey extranjero se avecinaba con un gran ejército para conquistar el país. El Raja no perdió un minuto. Llamó a los jefes más importantes del ejército para nombrar a uno de ellos general en jefe. Pero ninguno quiso aceptar tamaña responsabilidad. Dijeron que el país estaba tan poco preparado para tal emergencia que les parecía muy difícil que pudieran expulsar al enemigo. Entonces el Raja se acordó del valiente alfarero que había cabalgado sobre el tigre. Lo mandó buscar y, cuando lo tuvo en su presencia, le dijo:
–Te nombro general en jefe de mis ejércitos. Tendrás a tu cargo rechazar al enemigo.
El alfarero estaba espantado ante su suerte, pero a pesar de ello respondió:
–Acepto la responsabilidad. Pero primero debo ir solo a examinar las fuerzas del enemigo.
El Raja aplaudió la idea, y el alfarero se fue a su casa a hablar con su mujer, para decirle lo que acababa de ocurrirle.
–Estoy en un aprieto –le dijo–. Me han encomendado encabezar el ejército, pero como tú bien sabes, no sé ni montar a caballo. Debes tratar de encontrarme un pony para que no me caiga. Mientras tanto, he conseguido demorar las cosas hasta mañana.
Pero a la mañana siguiente los mensajeros del Raja llegaron con un enorme y brioso corcel, para decirle que Su Majestad rogaba al alfarero que montara en él cuando fuera a examinar las filas enemigas.
El alfarero quedó de nuevo muerto de miedo. El caballo estaba lleno de bríos. Pero no se animó a negarse, de modo que dijo a los mensajeros que volvieran ante el Raja para comunicarle que haría como Su Majestad deseaba. Una vez idos, el alfarero preguntó a su mujer:
–¿Qué haré ahora? Jamás en mi vida he montado un caballo.
–No te preocupes –le contestó su mujer–. Todo lo que tienes que hacer es subirte. Yo te ataré bien fuerte para que no te caigas.
El alfarero se decidió a probar, pues, pero no sabía cómo empezar. La montura y los estribos le parecían demasiado' altos.
–No alcanzo –decía el alfarero.
–Tendrás que saltar .–le replicaba su mujer.
El alfarero trató de saltar, pero no pudo saltar lo suficiente. Cada vez que saltaba se caía al suelo.
–Cuando salto, me olvido para qué lado tengo que ir –decía. :
–Tienes que hacerlo de modo que mires hacia la cabeza del caballo –le explicaba su mujer.
–Ya sé, ya sé –contestaba el alfarero. Hasta que por fin saltó y aterrizó en la montura, pero en lugar de quedar mirando para la cabeza del caballo quedó mirándole la cola.
–No, así no –le dijo su mujer, ayudándolo a bajar.
Comenzó, pues, de nuevo, resbalándose, cayéndose y enredándose en los estribos. Pero, cuando ya había abandonado toda esperanza, se encontró sentado en la montura y mirando en la correcta dirección.
–¡Rápido! –gritó–. ¡Átame antes de que me caiga! Su mujer fue a buscar unas cuerdas y le ató los pies
a los estribos, y luego ató los estribos debajo de la panza del caballo. Ató cambien otra cuerda alrededor de la cintura de su marido, sujetándola a la silla. Otra cuerda la puso alrededor de sus hombros y la sujetó a la cola' y al cuello del caballo.
Pero para ese entonces el caballo se había puesto tan nervioso que se largo a correr, mientras el alfarero gritaba:
–¡Mujer, mujer, te olvidaste de atarme las manos!
–¡Ásete a la crin del caballo! –le contestó ella.
El alfarero pudo asirse de la crin del caballo y se aferró desesperadamente a ella, mientras el animal pasaba como un rayo por los campos. Así anduvieron de aquí para allá, cruzando zanjas y muros, atravesando arrozales y vallados. El alfarero no tenía nada que hacer en los lugares adonde lo llevaba el caballo, pero lo único que le quedaba era aferrarse y aguantar el miedo, pues jamás podría haber desmontado por sus propio medios.
Cuando se dio cuenta de adonde lo llevaba el galope del caballo, se sintió aun menos feliz que antes, pues estaban avanzando en línea recta hacia el campo del enemigo.
–¡Esto no puede suceder! –gritó el alfarero. Y como en ese momento pasaban bajo una pequeña higuera de Bengala que crecía en la llanura, levantó las manos y se agarró a ella, pensando que de esa manera se desprendería del caballo. Pero el caballo iba demasiado rápido y la tierra donde crecía el árbol estaba suelta, de manera que el alfarero arrancó la higuera de raíz. Y así el desesperado alfarero llegó en desenfrenado galope al campo enemigo con la higuera en alto.
Los soldados enemigos lo habían visto acercarse. Lo habían visto galopar directamente y sin temor hacia ellos. Lo habían visto arrancar un árbol de cuajo, y lo vieron blandirlo como si fuera un garrote. Y creyendo que era sólo la vanguardia de un ejército entero, se dispersaron con pánico, gritando: "¡Sálvese quien pueda! ¡Esos no son hombres, sino monstruos gigantescos!"
Viendo que sus hombres huían, el rey enemigo escribió sin perder tiempo una carta al Raja diciéndole que desistía de su invasión y proponiendo un tratado de paz, luego de lo cual también montó su caballo y huyó.
Después de que hubieron desaparecido todas las tropas enemigas, el caballo del alfarero enfiló al medio del campo y justo en ese momento las cuerdas que lo ataban se rompieron y el exhausto alfarero cayó a tierra. El caballo, demasiado cansado para seguir corriendo, se detuvo y por fin se quedó quieto.
Cuando el alfarero se puso de pie se encontró con un campamento desierto, y al llegar a la tienda real halló la carta que el rey había escrito a su Raja. Tomó, pues, la carta y regresó a casa, llevando al caballo de la brida, pues no tenía la menor intención de volver a montar jamás en su vida.
Cuando llegó a su casa, su mujer le salió al encuentro. El le dijo entonces:
–¡He llegado muy lejos y he corrido aventuras terribles! Lleva esta carta al Raja y llévate también el caballo, pues no quiero verlo más.
La mujer llevó la carta y devolvió el caballo al Raja. Este leyó la carta que decía que las fuerzas enemigas se habían retirado. Y la mujer le explicó que su marido estaba 'demasiado cansado a consecuencia de la batalla para presentarse ante él, pero que lo haría a la mañana siguiente.
Al día siguiente el alfarero llegó a pie al palacio, agradecido de no tener un caballo entre las piernas. Cuando la gente lo vio llegar, decía:
–¡He aquí a un valiente! Rechazó a un ejército completo, y después de desbandar al enemigo viene caminando sencilla y humildemente, en lugar de cabalgar pomposamente como hacen otros hombres.
El alfarero fue recibido por el Raja con toda clase de honores. Y todavía se lo recuerda como el hombre que cabalgó temerariamente sobre un tigre y que, solo, destruyó con valor todo un ejército invasor.
Que impresionante uno sin saber que quiere llega hacer grande
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