Procedente de una familia de Torrox, Almanzor nació en 939 y pasó sus primeros
años en Algeciras. Su inteligencia, ambición y capacidad de trabajo le impulsaron a
trasladarse a Córdoba, donde ansiaba encontrar un mejor destino. En la primavera de
962, con veintidós años cumplidos, entró en la gran ciudad califal, sin otro equipaje
que el de su sagacidad y su deseo de prosperar. Alojado en casa de un pariente de su
madre, se esmeró en los estudios que le restaban para aspirar al honor de cadí, juez,
que habían ostentado muchos de sus antepasados. Destacó por lo preclaro y lúcido de
su discurrir y pronto encontró trabajo, primero como escribano público y después
como ayudante del gran cadí de Córdoba. Al desarrollar con gran eficacia las tareas
que le encomendaban, su estrella fue en rápido ascenso hasta que entró a formar parte
de la administración califal por recomendación del gran visir Yafar. Yafar fue un
eunuco liberado que protagonizó una espectacular carrera política bajo la sombra de
Al Hakam y que pronto congenió con el joven Almanzor, cuya mente esclarecida y su
rápida y acertada capacidad de decisión conquistaron la voluntad del visir y del
califa. Así, Almanzor fue obteniendo más y mayores responsabilidades a lo largo de
los años, hasta llegar a ostentar los títulos de administrador del heredero de Al
Hakam, cadí de las coras de Rayya, de Sevilla y de Niebla; prefecto de la ceca; jefe
de la guardia; intendente del azaque; intendente de las obras públicas; administrador
de las herencias vacantes; intendente del tesoro e intendente de las tropas
mercenarias. A pesar de esta rápida ascensión, su posición aún era inferior a la de las
grandes figuras de la corte, como las del visir Yafar y la del general Galib.
Al Hakam tuvo problemas para tener hijos. La muerte del príncipe Abderramán,
el hijo varón que le había concebido su concubina Subh, le sumió en el dolor más
profundo. Necesitaba como fuera un hijo para garantizar la sucesión califal. Al final,
Alá escuchó sus súplicas y Subh le dio en 965 otro hijo varón que logró sobrevivir.
Subh era una esclava cantora de origen vasco que entró en la corte califal y que
terminó enamorando al califa Al Hakam II, convirtiéndose en su favorita. La colmó
de regalos y consultó con ella muchas cuestiones de estado. Subh acostumbraba a
opinar delante de algunos visires de la corte, lo cual fue mal visto en los círculos del
poder cordobés. La prioridad absoluta de la gran señora Subh era que su débil hijo
Hixam llegara a ostentar la máxima dignidad del califato. Almanzor pronto
comprendió que la mejor manera de ganar influencia ante el califa era conseguir una
excelente relación con ella, por lo que se dedicó a agasajarla con ricos presentes,
convirtiéndose en su emisario más fiel.
Hixam, hijo de Subh y del califa, nació débil y enfermizo, por lo que fue criado
entre algodones. Al Hakam tuvo mucho interés en proclamarlo heredero para evitar
las tentaciones sucesorias de cualquier otro miembro de la familia Omeya. A pesar de
las reticencias de algunos destacados miembros de su corte en 974, con un príncipe
niño, se celebró en Medina Azahara el solemne ritual por el que se nombraba
heredero.
En 972 el califa Al Hakam había enviado a su mejor militar, el general Galib, el
de las dos espadas, al Magreb para contener la revuelta de algunas de las principales
tribus del norte. Poco después, Almanzor partió con un gran tesoro hacia el norte de
África para abastecer a los ejércitos califales y para poder comprar la voluntad y
obediencia del mayor número posible de tribus bereberes. Almanzor hizo su tarea con
gran brillantez, con lo que ganó mayor consideración ante su califa, al tiempo que
hizo excelentes relaciones con los principales líderes bereberes. En 974, Galib y
Almanzor regresaron triunfantes a Córdoba, donde fueron recibidos como héroes.
