SE dice que Johann Ludwig Tieck (1773-1853) poseía una de las mejores
bibliotecas de los estados alemanes. Enfermo crónico desde casi los treinta años, su
enfermedad le condenó a un encierro tenaz, cuya única distracción sería la lectura de
los cientos de volúmenes que poseía sobre los temas más diversos. Sólo un lector
empedernido, consagrado a los estudios teológicos, literarios, históricos y lingüísticos
como él, puede poseer tal variedad estilística y temática en su obra. Como los Grimm,
Tieck estudió a fondo las baladas y leyendas alemanas, y recopiló una vasta colección
de cuentos orales y escritos que luego formarían su famosa obra Phantasus (1812-
1816). Situó sus cuentos en la misma atmósfera irreal y evanescente del cuento de
hadas, pero con una particularidad que era el ingrediente nuevo para los románticos:
mezcló intencionadamente el mundo maravilloso y simbólico de la infancia con el
lado oscuro y nocturno del universo, introduciendo de esta manera el gusto por lo
macabro, tenebroso y fantasmagórico. Casi todos sus cuentos expresan la misma
certeza trágica: oscuros lazos mueven la vida humana. Así, mediante esa extraña
combinación entre lo ingenuo y lo terrible, lograba lo que él denominó el «fértil
caos», que no era otra cosa que la exaltación de la locura poética. Una visión que
comenzaba a extenderse, y que Goethe siempre vio como enfermiza, pero que a pesar
de todo asestaría un golpe mortal a la estética y la moral del anden régime para abrir
las puertas al advenimiento de lo moderno.
Escrito en Alemania a principios del siglo XIX, No despertéis a los muertos es
desde entonces un cuento atribuido a Ludwig Tieck. Su argumento desarrolla el tema
ya esbozado en La novia de Corinto, pero esta vez cargando las tintas. El insólito
frenesí de Walter, su protagonista, consumido primeramente por la pasión y luego por
la culpa, logrando resucitar a su amada de la muerte para seguir gozándola ciego a
todo, no debió de dejar indiferentes a sus primeros lectores. En su argumento
encontraban descrito por primera vez, con tiernos rasgos románticos, una extrema
fascinación por las oscuridades del erotismo, cuyo último anhelo o conocimiento
absoluto se consuma a través de la muerte.
Olvidado en su lengua original, la versión que presentamos pertenece a una
edición inglesa de 1823 titulada Popular Tales and Romances of the Northern
Nations.
NO DESPERTÉIS A LOS MUERTOS[2]
—¿Acaso quieres dormir para siempre? ¿No vas a despertar más, amada mía, sino
a descansar eternamente de tu breve peregrinación por la tierra? ¿O volverás otra vez,
y traerás contigo el alba vivificadora de la esperanza a este desventurado cuya
existencia, desde que te fuiste, han oscurecido las sombras más tenebrosas? ¡Cómo!
¿Sigues callada? ¿Callada para siempre? ¿Llora tu amigo y no le escuchas? ¿Derrama
amargas, abrasadoras lágrimas, y no haces caso de su aflicción? ¿Está desesperado, y
no abres los brazos y das refugio a su dolor? Entonces di, ¿prefieres el pálido sudario
al velo de novia? ¿Es la sepultura un lecho más cálido que el tálamo del amor?
¿Acogen tus brazos mejor al espectro de la muerte que a tu esposo enamorado? ¡Ah!,
vuelve, amada; vuelve otra vez a este pecho ansioso y desconsolado.
Tales eran los lamentos que Walter exhalaba por Brunhilda, compañera de su
amor apasionado y juvenil; así lloraba sobre su tumba en la hora de la medianoche,
cuando el espíritu que preside la atmósfera turbulenta envía sus legiones de
monstruos a los aires para que sus sombras, al fluctuar con la luna sobre la tierra,
envíen locos, agitados pensamientos a desfilar frenéticos en el pecho del pecador: así
se lamentaba bajo los altos tilos, junto a la sepultura de ella, con la cabeza apoyada en
la fría lápida.
Era Walter un señor poderoso de Borgoña que en su temprana juventud se había
prendado de la belleza de Brunhilda; belleza que sobrepasaba en encantos a la de
todas sus rivales: porque su cabellera oscura como el rostro negro de noche,
derramada sobre sus hombros, realzaba sobremanera el esplendor de su esbelta
figura, y el rico color de sus mejillas, cuyos matices eran como el cielo encendido y
brillante de poniente. No semejaban sus ojos a esos orbes cuyo pálido brillo adorna la
bóveda de la noche, y cuya distancia inmensurable nos llena el alma de profundos
pensamientos de eternidad, sino más bien a los sobrios rayos que alegran este mundo
sublunar y que, a la vez que iluminan, inflaman de alegría y de amor a los hijos de la
tierra. Brunhilda se convirtió en la esposa de Walter; y estando ambos igual de
enamorados y prendados, se entregaron al goce de una pasión que les volvió
indiferentes a cuanto los rodeaba, al tiempo que los sumía en un sueño fascinante. Su
único temor era que algo los despertase de un delirio que rezaban por que durase
eternamente. Pero ¡qué vano es el deseo de detener los decretos del destino! Igual
podríamos pretender desviar de su órbita los planetas circundantes. Poco duró esta
pasión frenética; no porque se fuera apagando poco a poco hasta sumirse en la apatía,
sino porque la muerte arrebató a su lozana víctima, dejando viudo el lecho de Walter.
Sin embargo, aunque tuvo al principio una impetuosa explosión de dolor, no se reveló
inconsolable; y antes de que pasara mucho tiempo, otra esposa se convirtió en
compañera del joven noble.
Swanhilda era hermosa también, si bien la naturaleza había formado sus encantos
con molde muy distinto del de Brunhilda. Sus dorados rizos centelleaban como la luz
de la mañana; sólo cuando la excitaba alguna emoción de su alma, un matiz
sonrosado encendía la palidez de sus mejillas; sus miembros eran proporcionados y
de la más exquisita simetría, aunque no poseían esa plenitud exuberante de la vida
animal. Sus ojos brillaban elocuentes, aunque era con la luz suave de la estrella; y,
más que despertar ardor, transmitían una dulzura sosegada. Así constituida, no podía
devolver a Walter su antiguo delirio, aunque hacía felices sus horas vigiles: tranquila
y seria, aunque alegre, procurando en todas las cosas el placer de su marido,
restableció el orden y el bienestar en su casa, donde su presencia irradiaba una
influencia general. Su dulce benevolencia tendía a moderar la disposición impetuosa
y ardiente de Walter, mientras que, a la vez, su discreción le arrancaba en cierto modo
de sus vanos y turbulentos deseos, de su ansia de goces inalcanzables,
reconduciéndolo a los deberes y placeres de la vida cotidiana. Swanhilda dio a su
marido dos hijos, un niño y una niña; ésta dulce y paciente como su madre, y
contenta con sus juegos solitarios; incluso en estas distracciones mostraba la
propensión seria de su carácter. El chico poseía el natural inquieto y apasionado de su
padre, aunque atemperado por la firmeza de su madre. Y ligado más tiernamente a su
esposa a causa de los hijos, Walter vivió ahora varios años muy dichoso. Es verdad
que sus pensamientos volvían con frecuencia a Brunhilda, pero sin la antigua
violencia, y sólo como nos demoramos en el recuerdo de un amigo de la infancia que
la rápida corriente del tiempo se ha llevado a una región donde sabemos que es feliz.
