sábado, 30 de marzo de 2019

NIEVE EN CÓRDOBA

Cuando Abderramán III ordenó iniciar el proyecto de Medina Azahara, su arquitecto
principal, Maslama, mandó traer desde todos los confines del planeta a los mejores
maestros de los diversos oficios. Marmolistas, canteros, escultores, tallistas, alarifes,
pintores, y, sobre todo, jardineros. El califa tenía el deseo de que Medina Azahara
fuera un gran jardín que recordara al paraíso, decían los más fieles, o el sueño de los
enamorados, que susurraban los más cortesanos.
Hasta los oídos del arquitecto había llegado la fama de un viejo jardinero de
Bagdag, Shams al Bagdadí. Tras consultarlo con el príncipe Al Hakam, Maslama
ordenó que localizaran al jardinero y que le trasladaran una cuantiosa oferta
económica. Sus emisarios encontraron a Shams en la remota Sijilmasa, el famoso
caravasar del sur de Marruecos. De la ciudad de Sijilmasa partían las grandes
caravanas de camellos que atravesaban el atroz Sáhara para alcanzar las ciudades de
Gao, Tombuctú y Walata, ya en el país de los negros, donde comerciaban con sus
mercancías.
—Debe ser el destino que Alá me guarda —se limitó a exclamar el jardinero
cuando le hicieron la propuesta—. Por mi parte, estoy dispuesto a partir en cuanto
deseéis, nunca me gustó hacer esperar la ruta de mi designio.
Su incorporación a la construcción de Medina Azahara fue todo un éxito. Su
conocimiento y su exquisito gusto embellecieron los jardines de la ciudad y fue
consultado en muchas otras cuestiones ya que sus opiniones eran muy valoradas. Su
buen hacer le proporcionaron un pronto prestigio y cada día que pasaba fue más
solicitado y reclamado. Pero Shams no gustaba de la ostentación de la corte y añoraba
la serenidad de la vida contemplativa. Por eso, cuando los jardines principales
estuvieron concluidos, Shams decidió que su misión estaba cumplida y que era hora
de retirarse al campo a hacer vida reposada y dedicarse al cultivo de una huerta según
las sabidurías acumuladas a lo largo de toda una vida. Al enterarse Maslama de la
decisión de su jardinero bagdadí, intentó por todos los medios hacerle desistir de su
idea. Era demasiado importante como para dejarlo escapar. Pero Shams se mantuvo
firme en su decisión, y ni siquiera la propuesta del príncipe heredero Al Hakam de
ascenderlo a jardinero real logró modificar su parecer. Shams pudo dejar la corte y,
con el dinero ahorrado, adquirió la cercana huerta de Mayorga e inmediatamente
comenzó a adecentarla y prepararla según su criterio. Las mejores hortalizas y frutas
del reino no tardarían en cosecharse en sus bancales y terrazas. Esta decisión de
retirarse de los fastos y glorias de la corte para dedicarse a cultivar un huerto no pasó
desapercibida para Abderramán III. El califa lo tenía por un hombre sabio, versado en
las plantas y en las cosas de la vida, por lo que decidió un día visitarlo para pedirle un
favor muy especial.
Abderramán salió a caballo de Medina Azahara y en poco tiempo se encontraba
sobre una estrecha vereda de herradura que le conducía al corazón del barranco del
arroyo Mayorga, sobre la que destacaba la verde frondosidad de la huerta.
—Esperadme aquí —ordenó el califa a sus escoltas—. Quiero entrar solo.
—Pero señor —se atrevió a intervenir el alférez— puede ser arriesgado,
preferiríamos acompa…
—Ya he dicho que entraré solo. ¿O es que acaso insinúas que no me valgo por mí
mismo?
—No, no señor, jamás hubiera pensado eso. Sabemos de su fortaleza y valent…
—Pues eso, quedaros aquí, quiero poder hablar sólo con ese viejo jardinero que
tiene asombrada a la corte con su sabiduría. Y tomad mi espada, prefiero entrar
desarmado en este oasis de paz.
—¡Pero señor…!
—Tomad mi espada he dicho y dejadme tranquilo.
Desarmado, espoleó a su caballo para acercarse en galope corto hasta la huerta,
compuesta por docenas de bancales que se adaptaban a la orografía del terreno.