Almanzor tejió una red de apoyo y clientelismo político al tiempo que ascendía en
la corte emiral. Y una de sus obsesiones fue la de conseguir una buena relación con
algunas de las favoritas del califa, en especial con Subh. Al poco tiempo de ser
nombrado prefecto de la ceca, la casa de acuñación de la moneda califal, Almanzor
ordenó al más afamado orfebre de Córdoba construir una gran reproducción en plata
del palacio califal. Cuando estuvo finalizada, la hizo desfilar con ostentación por las
calles de Córdoba en su camino desde el taller del orfebre hasta el harén del califa en
Medina Azahara. Subh quedó encantada con el gran presente y así se lo hizo saber al
califa, que irritado por su magnificencia, imposible para la fortuna de un funcionario,
ordenó una investigación en las cuentas de Almanzor tras exclamar una frase que
quedó escrita en los anales:
—Este Almanzor, ¿es un mago que todo lo puede, o quizás un siervo demasiado
inteligente? Aunque las mujeres de mi harén poseen todo el oro del mundo, no tienen
ojos más que para sus presentes, domina sus corazones y sólo él parece satisfacerlas.
¡Tiemblo si pienso toda la riqueza que está en sus manos!
Al Hakam ordenó una investigación sobre la procedencia de la riqueza de
Almanzor, pues comenzaban a llegarle noticias de que era demasiado liberal con los
fondos públicos y sospechaba que podía estar usándolos para su beneficio particular.
Esa misma noche, uno de los muchos espías que Almanzor tenía situados en el
entorno del califa, llamó a la puerta de su palacio.
—El califa acaba de ordenar una investigación para determinar de dónde salió la
plata y el dinero necesario para engarzar la impresionante miniatura que regalaste a
Subh. Algunos de tus enemigos va pregonando que usas el erario público a tu libre
arbitrio para comprar voluntades y favores.
Almanzor encajó la pésima noticia con frialdad, mientras analizaba las distintas
posibilidades que tenía por delante. Decidió que no se rendiría.
—¿Cuándo te has enterado?
—Esta misma tarde. El califa estaba furioso por tu dispendio. Además, creo que
estaba algo celoso, por el éxito que tienes en su harén. Creo que la investigación
comenzará en unos días.
—Haz lo posible por retrasarla en lo que puedas. Debo organizar bien mi defensa.
—Lo intentaré, pero dudo que lo consiga. Tienes muchos enemigos que
intentarán inculparte ente el califa, envidiosos de tu rápido ascenso.
—Lo sé, pero demostraré mi inocencia. Gracias por tu información, te
recompensaré adecuadamente. Ahora regresa a palacio y tenme informado de cuánto
ocurra.
Almanzor supo que tenía que actuar rápido. Si era declarado culpable, su cabeza
luciría pronto clavaba en una estaca junto a una de las puertas de la ciudad. Porque,
en verdad, había tomado la plata para hacer la maqueta del palacio real. Fue una
insensatez, pero pensó que el califa nunca ordenaría una investigación. En otras
ocasiones anteriores, ya había tomado plata y dinero para hacer regalos a sus fieles y
ganar así apoyos en su carrera meteórica y nunca había tenido problemas. Tenía que
restituir pronto el dinero que había cogido del tesoro real antes que descubrieran su
hurto. Pero ¿cómo conseguirlo? Aunque él tenía muy buen sueldo, sus gastos
excesivos le impedían ahorrar. Tampoco podía pedírselo a ninguno de los visires o
poderosos de la corte, pues quedaría a su merced a partir de ese momento. Sólo le
quedaba una vía: pedirle al orfebre que le devolviera el dinero. Y para esa misión no
podía confiar en nadie, tendría que hacerla personalmente. Ni su mejor amigo podía
enterarse que había tomado sin permiso dinero del tesoro califal. Así que esperó a que
todo el servicio de su palacio se hubiera recluido es sus habitaciones esa noche para
salir a la calle por una pequeña puerta lateral, que no tenía ningún guardia de
vigilancia.
—Tienes que ayudarme —le apremió Almanzor al sorprendido orfebre—.
Necesito que me prestes el dinero y la plata que me cobraste para realizar la maqueta.