Pero las nubes se disuelven en el aire, las flores se marchitan, la arena de nuestros
relojes se escurre de manera imperceptible… y así mismo se disuelven, se marchitan
y se desvanecen los humanos sentimientos; y con ellos, también la felicidad. El pecho
inconstante de Walter suspiró otra vez por los sueños extáticos de aquellos días
pasados con su romántica, enamorada Brunhilda; otra vez volvió a presentarse ella a
su ardiente imaginación con todo el esplendor de sus encantos de desposada, y Walter
empezó a trazar un paralelo entre el pasado y el presente. Y como suele suceder, no
dejó su imaginación de adornar a la primera con los colores más brillantes, al tiempo
que oscurecía los de la segunda, de manera que se representaba a la una mucho más
rica en placeres, y a la otra mucho menos de lo que se ajustaba a la realidad. No le
pasó por alto a Swanhilda este cambio de su marido; así que, doblando las atenciones
a él, y los cuidados a sus hijos, esperó por este medio volver a asegurar el nudo que
se había aflojado; sin embargo, cuanto más se esforzaba en recobrar sus afectos, más
frío se volvía él… y más insoportables le parecían a éste sus caricias, y con más
insistencia le venía Brunhilda al pensamiento. Sólo los niños, cuyas expresiones de
afecto se le hacían ahora indispensables, se encontraban entre uno y otro como genios
preocupados en hacer posible la conciliación; y, amados por ambos, constituían el
nexo entre sus padres. Pero del mismo modo que el mal no puede ser arrancado del
corazón humano sino antes de que eche demasiada raíz, ya que después tiene sus uñas
demasiado firmemente agarradas, así la imaginación de Walter estaba demasiado
enferma para poder echar fuera su enfermedad. Y en breve tiempo alcanzó un tiránico
ascendente sobre él. A menudo, por la noche, en vez de retirarse a la cámara de su
esposa, visitaba la tumba de Brunhilda, donde murmuraba su descontento, diciendo:
«¿Es que quieres dormir para siempre?».
Una noche, estando tendido en la yerba, entregado a su habitual tristeza, entró en
este campo de la muerte un brujo de las montañas vecinas a recoger, para sus
hechizos misteriosos, ciertas yerbas que sólo se crían en la tierra donde descansan los
muertos, y que, como última producción de la mortalidad, están dotadas de poderoso
y sobrenatural influjo. Vio el brujo al doliente, y se acercó a donde yacía.
—¿Por qué lloras así, infeliz devoto, lo que ya no es sino horrendo despojo de
mortalidad: meros huesos, y nervios, y venas? Naciones enteras han caído sin que se
alzara un lamento por ellas; incluso mundos, mucho antes de ser creado este globo
nuestro, se han desmoronado sin que nadie los llorase; ¿a qué abandonarte, entonces,
a esa vana aflicción por una criatura nacida del polvo, por un ser tan frágil como tú
mismo y, como tú, criatura de un momento?
Walter se incorporó:
—Que se lloren los unos a los otros, a medida que perecen, esos mundos que
brillan en el firmamento —replicó—. Es cierto que, siendo de barro, lloro a mi
compañera de barro; sin embargo, éste es un barro impregnado de un fuego, de una
esencia, que ninguno de los elementos dé la creación posee: el amor. Y esa pasión
divina es la que sentía yo por la que ahora duerme bajo esta yerba.
—¿La van a despertar tus lamentos? Y si pudieran despertarla, ¿no te reprocharía
ella haber turbado ese reposo en el que ahora duerme serena?
—¡Atrás, ser insensible y frío; tú no sabes lo que es el amor! ¡Ah! ¡Ojalá mis
lágrimas pudieran barrer la colcha de tierra que la oculta de estos ojos, ojalá mi
gemido de aflicción pudiera despertarla de su sueño mortal! No, no volvería ella a
buscar su lecho de tierra.
—Insensato, ¿acaso crees que podrías mirar sin estremecerte a un ser vomitado
por las fauces de la tumba? ¿Y acaso eres tú, también, el mismo que ella dejó, y que
ha pasado el tiempo sobre tu frente sin dejar huella ninguna? ¿No se convertiría tu
amor en odio y repugnancia?
—Di que antes dejarían las estrellas ese firmamento, o se negaría el sol a
derramar sus rayos desde el cielo. ¡Ah, ojalá estuviese ella otra vez junto a mí! ¡Ojalá
volviera a descansar sobre este pecho! ¡Qué pronto olvidaríamos entonces que la
muerte o el tiempo se interpusieron una vez entre nosotros!
—¡Delirios! ¡Meros delirios del cerebro, de la sangre fogosa, como los que
emanan de los vapores del vino! No es mi deseo tentarte, devolverte a tu muerta; de
lo contrario, no tardarías en comprobar la verdad de lo que te digo.
—¡Cómo! ¿Has dicho devolvérmela? —exclamó Walter, arrojándose a los pies
del brujo—. ¡Ah! Si verdaderamente eres capaz de hacer eso, sé sensible a mi más
ferviente súplica; si vibra en tu pecho un solo latido de humano sentimiento, deja que
mis lágrimas te ablanden: devuélveme a mi amada. Más tarde bendecirás esa acción,
y comprobarás que fue una buena obra.
—¡Una buena obra! ¡Bendecir esa acción! —replicó el brujo con una sonrisa de
desprecio—; para mí no existen el bien ni el mal, puesto que siempre quiero lo
mismo. Sólo tú conoces el mal, cuando quieres lo que no querrías. En mi poder está
efectivamente el devolvértela: pero piensa bien si te conviene. Considera, además,
qué profundo abismo se abre entre la vida y la muerte; mi poder puede tender un
puente entre la una y la otra, pero no cegar ese vacío espantoso.
Walter quiso hablar, tratar de convencer a este ser poderoso con nuevas súplicas;
pero el brujo se lo impidió, diciendo:
—¡Calla! Piénsalo bien, y ven aquí mañana a la medianoche. Aunque te repito la
advertencia: «No despiertes a los muertos».
Tras estas palabras, el misterioso ser desapareció. Embriagado con esa reciente
esperanza, Walter no logró conciliar el sueño en la cama; porque la imaginación, con
todas sus más ricas reservas, desplegó ante él una centelleante telaraña de
posibilidades futuras; y sus ojos, húmedos con el rocío del arrobamiento,
revolotearon de una visión de felicidad a otra. Durante el día siguiente vagó por el
bosque, para que los objetos cotidianos no turbasen, trayéndole a la memoria tiempos
más recientes y menos dichosos, la idea feliz de que podía verla otra vez, estrecharla
de nuevo entre sus brazos, contemplar de día su frente radiante y descansar de noche
sobre su pecho. Y, puesto que esta sola idea ocupaba su imaginación, ¿cómo iba a
inquietarle ninguna duda, o a pensar en la advertencia del hombre misterioso?
En cuanto vio que se acercaba la hora de la medianoche, se apresuró a acudir al
cementerio, donde el brujo se hallaba ya de pie junto a la sepultura de Brunhilda.
—¿Lo has meditado bien? —preguntó.
—¡Ah! Devuélveme el objeto de mi pasión —exclamó Walter con impetuosa
impaciencia—. ¡No demores tu acción generosa, no vaya a ser que muera yo esta
misma noche consumido por el frustrado deseo, y no vea más su rostro!
—Bien; entonces —contestó el anciano— vuelve aquí mañana a la misma hora.
Pero una vez más te doy este consejo de amigo: «No despiertes a los muertos».
Movido por la desesperación de la impaciencia, Walter se habría postrado a sus
pies y le habría suplicado que colmase al punto sus deseos, que ahora habían
aumentado hasta la agonía; pero el brujo ya había desaparecido. Deshaciéndose en
lamentaciones con más desconsuelo que nunca, se echó sobre la sepultura de su
adorada, y así permaneció hasta que el alba trazó una raya gris a oriente. Durante ese
día —que le pareció el más largo de cuantos había pasado—, deambuló de un lado
para otro, impaciente, sin objeto al parecer, profundamente abismado en sus
reflexiones, e inquieto como el asesino que maquina su primera acción sangrienta: y
las estrellas vespertinas volvieron a sorprenderle en el sitio concertado. A
medianoche, el brujo se presentó allí también.
—¿Lo has meditado bien? —preguntó, como la noche anterior.
—¡Bah!, ¿a qué meditar? —replicó Walter con impaciencia—. Yo no necesito
meditar; lo único que te pido es lo que me has prometido… que será mi felicidad. ¿O
acaso te estás burlando de mí? Si es así, vete de mi vista, no me venga la tentación de
ponerte la mano encima.
—Una vez más te prevengo —contestó el anciano con imperturbable serenidad—.
«No despiertes a los muertos»… y déjala descansar.
—Descansará, pero no en la tumba fría: lo hará sobre mi pecho, que arde en
deseos de estrecharla.
—Reflexiona: no podrás dejarla hasta la muerte, aun cuando la aversión y el
horror aneguen tu alma. Entonces, sólo te quedará un remedio espantoso.
—¡Viejo chocho! —exclamó Walter interrumpiéndole—, ¿cómo voy a odiar a la
que amo con tan intensa pasión? ¿Cómo voy a aborrecer a aquélla por la que arde
cada gota de mi sangre?
—Entonces, sea como quieras —contestó el brujo—; hazte atrás.
