El poderoso rey Alfonso VI de Castilla, en su juventud, siendo príncipe,
perseguido por su hermano usurpador del reino, hubo de refugiarse en la corte árabe
de Toledo, en la que dedicado a forzosa ociosidad, se entretuvo en aprender el noble
juego del ajedrez.
Muerto el usurpador, y exaltado al trono don Alfonso tras la jura de Santa Gadea,
en Burgos, se propuso ensanchar el reino castellano, a cuyo efecto conquistó Toledo,
y cruzando después la linea del Tajo hizo incursiones en dirección a Andalucía,
sembrando el temor entre los reyes de taifas andaluces.
Almotamid, rey de Sevilla, al saber que Alfonso VI se acercaba, tuvo la idea de
enviarle, no un ejército, sino solamente una embajada que habría de pactar con el
castellano.
Designó Almotamid para realizar tan difícil misión, a su buen amigo el poeta
Abenamar, que ocupaba el cargo de visir, quien con acompañamiento de un lucido
séquito llevando valiosos presentes, salió de Sevilla y encontró junto a Sierra Morena
al rey Don Alfonso.
Plantó Abenamar una lujosa tienda de campaña, de rica seda, y convidó al rey de
Castilla a que viniera, para ofrecerle un agasajo.
Durante la comida, condimentada con especias y perfumes, según la usanza mora,
Abenamar se esforzó en sonsacar a Don Alfonso sus gustos e inclinaciones para saber
cómo podría mejor captarse su voluntad. Y habiéndose enterado de que al rey le
agradaba mucho el ajedrez, le dijo:
—Si os place, de sobremesa podríamos jugar una partida. Precisamente traigo un
lindo tablero de nácar y ébano, y figurillas labradas en marfil, que no las hay mejores
en España.
Mucho agradó a Don Alfonso la proposición, pues se tenía por gran jugador, y
para demostrarlo, propuso:
—Habremos de jugar apostando algún dinero, pues no es razón que juguemos
como las mujeres o los chiquillos.
—Muy puesta en razón es vuestra sugerencia; sin embargo me temo que yo,
simple embajador, no tendré dineros para apostarlos en cantidad suficiente para jugar
nada menos que contra un rey. Sin embargo os propongo una apuesta más sencilla. Si
os gano me daréis dos granos de trigo por el primer cuadro del tablero, cuatro granos
por el segundo, dieciséis por el tercero, y así multiplicando el número por sí mismo a
cada escaque. Si yo pierdo os daré igual.
Hízole gracia a Don Alfonso la forma de jugar, y más cuando Abenamar le indicó
que tenía un pequeño terreno, y que con el trigo que pensaba ganarle podría sembrar
su parcela cuando llegase el otoño.
Sin embargo Abenamar estaba preparándole un ingenioso ardid a Don Alfonso VI
con el propósito de salvar a Sevilla.
Jugaron, pues, la partida, y perdió Don Alfonso. Sonriendo, dijo:
—Bien, Abenamar, me habéis ganado. Os pagaré lo que apostamos. En cuanto
llegue a Castilla daré orden de que os envíen unos cuantos sacos de trigo, y podréis
sembrar vuestro campito con buen trigo castellano.
—¿Cómo unos cuantos sacos? Bromeáis, señor. Hagamos la cuenta, pues no
quiero recibir ni un solo grano de más, pero tampoco de menos.
Alfonso, de buena gana, y todavía riendo, tomó papel y pluma y empezó a hacer
la cuenta. Dos granos por el primer escaque del tablero, cuatro por el segundo,
dieciséis por el tercero.
Pero a medida que iban siendo más escaques, la cifra, siempre multiplicada por sí
misma, iba alcanzando unas cantidades que escapaban a todo lo imaginable. La
progresión era tal, que cuando llegaban a menos de la mitad del tablero, ya no había
posibilidad de operar, y para completar el tablero no habría trigo en todos los
graneros de Castilla, al que cada año pagaba un impuesto o parias, a cambio había
empeñado su palabra de rey, y le era imposible el cumplirla.
En tal situación, abatido y confuso el rey castellano, Abenamar le propuso:
—Señor, pues que la pérdida es tan grande y no podéis pagarla, yo me daría por
satisfecho de condonaros la deuda a cambio de que retiraseis vuestro ejército fuera de
las fronteras de mi señor el rey Almotamid de Sevilla. Y si queréis hacer guerras,
dirigir más bien vuestros afanes hacia Badajoz, o hacia Murcia o Granada, cuyos
reyes no son vasallos del de Sevilla.
No satisfizo mucho al castellano la solución, pero como no podía tomar otra,
hubo de aceptarla, y así, despidiéndose de Abenamar, ordenó la retirada de su ejército
hasta la línea fronteriza, tal como el poeta le había pedido.
Así fue cómo gracias a su ingenio, a su habilidad en el juego del ajedrez, y a su
conocimiento de las matemáticas, pudo Abenamar salvar a Sevilla.
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