El orfebre, que vio una excelente ocasión para hacer un buen negocio a costa de
la urgente necesidad del poderoso, quiso regatear veladamente.
—Señor, es una cantidad muy grande, no podré reunirla, tendré que pedirla
prestada yo mismo.
—Pues hazlo de inmediato, tengo poco tiempo.
—Pero tendrá un coste… Nadie presta sin interés…
—Te lo devolveré multiplicado.
—¿Y cuál será la garantía de que ese importe será devuelto?
—Mi palabra.
—Quizás no sea suficiente, señor, y precise de un papel firmado.
Almanzor lo firmó a regañadientes, maldiciendo en silencio a aquel usurero,
temeroso de que ese documento firmado pudiera comprometerlo en el futuro.
—Ya está. ¿Cuándo podría tener el dinero y la plata?
—En dos días, señor.
—Eso es demasiado tiempo. Lo necesito mañana por la mañana.
—Se hará lo que se pueda.
—Si en algo valoras tu cabeza, tiene que estar aquí mañana a mediodía. Vendré
en persona a recogerlo.
Al día siguiente Almanzor recogió el dinero y con toda rapidez lo repuso en los
fondos públicos, justo antes de que recibiera la inspección. Tuvo suerte, ya que los
funcionarios califales, al encontrar las cuentas en orden emitieron un informe
exculpatorio. El califa, al comprobar la pulcritud de la tesorería real, confirmó
públicamente la honradez de Almanzor, que quedó reforzado, al tiempo que se
debilitaban sus enemigos delatores. Días después, la vivienda del orfebre sufrió un
violento atraco que acabó con la vida del artesano y su mujer, así como con el robo de
metales nobles y de mucha documentación. Algunos vieron la mano negra de
Almanzor detrás de este trágico suceso, pero nunca nadie pudo demostrarlo. En todo
caso, con la muerte del orfebre y la desaparición del documento firmado, Almanzor
se exoneraba cualquier responsabilidad. Nunca devolvería el dinero prestado a los
herederos y descendientes del desgraciado orfebre.
Tras una penosa enfermedad, Al Hakam murió en una noche de septiembre de
976 mientras un gran meteoro luminoso recorría los cielos de Al Ándalus. Al Hakam
expiró en sus aposentos con la sola presencia de los oficiales de palacio Faiq y
Yawdar, dos eslavones de alto rango.
—Yawdar —comentó Faiq—. Debemos pensar bien lo que hacemos ahora.
Todavía nadie sabe de la muerte del califa. ¿Crees que es prudente que el califato
recaiga sobre del príncipe Hixam, un niño de apenas once años?
—No, no lo es. En sus manos, Al Ándalus puede desaparecer. Lo mejor sería que
la corona pasara a manos de Al Mugira, hijo menor de Abderramán III y hermano del
califa Al Hakam. Tiene veintisiete años, está en plenitud de fuerzas, y goza de
muchas simpatías en la corte. Además, siempre podría devolver el califato a Hixam
cuando éste cumpliera la mayoría de edad.
—Es una buena idea, pero no creo que podamos nosotros llevarla a cabo.
Precisaremos la colaboración del hombre más fuerte de la corte, el visir Yafar.
—¿No crees que será peligroso?
—Ahora mismo, todo es peligroso. Lo importante es que no se entere Subh,
porque movilizará a todos sus simpatizantes para entronizar de inmediato a su hijo.
Asustados por la gran responsabilidad que contraían, se desplazaron con gran
discreción hasta el palacio del gran visir Yafar, al que despertaron y pusieron al día de
sus planes. El visir los escuchó en silencio y después les ordenó regresar junto al
cadáver de Al Hakam con el mandato expreso de que nadie debía enterarse de su
muerte hasta que él lo ordenara. Una vez que los eslavones hubieran salido, Yafar
convocó con urgencia a sus hombres de mayor confianza, entre los que se encontraba
Almanzor. Cuando se encontraron todos ante su presencia, tomó la palabra para
exponerles la situación.