El anciano trazó ahora un círculo alrededor de la sepultura, a la vez que
murmuraba palabras de encantamiento. Acto seguido, la tormenta comenzó a sacudir
las copas de los árboles; los búhos agitaron las alas, y emitieron su canto bajo y
presagioso; las estrellas ocultaron su aspecto dulce y rutilante para no presenciar
espectáculo tan impío y sacrilego; rodó entonces la lápida con cavernoso ruido, y
dejó libre acceso a la habitante de esta espantosa morada. El brujo esparció en las
fauces de la tierra raíces y yerbas de mágico poder y muy penetrante olor, de manera
que los gusanos salieron reptando de la tierra, se agruparon, y se alzaron en forma de
llameante columna sobre la sepultura; entretanto, brotó de dentro un viento violento
que fue apartando la tierra, hasta que finalmente quedó al descubierto el ataúd. Cayó
la luz de la luna sobre él, y saltó la tapa con tremendo ruido. Después de lo cual, el
brujo vertió sangre de un cráneo humano en su interior, exclamando al mismo
tiempo: «Bebe, durmiente, de este cálido licor, para que tu corazón pueda latir de
nuevo en tu pecho —y tras una breve pausa, derramando sobre ella otro líquido
misterioso, gritó con la voz de un inspirado—: Sí, otra vez late tu corazón con el
fluido de la vida; tus ojos se han abierto nuevamente a la visión. Así pues, levanta, y
sal de la tumba».
Igual que la isla emerge súbitamente de entre las olas oscuras del océano,
levantada del abismo por la fuerza de los fuegos subterráneos, así se levantó
Brunhilda de su lecho terrenal, impulsada por un poder invisible. Y cogiéndola de la
mano, el brujo la llevó a Walter, que permanecía a cierta distancia, estupefacto, como
si hubiese echado raíces en el suelo.
—Recibe otra vez —dijo—, a la que es objeto de tus apasionados suspiros: ojalá
no vuelvas a necesitar mi ayuda; pero si así fuese, me encontrarás, en el periodo de la
luna llena, en las montañas en ese lugar donde se juntan los tres caminos.
Al punto reconoció Walter en la figura que tenía ante sí a la que tan ardientemente
había amado, y un súbito calor inundó su cuerpo al verla restituida: pero sentía frío en
los miembros, a causa de la noche, y paralizada la lengua. La estuvo contemplando
un rato sin moverse ni decir palabra; y durante ese tiempo, volvieron a callar y a
serenarse los ruidos, y a centellar esplendorosas las estrellas en el cielo.
—¡Walter! —exclamó la figura; y esta voz familiar, estremeciéndole el corazón,
rompió el sortilegio que lo tenía inmovilizado.
—¿Es realidad? ¿Es verdad esto —exclamó él—, o se trata de una mera ilusión
engañosa?
—No; no es impostura: estoy verdaderamente viva. Llévame en seguida a tu
castillo de las montañas.
Walter miró alrededor. Había desaparecido el anciano; pero descubrió a su lado
un corcel negro de ojos llameantes, aparejado para transportarle allá; y sobre su lomo
encontró lo necesario para vestirse Brunhilda, quien no perdió tiempo en hacerlo.
Hecho esto, exclamó:
—Deprisa, vayámonos antes de que amanezca, ya que mis ojos están demasiado
débiles para soportar la luz del día.
Recobrado de su estupor, Walter saltó sobre su silla; y cogiendo con una mezcla
de placer y temor a su amada, tan misteriosamente rescatada del poder de la tumba,
emprendió el galope por la desierta región, hacia las montañas, con tanta furia como
si le persiguieran las sombras de los muertos ansiosas por arrebatarle a su hermana.
El castillo al que Walter llevaba a su Brunhilda se hallaba en lo alto de una roca,
entre otros picos que se alzaban por encima de él. Aquí llegaron sin que nadie los
viese, salvo un viejo criado, al que Walter ordenó que guardase secreto bajo las más
severas amenazas.
—Aquí nos quedaremos —dijo Brunhilda—, hasta que pueda yo soportar la luz, y
tú mirarme sin temblar como si tuvieses frío.
Así que procedieron a hacer de ese lugar su residencia; aunque nadie sabía que
Brunhilda vivía, salvo el viejo criado que les traía la comida. Durante siete días
enteros, no tuvieron otro alumbrado que el de las velas. En los siete días siguientes,
dejaron entrar la luz a través de las altas ventanas sólo cuando el amanecer o el
crepúsculo bañaba las cimas de los montes, y el valle aún permanecía envuelto en
sombras.
Rara vez se apartaba Walter de Brunhilda: un hechizo desconocido parecía
retenerle junto a ella; incluso el temor que sentía en su presencia, y que le impedía
tocarla, tenía su mezcla de placer; era como la emoción estremecida que
experimentaba cuando le envolvían los acordes de una música sacra bajo la bóveda
de algún templo. Así que, más que tratar de evitar esa sensación, la buscaba. A
menudo, al intentar evocar los encantos de Brunhilda, le parecía que su imaginación
jamás se la había presentado tan hermosa, tan fascinadora, tan admirable, como la
veía ahora realmente. Jamás hasta ahora había sonado su voz con acento tan dulce,
jamás había poseído su discurso tanta elocuencia como ahora, cuando conversaba con
él sobre el pasado; y ésa era la mágica región a la que sus palabras le conducían de
continuo. Hablaba sin parar de los días de su primer amor, de aquellas horas de
deleite que habían compartido, en las que el uno sacaba todo su goce del otro; y tan
gozoso, tan encantador, tan lleno de vida evocaba Brunhilda ese periodo en la
imaginación de Walter, que éste dudaba haber experimentado nunca con ella tanta
felicidad, o haber sido tan absolutamente dichoso. Y a la vez que le pintaba aquellas
horas de pasadas delicias, describía con colores aún más vivos y encantadores los
momentos de inminente dicha que ahora les esperaban, más ricos en goce que
ninguno de los anteriores. De este modo cautivaba a su rendido oyente con
arrobadoras esperanzas futuras, y lo sumía en sueños de éxtasis por encima de lo
mortal, de manera que, mientras escuchaba este canto de sirena, olvidaba por
completo lo poco feliz que fue el último periodo de su unión, en que a menudo le
hicieron suspirar los modales autoritarios de ella, y su aspereza con él y con toda la
servidumbre. Pero, de haber recordado todo esto, ¿le habría inquietado en su actual
estado de arrobamiento? ¿Acaso no había dejado en la tumba todas las fragilidades de
la condición mortal? ¿No se había refinado y purificado su ser con este largo sueño
en el que ni la pasión ni el pecado, la asaltaron siquiera en sueños? ¡Qué diferente era
ahora el tema de su discurso! Sólo cuando hablaba de su afecto hacia él delataba algo
de los sentimientos terrenos: otras veces, se extendía de manera monocorde en
cuestiones sobre el mundo invisible y futuro; cuando peroraba describiendo los
misterios de la eternidad, un torrente de profética elocuencia brotaba de sus labios.
De este modo habían transcurrido dos veces siete días, y ahora vio Walter por
primera vez al ser más caro para él a plena luz del día. Había desaparecido de su
rostro toda huella de la tumba; un matiz sonrosado como los rubores del alba
encendía ahora sus pálidas mejillas; el débil husmo de la corrupción se había
convertido en deliciosa fragancia de violetas, único signo terreno que no le
desapareció nunca. Ya no sentía Walter recelo ni temor: la contemplaba a plena luz
del día. Hasta ahora, no le pareció haberla recuperado del todo; e inflamado de su
antigua pasión por ella, quiso estrecharla contra su pecho. Pero Brunhilda lo rechazó
suavemente, diciendo: «Aún no; guarda tus caricias hasta que la luna vuelva a llenar
el espacio entre sus cuernos».
A pesar de su impaciencia, Walter se vio obligado a esperar otros siete días. Pero
la noche en que la luna alcanzó su plenitud, fue a Brunhilda, y la encontró más
adorable que nunca. No temiendo topar ahora con impedimento alguno a sus
transportes, la abrazó con el fervor de un rendido y venturoso enamorado. Brunhilda,
no obstante, se negó otra vez a rendirse a su pasión. «¡Cómo! —exclamó—, ¿es justo
que yo, que he sido purificada por la muerte de toda fragilidad mortal, me convierta
en tu concubina, mientras una hija de la tierra ostenta el título de esposa tuya? No; no
lo consentiré: ha de ser entre los muros de tu palacio, en la cámara donde en otro
tiempo goberné como una reina, donde obtendrás el último de tus deseos… y mío
también», añadió, posando un beso encendido en sus labios; y desapareció a
continuación.
