sábado, 30 de marzo de 2019

Vida y leyenda de Bartolomé Esteban Murillo

La ciudad de Sevilla conserva de Murillo no solamente sus mejores obras
pictóricas, sino el recuerdo del hombre, que anda en refranes, dichos y coplas. Para
los sevillanos, Murillo es, no sólo el mejor de los pintores, sino un prototipo de
hombre glorioso, y al mismo tiempo familiar y próximo al pueblo.
Nació Bartolomé en el año 1617, en los últimos días de diciembre; no sabemos la
fecha, pero así debió ser, puesto que se bautizó el 1 de enero de 1618 en la parroquia
de la Magdalena, según consta en el Libro de Bautismos.
Era hijo de Gaspar Esteban y de María Pérez. En realidad el apellido de Murillo
le viene de su bisabuela. El padre se llamaba Gaspar Esteban, pero el Esteban era
segundo nombre, o sea nombre compuesto. En realidad el padre era Gaspar Esteban
Pérez, y la madre María Pérez. Sin embargo, ya desde la generación de los abuelos
venían ellos poniéndose el Murillo, que por línea directa no les pertenecía. Eran las
fantasías propias de la época, y el deseo de mantener cierto viso de hidalguía, de tanta
importancia social en aquella época.
El padre de Murillo, habiendo observado que el muchacho tenía afición y
disposiciones para el dibujo le llevó al estudio de su pariente Juan del Castillo,
excelente maestro del arte, quien le enseñó el dibujo y el color en temprana edad,
desde los seis o siete años. A los diez quedó Murillo huérfano de padre y madre,
haciéndose cargo de él una tía llamada Ana, casada con un cirujano. Para ayudar a
esta modestísima familia (pues los cirujanos apenas eran más que barberos y
sangradores en uno), se dedicó Murillo a pintar abundantes cuadros, de elemental y
pobre estilo, como era natural en un principiante. Así permaneció, produciendo
pinturas ínfimas que se vendía en la calle Feria en el mercado semanal del «Jueves»,
o en las ferias de los pueblos. Pero Murillo deseaba algo más, y animado por una
breve estancia que tuvo en Sevilla el pintor Pedro Moya, quien le estimuló a viajar y
formarse, se dedicó a ello. Para no dejar a sus tíos sin alguna ayuda, y para tener con
qué emprender su viaje, tuvo Murillo una ingeniosa idea: compró una pieza entera de
lienzo, la dividió en trozos y pintó en cada uno de ellos un tema religioso,
vendiéndolos todos a un mercader que marchaba a las Indias, con lo que le pagó muy
bien, puesto que iba a revenderlas en Perú y Nueva Granada, donde había mucho
dinero y falta de obras de arte.
Emprendió, pues Murillo su viaje a Madrid a los veinticinco años de edad, en
1643, y se presentó en casa del pintor, también sevillano, don Diego Velázquez, quien
le animó y ayudó para que copiase cuadros de las colecciones del palacio real y del
monasterio de El Escorial. Permaneció Murillo dos años dedicado a estudiar a fondo
y copiar muchos cuadros de grandes maestros.

Bartolomé Esteban Murillo.
La caída del poder del conde-duque de Olivares perjudicó mucho al pintor de
cámara Velázquez, y Murillo, viéndose sin ayuda, decidió volver a Sevilla. Ya en este
tiempo había aprendido mucho y podía considerarse como un auténtico maestro,
superior a la mayoría de los pintores que había en aquel momento en nuestra ciudad,
a pesar de que los había muy buenos.
A su llegada a Sevilla, decidió casarse, y aquí ocurre un suceso que dio motivos
para mucho hablar en Sevilla. La novia se llamaba Beatriz Cabrera Sotomayor y
Villalobos. Murillo tenía de veintisiete a veintiocho años, y ella de veinte a veintiuno.
Murillo era un joven pintor con brillante porvenir por delante, y que ya había sido
nada menos que protegido de Velázquez, que tenía abundantes contratos para pintar
cuadros para las iglesias sevillanas. Beatriz había nacido en el pueblo de Pilas y
llevaba tres años viviendo en Sevilla, a donde la habían traído sus tíos al quedarse
huérfana.
Y ello es que en el momento de la «toma de dichos» ante el fiscal eclesiástico, al
preguntar éste a la novia si venía de su voluntad y libre para otorgarse con Murillo,
dio Beatriz un tremendo suspiro, se echó a llorar, y retorciéndose las manos exclamó:
«Que no, señor, que no vengo libre, sino obligada y forzada». (Consta así
exactamente en el expediente matrimonial que existe en el archivo del Palacio
Arzobispal, descubierto por Santiago Montono y publicado por Juan de la Vega y
Sandoval). El fiscal, viéndola «llorar y retorcerse las manos», suspendió el acto del
otorgo, y lo comunicó al provisor eclesiástico, quien puso al pie del iniciado
expediente un «No ha lugar».
Pero transcurrida una semana, Beatriz volvió a presentarse en el Palacio
Arzobispal, y pidiendo ver al fiscal, declaró que venía libremente, y que no hicieran
caso de lo que había acontecido días antes, pues ella era conforme en casarse con
Bartolomé Esteban Murillo.
Nunca se sabrá probablemente el motivo de su primera negativa, ni de su rápido
cambio. Es muy posible que en efecto la boda le fuera impuesta por su familia, ya
que Murillo era un «buen partido». Quizás ella había dejado algún amor juvenil en su
pueblo de Pilas. En todo caso, los consejos familiares consiguieron cambiar su ánimo,
y así el 28 de febrero de 1645 se celebró en la Magdalena, a cuya parroquia
pertenecían los dos novios, la ceremonia nupcial. Según un curioso erudito sevillano
(el señor Díaz, quien firma sus artículos en El Correo de Andalucía con el seudónimo
de «Proel»), Murillo y Beatriz tuvieron diez hijos. De ellos, como era sólito en
aquella época, murieron siete y quedaron vivos solamente tres: Gaspar, que fue
sacerdote; Gabriel, que fue militar, y Francisca, que se metió a monja.

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