—Al Hakam acaba de fallecer. Todavía no lo sabe nadie, pero ya existe una
confabulación para nombrar califa a su hermano Al Mugira, saltándose los derechos
del príncipe heredero Hixam, lo que no podemos permitir. ¿Qué creéis que debemos
hacer?
Tras una acalorada discusión, decidieron por unanimidad que la mejor solución
era ajusticiar esa misma noche a Al Mugira. Así, su causa quedaría desarticulada y
nadie más osaría a postularse para la corona. Tras el acuerdo alcanzado, se abordó la
cuestión más espinosa: ¿quién iría a asesinarlo? Uno a uno fueron excusándose: en
verdad, nadie se atrevía a matar a sangre fría a un omeya. Tras un espeso silencio,
tomó la palabra Almanzor para recriminarles su cobardía.
—Los grandes hombres se ven en los grandes momentos. No podemos poner en
riesgo el califato por nuestra cobardía, ni tampoco nuestro propio futuro. Yo cumpliré
con mi deber.
Los demás asintieron con alivio y admiración. Al fin y al cabo, Almanzor era el
hombre de confianza de Subh y el administrador de los bienes de Hixam. Por tanto,
era el que más tenía que ganar si Hixam era nombrado califa y el que más perdería si
finalmente otro era el aspirante entronizado. Y si algo salía mal, Almanzor cargaría
con todas las culpas del asesinato.
Con un destacamento de soldados fieles, Almanzor cabalgó esa noche hasta el
palacio de Al Mugira. Los soldados de la puerta, conociendo su elevado rango, lo
condujeron hasta donde el príncipe dormía. Lo despertaron y Almanzor le comunicó
la muerte del califa Al Hakam. Inmediatamente Al Mugira, sabiendo lo que se
jugaba, juró lealtad al príncipe Hixam, poniéndose a su disposición para cuanto
hiciera falta. Almanzor, considerando sinceras sus palabras no se atrevió a asesinar a
un inocente, por lo que envió un mensaje a Yafar consultándole cómo debía proceder.
Mientras esperaba la respuesta, charló animadamente con el príncipe. Al cabo de un
tiempo, regresó el mensajero tras una veloz cabalgada desde Medina Azahara.
Almanzor se puso lívido al leer la escueta respuesta del gran visir: «Mátalo. ¿Es que
no te atreves?». Almanzor comprendió que no tenía otra opción que asesinarlo, si
quería conservar algún futuro político y su propia vida. Apesadumbrado, regresó a la
habitación del príncipe acompañado por sus dos soldados más fuertes. Al Mugira, al
verlos, supo de su intención y se arrodilló ante Almanzor pidiendo clemencia:
—Sabéis que soy inocente, ¿por qué queréis asesinarme? Nunca conspiraré contra
mi sobrino Hixam, seré su súbdito más fiel. No me matéis, por favor, no quiero morir.
Almanzor no contestó y, tras una señal, sus dos hombres asfixiaron al desgraciado
príncipe. Después, lo colgaron de una viga con una gruesa cuerda, para simular un
suicidio por ahorcamiento. Una vez consumado el crimen, regresaron velozmente
hasta Medina Azahara, a la que llegaron cuando los primeros rayos de sol iluminaban
el horizonte. Al día siguiente se anunció la muerte del califa y la consternación y el
duelo se generalizó a lo largo y ancho de Al Ándalus. Los principales de la corte,
siendo conscientes de la debilidad de Hixam, apresuraron su entronamiento, tras
hacer correr la noticia de que Al Mugira se había suicidado al haberse enterado de
que no sería el elegido. Todos los hombres fuertes del poder se mostraron
aparentemente unidos, encabezados por Yafar. Incluso los eslavones Faiq y Yawdar
se encontraron ese día junto a él.
Pero pronto comenzaron las muestras de disconformidad con el nombramiento de
un niño como califa. En el solemne funeral de Al Hakam, el gran cadí quitó la
palabra a Hixam en el momento en el que se disponía a dirigir los responsos. Yafar
reforzó aún más el control político del momento, se elevó a sí mismo a la más alta
dignidad del califato y nombró visir a Almanzor, con la misión específica de
mantener la relación con la reina madre, Subh. Estas fueron las tres figuras claves de
la regencia y tal fue el grado de confianza de Almanzor con la viuda de Al Hakam
que muchas voces propagaron el rumor de que se habían convertido en amantes.