Ardiendo de pasión, y dispuesto a sacrificarlo todo para satisfacer su deseo,
Walter abandonó inmediatamente el aposento, y el castillo unos momentos después.
Cruzó montañas y páramos con la rapidez de una tormenta, de manera que las
pezuñas de su caballo hacían saltar la yerba. Ni una vez se detuvo hasta que llegó a
casa. Aquí, no obstante, ni las caricias afectuosas de Swanhilda, ni las de sus hijos,
consiguieron ablandar su corazón o inducirle a reprimir sus ansias furiosas. ¡Ay!
¿Pueden detener el curso impetuoso del torrente las flores hermosas sobre las que éste
se precipita, cuando exclaman: «Destructor, ten piedad de nuestra desvalida inocencia
y belleza, y no nos aniquiles»? El agua las barre sin miramiento, y en sólo un instante
arrasa el orgullo de todo un verano.
Poco después, empezó Walter a insinuar a Swanhilda que no congeniaban; que él
ansiaba probar esa vida frenética y tumultuosa que tan acorde estaba con el espíritu
de su sexo, mientras que ella se sentía satisfecha con la esfera reducida de los
placeres domésticos; que él miraba con avidez cualquier novedad prometedora,
mientras que ella se mostraba apegada a lo que el hábito le había hecho familiar; y
por último, que la fría disposición de ella, rayana en la indiferencia, se conjugaba mal
con el ardiente temperamento de él. Por todo lo cual, era lo más prudente que
viviesen separados, dado que juntos no podían encontrar la felicidad. Un suspiro, y
una breve aquiescencia a los deseos de él, fue toda la respuesta de Swanhilda. Y a la
mañana siguiente, al presentarle Walter el documento de la separación, informándola
de que estaba en libertad para regresar a la casa de su padre, lo cogió con toda
sumisión. No obstante, antes de partir, le hizo la siguiente advertencia: «Demasiado
bien adivino a quién debo nuestra separación. Muchas veces te he visto en la tumba
de Brunhilda, y allí te descubrí la noche en que el cielo ocultó de pronto su rostro con
un manto de nubes. ¿Acaso has osado rasgar temerariamente el velo espantoso que
separa a la mortalidad que sueña de la que no puede soñar? Porque entonces, hombre
desdichado, habrás ligado a tu persona lo que puede traerte destrucción». Calló, y
Walter no hizo intento alguno de replicar; porque le vino a la memoria la advertencia
similar del brujo —hasta ahora oscurecida por su pasión— como un relámpago fugaz
en la negrura de la noche, que no logra disipar su oscuridad.
Así pues, salió Swanhilda a despedirse de sus hijos, dado que, según la costumbre
nacional, éstos pertenecían al padre. Y tras bañarlos con sus lágrimas y consagrarlos
con el agua bendita del amor maternal, abandonó la residencia de su esposo, y
emprendió el regreso a casa de su padre.
De este modo fue obligada la dulce y bondadosa Swanhilda a exiliarse de las
salas donde había gobernado con gran tacto…, salas que ahora fueron nuevamente
decoradas para acoger a otra señora. Por fin llegó el día en que Walter condujo por
segunda vez a Brunhilda a casa como nueva esposa; e hizo saber a la servidumbre
que su nueva consorte había ganado su afecto por el extraordinario parecido con
Brunhilda, su primera ama. ¡Cuán indeciblemente feliz se consideró, al llevar una vez
más a su amada a la cámara que tantas veces había sido testigo de sus antiguos goces,
dorada y adornada ahora en el más costoso estilo! Y entre otros ornamentos había
figuras de ángeles esparciendo rosas, los cuales sostenían las colgaduras púrpura
cuyos amplios pliegues ocultaban el lecho nupcial. ¡Con qué impaciencia esperó
Walter la hora en que debía tomar posesión de aquellos encantos por los que había
pagado ya tan alto precio, y cuyo goce iba a costarle más aún! ¡Pobre Walter!
Inmerso en el placer, no ves el abismo que se abre a tus pies; embriagado con el
perfume voluptuoso de la flor que has arrancado, no imaginas cuán mortal es el
veneno de que está llena, pues en breve tiempo, su poderosa fragancia confiere nueva
energía a todos tus sentimientos.
Sin embargo, aunque ahora Walter era dichoso, sus criados estaban muy lejos de
serlo igualmente. El singular parecido entre la nueva señofa y la difunta Brunhilda los
llenaba de secreto recelo e indefinible horror; porque no apreciaban ni una sola
diferencia en sus facciones, ni en su gesto, ni en el tono de la voz. Además de estas
misteriosas circunstancias, sus doncellas descubrieron una marca peculiar en su
espalda, exactamente igual a la que tuvo Brunhilda. No tardó en circular el rumor de
que su ama no era otra que la propia Brunhilda, devuelta a la vida por medio de
poderes nigrománticos. ¡Qué horrible se les hacía la idea de vivir bajo el mismo techo
que la que había sido moradora de la tumba, y verse obligadas a asistirla y
reconocerla su señora! Notaron asimismo en Brunhilda, —cosa que aumentó la
aversión de todas y favoreció su superstición— que no usaba adornos de oro, como
antes engalanaron siempre su persona. Todo lo que antes había solido llevar de este
metal lo mandó hacer ahora de plata: ninguna joya de ricos y centelleantes colores
brillaba sobre ella; sólo las perlas prestaban su pálido brillo al adorno de su pecho. Y
también evitaba siempre con gran cuidado la luz radiante del sol, y acostumbraba
pasar los días más luminosos en los aposentos más retirados y oscuros: sólo salía a
pasear en el crepúsculo del comienzo y el final del día, aunque su hora preferida era
cuando la luz fantasmal de la luna daba a todos los objetos una apariencia vaga y un
color sombrío. Además, se observaba siempre que con el canto del gallo, sus
miembros sufrían un estremecimiento involuntario. Autoritaria como antes de su
muerte, no tardó en imponer su yugo de hierro a cuantos la rodeaban, si bien parecía
más terrible que nunca, dado que la acompañaba el temor de algún poder
sobrenatural, y aterraba a cuantos se acercaban a ella. Sus ojos parecían dirigir una
mirada maligna y feroz al objeto de su ira; como si quisiera fulminar a su víctima. En
suma, aquellas salas que en tiempos de Swanhilda fueron morada de risas y alegría
parecían ahora la prolongación de una tumba desierta. Los criados se deslizaban
sigilosos por las salas del castillo con el temor impreso en sus pálidos semblantes. Y
en esta mansión de terror, el canto del gallo hacía temblar a los vivos como si fuesen
espíritus de fallecidos; porque ese canto les recordaba siempre a su ama misteriosa.
No había nadie que no se estremeciera al cruzarse con ella en algún lugar solitario, en
la penumbra del atardecer o a la luz de la luna, circunstancia que consideraban
presagiosa de algún mal; y tan grande era la aprensión de sus doncellas, que
empezaron a languidecer a causa del continuo desasosiego; de manera que, poco a
poco, la fueron abandonando todas. En el transcurso del tiempo, se marcharon otros
criados también, dominados por un horror insoportable.