Amarró su caballo a la rama baja de un algarrobo, y se dirigió hacia la casa
construida entre granados, naranjos y limoneros. La fresca y húmeda sombra de las
huertas refrescaba su rostro y su ánimo, pues allí se percibía una paz y una serenidad
desconocida en el vértigo de la corte. Junto a un muro de piedra, le pareció reconocer
la figura del viejo jardinero.
—¡Shams, soy el califa, vengo a verte!
Cualquier súbdito de su reino se hubiera estremecido de terror ante la súbita
aparición de su poderoso monarca pero, sin embargo, el viejo jardinero ni se inmutó
ni respondió, manteniéndose inclinado sobre el suelo.
Abderramán, extrañado ante la falta de respuesta inmediata del anciano se acercó
forzando el paso, mientras volvía a insistir.
—¡Jardinero, soy Abderramán, el califa!
No obtuvo respuesta. El viejo seguía con sus rezos, ignorando sus gritos y su
presencia. Irritado, herido en su orgullo, el colérico califa llegó hasta donde se
encontraba aquel insolente que osaba despreciar la presencia del más alto y poderoso.
De repente, con toda naturalidad y expresión de paz, el anciano se incorporó para
saludarlo.
—Señor, que honor es para mí recibiros en mi humilde morada. Sentaros, que os
traeré algo que os refresque.
—¿Por qué no me contestabas cuando te llamaba? ¿Estás sordo?
—No señor, pero estaba en esos momentos hablando con alguien aún más
poderoso que vos y consideré que no debía atenderos hasta finalizar mi conversación
con él.
—¿Más poderoso que yo? ¿Estás loc…?
Entonces Abderramán comprendió y rompió a reír relajado. El maldito jardinero
había desarmado su ira. ¡Shams estaba rezando a Alá, el único más poderoso que él!
El jardinero sabio tenía razón, un buen creyente siempre tendría que conceder a su
monarca un segundo lugar frente al señor del cielo.
—¡Maldito seas Shams, que has estado a punto de hacer estallar mi cólera! —le
gritó con afecto y una sonrisa en el rostro.
El jardinero le trajo algunos zumos y se sentaron bajo un emparrado y tras una
amable conversación sobre la vida del campo el califa quiso plantear la cuestión que
le había llevado hasta allí, aunque comenzó a dar rodeos, avergonzado de tener que
contar las cosas de su corazón por cuanto equivalía a reconocer debilidad. El anciano,
que por viejo y sabio sabía leer el interior de las personas, le interrumpió cortésmente
mientras miraba a sus ojos azules.
—Señor, estáis enamorado, ¿verdad?
Abderramán esbozó una sonrisa. El anciano era tremendamente perspicaz, y el
califa pensó que hubiera sido un difícil contrincante si, en lugar de jardinero o
místico, hubiera sido un rey cristiano o un emir vecino. Bajó los ojos ante la honesta
mirada del bagdadí y, abriendo finalmente las puertas de su corazón, le dijo:
—Estoy locamente enamorado de una de mis concubinas. Su nombre es Layla,
aunque yo, en nuestra intimidad, la llamo Azahara, la resplandeciente. En su honor he
bautizado la nueva ciudad que construyo.
—Mucho debéis amarla para bautizar con su nombre a una ciudad. Es bueno que
mantengáis el secreto. Muchos se preguntan cada día el por qué de ese nombre
hermoso.
—Nadie debe saberlo nunca.
—No os preocupéis. Ni una sola palabra saldrá de mi boca.
Abderramán, que daba por hecha su absoluta discreción, sonrió con ironía antes
de proseguir.
—Que el Príncipe de los Creyentes le ponga a su ciudad imperial el nombre de
una concubina es algo que no entenderían demasiado bien los alfaquíes de Córdoba.
Y su fanatismo se exacerbaría hasta extremos peligrosos si supieran que la ciudad no
está dedicada a Alá, exaltado sea, sino a una de mis esclavas del harén real. Es por
esto que el secreto del nombre de Medina Azahara sólo lo sabemos Azahara y yo; y,
ahora, también tú.
El hortelano miró al califa en silencio, con la compasión de aquél que intuye las
miserias y desdichas de quien, a los ojos del mundo, lo tiene todo.
—Vuestros sentimientos os ennoblecen —dijo al fin el anciano—, y tanto más
cuanto que os humanizan y os allegan a Aquél que es todo Amor.
Abderramán levantó el rostro, confortado por las palabras del viejo bagdadí;
mientras sus ojos, de un oscuro azul profundo, brillaban delatando la existencia de
unas lágrimas reprimidas.