Yafar expulsó de la corte a los eslavones, pero no se atrevió a tomar con manos de
hierro el ejército califal, más necesario que nunca ante la presión de los reinos del
norte.—
Señora —le dijo Almanzor a Subh en una de las frecuentes audiencias que
celebraban—. Nuestras guarniciones del norte piden refuerzos de inmediato, ya que
los cristianos se muestran cada día más osados en sus ataques. Si no reaccionamos y
no plantamos batalla pronto los tendremos a las puertas de Córdoba.
—Es grave lo que me cuentas Almanzor. ¿Y por qué Yafar no parte con nuestros
gloriosos ejércitos para derrotar a los reinos infieles?
—Unos dicen que por prudencia, y otros que por cobardía. El caso es que no se
decide.
—¿Y qué piensas tú que deberíamos hacer?
—No tengo duda, señora. Armar un poderoso ejército y derrotar a los infieles en
su propio terreno. Así les bajaríamos los humos, por una parte, y, por otra,
afianzaríamos aún más a su hijo como califa glorioso.
—Encárgate de convencer a Yafar. Cuentas con todo mi apoyo.
Almanzor actuó de inmediato y recriminó en público la inacción militar del
califato, solicitando encabezar el ejército para derrotar a los reinos del norte. Yafar
aceptó, quizás con la esperanza de quitarse de encima a quien ya veía convertido en
un firme rival. La campaña resultó un éxito y el triunfo de Almanzor le permitió
regresar a Córdoba como un héroe. Las siguientes campañas las realizó en conjunto
con el gran general Galib y sus victorias repetidas en el campo de batalla hicieron que
los reinos cristianos temblaran al escuchar el nombre del nuevo poder que emergía
desde las entrañas de Al Ándalus.
Una fuerte enemistad comenzó a anidar entre los antiguos amigos Yafar y
Almanzor, que cada día se veía más fuerte y poderoso.
—Señor, tengo algo que contaros —le delató uno de sus espías una tarde de
invierno—. Fue Yafar quién os acusó por la supuesta sustracción de las monedas de
plata en la ceca.
Almanzor, que nunca había perdonado a Yafar que le obligara a asesinar a sangre
fría al príncipe Al Mugira, decidió que había llegado la hora de enfrentarse
abiertamente al otra hora todopoderoso visir. Y para ello era necesario contar con el
apoyo de Galib, el general más prestigioso de Al Ándalus. Para ganarlo a su causa,
Almanzor se casó con una hija del general, los que los unió como los hombres fuertes
del califato. Juntos, decidieron imponer una severa humillación a Yafar. Arrojado del
poder y completamente arruinado, fue obligado a acompañar como simple sirviente,
despreciado y vejado en público, tanto a Almanzor como a Galib en sus gloriosas
campañas militares. Al final, Almanzor ordenó envenenarlo, hastiado hasta de su
simple presencia. Todos sus familiares fueron encarcelados o asesinados.
Una vez desaparecido Yafar de la escena política, Almanzor decidió recluir aún
más al califa, que a partir de esos momentos apenas hizo apariciones públicas.
Almanzor y Subh repetían que el califa se dedicaba en cuerpo y alma a la
contemplación divina y que transmitía sus órdenes a través de Almanzor. Aunque en
apariencia el califa seguía ostentando el poder y todos los rezos de las mezquitas y la
acuñación de la moneda se hacían en su nombre, en verdad era Almanzor el que
ejercía el mando con mano de hierro. El pobre Hixam sólo consiguió pasear en
algunas ocasiones por la ciudad, de manera clandestina, disfrazado de mujer y
acompañado por varias mujeres de su harén.