Las artes del brujo habían concedido a Brunhilda, efectivamente, una vida
artificial, y el alimento que tomaba mantenía su cuerpo restituido. Sin embargo, ese
cuerpo no era capaz de conservar el calor vivificante de la vitalidad y la llama de la
que emanan los afectos y las pasiones, sean de amor o de odio, porque la muerte la
había apagado y extinguido para siempre. Todo lo que Brunhilda poseía ahora era una
existencia insensible, más fría que la de una serpiente. No obstante, se veía obligada a
amar, y a devolver con igual ardor las caricias encendidas de su cautivado esposo, a
cuya pasión debía únicamente su existencia renovada. Necesitaba un licor mágico
que animase el apagado caudal de sus venas y la despertase al calor de la vida y a la
llama del amor, una poción abominable que no puede nombrarse sin una maldición:
sangre humana, que bebía, mientras aún estaba caliente, de unas venas jóvenes. Éste
era el líquido infernal del que Brunhilda tenía sed; pues, al no participar de los
sentimientos más puros de la humanidad, ni hallar gozo alguno en nada de cuanto
interesa a la vida y ocupa sus diversas horas, su existencia era un mero vacío, salvo
cuando estaba en brazos de su esposo y amante; y ésa era la razón por la que ansiaba
sin cesar la horrible bebida. Con supremo esfuerzo, lograba reprimirse de chuparle la
sangre al propio Walter cuando descansaba junto a ella. Pero cada vez que veía a un
niño inocente, cuya preciosa carita denotaba la exuberancia infantil de su salud y su
vigor, lo atraía a su aposento más secreto con palabras dulces y caricias afectuosas;
allí lo dormía en sus brazos, y chupaba de su pecho el flujo cálido y púrpura de la
vida. Tampoco los jóvenes de ambos sexos se veían libres de sus horribles ataques:
tras exhalar su aliento sobre la desventurada víctima, que inevitablemente se sumía en
profundo letargo, extraía de sus venas, de manera parecida, el jugo vital. Así, los
niños, los jóvenes y las doncellas se consumían rápidamente como flores roídas por el
gusano: la plenitud desaparecía de sus miembros; un tinte cetrino sucedía a la
sonrosada frescura de sus mejillas, se les empañaba el brillo líquido de los ojos igual
que el río centelleante bajo el roce de la helada, y sus rizos se volvían lacios y grises,
como azotados por la tormenta de la vida. Los padres observaban con horror esta
pestilencia desoladora que devoraba a su progenie, contra la cual nada podía un
simple hechizo, poción o amuleto. La tumba se iba tragando a uno tras otro; o, si la
desventurada víctima lograba sobrevivir, se volvía cadavérica y arrugada en los
mismos albores de la vida. Los padres presenciaban horrorizados cómo esta
devastadora pestilencia se llevaba a sus hijos… pestilencia que no había yerba por
poderosa que fuera, ni hechizo, ni vela sagrada, ni exorcismo, capaces de conjurarla.
Veían cómo se les iban a la tumba un hijo tras otro, o cómo sus cuerpos jóvenes,
consumidos por el infernal y vampiresco abrazo de Brunhilda, adquirían la decrepitud
de una súbita vejez.
Finalmente, empezaron a circular extraños rumores y noticias; se decía que la
causa de todos estos horrores era la propia Brunhilda; aunque nadie sabía de qué
manera destruía a sus víctimas, dado que no encontraban en ellas señales de
violencia. No obstante, cuando los niños confesaron que los acunaba y los dormía en
sus brazos, y los más mayores contaron que les vencía un sueño súbito cada vez que
se ponían a hablar con ella, la sospecha se convirtió en certidumbre. Y aquellos cuyos
hijos habían escapado hasta ahora a ese daño, abandonaron sus hogares y sus casas —
morada de sus padres y herencia de sus hijos—, con unos pocos enseres, a fin de
salvar de tan horrible destino a lo más caro a sus afectos sencillos de cuanto el mundo
les podía dar.
Y así, día tras día, el castillo fue adquiriendo un aspecto más desolado y, día tras
día, sus alrededores se fueron quedando desiertos: sólo permanecieron unas cuantas
viejas decrépitas y algún criado de cabellos grises, de la en otro tiempo numerosa
servidumbre. Igual que ocurrirá, en los últimos días de la tierra, a la última
generación de mortales cuando dejen de procrear, cuando no se vean ya más jóvenes,
ni venga nadie a reemplazar a los que esperen en silencio su última hora.
Walter era el único que no se daba cuenta —o no hacía caso— de la desolación
que le rodeaba; no percibía la muerte, sumergido como estaba en un encendido elíseo
de amor. Mucho más feliz que antes parecía ahora con la posesión de Brunhilda.
Todos los caprichos y contrariedades que a menudo ensombrecieron sus antiguas
relaciones habían desaparecido ahora por completo. Incluso parecía que Brunhilda
sentía por él una pasión como jamás llegó a mostrar en la época feliz de recién
casada; porque en sus venas ardía esa llama de sangre joven que extraía de las venas
de otros. Por la noche, en cuanto Walter cerraba los ojos, exhalaba su aliento sobre él,
infundiéndole un sueño delicioso del que despertaba sólo para experimentar goces
más embriagadores. Durante el día, le hablaba continuamente de la dicha que los
espíritus felices experimentaban al otro lado de la sepultura, asegurándole que, como
su afecto la había sacado de la tumba, ahora estaban irrevocablemente unidos. Así
fascinado por este hechizo perpetuo, le era imposible notar lo que ocurría a su
alrededor. Brunhilda, no obstante, veía con rabioso pesar que la fuente de su ardor
juvenil disminuía de día en día, ya que en breve tiempo no quedó nadie dotado de
juventud, excepto Walter y sus hijos. Y decidió que fueran éstos sus siguientes
víctimas.
Al principio, al regresar al castillo, había sentido aversión hacia los hijos de otra;
así que los dejó enteramente en manos de las criadas designadas por Swanhilda. Pero
ahora empezó a fijarse en ellos, haciendo que los llevasen a menudo a su presencia.
Las cuidadoras, mujeres de edad, se asustaron al notar estas muestras de interés por
los niños a su cargo, aunque no se atrevieron a oponerse a la voluntad de su terrible y
autoritaria ama. No tardó Brunhilda en ganarse el afecto de los niños, demasiado
ignorantes de lo que era la astucia para percibir peligro alguno en ella; al contrario,
sus caricias los ganaron por completo. En vez de reprimir constantemente sus alegres
retozos, Brunhilda les enseñaba ahora nuevos juegos; a menudo les recitaba historias
de extraños e insensatos intereses que excedían en todo a los cuentos de sus niñeras.
Cuando se cansaban de jugar o de escuchar sus narraciones, los sentaba sobre sus
rodillas y los arrullaba hasta que se dormían. Entonces, los sueños de los niños se
poblaban de visiones de la más espléndida magnificencia: imaginaban estar en un
jardín donde había flores de todos los colores, en hileras, una sobre otra, desde las
humildes violetas a los altos girasoles, trazando un bordado multicolor que ascendía
hacia las nubes doradas, de las que bajaban unos angelitos, con alas de reflejos azul y
oro, a llevarles alimentos deliciosos o joyas espléndidas, o a cantarles canciones
melodiosas. Tan paradisíacos se hicieron estos sueños para los niños en poco tiempo,
que no anhelaban otra cosa que dormir en el regazo de Brunhilda, ya que de otro
modo no tenían visiones de seres celestiales. Y así, no hacían sino ansiar lo que iba a
ser su destrucción. Pero ¿no suspiramos todos por lo que nos conduce a la tumba: el
goce de la vida? Los inocentes tendían sus brazos a la muerte que les iba al
encuentro, la cual había adoptado la máscara del placer. Porque, mientras ellos se
sumían en esos sueños extáticos, Brunhilda chupaba de sus pechos el fluido vital. Es
verdad que al despertar se sentían débiles y agotados; sin embargo, ningún dolor,
ninguna señal delataba la causa. Al poco tiempo, empero, las fuerzas les abandonaron
por completo, lo mismo que el arroyo se seca poco a poco en verano; sus juegos se
fueron volviendo menos bulliciosos, sus risas ruidosas y alegres se convirtieron en
sonrisas, el acento vigoroso de sus voces se apagó hasta volverse mero susurro. Sus
cuidadoras estaban aterradas y llenas de desesperación; demasiado bien sabían la
espantosa verdad, aunque no se atrevían a denunciar sus sospechas a Walter, tan
devotamente unido a su horrible compañera. La muerte había herido ya a su presa: los
niños no eran sino mera sombra de sí mismos. Y en poco tiempo, incluso esta sombra
desapareció.
El acongojado padre lloró amargamente su pérdida. Porque, a pesar de su
evidente abandono, estaba muy unido a ellos; y hasta que no los perdió, no se dio
cuenta de lo mucho que los quería. Su aflicción no pudo por menos de causar
disgusto a Brunhilda: «¿Por qué esas tiernas lamentaciones —dijo— por dos
pequeños? ¿Qué satisfacción podían darte esos seres sin formar? ¿Acaso guardas aún
algún afecto por su madre, y es todavía dueña de tu corazón? ¿O es que echas de
menos a los tres porque estás hastiado de mi amor y cansado de mis caricias? De
haber crecido esos niños, ¿no habrían atado más estrechamente tu espíritu y tus
afectos a este mundo de barro, a este polvo, y te habrían apartado de la esfera a la que
yo, que he cruzado la sepultura, me estoy esforzando en elevarte? Di, ¿es tu espíritu
tan pesado, o tu amor tan flojo, o tu fe tan tibia, que no consigue conmoverte la
esperanza de ser mío para siempre?». Así expresó Brunhilda su indignación ante el
dolor de su consorte; y le privó de su presencia. El miedo a ofenderla de manera
irreparable, y su deseo de aplacarla, secaron muy pronto sus lágrimas. Y otra vez se
abandonó a su pasión fatal, hasta que, finalmente, la inminencia de su propia
destrucción le despertó de la quimera en que vivía.
