Los sevillanos se han quejado siempre (y casi siempre con razón) de la
desorganización y mal gobierno con que se rigen los asuntos municipales de esta
ciudad. Hay a propósito de esto, no una leyenda, sino un suceso real, ocurrido en el
siglo XV y que viene muy al caso.
En la Puerta de Osario, existía desde hace mucho tiempo, una especie de puesto
de control. Allí, un alguacil de la Hermandad, inspeccionaba a las personas que
entraban y salían por la puerta de la muralla, a fin de impedir que pudiera entrar algún
facineroso, o que pudiera escaparse algún delincuente fugitivo; a su lado había un
almotacén o alguacil de impuestos, encargado de reconocer los carros y caballerías de
carga que entraban en Sevilla, para hacerles pagar a sus conductores el arbitrio o
impuesto de las mercancías que transportaban; y finalmente había un escribiente,
quien sentado ante una mesilla, y provisto de un tintero y pluma, anotaba
cuidadosamente todos los entierros que salían por dicha Puerta Osario hacia el
cementerio que estaba situado en la pendiente de lo que hoy es la calle Gonzalo
Bilbao, y quien cobraba religiosamente el impuesto de salida por cada entierro.
Ocurrió que cierto día, por una fuga de un preso de la Cárcel Real, se corrió la
voz de que quizás el fugado, contando con cómplices, habría salido de Sevilla metido
en un ataúd, y con acompañamiento fúnebre de sus cómplices, así que se hizo una
indagatoria o pesquisa, por parte de los alcaldes de la Hermandad, a fin de comprobar
todos los entierros que se hubieran hecho en Sevilla en aquel día. Y cuando acudieron
al Ayuntamiento en demanda de las listas o anotaciones pertinentes, resultó que en el
Ayuntamiento no existía ninguna lista del diario de entierros.
—Eso no es cosa nuestra —decía el secretario del Común.
—Quien lleva la cuestión de entierros es la Iglesia; seguramente el señor provisor
del obispado, o la colecturía de sufragios —dijo un regidor.
—No —insistió el alcalde de la Hermandad—; es aquí en el Ayuntamiento donde
debe haber esos datos, puesto que ustedes tienen un funcionario en la Puerta Osario, y
precisamente se cobran allí unos derechos, no para la Iglesia sino para el erario
municipal.
Revisaron la plantilla de los empleados municipales, y por ninguna parte aparecía
tal cometido de recaudación de arbitrio de salida de los entierros.
—¡Pero ustedes lo saben tan bien como yo, que ese empleado existe, y que está
allí ese control de entierros desde tiempo inmemorial!
En efecto, todos los presentes conocían dicho puesto de control, y todos, más o
menos, habían pagado alguna vez esos derechos al salir por la Puerta Osario con
algún entierro de algún pariente o allegado difunto. Pero por ninguna parte aparecían
ni las listas, ni el nombre del empleado recaudador, ni siquiera referencia de a qué
sección o servicio del Ayuntamiento correspondía aquella dependencia. Así que para
aclararse, enviaron a la Puerta Osario a un portero, con encargo de que dijera al
empleado de cobranza de entierros, que viniera al Corral de los Alcaldes (que era así
como se llamaba entonces el Ayuntamiento, que estaba situado en la actual calle
Alcázares, desde su mediación, hasta la actual calle Sor Ángela de la Cruz).
Recogió el hombre su tintero y sus papeles, vino al Corral de los Alcaldes, y
habiéndole preguntado que a qué sección municipal enviaba sus listas diarias, y de
qué regidor o jurado dependía su servicio, con gran sorpresa de todos, dio un gran
suspiro y dijo:
—Ea, señores, que no es como ustedes se piensan. Que yo no tengo nada que ver
con el Ayuntamiento, ni pertenezco a ninguna sección, ni dependo de ningún señor
Regidor ni Jurado. Yo estoy en la Puerta Osario, porque allí estuvo mi padre que en
gloria esté, y allí mi abuelo. Nuestro oficio es ése, como el del zapatero hacer
zapatos, o el del saltimbanqui hacer títeres. Un oficio tan honrado como cualquiera
otro. Yo me pongo en la Puerta Osario muy de mañana, emplazo mi mesita, apresto
mi papel y mis plumas, destapo mi tintero, y eso es todo. Ellos pasan, yo los apunto,
y ellos me pagan por apuntarles. Un cuarto por cada difunto, que con cuatro entierros
hacen un real de vellón; y con ocho muertos tengo los dos reales que me son
necesarios para mantener mi casa, y dar pan a mis hijos.
—¡Ay tan gran bellaquería! —gritara todo descompuesto el secretario del Común,
mesándose los cabellos.
—¡Y ya desde su padre y su abuelo, lo que significa más de cincuenta años,
cobrando un impuesto ilegítimo, y sisando al Ayuntamiento sus ingresos! —clamaba
el regidor de Arbitrios.
A lo que el alcalde de la Hermandad apostilló filosóficamente:
—Yo había venido en busca de informes para capturar a un delincuente. Pero
puesto que ustedes dicen que este hombre ha sisado, y obrado ilegitimamente, yo me
lo llevo preso, y ya no he dado mi viaje en balde.
Estuvo el hombre —quien por más señas dicen que no era cristiano viejo, sino
moro de los últimos que quedaban en Sevilla—, obra de tres o cuatro meses en la
Cárcel Real, y cuando salió de ella, decidió tomar una sabrosa venganza. Así que por
la noche, habiéndose provisto de un gran lienzo, hecho con varias velas o toldos,
cosidos entre sí, escribió en él un enorme rótulo que decía:
«Caminante: llegas a la ciudad de la desorganización y del mal gobierno».
Esta gigantesca pancarta la colgó de las almenas de la muralla sigilosamente,
entre la Puerta Osario y la Puerta Carmona, de tal modo que cualquier viajero que
viniera de la Corte o de los pueblos, al asomar por la Calzada de la Cruz del Campo
pudiera leer tan desvergonzado letrero.
«Caminante: llegas a la ciudad de la desorganización y del mal gobierno».
Bueno: pues a la mañana cuando se vio el cartel, que todo el mundo comentaba
con chanza, se suscitó un problema. ¿Correspondía al Ayuntamiento mandar quitarlo?
¿Tenía jurisdicción el Ayuntamiento en las murallas, que eran más bien una defensa o
baluarte militar? ¿No sería más razonable dirigirse al Alguacil Mayor de la Ciudad,
que ni era del ramo militar ni del Ayuntamiento, pero cuya persona era depositario de
las llaves de todas las puertas? Claro que este cargo, más bien era honorífico, pues las
puertas se cerraban con llave por mano de los alguaciles del Común… O bien que
acaso sería cosa de los señores de la Casa Cuadra, puesto que podía considerarse
como delito de desacato, y ello sería más bien jurisdicción de la Justicia Real…
El resultado es que el letrero, por no aclararse a quién correspondía quitarlo,
permaneció durante una semana colgado de las almenas de la muralla sirviendo de
chacota, y demostrando que en realidad, su texto no estaba falto de razón. Tan de mal
gobierno era el haber permitido durante cincuenta años, a un fresco el cobrar un
arbitrio por su cuenta, como esto de no saber los trámites para descolgar un letrero
burlesco.
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