Aunque nadie se atrevía a cuestionar su poder en público, existía un malestar
soterrado entre altos miembros de la corte, que intentaron, incluso, el asesinato del
joven califa Hixam. Los insurrectos fracasaron en el intento y terminaron
crucificados ante las puertas de la ciudad.
Para consolidar su poder, Almanzor pensó que debía ganarse el apoyo de los
alfaquíes y doctores de las leyes coránicas, por lo que ordenó quemar una parte
significativa de los valiosos libros que el califa Al Hakam había logrado atesorar en
la biblioteca de Medina Azahara. Grandes tesoros del conocimiento de la antigüedad
quedaron reducidos a cenizas sin que nadie vertiera una lágrima por ellos.
Con todas las riendas del poder en su mano, Almanzor decidió construirse a la
orillas del Guadalquivir, al este de la ciudad, una gran ciudad que bautizó como
Medina Azahira, la ciudad resplandeciente. Esta ciudad aspiraba a competir en
grandiosidad, belleza y pompa con Medina Azahara, aunque según los poetas de la
época nunca lo consiguió. Comenzó las obras en 979 para trasladarse a ella en poco
más de un año. La nueva ciudad fue el centro del poder, la ostentación, la riqueza y
las artes de la Córdoba del momento. Los visires allí se reunían a discutir los asuntos
del reino y allí se recibían a los embajadores y diplomáticos.
—Subh —se sinceró un Almanzor con gesto de preocupación—, he tenido una
pesadilla. En mis sueños he visto como Alá miraba fijamente a Medina Azahira. He
consultado a los augures y sabios y todos han coincidido en que es un mal presagio.
Interpretan el sueño como señal inequívoca de que mi nueva ciudad será destruida
pronto.
—Eres fuerte, tienes todo el poder, ¿quién se atrevería a hacerlo?
—Eso fue lo que respondí a los augures.
—¿Y qué dijeron entonces?
—Se limitaron a agachar la cabeza.
Tarde o temprano, dos hombres tan ambiciosos como Galib y Almanzor
necesariamente tenían que finalizar chocando. El general desconfiaba abiertamente
de las maniobras de su yerno y Almanzor no podía soportar la mayor gloria militar de
su suegro, con el que se veía forzado a compartir el poder de Al Ándalus. En 980,
durante la campaña militar que fue conocida como la Campaña de la Traición, ambos
se enzarzaron en una violenta discusión mientras cenaban en Atienza.
—¡Perro! —llegó a gritarle Galib fuera de sí—. ¡Estás destruyendo y
envileciendo a la dinastía para quedarte con todo el poder!
Ambos siguieron discutiendo y, en un momento dado, Galib se abalanzó con su
espada sobre Almanzor, con la intención de matarlo. El alcaide de Atienza se
interpuso entre los dos para intentar detener la pelea, instante que aprovechó
Almanzor para escapar. Inmediatamente, se dirigió con sus capitanes fieles hasta
Medinaceli, sede de Galib, saqueando todos sus bienes y repartiéndolos entre sus
hombres. Enterado de la noticia, su suegro montó en cólera y mató con sus propias
manos al alcaide de Atienza, por haberle impedido acabar con el odiado Almanzor.
Ambos hombres se habían jurado odio eterno y el futuro de Al Ándalus dependía de
quién de los dos resultaba finalmente vencedor. Almanzor regresó a Córdoba,
mientras que Galib, con sus mesnadas, buscó refugio y apoyo en los reinos cristianos
del norte.
Almanzor preparó a conciencia su venganza y en 981 partió de Córdoba al frente
de un poderoso ejército con el fin de derrotar definitivamente a su odiado suegro
Galib, el único que podía hacerle sombra en el poder de Al Ándalus. Pero el
innegable talento del general andalusí, ayudado militarmente por el conde de Castilla
y por el rey de Navarra, logró infligir un severo descalabro a Almanzor, la única
derrota en batalla que se le infligió. El caudillo derrotado, furioso, volvió a reunir otro
ejército en apenas un mes y regresó en busca de una nueva batalla. Al final los dos
ejércitos se enfrentaron en julio de 981 en los alrededores de la fortaleza de San
Vicente. Almanzor, al frente de sus tropas de frontera y de sus refuerzos bereberes
buscaba la revancha frente al que había sido su maestro militar Galib, que estaba
apoyado por los castellanos del conde García Fernández y los navarros capitaneados
por Ramiro. El choque fue intenso y dramático, y tras el primer día de lucha el
resultado aún era incierto. Al amanecer del segundo día, Galib rezó como solía hacer
siempre que se disponía a entrar en combate.