No volvieron a verse doncellas ni niños dentro de los lúgubres muros del castillo
ni en las tierras contiguas: todos habían desaparecido; porque aquellos a los que la
sepultura no se había tragado habían huido de esta región de muerte. Así que, ¿quién
quedaba ahora para apagar la sed espantosa de la mujer vampiro, sino el propio
Walter? Impasible, se atrevió a pensar en su muerte; porque su pecho desconocía ese
divino sentimiento que une a dos seres en un único gozo y un único dolor. Cuando
Walter estuviera en la tumba, sería ella libre de buscar otras víctimas y saciarse
interminablemente con la destrucción, hasta que, el último día, se consumiera con la
misma tierra, como dicta la ley fatal a la que están sujetos los muertos a los que las
artes de la necromancia han despertado del sueño de la sepultura.
Ahora empezó a posar sus labios sedientos en el pecho de Walter cuando, sumido
en profundo sueño por el olor a violetas de su aliento, descansaba junto a ella ajeno a
la inminencia de su muerte. Y así, no tardaron sus fuerzas vitales en empezar a
languidecer, y en asomar numerosas canas entre sus negros cabellos. Y con sus
fuerzas, languideció también su pasión: ahora Walter dejaba a menudo a su
compañera para pasar el día entregado al deporte de la caza, esperando recuperar de
este modo su acostumbrado vigor. Y estaba un día descansando en el bosque, a la
sombra de un roble, cuando vio en la copa de un árbol un pájaro extraño, totalmente
desconocido para él; pero antes de que pudiese apuntarlo con su arco, echó a volar y
se perdió en las nubes, al tiempo que dejaba caer una raíz rosácea, la cual fue a parar
a sus pies. La recogió inmediatamente. Y aunque conocía las plantas bastante bien, no
recordaba haber visto nunca una como ésta. Su deliciosa fragancia le indujo a probar
su sabor; pero era diez veces más amargo que el ajenjo: parecía como si se hubiese
llevado hiel a la boca; así que, disgustado con el experimento, la arrojó con
impaciencia. Sin embargo, de haber conocido su milagrosa cualidad, y que actuaba
como antídoto contra el hipnótico perfume de Brunhilda, la habría bendecido pese a
su sabor tan amargo: así arrojan a menudo los mortales con impaciencia el remedio
desagradable que podría devolverles el bienestar.
Cuando Walter regresó por la noche, y se acostó como siempre junto a Brunhilda,
el poder mágico del pecho de ésta no hizo efecto en él; y por primera vez en muchos
meses, Walter cerró los ojos vencido por un sueño natural. Sin embargo, apenas se
durmió, un dolor agudo, punzante, le sacó de su descanso; y al abrir los ojos,
descubrió, a la luz melancólica de una lámpara que brillaba en el aposento, algo que
por unos instantes le dejó petrificado. Porque era Brunhilda, que le estaba extrayendo
sangre del pecho con sus labios. El grito de horror que finalmente se le escapó aterró
a Brunhilda, que tenía la boca manchada de sangre caliente.
—¡Monstruo! —exclamó Walter, saltando de su lecho—. ¿Es así como me amas?
—Sí; así es el amor de los muertos —replicó ella con malvada frialdad.
—¡Criatura bebedora de sangre! —prosiguió Walter—: Ha terminado el delirio
que hasta aquí me ha tenido ciego. Tú eres el demonio que ha destruido a mis hijos…
que ha dado muerte a los hijos de mis vasallos.
Se levantó Brunhilda, y lanzándole una mirada que le dejó paralizado, contestó:
—No soy yo quien los ha matado; yo me veo obligada a saciarme con sangre
caliente de jóvenes para poder satisfacer tu deseo frenético; ¡eres tú el asesino!
Estas palabras terribles evocaron ante la aterrada conciencia de Walter las
sombras amenazadoras de todos los que habían perecido de ese modo, mientras la
desesperación le ahogaba la voz.
—¿Por qué —prosiguió ella, en un tono que aumentaba el horror de él—, por qué
me atribuyes palabras como si fuese yo un títere? ¿Tú, que tienes el valor de amar a
los muertos, de llevar a tu lecho a la que dormía en la sepultura, a la que fue
compañera de cama de los gusanos, tú que has estrechado en tus brazos la corrupción
de la tumba, tú, profanador, te atreves a elevar ese llanto espantoso por el sacrificio
de unas pocas vidas? Esas vidas no son más que hojas arrancadas por la tormenta.
Vamos, desecha esas figuraciones idiotas, y saborea la dicha que tan cara has
comprado.
Y diciendo esto, tendió los brazos hacia él. Pero este gesto sólo hizo que
aumentase el terror de Walter, el cual, exclamando: «¡Criatura maldita!», salió
precipitadamente del aposento.
Ahora que había despertado del delirio de sus placeres impíos, todos los horrores
de una conciencia culpable y recriminadora se volvieron sus compañeros. A menudo
maldecía su ceguera obstinada, por no haber hecho caso de las advertencias y
amonestaciones de las mujeres que habían estado al cargo de sus hijos, y haber
tomado sus palabras por viles calumnias. Pero su pesar llegaba demasiado tarde;
porque, si bien el arrepentimiento puede conseguir el perdón del pecador, sin
embargo, no puede alterar las sentencias inmutables del destino: no puede hacer
volver de la tumba a los asesinados. Tan pronto como apuntó la primera claridad del
alba, salió hacia su castillo solitario de las montañas, decidido a no permanecer más
tiempo bajo el mismo techo que tan terrible ser. Pero fue inútil esta huida; porque, al
despertar a la mañana siguiente, descubrió que se hallaba en brazos de Brunhilda, y
enredado en sus largos cabellos, que parecían envolverle, y aprisionarle con los
hierros de su destino; la poderosa fascinación de su aliento le había cautivado una vez
más, de manera que, olvidando cuanto había sucedido, volvió a sus caricias; hasta
que, despertando como de un sueño, huyó horrorizado de su abrazo. Durante el día
vagó por las soledades de las montañas como el criminal que trata de ocultarse de sus
perseguidores; y por la noche buscó refugio en una cueva, ya que temía menos
acostarse en tan sombrío lugar que exponerse al horror de un nuevo encuentro con
Brunhilda; Pero, ¡ay!, en vano se esforzaba por huir de ella. Al despertar, la descubrió
otra vez compartiendo su mísera yacija. Pero, de haberse ocultado en el mismo centro
de la tierra, de haberse empotrado bajo una roca, de haber hecho su alcoba en lo más
profundo del océano, la habría encontrado puntualmente junto a él: porque al llamarla
de nuevo a la existencia, la había convertido en su compañera inseparable; tan
inexorable era el vínculo que ahora los unía.
