sábado, 30 de marzo de 2019

Maravilloso suceso de la profecía que una gitana hizo en Sevilla a Hernán Cortés

Una de las familias más distinguidas de la ciudad de Medellín, en tierras de
Extremadura, eran los del apellido Cortés, siendo el jefe de esta noble casa don
Martín Cortés, viejo muy respetado en toda la comarca. Tenía don Martín un hijo al
cual envió a estudiar a Salamanca para que se doctorase en Leyes, con el propósito de
que pudiera servir al rey en puestos de gobierno. Sin embargo, el joven Cortés, que
tenía por nombre de pila Hernán, mozo de sangre ardiente, soñaba más que con
puestos en la magistratura, con una espada y al mando de un Tercio de los que
luchaban en Italia a las ordenes del Gran Capitán.
Habiendo regresado a Medellín durante las vacaciones salmantinas, Hernán
Cortés vestido con su ropilla y manteo escolar, acudió a la reja de cierta doncella por
nombre Elvira, también de noble familia, de la cual estaba enamorado, y de quien era
correspondido.
Sin embargo el padre de Elvira, hidalgo falto de dineros porque le había arruinado
su afición al juego, intentaba casar a su hija con un personaje de inmensa fortuna que
con su dinero devolviera al arruinado noble su antiguo bienestar.
Así durante la ausencia del joven Hernán Cortés, el padre de Elvira trató y
concertó el matrimonio de ella con el comendador de la Orden de Santiago, el
hombre más poderoso y rico de toda Extremadura.
Aquella noche mientras Hernán Cortés hablaba con Elvira a través de la reja, y
ella le contaba su triste desventura, y pensaban ambos la manera de evitar aquel
matrimonio que le iba a ser impuesto por la fuerza, Hernán le dijo:
—Finge que estás enferma, o que has perdido el seso. Lo importante es ganar
tiempo. Entretanto yo, abandonaré los estudios, me iré a Italia como soldado, y en
breve tiempo con mi valor y con el rango de mi apellido, podré alcanzar un empleo
de alférez, con el cual pueda abrirme camino en la milicia. Entonces secretamente nos
casaremos y te sacaré de aquí…
Mientras esto hablaban, se oyó por las esquinas de la calle ruido de pasos y hablar
de gente. Hernán Cortés se apartó de la ventana, para no comprometer la reputación
de Elvira, y por mantener mejor su secreto. Intentó ganar la esquina opuesta y
desaparecer en la oscuridad, pero se encontró allí, al parecer aguardándole, un
hombre de gentil y bizarra apostura que le dijo:
—Téngase allá señor estudiante, que he de cortarle las orejas por escarmiento
para que no vuelva a rondar la ventana de la que ha de ser mi mujer.
Y diciendo esto metió la mano a la espada.
Hernán Cortés, que como noble, iba también armado, sacó la suya, y empezaron a
pelear. Sin embargo el comendador de Santiago no lo hizo muy caballerescamente,
pero cuando vio que el joven estudiante manejaba bien, y no podía con él, hizo sonar
un silbato, y desde la otra esquina vinieron sobre él dos hombres que eran los que
antes había sentido hablar, y que estaban como emboscados guardando la calle.
Hernán Cortés, aun apretado por los tres, luchó tan animosamente y con tal
habilidad que en pocos minutos derribó al comendador en el suelo, atravesado el
corazón, y puso en fuga a los dos criados.
Regresó precipitadamente a su casa, Hernán, y allí contó a su padre don Martín lo
que acababa de ocurrirle.
—Mal suceso, hijo mío, pues haber matado a un comendador de Santiago
significa haberte echado los más poderosos enemigos: tanto su familia, como los
caballeros de la Orden santiaguina. Huye, pues, ya que no tardarán en venir a
prenderte.
—¿Y a dónde debo ir, padre? —preguntó Hernán.
—No podrás ir a Italia, puesto que allí en el propio ejército castellano
encontrarías a lo principal de la Orden de Santiago. Más bien debes ir a Sevilla, y
desde ella embarcar para las Indias. Dicen que en esas nuevas tierras recién
descubiertas habrá oportunidad para que los hombres audaces puedan alcanzar gloria
y dineros.
Tomó Hernán Cortés un caballo y abandonó velozmente el pueblo, cuando ya
iban a buscarle en su casa para prenderle.
Hospedóse Hernán, a su llegada en una posada de ínfima clase, que había en la