—Señor, en vuestras manos encomiendo mi destino. Si soy más grato a vuestra
vista que Almanzor, permitidme que logre derrotarle y matarle en el día de hoy. Si,
por el contrario, entendéis que él es más digno de vos, dadle a él la victoria y a mí el
descanso eterno.
Poco después comenzaba la gran batalla. Pronto las tropas de Galib tomaron
ventaja, causando una gran mortandad entre los de Almanzor. El caudillo, que
comprendió que iba a resultar derrotado de nuevo, decidió valientemente vender cara
su vida. Galopó sin desmayo de un lado a otro del campo de batalla para animar a sus
descorazonadas huestes. Pero, de repente, sucedió lo inesperado. El general Galib,
cuando su caballería estaba a punto de atravesar el núcleo defensivo de su enemigo,
se alejó trotando tranquilamente. Los suyos pensaron que iría a relajarse. Pero viendo
que tardaba, corrieron en su busca para encontrarlo muerto, con rostro sereno,
apoyado en el tronco de un árbol, sin que tuviera ninguna herida ni magulladura,
mientras su caballo pastaba tranquilamente a su vera. Dios había decidido apoyar a
Almanzor. La noticia se extendió con rapidez entre los combatientes, causando el
pánico entre los de Galib. Las huestes musulmanas que le seguían se fueron pasando
al bando de Almanzor, con la esperanza de salvar su vida. La victoria del caudillo
andalusí sobre las tropas de sus enemigos fue absoluta, encontrando la muerte el
propio príncipe Ramiro. Exultante, Almanzor se hizo llamar desde aquel día el
Victorioso.
Almanzor colgó la cabeza de Galib en la puerta de la Victoria de Medina Azahira,
donde permanecería hasta que años después el palacio fuera destruido. Cuentan que
cuando Asma, la mujer de Almanzor e hija de Galib, vio la cabeza degollada de su
padre, dio en público gracias a Dios por la gran victoria concedida a su marido
Almanzor.
Desde ese momento y durante más de veinte años, Almanzor ejerció en solitario
el poder, manteniendo la ficción de un califato sobre la figura invisible de Hixam II.
Acometió diversas reformas administrativas y militares y financió numerosas obras
públicas, entre ellas la gran ampliación de la mezquita de Córdoba.
No dudó en ordenar que decapitaran a su hijo mayor Abd Allah tras comprobar
fehacientemente que estaba conspirando contra él y que pretendía asesinarlo. Aquel
suceso le amargaría el resto de sus días pues había cifrado muchas esperanzas en su
hijo primogénito. Poco a poco se fue aislando de la sociedad andalusí y uno de sus
grandes errores fue confiar su fuerza militar en soldados mercenarios bereberes, que
terminarían causando graves desmanes en el devenir de la ciudad.
Almanzor también terminó por desdeñar a Subh. La reina madre, sintiéndose
despreciada, pensó en vengarse. Ordenó al jefe de guardia, persona de su total
confianza, que disminuyera por una noche la vigilancia sobre el tesoro califal. Con
ayuda de unos fieles, logró sustraer ochenta mil dinares que depositó en cien
cántaros, ocultándolos bajo una capa de miel, mermelada y otras conservas vegetales
que fueron anotadas cuidadosamente sobre la tapa de cada envase. Dado que para
sacar una mercancía tan voluminoso de la ciudad necesitaba el salvaconducto del
prefecto de la ciudad, Subh tuvo que pedirle personalmente el favor de acelerar los
trámites. Justificó sus prisas al argumentar que quería que sus presentes llegaran a sus
familiares lo antes posible. El prefecto, viendo lo inocente de la mercancía e
intimidado por la presencia de la todopoderosa Subh, le firmó los permisos
correspondientes y los cántaros salieron esa misma tarde con destino desconocido.