Luchando con la locura que empezaba a dominarle, y dándole vueltas sin cesar a
las espantosas visiones que se presentaban a su mente horrorizada, permanecía
inmóvil, tumbado en los rincones más oscuros del bosque, desde que salía el sol hasta
que llegaban las sombras del crepúsculo. Pero tan pronto como la luz del día se
apagaba a poniente y el bosque se inundaba de negrura impenetrable, el temor a que
el sueño le venciera le empujaba a vagar por las montañas. La tormenta jugaba
furiosa con las nubes fantásticas, y con las hojas de los árboles que el viento hacía
golpetear como si algún espíritu del terror se divirtiese con estas imágenes de la
transitoriedad y la desintegración: rugía entre las copas de los robles como
profiriendo gritos de furia, mientras su eco cavernoso, rebotando en las laderas
distantes, parecía el gemido de un pecador en la agonía o el alarido débil de algún
desdichado al caer bajo la mano de su asesino. El búho, también, profería gritos
guturales como augurando la devastación de la naturaleza. El viento sacudía los
cabellos de Walter, cuyos mechones se agitaban en sus sienes y sus hombros como
negras serpientes, mientras cada uno de sus sentidos estaba atento a captar un nuevo
horror. En las nubes creía ver las figuras de los asesinados; en el ulular del viento oía
sus lamentos y gemidos; en las frías ráfagas sentía el beso de Brunhilda; en el grito de
las aves escuchaba la voz de ella; en las hojas descompuestas olía el lecho sepulcral
del que la había despertado. «¡Asesino de tu propia descendencia —se recriminaba
Walter a sí mismo con una voz que hacía aún más espantosa la noche y el fragor de
los elementos—, amante de un vampiro sediento de sangre, libertino que se refocila
con la corrupción de la tumba!», mientras, desesperado, se mesaba sus cabellos. Justo
en ese momento surgió la luna de detrás de las nubes tempestuosas; y esta visión trajo
a su memoria el consejo del brujo, cuando lo vio estremecerse ante la primera
aparición de Brunhilda tras despertar de su sueño mortal; a saber: que le buscase
cuando fuese la luna llena, en las montañas, en el punto donde se encontraban los tres
caminos. No bien irrumpió este destello de esperanza en su mente aturdida, echó a
correr hacia el lugar designado.
Al llegar, encontró al anciano sentado sobre una piedra, con la placidez del que
disfruta de un día soleado, indiferente a los truenos que rugían a su alrededor.
—Así que has venido —exclamó al ver al jadeante desdichado que, arrojándose a
sus pies, gritó en tono angustiado:
—¡Ah, sálvame… socórreme… rescátame del monstruo que siembra la muerte y
la desolación a mi alrededor!
—¡Cómo!, ¿no te diste cuenta de cuán saludable era el consejo: «No despiertes a
los muertos»?
—¿Por qué hiciste tu advertencia tan misteriosa? ¿Por qué, en vez de eso, no me
revelaste al punto todo el horror que aguardaba a mi sacrilega profanación de la
sepultura?
—¿Acaso podías tú escuchar otra voz que la de tu pasión desenfrenada? ¿No me
tapaba la boca tu ansiosa impaciencia cada vez que quería advertirte?
—Sí, es verdad: tu reproche es justo. Pero de nada sirve ahora. Lo que yo necesito
es ayuda inmediata.
—Bien —replicó el anciano—; aún hay un medio de salvarte. Pero está lleno de
horror, y requiere toda tu resolución.
—Entonces explica cuál es —dijo—. Porque ¿qué puede haber más espantoso,
más horrible, que la desdicha que ahora soporto?
—Sabe, pues —prosiguió el brujo—, que sólo en la noche de luna nueva duerme
ella el sueño de los mortales. Entonces la abandona del todo el poder sobrenatural que
recibe de la tumba. En ese momento es cuando deberás matarla.
—¡Cómo! ¿Matarla? —repitió Walter.
—Sí —replicó el anciano con serenidad—; le atravesarás el pecho con una daga
afilada que yo te daré. Al mismo tiempo, habrás de renunciar a su memoria para
siempre, jurando no volver a pensar en ella de manera intencionada. Y si lo hicieras
involuntariamente, deberás repetir la maldición.
—¡Horrible! Sin embargo, ¿qué puede haber más horrible que ella misma?
—Entonces, conserva esa resolución hasta el próximo novilunio.
—¡Cómo, tengo que esperar tanto! —exclamó Walter—. ¡Ah, antes de ese plazo,
su rabiosa sed de sangre me habrá conducido a la noche de la tumba, o el horror a la
noche de la locura!
—No —replicó el brujo—; eso lo puedo evitar —y a continuación le llevó a una
caverna de la montaña—. Permanece aquí dos veces siete días —dijo—. Durante ese
tiempo, podré protegerte de sus caricias mortales. Aquí encontrarás las provisiones
necesarias que vas a necesitar; pero cuida que nada te tiente a abandonar este lugar.
Adiós; cuando la luna se renueve, entonces volveré —dicho esto, el brujo trazó un
círculo mágico alrededor de la cueva, e inmediatamente desapareció.
Dos veces siete días permaneció Walter en esa soledad, sin otra compañía que su
amargo arrepentimiento y sus aterradas obsesiones. El presente era todo miedo y
desolación; el futuro mostraba la imagen de una acción horrible que debía llevar a
cabo sin remedio, mientras que el pasado se lo envenenaba el recuerdo de su culpa. Si
pensaba en su antigua y feliz unión con Brunhilda, surgía ante su imaginación la
figura horrenda de ella con los labios goteantes de sangre; si evocaba los días
apacibles pasados con Swanhilda, veía su espíritu afligido, con las sombras de sus
hijos asesinados. Tales eran los horrores que le acompañaban de día. En cuanto a los
de la noche, eran aún más espantosos; porque entonces veía a la propia Brunhilda
que, vagando alrededor del círculo mágico que no podía traspasar, le llamaba por su
nombre hasta que la caverna resonaba entera con el eco de sus voces estremecedoras.
«Walter, amado mío —gritaba—; ¿por qué me huyes? ¿Acaso no eres mío? ¿Mío
para siempre… aquí, y en el más allá? ¿Acaso estás pensando matarme? ¡Ah, no
cometas ese acto que nos arrojaría a la perdición… a ti lo mismo que a mí.» De este
modo le atormentaba su horrible visitante cada noche; y cuando se iba, aún le
arrebataba todo descanso.
Al fin llegó la luna nueva, negra como la acción que estaba condenado a cometer.
El brujo entró en la caverna.
—Venga —dijo a Walter—, vámonos de aquí; ha llegado la hora.
Y se lo llevó de la cueva a lomos de un corcel negro, cuya visión trajo a Walter el
recuerdo de la noche fatal. Entonces refirió al anciano las visitas nocturnas de
Brunhilda, y le preguntó ansioso si se cumplirían los temores de perdición eterna que
ella le había augurado.
—No pueden los ojos mortales —exclamó el brujo— penetrar los secretos
oscuros de otro mundo, ni el abismo profundo que separa la tierra del cielo.
Walter vaciló en montar sobre el corcel.
—Sé decidido —exclamó su compañero—; por esta vez se te concede afrontar la
prueba. Si ahora fallas, nada podrá rescatarte de su poder.
—¿Qué puede haber más horrible que ella misma? Estoy decidido —y saltó sobre
el caballo, y el brujo montó detrás.
Transportados con la rapidez de la tormenta que barre la llanura, llegaron en
breve espacio al castillo de Walter. Todas las puertas se abrieron de golpe a una voz
de su compañero; un instante después estaban en la cámara de Brunhilda. Se
detuvieron junto a su lecho. Sumida en un sueño sosegado, descansaba con toda la
belleza que le era innata, limpio su semblante de toda huella de horror. Parecía tan
pura, tan dócil e inocente, que en la memoria de Walter se agolparon las dulces horas
de sus caricias como ángeles intercesores suplicando clemencia para ella. La turbada
mano de Walter era incapaz de coger la daga que el brujo le presentaba.
—Has de dar el golpe ahora mismo —dijo éste—; si te retrasas una hora tan sólo,
al amanecer la tendrás sobre tu pecho, sorbiéndote las gotas vitales del corazón.
—¡Horrible! ¡Horrible! —balbuceó Walter temblando; y apartando la cara,
hundió la daga en el pecho de ella a la vez que exclamaba—: ¡Yo te maldigo para
siempre! —y brotó fría la sangre, manchándole la mano. Brunhilda abrió los ojos una
vez más; lanzó una mirada de indecible horror a su esposo y, con voz cavernosa y
agónica, dijo:
—Tú también estás condenado a la perdición.
—Pon ahora la mano sobre su cadáver —dijo el brujo—, y pronuncia el
juramento.
Walter hizo lo que se le ordenaba, diciendo:
—Jamás pensaré en ella con amor, jamás la evocaré intencionadamente; y si su
imagen acude a mi cerebro, la expulsaré gritándole: maldita seas.
—Ya has cumplido todos los requisitos —declaró el brujo—. Ahora devuélvela a
la tierra, de la que no debiste llamarla insensatamente. Y procura recordar tu
juramento; porque si lo olvidas una sola vez, regresará, y estarás perdido sin remedio.
Adiós… no nos volveremos a ver nunca más —y dichas estas palabras, abandonó el
aposento; y Walter huyó también de esta morada de horror, tras dar primero
instrucciones para que el cadáver fuese enterrado sin tardanza.