actual calle Trajano, que en aquel entonces se llamaba calle del Puerco. Por estar allí
al lado el Hospital del Amor de Dios, paraban en dicha posada familiares de enfermos
de los pueblos, arrieros que venían a traer provisiones al hospital, gentecilla menuda
que acudía a hacerse ver por cuatro ochavos, de alguno de los médicos que pasaban
consulta para gente forastera en la enfermería del hospital. Era buen sitio para pasar
inadvertido, pues imaginaba que en pocas horas llegaría tras él una requisitoria para
ponerle en prisión, por la muerte que había dado en Medellín.
Cambiado su vestido de estudiante por otro de soldado que compró a un mercader
en la misma posada, arreglado el cabello y medio tapándose la cara con el vuelo del
birrete o boina adornada con plumas, se fue Hernán al puerto para buscar acomodo en
alguna de las naves que partían para Indias.
Se encontraba junto a la Torre del Oro, cuando se le acercó una gitana que le
pidió limosna.
—¿Quiere su merced que le diga la buena ventura?
No estaba Hernán para adivinanzas, pero por socorrer a la gitana le alargó un real
de plata, cantidad mucho mayor que la que nunca le habían dado a la mujer. Pensaba
Hernán que socorriendo al desvalido, Dios le socorrería a él en su huida y le
depararía buen viaje y feliz aventura como soldado.
Pero la gitana, al recibir la moneda de plata se quedó mirándole la mano con que
se la entregaba y dijo:
—Déjeme que le mire esa mano, que por Dios y la salvación de mi alma me
parece que veo en ella cosas insólitas y de maravilla.
Y sin que él se pudiera oponer le abrió la mano y le examinó las rayas una por
una. Después poniendo un gesto grave en su moreno semblante, dijo la gitana:
—Señor, a pesar de vuestro traje de simple soldado, conozco que sois de alto
linaje, y que venís huyendo de algo. Tenéis escrito en estas rayas que saldréis con
bien de este trance, y aunque no acierto a entender su significado, dicen que lucharéis
con reyes y emperadores y los venceréis. Y aún más: seréis creador de nuevos
pueblos, y vuestra fama durará tanto como dure el mismo mundo.
Hernán, que solamente pensaba en Elvira, interrumpió bruscamente:
—Todo eso que me cuentas está muy bien, pero ¿volveré rico? ¿Conseguiré
realizar mis proyectos de amor?
La gitana no contestó. Con gesto aún más grave en su semblante extendió su flaca
mano apuntando en dirección a los cerros por donde blanqueaba el caserío del
cercano pueblo de Castilleja de la Cuesta.
Veamos ahora cómo contaba Cortés lo que sucedió a continuación. He aquí las
palabras con que él mismo lo relató a sus amigos:
—De repente en la dirección que señalaba la mano de la gitana, vi cómo se
levantaba una nube, que a medida que se situaba sobre el pueblo de Castilleja iba
tomando un color oscuro hasta volverse negra. El viento fue modelando su forma
hasta que prodigiosamente tomó los contornos de un féretro. Sí, aunque parezca
imposible, la nube tomó la forma de un féretro. Y entonces ocurrió lo más
sorprendente: el sol, que estaba ya muy bajo porque era hora de atardecer, descendió
sobre aquel féretro, se introdujo en él, y se ocultaron ambos sepultándose por entre
los tejados y azoteas de Castilleja.
La profecía gitana, y la visión prodigiosa que tuvo Hernán, se cumplieron
puntualmente. Hernán Cortés conquistó un imperio, alcanzando gloria eterna. Pero a
cambio de ello perdió su juventud, sus ilusiones y sus amores, y pasado el tiempo
vino a morir triste, desengañado y solo, en Castilleja de la Cuesta. Nadie le fue fiel
hasta el final sino su caballo. Era un fogoso caballo al que habían puesto de nombre
Cordobés, con el que conquistó México. A su regreso a España, Cortés se trajo el
noble animal, y lo mantuvo en su finca de Castilleja hasta que murió de viejo. En los
jardines del antiguo palacio de Cortés, hoy colegio de religiosas, puede verse
desgastada por las lluvias, entre la hierba de un arriate, una piedra oscura, en la que
está labrado el nombre del caballo, que Cortés hizo enterrar en aquel lugar.

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