¿Adónde fueron? Pues ni más ni menos que a financiar una revuelta contra Almanzor,
el hombre en el que la reina se había apoyado para entronizar a su hijo Hixam y al
que, según las malas lenguas, había amado durante años. Pero ese amor se había
trocado en odio porque, desde hacía un tiempo, Almanzor la rehuía y contaba cada
vez menos con ella. Además, ascendía con honores y cargos a su hijo Abd al-Malik
como si quisiera nombrarlo heredero de su propia dinastía.
Cada día llegaban hasta el harén nuevos rumores sobre el deseo de Almanzor de
proclamarse califa y la enérgica Subh había decidido que era hora de acabar con él.
Corría el año 996 y una peligrosa guerra civil estuvo a punto de estallar. Enterado
Almanzor de la fuga de dinero y de las intenciones de Subh, decidió vencerle en su
mismo terreno. Mientras los partidarios de la Señora Madre divulgaban los aviesos
intentos de Almanzor de alzarse con el califato, el caudillo hizo correr el rumor de
que el entorno del califa saqueaba el tesoro real, visto lo cual, lo más sensato, sería
trasladarlo para ser custodiado en Medina Azahira. Después de presiones sin límite,
el propio Hixam accedió al traslado y Abd al-Malik fue el encargado de dirigir el
traslado del tesoro, aguantando las maldiciones e improperios de Subh. Una vez a
buen recaudo, al califa marchó en solemne procesión por toda Córdoba acompañando
al califa Hixam, que llevaba veinte años sin hacer ninguna salida pública. El riesgo de
guerra civil había sido superado por la astucia de Almanzor sin que hubieran sido
precisos nuevos baños de sangre.
Al año siguiente, 997, el califa volvió a salir a la calle, acompañado de Almanzor
y, lo que fue muy comentado, de la propia reina madre Subh, doblegada finalmente al
invencible poder de Almanzor. Solucionada la crisis interna, Almanzor volvió a
reunir un poderoso ejército y marchó hacia los reinos del norte, logrando saquear
Santiago de Compostela en su campaña más exitosa. Almanzor volvió a ser aclamado
como un héroe todopoderoso a su regreso a Córdoba.
En 998 Subh murió repentinamente, lo que dio pie a todo tipo de especulaciones
sobre un posible envenenamiento ordenado por Almanzor para sacudirse de encima a
una rival tan poderosa. Sin embargo, el día de su sepelio, Almanzor caminó descalzo
junto a su féretro, lloró en su entierro y otorgó una limosna a los pobres por valor de
quinientos mil dinares.
En verano de 1002, Almanzor, ya enfermo, partió a su última campaña militar, en
la que falleció en su tienda de campaña sin llegar a entrar en combate. Antes, había
dictado testamento en favor de su hijo Abd al-Malik, al que sabiamente ordenó
regresar a Córdoba para que pudiera controlar la situación una vez que la gente se
enterase de su fallecimiento. Fue enterrado en la frontera, cubierto por el polvo que le
sacudían de sus ropajes tras entrar en batalla.
Los cristianos celebraron la muerte de aquel que nunca lograron derrotar, a aquel
del que habían sufrido cincuenta y siete expediciones victoriosas, que los había
aterrorizado durante décadas y que había profanado sus lugares más santos y
obligado a entregarles a sus hijas. Para cubrirse con las migajas de su gloria,
corrieron la patraña de una supuesta derrota en Calatañazor, batalla que en verdad
nunca se celebró. Almanzor dejó una Al Ándalus fuerte militarmente, con unas
finanzas saneadas, pero con una inestabilidad política latente que no tardaría en
estallar. Sólo una personalidad tan arrolladora como la de Almanzor fue capaz de
mantener el avispero de Al Ándalus bajo control. Sus aciertos ampliaron el reino,
pero sus errores sembraron la tempestad que no tardaría en arrasar al califato.
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