—Ya me dijo mi hijo, Al-Hakam, que erais hombre versado en el amor.
—En el Amor, nadie, sino Alá, que todo lo sabe, está jamás versado —respondió
humildemente el jardinero, para quien no había pasado desapercibido el cambio en el
tratamiento, más respetuoso ahora, que el califa le dispensaba.
—Mi amor por Azahara ha ido más allá de cuanto pueda alcanzar el
entendimiento —dijo Abderramán aliviando su corazón al fin, después de largos años
de silencio—. Al principio, pensé que no sería más que el arrobo ante la belleza que
tantas mujeres despertaran en mí en el pasado. Mas luego me percaté de que aquel
embeleso no cesaba, sino que se acrecía con el tiempo hasta llegar hasta mi actual
delirio.
—Hacéis bien en amar, señor, nada mal hay en ello y ese noble sentimiento os
abrirá la puertas de la felicidad.
—Así lo creo, Shams. Por eso deseo que la felicidad de ambos sea compartida.
Verás, Azahara tiene un sueño y me encantaría que pudiera verlo hecho realidad. Lo
que no sé es cómo, y por eso vengo a pediros consejo.
—¿Qué sueña la amada, señor?
—Con ver nevada el Monte de la Desposada, la sierra que ampara a Medina
Azahara. Añora mucho las montañas nevadas de su infancia. Como sabes ella es
cristiana, nacida y criada en las montañas del norte y su recuerdo más hermoso es el
blanco inmaculado de las cumbres al amanecer. ¿Cómo podría conseguir eso, Shams,
si aquí, en Córdoba, no nieva jamás?
—El viejo jardinero se quedó pensativo. No era un reto fácil, pero… ¿y sí?
—Señor, nada es imposible para Alá. Y nosotros, sus humildes súbditos podemos
ser útiles a su voluntad. Creo que podríamos conseguir que la sierra luciera un blanco
aún más refulgente que el de las cumbres del norte.
—¡Nada podría satisfacerme más, Shams! ¿Lo conseguirás?
—Lo intentaremos, señor, lo intentaremos…
* * *
El viejo jardinero y hortelano consiguió que el monarca le garantizara todos los
medios necesarios para hacer realidad el sueño que se había planteado.
Shams comenzó a trabajar de inmediato. Seleccionó un equipo de excelentes y
discretos jardineros y labradores para que le ayudaran en la tarea. Fueron podando el
monte que cubría la sierra y plantando unos plantones desnudos que había hecho traer
de Murcia, donde se decían que habitaban los mejores hortelanos del reino. Los
plantones tenían cierta altura y los plantaba unos muy cerca de otros, hasta alcanzar
así una gran densidad, en previsión de que un porcentaje de ellos no lograran
enraizar. Unos hombres podaban el monte, otros hacían los hoyos y otro tercer equipo
depositaba en su interior los plantones, teniendo cuidado de rodear sus raíces
desnudas con fértil tierra vegetal cribada y una buena cantidad de estiércol de cabra
bien hecho. A continuación, aplastaban la tierra y la regaban abundantemente,
mientras rezaban al buen Alá para que los permitiera agarrar y brotar en el siguiente
invierno.
Las tareas se hacían con suma discreción y, para que desde Medina Azahara
resultaran imperceptibles los trabajos realizados, se dejaban hiladas de encinas que
ocultaran las plantaciones.
Varias semanas después, Shams solicitó ser recibido por el califa.
—Señor, ya hemos desarrollado la mayor parte de los trabajos. Pero el otoño
avanza y antes del invierno debemos terminarlo por completo. Nos resultará
imposible ocultarlo a los ojos de la ciudad, sería recomendable que la señora Azahara
se ausentase por unas semanas.
A Abderramán, a pesar de comprender la necesidad de ese viaje, le costó tomar la
decisión, pues le pesaba tener que pasar un tiempo alejado de su amada. Al final, se
lo planteó a Azahara, que alguna vez le había comentado que deseaba regresar a su
tierra natal para resolver algunas cuestiones familiares. Así que se organizó el viaje
de la favorita hacia el norte con todo el boato que le correspondía. El viaje precisaría
de varias semanas, tiempo suficiente para que Shams pudiera terminar su obra.
Al califa le resultaron interminables esas largas semanas de otoño y principios de
invierno. También él realizó un viaje a la vecina Sevilla, para intentar acortar la
insufrible espera. Por fin, justo cuando todo estaba terminado y a punto, salió a
recibir a Azahara, que regresaba a Córdoba después de su ausencia.