De nuevo descansó la terrible Brunhilda en su sepultura. Pero su imagen acosaba
sin tregua el cerebro de Walter, de manera que su existencia era un continuo suplicio,
en el que luchaba por expulsar de su memoria los fantasmas horrendos del pasado.
Sin embargo, cuanto más grandes eran sus esfuerzos por desterrarlos, más intensos y
vividos se volvían; como el noctámbulo que, atraído por un fuego fatuo a una ciénaga
o un pantano, se hunde cada vez más en su húmeda sepultura cuanto más se esfuerza
en escapar. Su imaginación parecía incapaz de admitir otra imagen que la de
Brunhilda: una vez imaginaba que la veía expirar, con la sangre manándole de su
hermoso pecho; otra, la hermosa desposada de su juventud le reprochaba haber
turbado el sueño de la tumba; y en ambas, se veía obligado a proferir las palabras
espantosas: «Yo te maldigo para siempre». Continuamente brotaba de sus labios la
terrible imprecación; sin embargo, vivía en el terror incesante de que se le olvidara, o
de pensar en ella y no ser capaz de repetirla; y luego, al despertar, de descubrir que
estaba en sus brazos. O bien recordaba las palabras de ella al expirar; y espantado
ante su terrible significado, imaginaba que se había pronunciado irrevocablemente la
sentencia de su perdición. ¿Adónde huir de sí mismo? ¿O cómo borrar de su cerebro
estas imágenes y formas espantosas? En el clamor del combate, en el tumulto de la
guerra, en su incesante oscilar de la victoria al desastre y del grito de angustia al
júbilo de la victoria… en estas cosas esperó hallar al menos el alivio del aturdimiento.
Pero también aquí vio frustrada su esperanza. Los dientes gigantescos del recelo
atenazaban ahora al que nunca había conocido el miedo: cada gota de sangre que le
salpicaba parecía ser de la fría sangre que brotó de la herida de Brunhilda; cada
desdichado moribundo que caía junto a él, le parecía que era ella, cuando exclamó en
la agonía: «¡Tú también estás condenado a la perdición!»; de manera que el aspecto
de la muerte le parecía más aterrador que nada de cuanto le rodeaba, y este terror
insuperable le empujaba a abandonar el campo de batalla. Por último, tras vagar sin
rumbo durante mucho tiempo, regresó a su castillo. Aquí, todo estaba desierto y
silencioso, como si la espada, o una pestilencia aún más mortal, hubiera arrasado la
región. Porque los pocos habitantes que aún quedaban, y hasta los criados que en otro
tiempo se mostraron más fieles, habían huido ahora de él, como si llevase en la frente
el estigma de Caín. Se daba cuenta con horror de que, al haberse unido a los muertos,
se había separado de los vivos, quienes no querían tener relación alguna con él. A
menudo, cuando se detenía junto a las almenas de su castillo y miraba los campos
desiertos, comparaba su actual desolación con el animado movimiento que solían
mostrar bajo la estricta pero benévola disciplina de Swanhilda. Ahora se daba cuenta
de que sólo ella podía reconciliarle con la vida. Pero ¿podía esperar que le perdonase,
y volviese a recibirle aquella a la que tan profundamente había agraviado? Por
último, su impaciencia se impuso a su temor: fue en busca de Swanhilda y, con la
más intensa contrición, reconoció su complicada culpa. Y abrazado a sus rodillas, le
imploró perdón, suplicándole que regresase a su castillo desolado, a fin de hacerlo
otra vez morada de la alegría y de la paz. Swanhilda se conmovió al ver a sus pies la
pálida figura, apenas una sombra del en otro tiempo gallardo esposo. «La locura —
dijo con mansedumbre—, aunque me ha causado mucho dolor, jamás ha hecho nacer
en mí el resentimiento ni la cólera. Pero dime, ¿dónde están mis hijos? —durante un
rato, el desesperado padre no tuvo fuerzas para contestar a esta pregunta espantosa;
por último, tuvo que confesar la horrible verdad—. Entonces nos hemos dividido para
siempre», replicó Swanhilda; y todas las lágrimas y súplicas de Walter no le hicieron
revocar su sentencia.
Despojado de su última esperanza terrena, privado de su último consuelo,
hundido en la más grande desgracia en que un mortal puede caer a este lado de la
tumba, Walter emprendió el regreso. Y cabalgaba absorto en lúgubres meditaciones
por el bosque vecino a su castillo, cuando el súbito sonido de un cuerno le sacó de su
ensimismamiento. Poco después vio aparecer a una dama vestida de negro, montada
sobre un corcel del mismo color; su traje era como el de una cazadora; pero en vez de
halcón, llevaba en la mano un cuervo, e iba asistida por un alegre tropel de caballeros
y damas. Cumplidos los primeros saludos, Walter averiguó que llevaban el mismo
camino que él; y cuando supo ella que estaba cerca el castillo de Walter, solicitó
alojamiento por una noche, dado que la tarde estaba muy avanzada. De muy buen
grado accedió Walter a esta petición, ya que la aparición de la hermosa desconocida
le había sorprendido gratamente: tenía un parecido prodigioso con Swanhilda, salvo
que su cabello era castaño, y sus ojos oscuros y centelleantes. Agasajó con un
suntuoso banquete a sus invitados, cuyas risas y canciones llenaron de animación las
salas hasta ahora silenciosas. El banquete se prolongó tres días; y tan estimulante
resultó para Walter que parecía haber olvidado todos sus miedos y tristezas. Y no se
decidía a despedir a sus visitantes por temor a que, al irse, el castillo pareciera cien
veces más desolado que antes, aumentando su pesar en la misma proporción. A
ruegos fervientes de él, la desconocida accedió a alargar su estancia siete días, que
luego prolongó con otros siete. Sin serle solicitado, asumió la dirección de la casa; y
empezó a gobernarla con tanta discreción y alegría como había hecho Swanhilda, de
manera que el castillo, que hasta ahora había sido morada de la melancolía y el
horror, se convirtió en residencia de la fiesta y el placer; y la aflicción de Walter se
disipó por completo en medio de tanto alborozo. Su afecto hacia la hermosa
desconocida aumentaba de día en día; incluso la hizo su confidente; y una noche en
que paseaban juntos lejos del séquito de ella, le contó su espantosa historia. «Mi
querido amigo —replicó la desconocida cuando él hubo acabado de hablar—, mal se
acomoda a un hombre de tu discreción afligirse por todo eso. Has despertado a un
cadáver del sueño de la sepultura, y has descubierto… lo que era de prever: que los
muertos no simpatizan con la vida. Y ahora ¿qué? No quieres cometer ese error por
segunda vez. Sin embargo, has matado al ser al que habías llamado de nuevo a la
vida; aunque lo has hecho sólo en apariencia: no podías quitarle la vida propiamente,
puesto que ninguna tenía. Además, has perdido una esposa y dos hijos; aunque, a tus
años, tal pérdida puede repararse fácilmente. Hay bellezas que de grado compartirían
tu lecho y te harían padre otra vez. Pero temes la cuenta después: ir, abrir las
sepulturas y preguntar a los durmientes si eso les turbará.»
Y así, la desconocida lo exhortaba a menudo a que se alegrase, de manera que, en
breve tiempo, su tristeza había desaparecido por completo. Entonces se arriesgó
Walter a declararle la pasión que le había inspirado, y ella no le negó su mano. Siete
días más tarde, se celebraron las nupcias, y los mismos cimientos del castillo
parecieron estremecerse con el tumulto del festín. El vino corría en abundancia; las
copas circulaban sin cesar; el desenfreno alcanzaba los últimos extremos, en tanto
estallaban sonoras risotadas, rayanas en la locura, entre el séquito numeroso de la
desconocida. Por último Walter, enardecido por el vino y el amor, llevó a su
desposada a la cámara nupcial. Pero, ¡horror!, apenas la tuvo en sus brazos, la vio
transformarse en una serpiente monstruosa que le abrazó con sus anillos horribles, y
le estrujó hasta hacerle morir. El fuego comenzó a crepitar en todos los rincones de la
alcoba. Pocos minutos después, las llamas envolvieron el castillo, y lo consumieron
enteramente. Y mientras los muros se derrumbaban con estrépito tremendo, una voz
exclamó muy alto: «¡No despertéis a los muertos!».
[2] Traducción de Francisco Torres Oliver. <<
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