La comitiva arribó a las inmediaciones de Medina Azahara cuando ya anochecía
y el horizonte apenas si se distinguía. Azahara, que llegaba muy cansada después de
tan largo recorrido, recibió la gran alegría de comprobar que Abderramán, todo un
califa, salía a su paso para recibirla. Una vez en palacio, el califa fue hasta sus
dependencias.
—Abderramán, soy feliz al estar de nuevo aquí, a tu lado. Te he recordado cada
segundo de mi ausencia. Nada se parecía allí a lo que recordaba de mi infancia, ni
siquiera las montañas estaban nevadas.
—Más feliz estoy yo de tu regreso, amada mía.
—He visto que has hecho obras en mis aposentos. Por ejemplo estas grandes
ventanas que has abierto hacia el norte, hacia la ladera del monte. Me gustan mucho
las celosías que has ordenado construir.
—Sí…, pensé que durante los tórridos meses de verano podría refrescar la
temperatura de la habitación.
—A mí, todo lo que hacéis me parece inteligente…
Pasaron aquella noche juntos. Al amanecer, cuando los primeros rayos de sol
apenas apuntaban la mañana, unos fuertes ruidos exteriores los despertaron.
—¿Qué ocurre? —gritó sobresaltado Abderramán—. ¿Quién osa molestarnos a
esta hora?
—No os preocupéis, yo me levantaré para comprobar de que se trata.
Azahara se incorporó con presteza para ver de dónde podía haber procedido
aquella inesperada escandalera que los había despertado. No quería que pudieran
enfadar a Abderramán, pues bien conocía sus súbitos ataques de cólera. Descalza, se
dirigió hacia los nuevos ventanales, pues de aquella parte habían procedido los
ruidos. Con recato, se acercó hasta las celosías para mirar hacia fuera y fue entonces
cuando recibió la enorme sorpresa. Ni en sus sueños más felices hubiera podido
alcanzar a ver los que sus ojos advertían sobre toda la montaña que lucía sobre la
ciudad. ¡Blanca, estaba completamente blanca, como nevada!
—¡Abderramán, Abderramán, corre, mira el milagro que ha ocurrido!
—¿Qué pasa, Azahara? —disimuló el califa como pudo una voz perezosa.
—¡Un milagro! La montaña, está nevada, está completamente blanca, de un
blanco puro e inmaculado que refulge al primer sol. ¡Está preciosa!
Abderramán la abrazó amorosamente, mientras ambos admiraban absortos la
belleza de un Monte de la Desposada completamente blanco. Azahara no era capaz
de articular palabra alguna, pues estaba disfrutando plenamente de aquel instante
mágico en el que su mayor sueño se estaba haciendo realidad. De repente, volvió su
rostro hacia el califa. Abderramán observó la felicidad que irradiaba su hermoso
rostro, mientras que las lágrimas de emoción ya comenzaban su carrera por sus
mejillas sonrosadas.
—Amor, ¿cómo lo has conseguido? Es precioso, maravilloso, el mejor regalo que
pudieras haberme hecho jamás.
—Nada es imposible para Alá, cariño, que se apiada de los hombres humildes y
tenaces que se esfuerzan por cumplir sus designios… y los míos.
Abderramán sonrió con picardía. El sol ya había salido por completo y el blanco
aún resplandecía más.
—¡Son almendros! —gritó Azahara con asombro—. ¡Sus flores blancas son las
que asemejan nieve! ¡Nunca vi nada tan hermoso, esta nieve aún brilla más que la de
las montañas de mi infancia!
—Así, es, querida. Hemos plantado miles y miles de almendros para su primera
flor alegrara tu vista con su manto blanco.
Azahara lo besó con infinito agradecimiento, sin poderse creer aún del todo el
prodigio que había protagonizado.
—Pero Abderramán, ¿cómo se te ocurrió esto? ¡Es la mejor idea que he conocido
jamás!
—A veces, querida, los milagros ocurren y hasta a los califas se nos ocurren
buenas ideas.
Ambos rieron de buena gana y se fundieron en un beso prolongado y feliz. Sham,
mientras tanto, oraba al buen Dios en esos momentos fríos del alba, que era cuando
más cerca se sentía de la divinidad. Y se sintió feliz, percibiendo la dulce emoción de
los enamorados de palacio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario