domingo, 31 de marzo de 2019

CARMILLA[10]

PRÓLOGO
EN un documento adjunto al relato que sigue, el doctor Hesselius ha escrito una
nota bastante elaborada, en la que hace referencia a su ensayo acerca del extraño
asunto que este manuscrito aclara.
En dicho ensayo trata este asunto tan misterioso con su habitual erudición y
perspicacia, así como con notable franqueza y condensación. Ocupará todo un
volumen de los escritos completos de este hombre tan extraordinario.
Como yo publico el caso, en este volumen, solamente para interesar a los
«profanos», no voy a anticiparme en nada a la inteligente dama que lo relata. Y,
después de un detenido examen de la cuestión, he decidido, por tanto, abstenerme de
presentar cualquier précis del razonamiento del sabio doctor, o extracto alguno de su
exposición sobre un tema que, según él describe, «es probable que tenga que ver con
algunos de los más profundos arcanos de nuestra existencia dual, o de sus
intermediarios».
Al descubrir este documento, me sentí ansioso por volver a abrir la
correspondencia iniciada por el doctor Hesselius, hace ya tantos años, con una
persona tan inteligente y cautelosa como parece haber sido su informante. Con gran
pesar, sin embargo, descubrí que entre tanto la dama había muerto.
Probablemente poco hubiera podido ella añadir al relato que expone en las
páginas siguientes con, hasta donde yo puedo juzgar, tan concienzuda minuciosidad.
CAPÍTULO I
UN PRIMER SUSTO
AUNQUE de ninguna manera somos nobles, vivimos en un castillo, o schloss, en
Estiria. En esta parte del mundo una pequeña renta da para mucho. Ochocientas o
novecientas libras al año hacen maravillas. En nuestro país escasamente nos habrían
permitido contarnos entre los ricos. Mi padre es inglés, y yo llevo un apellido inglés,
aunque no he visitado nunca Inglaterra. Mas aquí, en este lugar solitario y primitivo,
donde todo es tan asombrosamente barato, no veo en qué modo una suma de dinero
mucho mayor podría aumentar nuestras comodidades, o incluso nuestros lujos.
Mi padre sirvió en el ejército austríaco y, cuando se retiró, con la pensión y su
patrimonio adquirió esta residencia feudal y la pequeña propiedad en donde se alza:
una ganga.
No creo que exista nada más pintoresco y solitario. Está situada sobre una
pequeña colina, dominando un bosque. El camino, muy antiguo y angosto, pasa por
delante de un puente levadizo, que jamás he visto alzar, en cuyo foso, provisto de
percas, nadan los cisnes y flotan blancas escuadras de nenúfares.
Dominando todo aquel panorama, se alza el schloss, con su fachada provista de
numerosas ventanas, sus torres y su capilla gótica.
Frente a su puerta, el bosque se abre en un claro irregular y muy pintoresco, y a la
derecha un empinado puente gótico permite que el camino cruce un riachuelo que
serpentea, entre la espesa sombra, a través de la floresta.
He dicho que es un lugar muy solitario. Juzgue usted mismo si no es cierto.
Mirando desde la puerta de entrada hacia el camino, el bosque en el que se yergue el
castillo se extiende quince millas a la derecha y doce hacia la izquierda. El pueblo
habitado más próximo se encuentra a unas siete de sus millas inglesas hacia la
izquierda. El schloss habitado más próximo, de cierta relevancia histórica, es el del
viejo general Spielsdorf, a unas veinte millas a la derecha.
He dicho «el pueblo habitado más próximo», porque, a tan sólo tres millas al
oeste, es decir, en dirección al schloss del general Spielsdorf, existe un pueblo en
ruinas, con su original iglesia, ahora sin techo, en cuya nave lateral yacen las tumbas
desmoronadas de la orgullosa familia de los Karnstein, ahora extinguida, que en otros
tiempos poseyó el igualmente desolado castillo que, en pleno bosque, domina las
silenciosas ruinas de la población.
Respecto a la causa que motivó el abandono de este sorprendente y melancólico
lugar, existe una leyenda que le referiré en otra ocasión.
Ahora debo decirle cuán exiguo es el número de habitantes de nuestro castillo.
Sin incluir a la servidumbre, ni a los subalternos que ocupan habitaciones en los
edificios anexos al schloss, sólo quedamos, ¡preste atención y asómbrese!, mi padre,
que es el hombre más bondadoso del mundo, pero que está envejeciendo, y yo, que
en la época de mi relato tenía sólo diecinueve años. Ocho años han pasado desde
entonces. Mi padre y yo constituíamos toda la familia del schloss. Mi madre, una
dama estiria, falleció siendo yo niña. Mas tuve una bondadosa aya, que había estado
junto a mí, casi diría que desde mi primera infancia. No puedo recordar ninguna
época en que su rostro grueso y benigno no constituyera una imagen familiar en mi
memoria. Era Madame Perrodon, natural de Berna, cuyos cuidados y buen carácter
suplieron en parte la pérdida de mi madre, a la que ni siquiera recuerdo. En nuestras
modestas cenas, ella era el tercer comensal. Había un cuarto, Mademoiselle De
Lafontaine, una de esas damas a las que usted llama, según creo, «institutrices de
segunda enseñanza». Hablaba francés y alemán. Madame Perrodon, por su parte,
hablaba francés y chapurreaba el inglés. Mi padre y yo añadíamos el inglés que, en
parte para impedir que se convirtiera en una lengua perdida para nosotros, y en parte
por motivos patrióticos, hablábamos a diario. El resultado era una Babel, que solía
causar risa a los forasteros, y que no intentaré reproducir en esta narración. Había
además dos o tres damas amigas, más o menos de mi misma edad, que
ocasionalmente nos visitaban, durante periodos más o menos largos, visitas que yo a
veces devolvía.
Ésas eran nuestras habituales relaciones sociales. Aunque, por supuesto,
recibíamos visitas fortuitas de «vecinos», es decir gente que vivía a sólo cinco o seis
leguas de distancia. Mi vida era, a pesar de todo, más bien solitaria, se lo aseguro.
Mis gouvernantes ejercían sobre mí tanto control como es posible imaginar que
personas tan sensatas podían ejercer sobre una muchacha más bien consentida, a la
que su único progenitor permitía actuar a su entera voluntad prácticamente en todo.
El primer acontecimiento de mi existencia que produjo en mi mente una
impresión atroz, que de hecho jamás se ha borrado, fue uno de los primeros
incidentes de mi vida que consigo recordar. Algunos lo considerarán tan trivial, que
no debería ser consignado aquí. Pronto verá, sin embargo, por qué lo menciono. La
habitación de los niños, así la llamaban, si bien yo disponía de toda ella para mí sola,
era un vasto aposento en el último piso del castillo, con el techo de roble
abuhardillado.
No debía tener yo más de seis años cuando, cierta noche, me desperté y, mirando
en torno a la habitación desde mi lecho, no vi a la doncella encargada del cuarto.
Tampoco estaba mi aya. Creí encontrarme sola. No me asusté, porque era una de esas
niñas afortunadas a las que deliberadamente se había mantenido en la ignorancia con
respecto a los cuentos de fantasmas y de hadas, y todas esas consejas que nos hacen
esconder la cabeza cuando la puerta cruje súbitamente, o el parpadeo de una vela a
punto de extinguirse hace bailar sobre la pared, cerca de nuestros rostros, la sombra
de uno de los pilares de la cama. Me sentía molesta y ofendida al imaginarme
abandonada y empecé a gimotear, antes de que me asaltara un enérgico estallido de
bramidos. Entonces, con gran sorpresa por mi parte, vi un rostro solemne, pero muy
hermoso, que me miraba desde uno de los costados de la cama. Era el rostro de una
joven dama que estaba de rodillas, con las manos bajo mi colcha. La miré con una
especie de asombro complacido, y dejé de gimotear. Ella me acarició con sus manos,
se tendió a mi lado en la cama, y me atrajo hacia sí, sonriendo. De inmediato me sentí
deliciosamente apaciguada y me quedé dormida otra vez. Me desperté con una
sensación como si me clavaran profundamente en el pecho dos alfileres al mismo
tiempo, y lancé un grito. La dama retrocedió, sin dejar de mirarme, luego se dejó caer
al suelo y me pareció que se escondía debajo de la cama.
En aquel momento me asusté por vez primera, y grité con todas mis fuerzas. El
aya, la doncella, el ama de llaves, todas acudieron corriendo, y, al oír mi historia,
hicieron poco caso de ella, tranquilizándome entre tanto cuanto les fue posible. Mas,
aun siendo yo sólo una niña, pude advertir que sus rostros habían palidecido y
mostraban una insólita expresión de inquietud. Las vi mirar debajo de la cama y por
toda la habitación, y buscar debajo de las mesillas y abrir de golpe los armarios. Y el
ama de llaves susurró a la niñera:
—Ponga la mano en este hueco de la cama; alguien ha estado acostado aquí, tan
cierto es como que usted no ha sido el sitio está todavía caliente.
Recuerdo que la doncella me acarició, y que las tres me examinaron el pecho, en
donde les dije que había sentido el pinchazo, y manifestaron que no había ninguna
señal visible de que tal cosa me hubiera sucedido.
El ama de llaves y las otras dos sirvientas que tenían a su cargo la habitación de
los niños no se acostaron en toda la noche. Y desde entonces hasta que tuve unos
catorce años siempre se quedó levantada alguna criada en la habitación de los niños.
Después de aquello estuve muy nerviosa durante mucho tiempo. Llamaron a un
médico, pálido y de avanzada edad. ¡Qué bien me acuerdo de su saturnal rostro
alargado, ligeramente picado de viruelas, y de su peluca marrón! Durante bastante
tiempo, cada dos días, venía a administrarme una medicina, que, por supuesto, yo
odiaba.
La mañana siguiente a haber visto aquella aparición, estaba yo aterrorizada y no
podía soportar que me dejaran sola, ni siquiera un momento, aunque fuera a plena
luz.
Recuerdo a mi padre, de pie junto a mi cama, hablando animadamente, haciendo
preguntas al aya y riéndose de buena gana de cada una de sus respuestas. Y también
dándome palmaditas en la espalda, y besándome, y diciéndome que no me asustara,
que no era más que un sueño, totalmente inofensivo.
Mas no me tranquilicé, pues sabía que la visita de aquella extraña mujer no había
sido un sueño, y estaba terriblemente asustada.
Me consoló un poco la doncella encargada del cuarto de los niños, asegurándome
que había sido ella la que había venido junto a mí, me había mirado, y se había
tendido en la cama a mi lado. Y que yo debía estar medio soñando para no haber
reconocido su rostro. Mas eso, aunque lo confirmara el aya, no me satisfizo
plenamente.
Durante el transcurso de aquel día, recuerdo que un venerable anciano, con sotana
negra, entró en mi habitación con el aya y el ama de llaves, charló un poco con ellas,
y luego se dirigió a mí afectuosamente. Su expresión era dulce y afable, y me dijo
que iban a rezar. Y juntándome las manos, me pidió que repitiera en voz baja,
mientras ellos rezaban: «Señor, escuchad estas plegarias en nuestro nombre, por el
amor de Cristo». Creo que esas fueron las palabras exactas, pues a menudo las repetí
para mí, y mi niñera, durante años, me las hizo decir en mis rezos.
Recuerdo perfectamente el rostro dulce y pensativo de aquel anciano de cabellos
blancos, sotana negra, de pie en aquella tosca habitación marrón, en el piso alto,
rodeado de pesados muebles de más de tres siglos de antigüedad. Y la escasa luz que
se filtraba en aquel ambiente sombrío a través de la pequeña celosía. Puesto de
rodillas, y con él las tres mujeres, rezó en alto, con voz sincera y temblorosa, durante
lo que me pareció un buen rato. He olvidado toda mi vida anterior a aquel suceso, y
alguna etapa posterior también me resulta oscura. Mas las escenas que acabo de
describir permanecen vivas como las imágenes aisladas de una fantasmagoría surgida
de la oscuridad.
CAPÍTULO II
UNA HUÉSPED
VOY a contarle ahora algo tan extraño que será precisa toda su fe en mi
veracidad para que pueda creer mi historia. Sin embargo, no solamente es cierta, sino
que se trata de una verdad de la que yo misma he sido testigo.
Un fresco atardecer veraniego, mi padre me pidió, como a veces solía hacer, que
diésemos un corto paseo por aquel hermoso bosque que, como ya he mencionado, se
extendía frente al schloss.
—El general Spielsdorf no podrá venir a visitarnos tan pronto como yo esperaba
—dijo mi padre, mientras proseguíamos nuestro paseo.
Iba a hacernos una visita de algunas semanas de duración, y esperábamos que
llegara al día siguiente. Iba a traer consigo a su joven sobrina y pupila, Mademoiselle
Rheinfeldt, a la cual yo no había visto nunca, pero de la que había oído decir que se
trataba de una muchacha realmente encantadora, en cuya compañía me prometía yo
muchos días felices. Me sentí mucho más decepcionada de lo que pueda imaginarse
cualquier joven dama que viva en la ciudad, o en un vecindario animado. Aquella
visita, y la nueva amistad que prometía, había alimentado mis sueños durante muchas
semanas.
—¿Y cuándo vendrá? —pregunté.
—No será antes del otoño. Ni antes de dos meses, diría yo —respondió él—. Y
ahora me alegra, querida mía, que no hayas conocido a Mademoiselle Rheinfeldt.
—¿Por qué? —pregunté, mortificada y curiosa al mismo tiempo.
—Porque la infeliz damita ha muerto —replicó él—. Me había olvidado por
completo de que no te lo había contado, pues no estabas en la habitación esta tarde
cuando recibí la carta del general.
Aquello me impresionó mucho. El general Spielsdorf había mencionado en su
primera carta, seis o siete semanas antes, que su sobrina no estaba tan bien como él
hubiera deseado. Mas nada hacía suponer ni la más remota sospecha de peligro serio.
—Aquí está la carta del general —dijo, alargándomela—. Me temo que estará
muy apenado. Esta carta ha sido escrita en un estado muy próximo al desvarío.
Nos sentamos en un tosco banco, a la sombra de unos magníficos tilos. El sol se
estaba poniendo, con todo su melancólico esplendor, detrás del horizonte boscoso, y
el torrente que discurre junto a nuestra casa, y pasa bajo el viejo puente empinado que
ya he mencionado, serpenteaba entre un grupo de árboles grandiosos, casi a nuestros
pies, reflejando en su corriente el escarlata descolorido del cielo. La carta del general
Spielsdorf era tan extraordinaria, tan vehemente, y en algunos aspectos tan
contradictoria, que la leí dos veces, la segunda de ellas en voz alta a mi padre. Y con
todo, era incapaz de comprenderla, como no fuera suponiendo que el dolor le había
trastornado la mente.
Decía así:
«He perdido a mi querida hija, porque como tal la quería. Durante los últimos
días de la enfermedad de mi querida Bertha no pude escribirle. Hasta entonces no
tenía idea del peligro que corría. La he perdido, y sólo ahora lo comprendo todo,
demasiado tarde. Murió en la paz de la inocencia, y con la radiante esperanza de una
bendita vida futura. El demonio que traicionó nuestra insensata hospitalidad ha sido
la causa de todo. Creí que acogía en mi casa a la inocencia, a la alegría, a una
encantadora compañera para mi perdida Bertha. ¡Cielo santo! ¡Qué estúpido he sido!
Doy gracias a Dios de que mi niña muriera sin la menor sospecha de la causa de sus
sufrimientos. Se ha ido sin conjeturar siquiera la naturaleza de su mal, ni la maldita
cólera del agente de toda esta desgracia. Dedicaré los días que me restan de vida a
perseguir y destruir a ese monstruo. Me dicen que puedo llevar a cabo mi legítimo y
piadoso propósito. Por ahora, apenas dispongo de un resquicio de luz que me sirva de
guía. Maldigo mi vanidosa incredulidad, mi despreciable pretensión de superioridad,
mi ceguera, mi obstinación… todo. Demasiado tarde. Ahora no puedo hablar ni
escribir con calma. Estoy confundido. En cuanto me recupere un poco, pienso
dedicarme durante algún tiempo a realizar unas pesquisas, que posiblemente me
conducirán hasta Viena. En el próximo otoño, de aquí a dos meses o antes, si todavía
continúo con vida, iré a verle… Es decir, si usted me lo permite. Entonces le contaré
lo que ahora no tengo el valor de ponerle por escrito. Adiós. Rece por mí, querido
amigo.»
En esos términos finalizaba la enigmática carta. Aun cuando jamás había visto yo
a Bertha Rheinfeldt, los ojos se me llenaron de lágrimas ante aquella repentina
noticia. Me sentía asustada, y también profundamente decepcionada.
El sol se había puesto ya y estábamos en pleno ocaso cuando le devolví a mi
padre la carta del general.
La noche era templada y clara, y nos entretuvimos, especulando sobre los
posibles significados de las afirmaciones apasionadas e incoherentes que acababa yo
de leer. Tuvimos que caminar todavía cerca de una milla hasta alcanzar el camino que
pasa frente al schloss, y para entonces lucía una espléndida luna. En el puente
levadizo nos encontramos con Madame Perrodon y Mademoiselle De Lafontaine, que
habían salido, sin sus tocas, a disfrutar del exquisito claro de luna.
Al acercarnos, escuchamos sus voces parloteando en animado diálogo. Las
alcanzamos en el puente levadizo, y nos volvimos para admirar con ellas la hermosa
vista.
El claro por el que acabábamos de pasear se extendía ante nosotros. A nuestra
izquierda, el angosto camino serpenteaba bajo los señoriales árboles, y se perdía de
vista en la espesura del bosque. A la derecha, el mismo camino cruza el empinado y
pintoresco puente, cerca del cual se levanta una torre en ruinas, que, en otro tiempo,
guardaba el paso. Al otro lado del puente, se alza una escarpada cima cubierta de
árboles, entre cuyas sombras pueden verse algunas rocas tapizadas con matas de
hiedra gris.
Sobre los prados y las tierras bajas, una fina traza de niebla se escabullía como
humo, marcando las distancias con un velo transparente. Y aquí y allí podíamos ver el
río, brillando débilmente a la luz de la luna.
No es posible imaginar una escena más dulce ni más delicada. Las noticias que
acababa de recibir la hacían más melancólica. Mas nada podía turbar su profunda
serenidad, ni la encantadora belleza e imprecisión del panorama.
Mi padre, que apreciaba lo pintoresco, se detuvo conmigo a contemplar en
silencio la llanura que se extendía ante nosotros. Las dos buenas institutrices, un poco
detrás de nosotros, conversaban acerca del paisaje, y eran elocuentes con respecto a la
luna.Madame Perrodon era gruesa, de mediana edad y romántica, y hablaba y
suspiraba poéticamente. Mademoiselle De Lafontaine —como digna hija de su padre,
que era alemán y, como tal, supuestamente psicólogo, metafísico y un poco místico—
afirmó entonces que cuando la luna brillaba con una luz tan intensa era bien sabido
que ello indicaba una especial actividad espiritual. Los efectos de una luna llena tan
brillante eran múltiples. Actuaba sobre los sueños, sobre la locura, sobre la gente
nerviosa. Ejercía maravillosas influencias físicas relacionadas con la vida.
Mademoiselle contó que su primo, que era piloto de un buque mercante, tras
descabezar un sueño en cubierta, tendido boca arriba, dándole de lleno en la cara la
luz de la luna, había despertado con las facciones horriblemente estiradas hacia un
lado, después de soñar con una anciana que le arañaba la mejilla. Y su semblante
jamás recobró del todo el equilibrio.
—Esta noche, la luna —dijo— está cargada de influjos ódicos[11] y magnéticos.
Observen, si se vuelven a mirar la fachada del schloss, cómo brillan y centellean
todas sus ventanas con ese resplandor plateado, como si unas manos invisibles
hubiesen iluminado las habitaciones para recibir a unos huéspedes espectrales.
Existen estados de ánimo indolentes en los que, estando nosotros mismos poco
dispuestos a hablar, la conversación de otros resulta sumamente agradable a nuestros
apáticos oídos. Yo seguía mirando, complacida por el tintineo de la conversación de
aquellas damas.
—Esta noche he entrado en uno de esos estados míos de malhumor y abatimiento
—dijo mi padre, tras un silencio. Y, citando a Shakespeare, a quien, a fin de
conservar nuestro inglés, solía leer en voz alta, dijo:
—No sé, en verdad, por qué estoy tan triste:
Es algo que me enoja, y también a vos, según decís;
Mas cómo me vino esta tristeza, […], cómo la obtuve… [12]
»Olvidé el resto. Mas presiento que pende sobre nosotros alguna grave desgracia.
Supongo que la afligida carta del general tiene algo que ver con esto.
En aquel momento atrajo nuestra atención el insólito ruido de ruedas de un
carruaje y de muchos cascos de caballo por el camino.
Parecía aproximarse a nosotros por la elevación de terreno que domina el puente,
y muy pronto, en efecto, surgió un tropel en aquel mismo lugar. Primero cruzaron el
puente dos jinetes, luego vino un carruaje tirado por cuatro caballos, detrás del cual
cabalgaban dos hombres.
Parecía tratarse de un carruaje en el que viajaba una persona de rango. E
inmediatamente quedamos todos absortos en la contemplación de aquel espectáculo
tan poco frecuente. Poco después, cobró mayor interés todavía, ya que, cuando el
carruaje llegó al punto más elevado del empinado puente, uno de los caballos
delanteros se desbocó, contagió su pánico a los restantes, y después de una o dos
embestidas, todo el tiro se lanzó a un galope desenfrenado, e irrumpiendo entre los
dos jinetes que cabalgaban al frente, se precipitó con gran estruendo por el camino,
hacia nosotros, a la velocidad del huracán.
Los gritos nítidos y prolongados de una voz femenina a través de la ventanilla del
carruaje hacían todavía más penosa la emoción de la escena.
Todos nosotros nos adelantamos, curiosos y horrorizados; mi padre en silencio,
nosotras profiriendo exclamaciones de terror.
Nuestra ansiedad no duró mucho. Justo antes de alcanzar el puente levadizo del
castillo, se alza un magnífico tilo al borde del camino. Y al lado opuesto una vieja
cruz de piedra, a cuya vista los caballos, que ahora iban a un paso realmente

aterrador, se desviaron, arrastrando las ruedas hacia las raíces salientes del árbol.
Imaginaba lo que iba a ocurrir. Incapaz de seguir mirando, me tapé los ojos y
volví la cabeza. En ese mismo momento oí gritar a mis acompañantes, que habían
avanzado un poco más que yo.
La curiosidad me hizo reabrir los ojos, y así pude contemplar una escena
sumamente confusa. Dos de los caballos habían caído al suelo y el carruaje estaba
volcado sobre uno de sus costados con dos ruedas al aire. Los hombres se ocupaban
de quitar los arreos, y una dama de expresión y aspecto dominante había salido del
coche y permanecía inmóvil, con las manos enclavijadas, llevándose de vez en
cuando a los ojos el pañuelo que en ellas sostenía. Por la puerta del carruaje izaban en
aquel momento a una joven que parecía exánime. Mi querido y anciano padre se
encontraba ya junto a la dama de más edad, sombrero en mano, manifiestamente
ofreciendo su ayuda y los recursos de su schloss. La dama parecía no oírle ni tener
ojos más que para la esbelta muchacha que los hombres estaban recostando sobre el
talud del terraplén.
Me aproximé. La joven estaba aparentemente aturdida, mas desde luego todavía
viva. Mi padre, que se preciaba de entender algo de medicina, le había tomado la
muñeca y aseguró a la dama que declaraba ser su madre, que su pulso, aunque débil e
irregular, sin duda todavía podía percibirse. La dama juntó las manos y miró hacia
arriba, como transportada por un momentáneo sentimiento de gratitud. Mas en
seguida recayó de nuevo en esa actitud teatral que, según creo, es innata en algunas
personas.
Era lo que se dice una mujer de muy buen aspecto para su edad, y debía de haber
sido bella. Esbelta mas no delgada, iba vestida de terciopelo negro, y parecía un poco
pálida, aunque de semblante orgulloso y autoritario, no obstante la agitación del
momento.
—¿Existió alguna vez un ser nacido de este modo para la desgracia? —le oí decir,
con las manos enclavijadas, mientras me acercaba a ella—. Estoy realizando un viaje
que es cuestión de vida o muerte, en el que una hora de demora puede echarlo todo a
perder. Mi niña no se habrá recuperado lo suficiente para reemprender la marcha en
quién sabe cuánto tiempo. Debo dejarla. No puedo entretenerme, no me atrevo.
¿Puede decirme, señor, a qué distancia se encuentra el pueblo más próximo? Tengo
que dejarla allí. Y no podré verla, ni siquiera tener noticias suyas, hasta mi regreso
dentro de tres meses.
Tiré del abrigo a mi padre, y le susurré al oído con vehemencia:
—¡Oh, papá!, te lo ruego, pídele que la deje con nosotros… Sería tan agradable.
Por favor, hazlo.
—Si Madame confía su niña al cuidado de mi hija y de su buena gouvernante,
Madame Perrodon, y le permite quedarse como huésped nuestra, bajo mi
responsabilidad, hasta su vuelta, nos estaría otorgando con ello una distinción y una
obligación, y la trataríamos con toda la atención y la devoción que merece tan
sagrada confianza.
—No puedo hacer eso, señor. Sería abusar demasiado cruelmente de su gentileza
e hidalguía —dijo la dama, un poco confusa.
—Sería, al contrario, concedernos un gran favor, justamente en el momento en
que más lo necesitamos. Mi hija acaba de sentirse contrariada al enterarse del cruel
infortunio padecido por una persona, de cuya visita esperaba, desde hacía mucho
tiempo, obtener una gran felicidad. Si confía esta joven a nuestro cuidado, será éste
su mejor consuelo. El pueblo más cercano en su ruta queda lejos, y no posee la clase
de posada en la que se le ocurriría dejar a su hija. No puede permitir que continúe su
viaje durante un trayecto considerable sin ponerla en peligro. Si, como dice, le es
imposible suspender su viaje, debería separarse de ella esta noche, y en ninguna parte
podrá hacerlo con mayores y más razonables garantías de cuidados y cariño que aquí.
Dejando de lado la magnificencia de su séquito, había algo tan distinguido, e
incluso tan imponente, en el semblante y en el porte de aquella dama, y algo tan
llamativo en sus modales, como para convencer a cualquiera de que se trataba de una
persona de alto rango.
Mientras tanto, el coche había sido devuelto a su posición vertical, y los caballos,
completamente dóciles, estaban enganchados de nuevo.
La dama lanzó a su hija una mirada que no me pareció tan afectuosa como podía
esperarse dado el comienzo de la escena. Luego hizo señas a mi padre y se apartó con
él dos o tres pasos, donde no pudieran ser oídos, hablándole con expresión rígida y
severa, completamente distinta a aquella con la que hasta ahora se había manifestado.
Me maravillaba que mi padre no pareciera percibir el cambio, y sentía también
una curiosidad indecible por averiguar qué podía estar diciéndole, casi al oído, con
tanta vehemencia y precipitación.
Permaneció en aquella ocupación unos dos o tres minutos a lo sumo, creo. Luego
se volvió, y en unos cuantos pasos llegó hasta donde yacía su hija, en brazos de
Madame Perrodon. Se arrodilló a su lado un instante y le susurró al oído, según
supuso Madame, una breve bendición. Después, tras besarla apresuradamente, subió
al carruaje; la puerta se cerró; los lacayos, con impresionantes libreas, saltaron al
pescante; los escoltas picaron espuelas; los postillones chasquearon sus látigos; los
caballos corcovearon y súbitamente iniciaron un frenético trote que amenazaba con
no tardar en convertirse de nuevo en un galope; y finalmente el carruaje desapareció
como un torbellino, seguido al mismo ritmo rápido por los dos jinetes de retaguardia.
CAPÍTULO III
CAMBIO DE IMPRESIONES
SEGUIMOS el cortège con la mirada hasta que se perdió rápidamente de vista en
la bruma del bosque. Y hasta el mismo ruido de los cascos y las ruedas se desvaneció
en el silencio de la noche.
Nada quedaba que nos garantizara que la aventura no había sido una ilusión
momentánea, salvo la joven dama, que precisamente en aquel mismo instante abría
los ojos. Yo no podía verla, porque su rostro estaba de espaldas a mí, mas levantó la
cabeza, mirando evidentemente a su alrededor, y oí una voz muy dulce que
preguntaba en tono quejumbroso:
—¿Dónde está mamá?
Nuestra buena Madame Perrodon le respondió cariñosamente, consolándola con
algunas garantías pertinentes.
Luego le oí preguntar:
—¿En dónde estoy? ¿Qué lugar es éste? —y añadió a continuación—: No veo el
carruaje. Y Matska, ¿dónde está?
Madame contestó a todas sus preguntas en la medida en que las comprendía. Y
poco a poco la joven recordó cómo ocurrió el accidente, y le agradó saber que nadie,
ni dentro del coche, ni entre el servicio, estaba herido. Mas al enterarse de que su
madre la había dejado con nosotros hasta su regreso, al cabo de unos tres meses,
rompió a llorar.
Iba yo a añadir mis consuelos a los de Madame Perrodon cuando Mademoiselle
De Lafontaine puso su mano sobre mi brazo, diciendo:
—No se acerque a ella. En el estado en que se encuentra, no podría conversar con
más de una persona a la vez. La más mínima excitación podría ahora abrumarla.
En cuanto esté cómodamente instalada en la cama, pensé yo, correré a su
habitación a verla.
Mi padre, entre tanto, había enviado un criado a caballo a buscar al médico, que
vivía a unas dos leguas. Y había ordenado que prepararan una alcoba para acoger a la
joven.
La forastera se levantó y, apoyándose en el brazo de Madame, atravesó
lentamente el puente levadizo y entró en el castillo.
En la sala la esperaba la servidumbre, que en seguida la condujo a su habitación.
El aposento que solemos utilizar como salón es largo y tiene cuatro ventanas, las
cuales miran, por encima del foso y el puente levadizo, hacia el paisaje forestal que
ya he descrito.
Posee un viejo mobiliario de roble, con enormes bargueños tallados, y sillas
tapizadas de terciopelo de Utrecht de color carmesí. Las paredes están cubiertas de
tapices, y rodeadas de grandes cuadros de marcos dorados, con figuras de tamaño
natural, que llevan atuendos antiguos y muy curiosos, y representan escenas de caza,
cetrería, y por lo general festivas. Para ser un aposento tan sumamente cómodo no es
demasiado majestuoso. Allí tomábamos el té, pues, con su habitual inclinación

patriótica, mi padre insistía en que la bebida nacional apareciera con regularidad
junto al café y al chocolate.
Aquella noche nos sentamos allí, y, a la luz de las velas, hablamos de la aventura
vespertina.
Madame Perrodon y Mademoiselle De Lafontaine participaban en nuestra
reunión. Nada más acostarse, la joven forastera se sumió en un sueño profundo, y
aquellas damas la dejaron al cuidado de una sirvienta.
—¿Qué le parece nuestra huésped? —pregunté, en cuanto entró Madame
Perrodon—. Cuéntemelo todo acerca de ella.
—Me agrada sumamente —contestó Madame—. Pienso que tal vez es la criatura
más bonita que jamás haya visto. Tiene aproximadamente su misma edad, y es tan
amable y simpática.
—Es verdaderamente hermosa —intervino Mademoiselle De Lafontaine, que
había atisbado un momento en la habitación de la forastera.
—¡Y qué voz tan dulce tiene! —añadió Madame Perrodon.
—¿No observaron que cuando volvieron a enderezar el carruaje había otra mujer
—preguntó Mademoiselle De Lafontaine—, que no salió y únicamente miró por la
ventana?
No, no la habíamos visto.
Entonces nos describió a una espantosa mujer vestida de negro, con una especie
de turbante de color en la cabeza, que estuvo todo el tiempo mirando por la ventanilla
del coche, haciendo muecas y riéndose burlonamente de las damas. Sus ojos, muy
brillantes, parecían salírsele de las órbitas, y enseñaba los dientes como si estuviera
hecha una furia.
—¿No advirtieron el desagradable aspecto de los criados? —preguntó Madame
Perrodon.
—Sí —afirmó mi padre, que acababa de entrar—. Unos tipos malcarados y con
aspecto de picaros despreciables, como jamás había visto en mi vida. Espero que no
acaben robando a la pobre dama en el bosque. Desde luego, esos granujas deben de
ser astutos; en un momento lo pusieron todo en orden.
—Tal vez estuvieran agotados por el largo viaje —replicó Madame Perrodon—,
pues además de aquel infame aspecto, sus rostros parecían extrañamente enjutos,
sombríos y hoscos. Soy muy curiosa, lo confieso. Mas pienso que la joven nos lo
contará todo mañana, si se ha recobrado lo suficiente.
—No creo que lo haga —dijo mi padre, sonriendo misteriosamente y asintiendo
con la cabeza, como si supiese más de lo que quería decirnos.
Eso me hizo sentir todavía más curiosidad por enterarme de lo que había ocurrido
entre él y la dama vestida de terciopelo negro, en la breve pero intensa conversación
que había precedido inmediatamente a la marcha de esta última.
Apenas nos quedamos solos, le supliqué que me contara todo. No se hizo rogar
demasiado.
—No existe ninguna razón especial para que te lo oculte. Me expresó su
vacilación ante las posibles molestias que nos acarrearía el cuidado de su hija,
alegando que estaba delicada de salud, y nerviosa, aunque no sujeta a ningún tipo de
achaque (dijo esto espontáneamente) ni alucinación, ya que, de hecho, está
perfectamente cuerda.
—¡Qué extraño que dijera todo eso! —le interrumpí yo—. No veo la necesidad.
—En todo caso, lo dijo —dijo él riendo—, y ya que deseas saber todo lo que
pasó, que realmente fue muy poco, te lo contaré. Me dijo exactamente: «Estoy
efectuando un largo viaje de importancia vital (recalcó la palabra), rápido y secreto.
Volveré a recoger a mi hija dentro de tres meses. Mientras tanto, ella deberá guardar
silencio acerca de quiénes somos, de dónde venimos, y adónde nos dirigimos». Eso
fue todo cuanto dijo. Hablaba un francés muy puro. Cuando mencionó la palabra
«secreto», vaciló unos segundos y me miró con severidad, clavando sus ojos en los
míos. Supongo que le da mucha importancia a eso. Ya viste lo aprisa que se fue.
Espero no haber cometido una tontería haciéndome cargo de la joven.
En cuanto a mí, estaba encantada. Tenía muchas ganas de verla y de hablar con
ella. Tan sólo esperaba que el médico me lo permitiera. Los que viven en las ciudades
no pueden hacerse una idea del gran acontecimiento que supone, en una soledad
como la que nos rodeaba, el comienzo de una nueva amistad.
El médico no llegó hasta cerca de la una. Pero me habría sido tan imposible irme
a la cama y dormir como alcanzar a pie el carruaje en el que se había marchado la
princesa vestida de terciopelo negro.
Cuando el físico bajó al salón, fue para dar un dictamen muy favorable de su
paciente. La joven se había incorporado, su pulso era completamente normal, y
parecía encontrarse perfectamente. No había sufrido ningún daño, y el leve trastorno
nervioso había desaparecido casi sin dejar huella. Desde luego, no podía haber
ningún mal en que yo la viera, si ambas lo deseábamos. Con esta autorización, le
mandé de inmediato un recado para averiguar si me permitiría visitarla en su
aposento durante unos pocos minutos.
La criada regresó en seguida para comunicarme que la joven no deseaba otra
cosa. Puede estar seguro de que no tardé mucho en valerme de este permiso.
Nuestra visitante había sido instalada en una de las habitaciones más grandes del
schloss. Tal vez demasiado impresionante. Frente al pie de la cama había un tapiz
sombrío, que representaba a Cleopatra con el áspid en el pecho. Y en las restantes
paredes se exhibían otras escenas clásicas de gran solemnidad, algo descoloridas.
Pero en el resto de la decoración de la sala había varias tallas doradas, y una variedad
y riqueza de colorido más que suficientes para compensar la lobreguez del viejo
tapiz.
Junto a la cama había algunas velas. La joven estaba incorporada. Su figura
esbelta y bonita estaba envuelta en una suave bata de seda, con bordados de flores, y

forrada con un grueso acolchado de seda, que su madre había arrojado a sus pies
mientras yacía en el suelo.
Mas apenas llegué junto a su lecho e inicié los cumplidos de rigor, ¿qué creería
que fue lo que me enmudeció de repente, haciéndome retroceder uno o dos pasos? Se
lo contaré.
Vi el mismo rostro que se me había aparecido en mi infancia aquella noche, que
tan grabado permanecía en mi memoria, y sobre el cual durante tantos años tan a
menudo había cavilado con horror, cuando nadie sospechaba en qué estaba pensando.
Era un rostro agraciado, incluso hermoso, y con la misma expresión melancólica
que tenía la primera vez que lo vi.
Mas en aquel momento esa expresión se iluminó de pronto con una extraña
sonrisa, como si ella también me reconociera.
Hubo un minuto de silencio por lo menos, y finalmente habló ella; yo no podía.
—¡Qué maravilla! —exclamó—. Hace doce años vi tu rostro en sueños, y desde
entonces su recuerdo me ha perseguido.
—¡Realmente maravilloso! —repetí yo, esforzándome en superar el horror que
por un momento me había cortado el habla—. Por supuesto yo también te vi, en
realidad o como visión, hace doce años. No puedo olvidar tu rostro. No se ha borrado
de mi imaginación desde entonces.
Su sonrisa se había dulcificado. Fuera lo que fuese lo que yo había visto de
extraño en ella, había desaparecido, y sus mejillas con hoyuelos eran ahora
deliciosamente lindas e inteligentes.
Me sentí tranquilizada, y proseguí en el tono que la hospitalidad exigía, dándole
la bienvenida, y diciéndole cuánto placer nos había proporcionado a todos, y en
particular a mí, su inesperada llegada.
Mientras hablaba le cogí la mano. Yo era algo tímida, como suelen serlo las
personas que viven aisladas, mas la situación me volvió elocuente, e incluso audaz.
Ella me apretó la mano, la retuvo entre las suyas, y, mientras sus ojos brillantes se
clavaban apresuradamente en los míos, sonrió de nuevo y se ruborizó.
Respondió muy gentilmente a mi bienvenida. Me senté a su lado, todavía
asombrada, y ella habló así:
—Debo contarte la visión que tuve de tí. Es muy extraño que hayamos soñado tan
intensamente la una con la otra, que ambas nos hayamos visto, tú a mí y yo a tí, con
el aspecto que ahora tenemos, cuando, por supuesto, éramos sólo unas niñas. Yo tenía
unos seis años y, al despertarme de un sueño confuso y agitado, me pareció
encontrarme en una habitación distinta al cuarto de los niños, con las paredes
toscamente revestidas de cierta madera oscura, y llena de alacenas, cujas, sillas y
bancos. Los lechos, creo recordar, estaban vacíos, y en toda la habitación no había
nadie más que yo. De tal suerte que, tras haber mirado a mi alrededor durante un
buen rato, y haber admirado especialmente un candelabro de hierro de dos brazos,
que indudablemente reconocería si lo volviera a ver, me deslicé por debajo de una de
las camas con intención de llegar hasta la ventana. Mas cuando salí de debajo de la
cama, oí gritar a alguien. Y al mirar hacia arriba, cuando todavía estaba de rodillas, te
vi… sin duda eras tú… tal como te veo ahora: una joven muy bonita, con los cabellos
dorados y grandes ojos azules, y labios… tus labios… eras tú, tal como eres ahora. Tu
belleza me conquistó. Me encaramé a la cama y te abracé, y creo que ambas nos
quedamos dormidas. Me despertó un grito. Te habías incorporado y gritabas. Me
asusté y me deslicé al suelo. Creo que perdí el conocimiento durante un rato. Cuando
me recobré, estaba de nuevo en casa, en el cuarto de los niños. Desde entonces no he
podido olvidar tu rostro. Un simple parecido no podría haberme engañado. Tú eres la
joven que yo vi.
Ahora me tocaba a mí contar mi visión correspondiente, cosa que hice, ante la
sorpresa no simulada de mi nueva amiga.
—No sé cuál de las dos debería asustarse —dijo, sonriendo de nuevo—. Si no
fueras tan bonita, pienso que me habrías asustado mucho. Mas, siendo como eres tan
hermosa, y ambas tan jóvenes, únicamente tengo la impresión de que te he conocido
hace doce años, y que ya tengo derecho a tu intimidad. En todo caso, parece como si,
desde nuestra más tierna infancia, estuviéramos destinadas a ser amigas. Me pregunto
si te sientes tan extrañamente atraída hacia mí como yo hacia tí. Nunca tuve una
amiga. ¿Encontraré una ahora?
Suspiró y sus hermosos ojos negros me miraron apasionadamente.
Lo cierto es que yo sentía algo inexplicable por aquella hermosa forastera. Me
sentía, como ella decía, «atraída hacia ella», pero experimentaba también algo de
repulsión. No obstante, en este sentimiento ambiguo prevalecía enormemente la
atracción. Era tan hermosa y tan indescriptiblemente atractiva que me intrigaba y me
subyugaba.
Entonces noté que se apoderaba de ella una especie de languidez y agotamiento, y
me apresuré a darle las buenas noches.
—El doctor cree —añadí— que sería mejor que una doncella te hiciera compañía
esta noche. Afuera espera una de las nuestras, ya verás que es una criatura muy
servicial y discreta.
—Muy amable por tu parte, pero no podría dormir. Nunca puedo si hay alguien
en la habitación. No necesitaré ninguna ayuda… Aunque debo confesarte una
debilidad mía: me obsesiona el pavor a los ladrones. Una vez robaron en mi casa, y
dos sirvientes murieron. Desde entonces siempre cierro con llave la puerta de mi
habitación. Se ha convertido en un hábito… y tú pareces tan comprensiva que estoy
segura de que me disculparás. Veo que hay una llave en la cerradura.
Me estrechó entre sus lindos brazos durante un rato y me susurró al oído:
—Buenas noches, querida, me cuesta mucho separarme de tí, pero tenemos que
despedirnos. Mañana volveré a verte, aunque no muy temprano.
Se dejó caer de nuevo en la almohada dando un suspiro, y sus hermosos ojos me
siguieron con una mirada cariñosa y melancólica, mientras murmuraba de nuevo:
—Buenas noches, querida amiga.
Los jóvenes se encariñan, e incluso aman, impulsivamente. Yo me sentía halagada
por el afecto evidente, aunque todavía inmerecido, que ella me demostraba. Me
complacía la confianza con que de inmediato me había acogido. Había decidido que
nos convirtiéramos en buenas amigas.
Llegó el día siguiente y nos volvimos a ver. Sentíame feliz en su compañía. Es
decir, en muchos aspectos.
Su belleza no desmerecía nada a la luz del día. Desde luego, era la criatura más
bella que yo había visto, y el desagradable recuerdo del rostro que se me apareció en
mi sueño infantil había perdido el efecto de mi primer e inesperado reconocimiento.
Me confesó que también ella había experimentado una impresión similar al
verme, y exactamente la misma ligera antipatía que en mí se había mezclado con mi
admiración por ella. Nos reímos juntas de nuestros momentáneos sustos.
CAPÍTULO IV
SUS COSTUMBRES. UN PASEO
YA he dicho que estaba encantada con ella en la mayoría de detalles.
Había algunos otros que no me gustaban tanto.
Era de estatura algo superior a la media de mujeres. Empezaré por describirla. Era
esbelta y asombrosamente elegante. Salvo que sus movimientos eran lánguidos…
muy lánguidos, en verdad… nada había en su aspecto que delatara su enfermedad. Su
tez era brillante y oscura; sus facciones, pequeñas y muy bien formadas; sus ojos,
grandes, negros y brillantes. Su cabello era absolutamente maravilloso: jamás he visto
otro tan espeso y tan largo como el suyo, cuando lo dejaba suelto sobre los hombros.
A menudo hundía en él mis manos, y su sorprendente peso me hacía reír. Era
exquisitamente fino y suave, de color castaño muy oscuro, con algún reflejo dorado.
Me gustaba soltárselo, que cayera por su propio peso. Cuando estaba en su
habitación, recostada en su silla hablándome en voz baja con dulzura, solía yo
recogérselo y trenzárselo, y extenderlo y jugar con él. ¡Dios mío! ¡Ojalá lo hubiera
sabido todo!
He dicho que había detalles que no me gustaban. Ya he contado que sus
confidencias me conquistaron la primera noche que la vi. Mas descubrí que mantenía
una reserva siempre alerta con respecto a sí misma, a su madre, a su historia, en
realidad a todo lo relacionado con su vida, sus proyectos y su familia. Acaso fuera yo
poco razonable, tal vez estuviera equivocada. Acaso debería haber respetado el
solemne requerimiento hecho a mi padre por la majestuosa dama vestida de
terciopelo negro. Mas la curiosidad es un sentimiento sin escrúpulos ni sosiego, y no
hay muchacha capaz de soportar pacientemente que otra persona frustre la suya. ¿Qué
daño podía hacerle a nadie que ella me contara lo que yo tan ardientemente deseaba
saber? ¿Es que no tenía confianza en mi sensatez o en mi honor? ¿Por qué no habría
de creerme cuando yo le aseguraba solemnemente que no divulgaría ante ningún
mortal ni una sola palabra de todo lo que me contara?
Me parecía que existía una frialdad impropia de su edad en aquella forma risueña
y melancólica de persistir en su negativa a proporcionarme el más mínimo rayo de
luz.
No puedo decir que discutiéramos por ese motivo, pues ella no discutía por nada.
Desde luego, resultaba muy poco digno por mi parte, e incluso de mala educación, el
apremiarla. Mas lo cierto es que no pude evitarlo; y más me habría valido dejar el
asunto en paz.
Lo que me contó no tenía, según mi poco escrupulosa estimación, ningún valor.
Todo se resumía en tres revelaciones muy vagas.
La primera: se llamaba Carmilla.
La segunda: su familia era muy antigua y noble.
La tercera: su casa estaba situada al oeste de la nuestra.
No quiso decirme ni el apellido de su familia, ni sus blasones, ni el nombre de su
propiedad, ni siquiera el del país en que vivían.
No vaya a pensar que yo la molestaba constantemente con esos asuntos. Esperaba
una oportunidad, y más bien procuraba insinuar mis preguntas en lugar de insistir en
ellas. Una o dos veces, sin embargo, la ataqué más directamente. Mas fuera cual
fuese mi táctica, el resultado era siempre un completo fracaso.
Reproches o caricias, de nada servían con ella. Mas debo añadir que sus evasivas
iban acompañadas de una melancolía y una desaprobación tan considerables; de
tantas, e incluso tan apasionadas, declaraciones de afecto hacia mí, de plena
confianza en mi honor; y de tantas promesas de que yo acabaría por saberlo todo, que
no podía continuar enfadada con ella por más tiempo.
Solía rodearme el cuello con sus hermosos brazos, atraerme hacia ella, y,
apoyando su mejilla en la mía, susurrarme al oído:
—Querida mía, tu corazoncito está herido. No me juzgues cruel por acatar la ley
irresistible de mi fuerza y mi debilidad. Si tu corazón está sinceramente herido, el
mío sufre espantosamente con el tuyo. En el éxtasis de mi enorme humillación, vivo
en tu cálida vida, y tú morirás… morirás, dulcemente morirás… en la mía. No puedo
evitarlo. Así como yo me acerco a tí, a su vez, tú te acercarás a otros, y conocerás el
éxtasis de esa crueldad, que, sin embargo, es una forma de amor. De modo que, por
ahora, no trates de saber nada más de mí y de lo mío, sino que tienes que confiar
fielmente en mí con toda tu alma.
Y después de haber hablado con tanto entusiasmo, me apretó más estrechamente
en un abrazo tembloroso, y sus labios inflamaron poco a poco mis mejillas con dulces
besos.
Su nerviosismo y su lenguaje me resultaban incomprensibles. Debo admitir que
solía desear liberarme de aquellos insensatos abrazos, los cuales no se producían con
demasiada frecuencia. Mas parecían faltarme energías para ello. Sus palabras
susurrantes sonaban en mis oídos como una canción de cuna, y apaciguaban mi
resistencia en una especie de trance, del cual parecía recobrarme solamente cuando
ella retiraba sus brazos.
No me gustaba cuando estaba presa de esos misteriosos estados de mal humor.
Experimentaba una excitación extraña y tumultuosa, que de vez en cuando era
placentera, mezclada con una vaga sensación de miedo y asco. Mientras duraban
aquellas escenas no tenía ideas claras sobre ella, pero tenía conciencia de un amor
que se convertía en adoración, y también en aborrecimiento. Ya sé que parece una
paradoja, pero no sabría explicar de otro modo aquella sensación.
Escribo ahora, tras un intervalo de más de diez años, con un recuerdo confuso y
terrible de ciertos sucesos y situaciones, a través de cuya prueba estaba yo pasando
inconscientemente, aunque rememorase viva e intensamente el curso general de mi
historia. Mas sospecho que en las vidas de todas las personas se dan ciertas
situaciones emotivas, en las que nuestras pasiones se despiertan más frenética y
atrozmente, las cuales son, entre todas las demás, las que luego recordamos más vaga
y difusamente.
A veces, tras un período de indiferencia, mi extraña y bella compañera me cogía
la mano y la retenía apretándomela cariñosamente una y otra vez, y finalmente se
ruborizaba levemente, mirándome al rostro con ojos lánguidos y ardientes, y tan
jadeante que su vestido subía y bajaba a causa de la tumultuosa respiración. Era como
el ardor de un enamorado; me turbaba; era algo odioso y, no obstante, irresistible.
Luego me atraía hacia ella, recreándose en la mirada, y sus cálidos labios me
recorrían las mejillas a besos, mientras me susurraba, casi sollozando:
—Eres mía, serás mía; tú y yo tenemos que ser una sola persona, y para siempre.
Después se echaba hacia atrás en la silla, cubriéndose los ojos con sus manecitas,
y me dejaba temblando.
—¿Estamos emparentadas? —solía yo preguntarle—. ¿Qué quieres decir con
todo eso? Tal vez te recuerde a alguien a quien amas. Mas no debes comportarte así,
lo detesto. No te conozco… ni me conozco a mí misma cuando me miras y me hablas
de ese modo.
Ante mi vehemencia ella solía suspirar, volvía el rostro y me soltaba la mano.
En vano me esforzaba yo por elaborar alguna teoría satisfactoria que explicase
aquellas manifestaciones tan extraordinarias. No podía achacarlas a simulación o
burla. Sin lugar a dudas se trataba del estallido momentáneo del instinto y la emoción
contenidos. ¿No estaría ella sujeta, pese a la espontánea negativa de su madre, a
breves accesos de demencia? ¿No se trataría acaso de un novelesco disfraz? En
antiguos libros de fábulas había leído yo episodios de tal género. ¿Y si un joven
enamorado hubiera logrado introducirse en la casa, y tratara de proseguir con su
mascarada, con la ayuda de una hábil intrigante? Pero había demasiadas cosas en
contra de semejante hipótesis, aun cuando halagase sumamente mi vanidad.
Yo podía vanagloriarme de no pocas de las atenciones que la galantería masculina
se complace en ofrecer. Entre aquellos momentáneos arrebatos de pasión había largos
intervalos de normalidad, de alegría, de cavilosa melancolía, durante los cuales
quizás yo no representara nada para ella, aunque notase sus ardientes ojos clavados
en mí. Salvo en aquellos breves períodos de misteriosa exaltación, sus modales eran
infantiles. Y siempre había en ella una languidez totalmente incompatible con una
constitución masculina dotada de buena salud.
En ciertos aspectos, tenía extrañas costumbres. Tal vez no tan singulares en
opinión de una dama de ciudad como usted, pero sí para nosotros que somos gente
rústica. Solía bajar muy tarde, por lo general antes de la una. A esa hora se tomaba
una taza de chocolate, pero no comía nada, Después íbamos juntas a dar un paseo,
aunque durante poco tiempo, ya que casi inmediatamente se sentía agotada, y, o bien
regresaba al schloss, o se sentaba en alguno de los bancos repartidos estratégicamente
entre la arboleda. Era la suya una languidez corporal que no afectaba a su mente. Su
conversación era siempre muy lúcida y animada.
De vez en cuando aludía brevemente a su casa, o mencionaba algún incidente o
situación, o algún recuerdo infantil, que indicaban un extraño comportamiento; y
describía costumbres que nosotros ignorábamos por completo. De aquellas alusiones
fortuitas, deduje que su país debía de estar mucho más lejos de lo que en un principio
me había imaginado.
Una tarde, mientras estábamos sentadas bajo los árboles, pasó un entierro por
delante de nosotras. Correspondía a una linda muchachita, a la que había tenido
ocasión de ver muy a menudo, pues era hija de uno de los guardas forestales. El
infeliz caminaba detrás del féretro de su niña. Parecía tener el corazón destrozado, ya
que era su única hija. Le seguían algunas parejas de campesinos entonando un himno
fúnebre.
A su paso me levanté respetuosamente, y me uní a ellos en su dulce cántico.
Mi acompañante me zarandeó con cierta rudeza, y yo me volví sorprendida.
Me dijo, bruscamente:
—¿No te das cuenta de cómo desafinan?
—Al contrario, me parece un canto muy melodioso —contesté, molesta por la
interrupción, y muy incómoda, por miedo a que la gente que formaba la comitiva nos
estuviera observando y se ofendiera al oírnos.
Por consiguiente, reanudé inmediatamente el cántico, y de nuevo fui
interrumpida.
—Me destrozas los tímpanos —dijo Carmilla, enfadada, mientras se tapaba los
oídos con sus minúsculos dedos—. Además, ¿cómo sabes que tu religión y la mía son
la misma? Tus manifestaciones me hieren, y detesto los funerales. ¡Menudo alboroto!
¡Vaya!, tú tienes que morir como todo el mundo. Y todos son más felices cuando se
mueren. Regresemos a casa.
—Mi padre se ha ido al cementerio con el sacerdote. Yo creí que sabías que hoy
iban a enterrarla.
—¿A ella? Los campesinos no me preocupan. Ni siquiera la conozco —replicó,
mientras sus hermosos ojos relampaguearon fugazmente.
—Es la infeliz muchacha que imaginó ver un fantasma hace quince días, y que ha
estado agonizando desde entonces, hasta que expiró ayer.
—No me hables de fantasmas. No dormiré esta noche si lo haces.
—Espero que no se trate de ninguna plaga o enfermedad. Aunque presenta todos
los síntomas —proseguí—. La joven esposa del porquerizo murió hace apenas una
semana, y también imaginó que algo le agarró por el cuello mientras yacía en la
cama, y casi la entrangula. Papá dice que tales fantasías tan espantosas suelen
acompañar a cierto tipo de fiebres. Se encontraba perfectamente bien el día anterior.
Luego se vino abajo, y murió en menos de una semana.
—Bueno, espero que su funeral haya terminado, y que se haya cantado ya su
oficio fúnebre. Y que nuestros oídos no serán ya torturados con esa disonancia y esa
jerigonza. Me han puesto nerviosa. Siéntate aquí, a mi lado, más cerca. Cógeme la
mano. Aprétala fuerte… fuerte… más fuerte.
Habíamos retrocedido unos pasos, hasta llegar a otro banco.
Carmilla se sentó. Su rostro había experimentado tal cambio que me alarmé, e
incluso por unos momentos quedé aterrorizada. Su expresión se ensombreció y se
puso terriblemente lívida. Sus manos y sus dientes estaban apretados, tenía el ceño y
los labios fruncidos, mientras miraba fijamente al suelo y temblaba de pies a cabeza
con un incesante estremecimiento tan incontenible como el producido por la malaria.
Todas sus fuerzas parecieron tensarse para reprimir un ataque, contra el que libraba
una lucha sin descanso. Por fin, brotó de su boca un grito de dolor, débil y convulso,
y poco a poco su histeria fue apaciguándose.
—He aquí lo que ocurre cuando se acalla a la gente con himnos —dijo,
finalmente—. Sujétame, tenme todavía sujeta. Ya se me pasa.
Eso fue lo que, poco a poco, ocurrió. Y tal vez para disipar la siniestra impresión
que aquel espectáculo me había producido, se puso inusualmente animada y
parlanchina, regresando así a casa.
Era la primera vez que yo la veía mostrar síntomas precisos de esa fragilidad de
salud de la que había hablado su madre. Era también la primera vez que la veía dar
muestras de algo parecido a la ira.
Ambas cosas se desvanecieron cual nube de verano. Y excepto una vez, después
ya no tuve ocasión de presenciar ninguna otra de sus pasajeras explosiones de cólera.
Le contaré cómo sucedió.
Carmilla y yo estábamos contemplando el paisaje desde uno de los grandes
ventanales del salón, cuando cruzó el puente levadizo y penetró en el patio la figura
de un vagabundo, al que yo conocía bastante bien. Solía visitar el schloss unas dos
veces por año.
Se trataba de un jorobado, con esos rasgos angulosos y enjutos que suelen
acompañar a las deformidades. Llevaba una puntiaguda barba negra, y sonreía de
oreja a oreja, mostrando sus blancos colmillos. Iba vestido de amarillo, negro y
escarlata, y provisto de más correas y cintos de los que yo podía contar, de los cuales
colgaban toda clase de objetos. Detrás llevaba una linterna mágica y dos cajas cuyo
contenido conocía yo muy bien: en una había una salamandra y en la otra una
mandrágora. Dichos monstruos solían hacer reír a mi padre. Estaban formados con
miembros de monos, loros, ardillas, peces y erizos, puestos a secar y suturados con
gran habilidad y efectos sorprendentes. Llevaba también un violín, una caja con
instrumentos mágicos para conjurar los malos espíritus, un par de floretes y caretas
que pendían del cinto, y varios otros estuches misteriosos que se balanceaban a su
alrededor. En la mano sostenía un bastón negro con conteras de cobre. Le
acompañaba un perro flaco y peludo, que le seguía muy de cerca, el cual se detuvo en
seco, receloso, ante el puente levadizo, y al poco rato comenzó a aullar lúgubremente.
Mientras tanto, el charlatán, deteniéndose en medio del patio, se quitó su grotesco
sombrero, y nos hizo una reverencia muy ceremoniosa, saludándonos con mucha
soltura en un francés execrable y un alemán no mucho mejor. Después, alzando su
violín, empezó a rasgar una alegre tonada, que cantó con divertida disonancia,
mientras bailaba con gestos grotescos y vivaces, que me hicieron reír a pesar de los
aullidos del perro.
Luego avanzó en dirección a la ventana, sonriendo y saludando ostensiblemente,
y, con el sombrero en la mano izquierda, el violín debajo del brazo, y una fluidez no
interrumpida ni siquiera para tomar aire, farfulló una interminable proclama de todos
sus talentos, así como de los recursos de las distintas artes que ponía a nuestro
servicio, y de las curiosidades y diversiones de que disponía, hasta que le
permitiéramos mostrárnoslos.
—¿No querrían sus señorías comprarme un amuleto contra el upiro, que, según he
oído, vaga por estos bosques como un lobo? —dijo, dejando caer su sombrero al
suelo—. Mucha gente está muriendo por su causa a diestro y siniestro, mas aquí
tengo un amuleto que nunca falla. Basta con prenderlo de la almohada mediante
alfileres, y podrán reírse de él en sus propias barbas.
Tales amuletos consistían en tiras oblongas de vitela, cubiertas de signos
cabalísticos y diagramas.
Carmilla compró uno inmediatamente, y lo mismo hice yo.
El hombre levantó los ojos, y nosotras le sonreímos divertidas; al menos, puedo
responder de mí misma. Mientras observaba nuestros rostros, sus penetrantes ojos
negros parecieron descubrir algo que momentáneamente atraía su atención.
Inmediatamente abrió un estuche de cuero, lleno de toda clase de extraños
instrumentos de acero.
—Mire esto, mi señora —dijo, mostrándomelos y dirigiéndose a mí—. Aparte de
otras profesiones menos útiles, ejerzo el arte de la odontología. ¡Maldito sea este
condenado perro! —intercaló—. ¡Quieres callarte, bestia inmunda! Aúlla tanto que
sus señorías no deben oír ni una sola palabra de lo que digo. Su noble amiga, la joven
dama que tiene a su derecha, tiene dientes muy afilados… largos, finos, puntiagudos,
como una lezna, como una aguja. ¡Ja, ja! Cuando he alzado la mirada, los he visto
claramente, con mi vista aguda y de largo alcance. Si por casualidad le molestan,
como creo, aquí estoy yo con mi lima, mi punzón, y mis pinzas. Se los dejaré
redondeados y romos, si su señoría lo desea. En vez de dientes de pez, tendrá los que
corresponden a la hermosa joven que realmente es. ¿No le parece? ¿Se ha molestado
la joven dama por lo que he dicho? ¿Acaso he sido demasiado atrevido? ¿La he
ofendido?
La joven, en efecto, parecía muy irritada cuando se apartó de la ventana.
—¿Cómo se atreve a insultarnos este charlatán? ¿Dónde está tu padre? Le exigiré
una reparación. ¡Mi padre le habría atado a la bomba de agua, le habría azotado con
un látigo, y sin vacilar le habría marcado a fuego con el hierro del castillo!
Carmilla se alejó de la ventana uno o dos pasos, y se sentó. Pero apenas hubo
perdido de vista al ofensor, su ira desapareció tan repentinamente como había
surgido, y poco a poco recobró su tono habitual, pareciendo olvidarse del jorobadito y
de sus desatinos.
Mi padre estaba muy abatido aquella noche. Al llegar nos contó que se había
producido otro caso muy similar a los dos fatales que habían ocurrido recientemente.
La hermana de un joven campesino a sus órdenes, que vivía a sólo una milla del
castillo, estaba muy enferma. Según su propia descripción, había sido atacada poco
más o menos del mismo modo que las otras, y ahora se estaba consumiendo lenta
pero inflexiblemente.
—Todo esto —dijo mi padre— hay que atribuirlo estrictamente a causas
naturales. Esos infelices se contagian unos a otros sus supersticiones, y de ese modo
refunden en su imaginación las terroríficas imágenes de que han sido víctimas sus
vecinos.
—Mas aunque así fuese, resulta espantoso —dijo Carmilla.
—¿Qué quieres decir? —inquirió mi padre.
—Tengo mucho miedo de imaginar siquiera la posibilidad de tener semejantes
visiones. Creo que sería tan horrible imaginarlas como que fueran ciertas.
—Estamos en manos del Señor. Nada puede ocurrir sin Su consentimiento, y todo
acabará felizmente para los que Le aman. Es nuestro fiel creador. Él nos ha hecho a
todos, y cuidará de nosotros.
—¡Creador! ¡Naturaleza! —dijo la joven dama, en respuesta a mi padre—. Esa
enfermedad que invade la comarca es un fenómeno natural. Propio de la naturaleza.
Todas las cosas proceden de la naturaleza… ¿no es cierto? Todo, en el cielo y en la
tierra, y bajo tierra, vive y actúa según el imperativo de la naturaleza. Por lo menos,
eso es lo que yo creo.
—El doctor dijo que vendría hoy —anunció mi padre, después de un silencio—.
Quiero saber qué piensa de todo esto y qué cree que es mejor que hagamos.
—Los médicos nunca me han hecho ningún bien —dijo Carmilla.
—¿Has estado enferma alguna vez? —pregunté.
—Más enferma de lo que tú hayas podido estarlo nunca —contestó ella.
—¿Hace mucho tiempo?
—Sí, mucho. Padecí esta misma enfermedad. Mas lo he olvidado todo, excepto la
debilidad y el sufrimiento. Y no eran tan malos como los que se padecen con otras
enfermedades.
—¿Eras muy joven entonces?
—Supongo. Mas no hablemos más de eso. No querrás herir a una amiga,
¿verdad?
Me miró lánguidamente a los ojos, y me rodeó la cintura con su brazo
cariñosamente, llevándome fuera de la habitación. Mi padre estaba ocupado,
consultando unos documentos cerca de la ventana.
—¿Por qué a tu padre le gusta asustarnos? —dijo la joven, suspirando y
estremeciéndose un poco.
—No le gusta, querida Carmilla. Nada más lejos de su intención.
—Querida, no estarás asustada, ¿verdad?
—Lo estaría, y mucho, si creyera que existe algún peligro real de ser atacada
como esas infelices.
—¿Te asusta morir?
—Sí, como a todo el mundo.
—Pero morir como mueren los amantes… Morir juntos para luego poder vivir en
compañía. Las muchachas son como orugas mientras viven en este mundo, y
finalmente se convierten en mariposas cuando llega el verano. Pero mientras tanto
son gusanos y larvas, ¿no crees?, cada cual con sus peculiares inclinaciones,
necesidades y constitución. Eso dice Monsieur Buffon en su voluminoso libro[13], que
está en la habitación contigua.
Aquel mismo día, un poco después, vino el doctor y se encerró con papá durante
un buen rato. Era un hombre hábil, de poco más de sesenta años. Llevaba el cabello
empolvado, y su pálido rostro estaba tan afeitado que parecía tan terso como una
calabaza. Papá y él salieron juntos de la habitación y oí decir a mi padre, riendo:
—Bueno, me asombra en un hombre tan sensato como usted. ¿Me está hablando
de hipogrifos y dragones?
El médico sonrió y respondió, meneando la cabeza.
—En cualquier caso, la vida y la muerte siempre han sido un misterio, y poco
sabemos de los recursos de una y otra.
Y prosiguieron su camino, y no oí nada más. En aquel momento no supe lo que
había estado exponiendo el doctor, mas ahora creo poder adivinarlo.
CAPÍTULO V
UN PARECIDO ASOMBROSO
AQUELLA noche llegó, procedente de Graz, el hijo del restaurador de cuadros,
un joven serio y de rostro sombrío, que conducía una carreta arrastrada por un caballo
y cargada con dos grandes cajones, cada uno de los cuales contenía varias pinturas.
Cada vez que llegaba al schloss un mensajero de nuestra pequeña capital de Graz, que
quedaba a unas diez leguas, solíamos reunirnos a su alrededor, en la sala, para
escuchar las noticias.
Su llegada causó auténtica sensación en nuestra aislada residencia. Los cajones
permanecieron en la sala, y del mensajero se ocupó la servidumbre hasta que hubo
terminado de cenar. Después, seguido de algunos ayudantes, y armado con un
martillo, un escoplo y un destornillador, se reunió con nosotros en la sala, donde nos
habíamos reunido para presenciar el desembalaje de los cajones.
Carmilla se sentó, contemplando con indiferencia cómo sacaban una tras otra las
viejas pinturas, casi todas ellas retratos, que habían sido objeto de una restauración.
Mi madre perteneció a una antigua familia húngara, y casi todas aquellas pinturas,
que ahora iban a retornar a sus respectivos lugares, nos habían llegado a través de
ella.
Mi padre tenía una lista en la mano y leía los títulos de los cuadros, a medida que
el artista sacaba los números correspondientes. Ignoro si los cuadros tenían mucho
valor, pero, indudablemente, eran muy antiguos, y algunos de ellos muy curiosos.
Debo decir que, en su mayor parte, tenían para mí el mérito de ser la primera vez que
los veía, ya que con el paso de los años el humo y el polvo los había ocultado casi por
completo.
—Hay un cuadro que todavía no he visto —dijo mi padre—. En una esquina, en
la parte superior, me parece leer el nombre de «Marcia Karnstein» y la fecha de
«1698». Tengo curiosidad por ver cómo ha quedado.
Yo lo recordaba. Se trataba de una pequeña tela sin marco, como de pie y medio
de altura y casi cuadrada. Mas estaba tan ennegrecida por el paso del tiempo que
nunca había podido vislumbrar nada en ella.
El artista mostró la pintura con evidente orgullo. Era realmente hermosa, y
sorprendente. Parecía tener vida. ¡Era la efigie de Carmilla!
—Querida Carmilla, esto es un milagro. Eres tú, en verdad, viva y sonriente. A
esa pintura sólo le falta hablar. ¿No es extraordinario, papá? Mira, ¡incluso tiene el
pequeño lunar en el cuello!
Mi padre sonrió y dijo:
—Realmente, el parecido es asombroso.
Pero apartó la mirada y, ante mi extrañeza, no pareció sorprenderse demasiado, y
siguió hablando con el restaurador, que tenía también algo de artista y disertaba
inteligentemente acerca de los retratos, u otras obras, a los que su arte acababa de
devolver la luz y el color. Mientras, mi asombro iba en aumento cuanto más miraba el
cuadro.
—Papá, ¿me permites colgar este cuadro en mi habitación? —pregunté.
—Por supuesto, querida —dijo él, sonriendo—. Me complace que lo encuentres
tan parecido. Siendo así, debe de ser más bonito incluso de lo que yo pensaba.
La joven dama no agradeció el cumplido, ni tan siquiera pareció oírlo. Estaba
reclinada en su asiento, observándome fijamente con sus hermosos ojos de largas
pestañas, mientras sonreía en una especie de éxtasis.
—Ahora se puede leer con claridad —dije— el nombre que está escrito en la
esquina. No es Marcia. Parece escrito con letras doradas. El nombre es Mircalla,
condesa Karnstein. Encima de él puede verse una pequeña corona heráldica, y debajo
la fecha Anno Domini 1698. Yo desciendo de los Karnstein. Es decir, mamá
descendía de ellos.
—¡Ah! —exclamó Carmilla, lánguidamente—. Yo también creo ser una lejana
descendiente suya, muy antigua. ¿Vive ahora algún Karnstein?
—Ninguno que lleve el apellido, según creo —añadí yo—. La familia fue
destruida, me parece, en ciertas guerras civiles, hace mucho tiempo. Pero las ruinas
del castillo se encuentran a tan sólo unas tres millas de aquí.
—¡Qué interesante! —dijo ella, lánguidamente—. Pero ¡fíjate qué hermoso claro
de luna!
La joven miró en dirección a la puerta de la sala, que permanecía entreabierta.
—¿Damos una vuelta por el patio y echamos una ojeada al camino y al río?
—Se parece tanto a la noche en que llegaste —dije yo.
Carmilla suspiró, sonriente.
Luego se levantó, y, rodeándonos recíprocamente los talles con nuestros brazos,
salimos al patio.
Caminamos lentamente y en silencio hasta llegar al puente levadizo. Ante
nosotras se extendía el espléndido paisaje.
—Así que te acordabas de la noche en que llegué —me susurró—. ¿Te alegra que
viniera?
—Estoy encantada, querida Carmilla —respondí.
—Y has pedido el cuadro en el que ves un parecido conmigo, para colgarlo en tu
habitación —susurró, con un suspiro, ciñendo con más fuerza mi cintura con su
brazo, y apoyando su linda cabeza sobre mi hombro.
—¡Qué romántica eres, Carmilla! —exclamé—. Cuando me cuentes la historia de
tu vida, estoy convencida de que será como escuchar una novela.
Me besó en silencio.
—Estoy segura, Carmilla, de que has estado enamorada. Que en este mismo
momento debes estar enredada en algún asunto del corazón.
—Jamás he estado enamorada de nadie, y nunca lo estaré —susurró—. Salvo que
lo esté de tí.
¡Qué hermosa estaba Carmilla aquella noche a la luz de la luna!
Con un extraño arrebato de timidez, ocultó apresuradamente su rostro en mi
cuello, entre mis cabellos, suspirando tan agitadamente que parecía a punto de
sollozar. Y temblando, apretó con fuerza mi mano.
Su suave mejilla ardía contra la mía.
—Querida, querida mía —murmuró—. Yo vivo en tí, y tú morirás por mí. Te amo
tanto…
Me separé de ella.
Ahora me miraba con unos ojos de los que había desaparecido cualquier vestigio
de pasión o de intencionalidad, y su inexpresivo rostro había perdido el color.
—¿No está demasiado frío el ambiente, querida? —dijo, con apatía—. Casi estoy
temblando. ¿He estado soñando? Regresemos. Vamos, vamos, entremos en casa.
—Pareces enferma, Carmilla. Estás algo pálida. Deberías tomar un poco de vino
—le dije.
—Sí, lo haré. Ahora me encuentro mejor. Dentro de algunos minutos estaré
completamente bien. Sí, dame un poco de vino —contestó Carmilla, mientras nos
acercábamos a la puerta—. Quedémonos a mirar un rato todavía. Tal vez sea ésta la
última vez que contemplemos juntas el claro de luna.
—¿Cómo te encuentras ahora, querida Carmilla? ¿De veras estás mejor? —
pregunté.
Estaba empezando a alarmarme, temiendo que también ella hubiese sido atacada
por la misteriosa epidemia que, según se decía, había invadido la región.
—Papá, lo lamentaría terriblemente —añadí—, si supiese que has estado enferma,
aunque fuera mínimamente, sin que se lo hubiéramos dicho. Aquí cerca tenemos un
médico muy competente: el físico que estaba hoy con papá.
—Estoy segura de su competencia. Y sé lo bondadosos que sois todos. Pero, mi
querida niña, ahora vuelvo a encontrarme perfectamente bien. No me pasa nada;
únicamente me siento un poco débil. La gente dice que soy lánguida. Estoy
incapacitada para hacer cualquier tipo de ejercicio; apenas puedo caminar más que un
niño de tres años. Y, de vez en cuando, las escasas energías que tengo me abandonan,
y me pongo como me acabas de ver. Mas, a fin de cuentas, me recupero con mucha
facilidad, en seguida me pongo bien. Mira cómo me he recobrado.
Así era, en verdad. Continuamos conversando todavía durante bastante tiempo, y
ella estuvo muy animada. El resto de aquella velada transcurrió sin ninguna otra
recaída en lo que yo llamaba sus «apasionamientos». Me refiero a su vesánica forma
de hablarme y de mirarme, que me desconcertaba e incluso me asustaba.
Mas aquella noche sucedió algo que produjo un vuelco completo en mi forma de
pensar, y que incluso pareció sorprender a la lánguida naturaleza de Carmilla en un
estado momentáneo de gran vigor.
CAPÍTULO VI
UNA CONGOJA INESPERADA
ENTRAMOS en el salón y nos sentamos a tomar café y chocolate. Y aunque
Carmilla no probó nada, parecía estar totalmente repuesta. Madame Perrodon y
Mademoiselle De Lafontaine se reunieron con nosotras y jugamos una partidita de
cartas, en el transcurso de la cual vino papá a por lo que él llamaba su «tacita de té».
Cuando acabó la partida, se sentó en el sofá al lado de Carmilla, y le preguntó,
algo inquieto, si desde su llegada había tenido noticias de su madre.
—No —respondió ella.
A continuación le preguntó si sabía adónde podría enviarle él una carta en aquel
momento.
—No sabría decírselo —respondió ella, ambiguamente—. Mas he estado
pensando en dejarles; ya han sido demasiado hospitalarios y amables conmigo. Les
he causado innumerables molestias. Me gustaría coger mañana su carruaje, y correr la
posta en su búsqueda. Sé dónde encontrarla finalmente, aunque no me atrevo a
decírselo.
—Ni se le ocurra hacer semejante cosa —exclamó mi padre, con gran alivio por
mi parte—. No podemos permitirnos perderla de ese modo. No consentiré que nos
abandone, como no sea por iniciativa de su madre, que tuvo la bondad de consentir
que se quedara con nosotros hasta que ella regresara. Me alegraría mucho enterarme
de que ha tenido noticias suyas. Mas esta noche los informes acerca de los progresos
de la misteriosa enfermedad que ha invadido nuestro vecindario son todavía más
alarmantes. Y, a falta de noticias de su madre, me siento yo responsable, mi linda
huésped. Haré todo lo posible. Y una cosa es segura: no debe pensar en dejamos sin
una clara indicación de su madre en ese sentido. Sufriríamos demasiado
separándonos de usted como para que lo consintamos tan fácilmente.
—Mil gracias, señor, por su hospitalidad —contestó ella, sonriendo tímidamente
—. Han sido todos demasiado amables conmigo. Pocas veces en mi vida he sido tan
feliz como en su hermoso castillo, bajo sus cuidados, y en compañía de su hija.
De modo que mi padre le besó la mano a Carmilla, galantemente, a su viejo
estilo, sonriendo complacido por el breve discurso de la joven.
Como de costumbre, acompañé a Carmilla a su habitación, y me senté a charlar
con ella mientras se preparaba para acostarse.
—¿Crees —le dije, finalmente— que llegará el día en que confiarás plenamente
en mí?
Ella se volvió sonriente, pero no respondió. Tan sólo siguió sonriéndome.
—¿No vas a contestarme? —dije—. Seguramente no puedes darme una respuesta
satisfactoria. No debiera habértelo preguntado.
—Haces bien en preguntarme esto, o cualquier otra cosa. No sabes lo mucho que
te quiero, ni puedes imaginar una confianza mayor que la que yo te profeso. Mas
estoy atada por unos votos. Ni siquiera una monja los ha hecho la mitad de terribles.
Y todavía no me atrevo a contar mi historia, ni siquiera a tí. Está ya cercano el día en
que lo sabrás todo. Me juzgarás cruel y muy egoísta, mas el amor es siempre egoísta;
cuanto más apasionado, más egoísta. No puedes imaginar lo celosa que estoy. Tienes
que venir conmigo, y amarme hasta la muerte. O bien ódiame, pero ven conmigo,
odiándome hasta la muerte y aun después. No existe la palabra indiferencia en mi
naturaleza apática.
—Ahora, Carmilla, de nuevo vuelves a hablar sin sentido —dije,
apresuradamente.
—No lo haré más, aun siendo tan tonta como soy, y tan llena de caprichos y
fantasías. Por amor a tí, hablaré con más sensatez. ¿Has estado alguna vez en un
baile? —No. Continúa. ¿Cómo es? Deben de ser muy agradables.
—Casi lo he olvidado. ¡Hace tantos años!
Me reí.
—No eres tan vieja. No es posible que hayas olvidado tu primer baile.
—Sólo haciendo un gran esfuerzo puedo recordarlo. Lo veo todo, como los buzos
ven lo que pasa encima de ellos, a través de un medio denso y ondulante, pero
transparente. Algo ocurrió aquella noche que oscurece la imagen, y difumina los
detalles. Casi me asesinaron estando yo en cama, me hirieron aquí —se tocó el pecho
—. Desde entonces nunca he vuelto a ser la misma.
—¿Estuviste a punto de morir?
—Sí. Me invadió un amor cruel, extraño, capaz de arrebatarme la vida. El amor
exige sacrificios. Y no hay sacrificios sin sangre. Ahora debemos irnos a dormir. Me
siento tan indolente. ¿Cómo conseguiré ahora levantarme para cerrar la puerta con
llave?
Estaba acostada, con sus minúsculas manos ocultas bajo su espléndida cabellera
ondulada, y su cabecita reposando sobre la almohada. Y sus ojos brillantes me
seguían allá donde yo fuera, con una especie de sonrisa tímida que no podía descifrar.
Le di las buenas noches y salí sigilosamente de la habitación con una sensación
incómoda.
A menudo me preguntaba si nuestra linda huésped rezaría sus oraciones alguna
vez. Desde luego, yo no la había visto nunca de rodillas. Por la mañana, nunca bajaba
hasta mucho después de que hubieran terminado nuestros rezos en familia. Y por la
noche, jamás abandonaba el salón para asistir a nuestras breves plegarias vespertinas
en la sala.
De no haber salido casualmente, en una de nuestras despreocupadas
conversaciones, que había sido bautizada, habría dudado de que fuera cristiana. La
religión era un tema sobre el cual jamás le había oído decir una sola palabra. Si
hubiera conocido mejor el mundo, esa particular negligencia u hostilidad no me
habría sorprendido tanto.
Las precauciones de la gente nerviosa son contagiosas, y las personas de
temperamento parecido, al cabo de cierto tiempo, indudablemente acaban por
imitarlas. Yo había adoptado la costumbre de Carmilla de cerrar con llave la puerta de
la alcoba, sugestionada por sus caprichosos temores a los intrusos nocturnos y a los
merodeadores asesinos. Así mismo había adoptado su precaución de llevar a cabo un
breve registro por todos los rincones de la habitación, para convencerme de que
ningún asesino al acecho se hallaba «escondido».
Una vez tomadas tan prudentes medidas, me metí en la cama y en seguida me
dormí. Una luz había quedado encendida en mi habitación. Era esta una vieja
costumbre, de fecha muy remota, y de la que nada podría haberme inducido a
prescindir.
Así protegida, podía descansar tranquila. Mas los sueños atraviesan muros de
piedra, iluminan habitaciones oscuras, u oscurecen las luminosas. Y los personajes
que en ellos toman parte entran y salen a placer, riéndose de los cerrojos.
Aquella noche tuve un sueño que fue el comienzo de una congoja inesperada.
No puedo llamarlo pesadilla, porque tenía plena conciencia de estar dormida. Mas
igualmente tenía conciencia de encontrarme en mi habitación, acostada en mi cama,
exactamente como en realidad estaba. Vi, o me pareció ver, la habitación y los
muebles tal y como los había visto por última vez, sólo que había mucha más
oscuridad. Y vi algo moverse a los pies de la cama, que al principio no pude
distinguir claramente. Mas pronto descubrí que se trataba de un animal negro como el
hollín, parecido a un gato monstruoso. Me pareció que tendría alrededor de cuatro o
cinco pies de largo, ya que cuando cruzó la alfombrilla del hogar vi que medía por lo
menos tanto como ella. Iba y venía con la impaciencia ágil y siniestra de una bestia
enjaulada. No pude gritar, aunque, como puede suponer, estaba aterrada. Su paso era
cada vez más rápido, y la habitación cada vez más oscura, hasta que, finalmente, ya
no pude distinguir más que sus ojos. Advertí que saltaba suavemente sobre mi cama.
Sus grandes ojos se aproximaron a mi rostro, y de repente sentí un dolor
punzante, como si me clavaran profundamente en el pecho dos largas agujas, con una
separación entre ellas de una o dos pulgadas.
Me desperté dando un grito. La habitación estaba iluminada por la vela que
dejaba permanentemente encendida durante toda la noche, y vi una figura femenina a
los pies de mi cama, un poco hacia la derecha. Llevaba un holgado vestido negro, y
su cabello suelto caía sobre sus hombros, cubriéndolos. Un bloque de piedra no
hubiera podido estar más inmóvil. No se advertía en ella el más leve indicio de
respiración. Mientras yo la miraba fijamente, la figura parecía haberse movido, y
estaba ahora más cerca de la puerta. Luego llegó junto a ella, la puerta se abrió, y
aquella salió.
Me sentí entonces aliviada, y capaz de respirar y de moverme. Lo primero que
pensé fue que Carmilla me había gastado una broma, y yo me había olvidado de
cerrar la puerta. Me precipité hacia ella, y la encontré, como de costumbre, cerrada
por dentro. Me asustaba abrirla… estaba aterrorizada. Me metí en la cama de un
salto, me tapé la cabeza con las sábanas, y así permanecí, más muerta que viva, hasta
que amaneció.
CAPÍTULO VII
EMPEORAMIENTO
SERÍA inútil que tratara de contarle el horror con que, incluso ahora, recuerdo lo
sucedido aquella noche. No fue como el pánico transitorio que deja tras de sí un
sueño. Parecía intensificarse con el paso del tiempo, y contagiar a la habitación y a
los mismos muebles que habían estado en contacto con la aparición.
Durante todo el día siguiente no pude soportar que me dejaran sola ni por un
momento. Se lo habría contado a mi padre, a no ser por dos motivos opuestos. Pensé,
por una parte, que se reiría de mi historia, y que yo no podría soportar que aquello
fuera tomado a broma. Y por otra parte, me pareció que tal vez creyese que me había
atacado la misteriosa enfermedad que asolaba nuestra vecindad. Yo no abrigaba
recelo alguno en ese sentido. Mas mi padre estaba enfermo del corazón desde hacía
tiempo, y tenía miedo de sobresaltarle.
Me tranquilizaba bastante la bondadosa compañía de Madame Perrodon y de la
vivaracha Mademoiselle De Lafontaine. Ambas advirtieron que yo estaba
desanimada y nerviosa, y finalmente les conté lo que tanto me pesaba en el corazón.
Mademoiselle se rió, mas tuve la impresión de que Madame Perrodon pareció
inquietarse.
—A propósito —dijo Mademoiselle, riendo—, en el viejo paseo de los tilos ¡hay
fantasmas!
—¡Tonterías! —exclamó Madame, que probablemente consideró el asunto
bastante inoportuno—. ¿Quién te ha contado esa historia, querida?
—Martin dice que fue allí un par de veces antes del alba, para reparar la vieja
puerta del patio, y que en ambas ocasiones vio a la misma figura femenina
paseándose por la avenida de los tilos.
—Y con razón, en tanto haya vacas que ordeñar en los prados del río —dijo
Madame.
—Quizás. Pero Martin prefiere asustarse, y jamás vi a un tonto más asustado.
—No debéis contarle a Carmilla ni una palabra de esto, porque desde su ventana
puede ver aquel paseo —intervine yo—, y ella es, si cabe, todavía más impresionable
que yo.
Aquel día Carmilla bajó todavía más tarde que de costumbre.
—¡Qué miedo he pasado esta noche! —dijo, en cuanto estuvimos juntas—. Estoy
segura de haber visto algo espantoso. Menos mal que le compré aquel amuleto al
pobre jorobadito al que tanto insulté. Soñé que una forma negra rondaba mi cama, y
me desperté completamente aterrorizada. Y durante unos instantes, realmente creí ver
una figura oscura junto a la chimenea. Mas palpé debajo de la almohada, en busca del
amuleto, y en cuanto mis dedos lo tocaron, la figura desapareció. Estoy convencida
de que, de no haberlo llevado conmigo, algo horrendo se me habría aparecido, y tal
vez, me hubiese estrangulado, como hizo con esos infelices de los que hemos tenido
noticias.
—Bien. Ahora escúchame —empecé yo. Y le volví a contar mi aventura, ante
cuya relación pareció horrorizarse.
—¿Tenías el amuleto cerca? —me preguntó, anhelante.
—No, lo había metido en un jarrón de porcelana del salón. Mas si tienes tanta fe
en él, esta noche lo llevaré conmigo.
Después de tanto tiempo no sabría decirle, ni hacerle comprender, cómo logré
vencer mi pavor aquella noche y me quedé sola en la habitación. Recuerdo
claramente que prendí el amuleto en la almohada con un alfiler, y que me quedé
dormida casi inmediatamente, durmiendo todavía más profundamente que las otras
noches.
La noche siguiente también la pasé bien. Dormí profundamente y no tuve
pesadillas. Pero me desperté con una sensación de lasitud y de melancolía que, sin
embargo, no rebasaba el nivel en que casi resultaba voluptuosa.
—Bien, ya te lo dije —replicó Carmilla, cuando le describí mi tranquilo sueño—.
Yo también tuve un sueño muy agradable la noche pasada. Prendí el amuleto en la
pechera del camisón. La noche anterior lo tenía demasiado lejos. Estoy convencida de
que todo fue pura imaginación, a excepción de los sueños. Yo creía que eran los
espíritus del mal los que originaban los sueños, mas nuestro médico afirma que eso
no es cierto. Dice que es sólo un ataque pasajero de fiebre, o de alguna otra
enfermedad, que, como sucede a menudo, llama a nuestra puerta y, al no poder entrar,
sigue su camino, dejando a su paso esa señal de alarma.
—¿Por qué piensas que es útil el amuleto?
—Porque ha sido fumigado con alguna droga o sumergido en ella, de suerte que
actúa de antídoto contra la malaria —respondió Carmilla.
—Entonces, ¿actúa únicamente sobre el cuerpo?
—Por supuesto. ¿Crees acaso que los espíritus maléficos se asustan de unos
pedacitos de cinta, o de los perfumes de una botica? No. Esos males que vagan por el
aire comienzan por poner a prueba los nervios, y de ese modo infectan el cerebro.
Mas antes de que se apoderen de una, el antídoto los rechaza. Estoy segura de que ese
es el efecto que tuvo sobre nosotras el amuleto. No hay en él magia alguna.
Simplemente es un remedio natural.
Me habría sentido más feliz si hubiera podido estar completamente de acuerdo
con Carmilla. Mas hice cuanto pude, y la impresión inicial estaba perdiendo parte de
su fuerza.
Durante algunas noches dormí profundamente. Mas por la mañana sentía la
misma lasitud, y durante todo el día ese estado de languidez me consumía. Tenía la
impresión de ser otra persona. Una misteriosa melancolía se apoderaba de mí. Una
melancolía que no hubiera querido interrumpir. Sombríos pensamientos de muerte
comenzaron a abrirse camino en mi mente. Y la idea de que me estaba debilitando
lentamente tomó posesión de mí de un modo suave y, por alguna razón, no
desagradable. Aunque estuviera triste, el estado de ánimo que provocaba tal
sensación era también agradable. Fuera lo que fuese, mi alma lo aceptaba
resignadamente.
No quería admitir que me encontraba enferma. Y no consentí en hablar de ello
con papá, ni en llamar al médico.
Carmilla me quería más que nunca, y sus extraños paroxismos de lánguida
adoración eran cada vez más frecuentes. Se regodeaba conmigo con creciente ardor
cuanto más decaían mis ánimos y mi fortaleza. Eso me producía siempre una especie
de sobresalto, como un destello momentáneo de locura.
Sin advertirlo apenas, me encontraba ya en un estado bastante avanzado de
aquella enfermedad, la más extraña que jamás haya sufrido mortal alguno. Había en
sus primeros síntomas una inexplicable fascinación que me reconciliaba todavía más
con la incapacitación producida por esa fase de la enfermedad. Aquella fascinación
aumentó durante un tiempo, hasta alcanzar cierto punto, a partir del cual se mezcló
poco a poco con una sensación de horror, que fue intensificándose, como ya le
contaré, hasta echar a perder y desvirtuar toda mi vida.
El primer cambio que experimenté fue más bien agradable. Se produjo muy cerca
del punto de inflexión a partir del cual comenzó el descenso al Averno.
Ciertas sensaciones difusas y extrañas me visitaban durante el sueño. La más
frecuente era ese peculiar y súbito estremecimiento de placer que sentimos cuando
nos bañamos en un río contra corriente. Ese escalofrío pronto venía acompañado de
una sucesión de sueños, que parecían interminables, mas tan confusos que nunca
pude recordar sus paisajes ni sus personajes, ni ninguna porción coherente de su
intriga. Sin embargo, me causaban una impresión tremenda, dejándome con una
sensación de agotamiento, como si hubiese estado expuesta a grandes esfuerzos
mentales y peligros durante un largo período de tiempo.
De todos aquellos sueños me quedaba, al despertar, el recuerdo de haber estado
en un lugar muy oscuro, de haber hablado con gente a la que no podía ver, y, sobre
todo, de una voz femenina, clara, grave, que parecía hablarme desde muy lejos,
despacio, produciéndome siempre la misma sensación de solemnidad y miedo
indescriptibles. A veces tenía la sensación de que una mano se deslizaba
delicadamente por mis mejillas y mi cuello. Otras veces, era como si me besaran unos
labios apasionados, cada vez con mayor insistencia y más cariñosos a medida que
iban descendiendo hasta mi garganta, en donde la caricia se detenía. El corazón me
latía con más fuerza, mi respiración subía y bajaba rápidamente hasta el jadeo.
Después seguía un sollozo, que crecía hasta provocarme una sensación de ahogo, y se
transformaba finalmente en una convulsión terrible, que me hacía perder los sentidos
y la conciencia.
Habían pasado tres semanas desde que comenzara aquella inexplicable situación.
Durante la última semana, mis sufrimientos se habían reflejado en mi aspecto. Estaba
más pálida, tenía las pupilas dilatadas, y lucía grandes ojeras. Y la languidez que
había experimentado durante todo aquel tiempo empezaba a evidenciarse en mi
semblante.
Mi padre solía preguntarme a menudo si estaba enferma. Mas yo, con una
obstinación que ahora me parece inexplicable, me empeñaba en asegurarle que me
encontraba perfectamente bien.
En cierto sentido, eso era cierto. No sentía ningún dolor, no podía quejarme de
ningún malestar físico. Las molestias parecían fantasías mías, o producto de los
nervios. Y, por horribles que fuesen mis sufrimientos, los guardaba en secreto para
mí, con una reserva malsana.
No podía tratarse de aquel terrible mal que los campesinos llamaban upiro, pues
hacía ya tres semanas que lo padecía, y ellos raramente estuvieron enfermos más de
tres días, hasta que la muerte puso fin a sus desgracias.
Carmilla se quejaba de padecer pesadillas y sensaciones febriles, aunque de
ningún modo tan alarmantes como las mías. Digo que las mías eran extremadamente
alarmantes. Si hubiera sido capaz de comprender mi situación, hubiera suplicado de
rodillas ayuda y consejo. Mas aquella influencia tan insospechada actuaba sobre mí
como un narcótico, ofuscando mis sentidos.
Voy a contarle ahora un sueño que me llevó en seguida a un extraño
descubrimiento.
Una noche, en lugar de la voz que acostumbraba a oír a oscuras, escuché otra,
dulce y delicada, y al mismo tiempo terrible, que me dijo:
—Tu madre te aconseja que tengas cuidado con la asesina.
Al mismo tiempo brotó inesperadamente una luz, y vi a Carmilla, de pie, junto a
mi cama, con su camisón blanco, y bañada en sangre de la cabeza a los pies.
Me desperté dando un alarido, obsesionada con la idea de que Carmilla hubiese
sido asesinada. Me acuerdo que salté de la cama, y mi siguiente recuerdo es que me
encontraba en la antecámara, pidiendo auxilio a gritos.
Madame Perrodon y Mademoiselle De Lafontaine salieron corriendo de sus
habitaciones, alarmadas. Siempre había una luz encendida en la antecámara, y al
verme, no tardaron en conocer la causa de mi terror.
Insistí en que llamáramos a la puerta de la habitación de Carmilla. No obtuvimos
respuesta alguna. Aquello pronto se convirtió en un aporreo y un tumulto. Gritamos
su nombre, mas en vano.
Nos asustamos, ya que la puerta estaba cerrada con llave. Regresamos a mi
habitación, presas del pánico. Allí hicimos sonar la campana prolongada y
frenéticamente. Si la habitación de mi padre hubiese estado en aquella misma ala del
castillo, le hubiéramos llamado de inmediato en nuestra ayuda. Mas, por desgracia, se
encontraba fuera del alcance de nuestras voces, y llegar hasta él suponía una
excursión que ninguna de nosotras se veía con ánimos de llevar a cabo.
Sin embargo, los criados no tardaron en subir corriendo las escaleras. Mientras
tanto, yo me había puesto la bata y las zapatillas, y mis compañeras se habían
equipado ya del mismo modo. Al reconocer las voces de los criados en la antecámara,
salimos juntas. Y, tras renovar infructuosamente nuestras llamadas a la puerta de
Carmilla, ordené a los hombres que forzaran la cerradura. Así hicieron, mientras
nosotras quedamos esperando en el umbral, sosteniendo en alto las velas. Y de ese
modo, escudriñamos la habitación.
La llamamos por su nombre. Mas seguimos sin obtener respuesta. Registramos la
habitación. Todo estaba en orden. Exactamente en el mismo estado en que yo lo había
dejado al darle las buenas noches. Mas Carmilla había desaparecido.
CAPÍTULO VIII
REGISTRO
AL comprobar que la única señal de desorden en la habitación la habíamos
producido nosotras con nuestra violenta entrada, empezamos a calmarnos un poco, y
pronto recobramos el sentido lo suficiente para despedir a los hombres. A
Mademoiselle De Lafontaine se le ocurrió que posiblemente Carmilla se habría
despertado a causa del tumulto en su puerta, y en un primer momento de pánico había
saltado de la cama y se había escondido en un ropero, o detrás de una cortina, de
donde, por supuesto, no podía salir hasta que el mayordomo y sus secuaces se
hubieran retirado. Recomenzamos de nuevo nuestro registro, y empezamos otra vez a
llamarla por su nombre.
Todo fue en vano. Nuestro desconcierto y nuestra inquietud fueron en aumento.
Examinamos las ventanas, mas estaban todas cerradas. Imploré a Carmilla que, si se
había ocultado, no prolongara más aquella broma cruel, que pusiera fin a nuestras
preocupaciones, saliendo de su escondite. Todo fue inútil. Para entonces yo ya estaba
convencida de que no se encontraba en la habitación, ni en la recámara, cuya puerta
estaba también cerrada con llave por nuestro lado. Por allí no podía haber pasado. Mi
desconcierto era total. Tal vez Carmilla había descubierto uno de esos pasadizos
secretos que, según la anciana ama de llaves, se sabía que existían en el schloss,
aunque nadie recordara ya su situación exacta. Sin duda alguna todo se aclararía
dentro de poco, por muy desconcertados que estuviésemos de momento.
Como eran ya más de las cuatro, preferí pasar las restantes horas de oscuridad en
la habitación de Madame Perrodon. La luz del día, sin embargo, tampoco aportó
solución alguna al problema.
A la mañana siguiente toda la casa, con mi padre a la cabeza, se encontraba presa
del nerviosismo. Se registraron todos los rincones del castillo. Se exploró el terreno
palmo a palmo. Mas no pudo descubrirse ni el menor rastro de la desaparecida dama.
Se pensaba ya en dragar el riachuelo. Mi padre estaba fuera de sí: ¿qué historia le
contaría a la madre de la infeliz muchacha cuando regresase a recogerla? También yo
había perdido la cabeza, aunque mi congoja era de una especie totalmente diferente.
La mañana transcurrió entre la alarma y la agitación. Era ya la una, y todavía no
había noticias de Carmilla. Subí corriendo a su habitación, y la encontré de pie frente
a su tocador. Me quedé perpleja. No podía dar crédito a mis ojos. Me hizo señas en
silencio con sus lindos dedos. En su rostro se leía el miedo en grado sumo.
Corrí hacia ella en un arrebato de júbilo. La besé y abracé una y otra vez. Me
abalancé sobre la campanilla y la hice sonar con vehemencia, para que vinieran los
demás, aliviando así de inmediato la preocupación de mi padre.
—Querida Carmilla, ¿qué ha sido de tí todo este tiempo? Estábamos angustiados
y preocupados por tí —exclamé—. ¿Dónde has estado? ¿Cómo has vuelto?
—La pasada noche ha sido una noche de prodigios —dijo.
—¡Por el amor de Dios!, explícate todo lo que puedas.
—Eran más de las dos de la madrugada —dijo— cuando, como de costumbre, me
fui a la cama, después de haber cerrado las puertas con llave, tanto la del vestidor
como la que da al corredor. Dormí sin interrupción y, que yo sepa, sin pesadillas. Mas
acabo de despertarme aquí en la recámara, echada en el sofá, y he encontrado abierta
la puerta que comunica ambos aposentos, y la otra forzada. ¿Cómo ha podido ocurrir
todo eso sin que me haya despertado? Deben de haber hecho mucho ruido, y yo me
despierto muy fácilmente. ¿Cómo es posible que me hayan sacado de la cama sin que
mi sueño se haya visto interrumpido, si me despierto sobresaltada al menor
murmullo?
Para entonces estaban ya en la habitación Madame Perrodon, Mademoiselle De
Lafontaine, mi padre y numerosos criados. Desde luego, Carmilla fue abrumada a
preguntas, felicitaciones y bienvenidas. No tenía ninguna otra historia que contar, y
parecía la menos capacitada de todo el grupo para proponer alguna explicación lógica
a lo ocurrido.
Mi padre daba vueltas por la habitación, reflexionando. Vi cómo Carmilla le
observaba con una mirada sigilosa y enigmática.
Una vez que mi padre hubo despedido a los criados, y habiéndose ido
Mademoiselle De Lafontaine a buscar un frasquito de valeriana y sal volátil, no
quedaba nadie en la habitación salvo mi padre, Madame Perrodon y yo misma.
Entonces, mi padre se acercó a Carmilla, pensativo, y tomándole la mano con
delicadeza, la condujo hasta el sofá y se sentó a su lado.
—¿Me perdonarás, querida niña, si aventuro una hipótesis y te formulo una
pregunta?
—¿Quién podría tener más derecho que usted? —dijo ella—. Pregunte lo que
guste, y se lo contaré todo. Aunque mi historia no contiene más que perplejidades y
misterio. No sé absolutamente nada. Hágame la pregunta que quiera. Mas no se
olvide, por supuesto, de las limitaciones que mi madre me impuso.
—Desde luego, mi querida niña. No debo abordar los asuntos que ella desea
silenciar. Veamos: el maravilloso suceso ocurrido la pasada noche consiste en que has
sido desplazada de tu cama y de tu habitación sin despertarte, y ese traslado
aparentemente ha tenido lugar con las ventanas y las dos puertas cerradas desde el
interior. Voy a exponerte mi teoría, mas antes te haré una pregunta.
Carmilla se apoyaba en su mano, abatida. Madame Perrodon y yo escuchábamos
conteniendo la respiración.
—Bien, mi pregunta es la siguiente: ¿nunca has tenido la sospecha de que
pudieras caminar en sueños?
—Jamás, desde que era niña.
—¿Lo hacías, entonces, cuando eras muy pequeña?
—Sí, sé que lo hacía. Mi vieja aya me lo ha contado a menudo.
Mi padre sonrió, asintiendo con la cabeza.
—Bueno, eso explica lo ocurrido, que fue lo siguiente: te levantaste dormida, y
abriste la puerta, sin dejar la llave en la cerradura, como de costumbre, sino
extrayéndola y cerrando aquella por fuera. Luego volviste a extraer la llave y te la
llevaste a cualquiera de los veinticinco aposentos de esta planta, o tal vez escaleras
arriba o abajo. Hay tantos aposentos y gabinetes, tal profusión de muebles pesados, y
tanta acumulación de trastos viejos, que se necesitaría una semana para registrar a
fondo esta vieja mansión. ¿Comprendes ahora lo que quiero decir?
—Claro que sí. Mas no del todo —respondió ella.
—¿Y cómo te explicas, papá, que la hayamos encontrado después en el sofá de la
recámara, que con tanto cuidado habíamos registrado?
Regresaría allí, todavía en sueños, cuando ya os habíais marchado. Y por último
se despertaría espontáneamente, sintiéndose tan sorprendida de encontrarse donde
estaba como cualquiera de nosotros. Ya me gustaría a mí que todos los misterios se
pudieran explicar tan fácil e inocentemente como los tuyos, Carmilla —añadió mi
padre, sonriendo—. De modo que debemos felicitarnos por tener la certeza de que la
explicación más sencilla del suceso no implica drogas, ni cerraduras forzadas, ni
ladrones, ni envenenadores, ni brujas… Nada que deba alarmar a Carmilla, ni a
cualquier otra persona, respecto a nuestra propia seguridad.
Carmilla ofrecía ahora un aspecto encantador. Tenía un tono de color más
hermoso que nunca. Su belleza, pienso, se veía realzada por la elegante languidez que
le era tan peculiar. Sospecho que mi padre debió de comparar su aspecto con el mío,
para sus adentros, porque observó:
—Desearía que mi pobre Laura tuviera mejor semblante.
Y suspiró.
De esta manera, se acabaron felizmente nuestras alarmas, y Carmilla fue
restituida a sus amigos.
CAPÍTULO IX
EL DOCTOR
COMO quiera que Carmilla no estaba dispuesta a que ninguna sirvienta pasara la
noche en su habitación, mi padre dispuso que un criado durmiera delante de su
puerta, de manera que no pudiera realizar otra salida nocturna sin ser detenida en su
mismo umbral.
Aquella noche transcurrió en calma. A primeras horas de la mañana siguiente,
vino a verme el doctor, al que mi padre había hecho llamar sin decirme una palabra.
Madame Perrodon me acompañó a la biblioteca, en donde me estaba esperando el
severo y diminuto médico, de cabello blanco y con gafas, que antes he mencionado.
Le conté mi historia, y a medida que lo hacía él iba poniéndose cada vez más
serio.
Estábamos, él y yo, en el hueco de una de las ventanas, el uno frente al otro.
Cuando terminé mi exposición, se apoyó en la pared, y me miró fijamente con un
interés en el que se transparentaba un cierto horror.
Tras un minuto de reflexión, preguntó a Madame Perrodon si podía ver a mi
padre.
Por consiguiente se le mandó buscar, y cuando entró, sonriente, dijo:
—Estoy por pensar, doctor, que va a decirme que soy un viejo estúpido por
haberle hecho venir hasta aquí. Espero que así sea.
Pero su sonrisa se ensombreció cuando el doctor le llamó aparte, con el rostro
muy preocupado.
Mi padre y el médico hablaron un rato en el mismo hueco donde yo acababa de
conferenciar con este último. Parecía una conversación sincera y argumentativa. La
habitación es muy grande, y Madame Perrodon y yo permanecimos juntas, al otro
extremo, ardiendo de curiosidad. Sin embargo, no pudimos oír ni una sola palabra, ya
que hablaban en voz baja y el profundo hueco de la ventana ocultaba por completo al
doctor de nuestra vista, y casi enteramente a mi padre, del que tan sólo podíamos ver
un pie, un brazo y un hombro. Supongo que las voces eran todavía menos audibles a
causa de la especie de reservado que formaban el grueso muro y la ventana.
Al cabo de un rato, asomó en la habitación el rostro de mi padre. Estaba pálido,
pensativo, y, me pareció, nervioso.
—Laura, querida, ven aquí un momento. Madame, de momento no la
molestaremos más, dice el doctor.
En consecuencia, me acerqué, por primera vez un poco asustada. Pues, a pesar de
sentirme débil, no creía estar enferma, y la fortaleza, se imagina una siempre, es algo
que podemos recobrar cuando nos plazca.
Según me acercaba, mi padre me tendió la mano, aunque seguía mirando al
médico. Luego me dijo:
—Desde luego es muy curioso; no acabo de entenderlo. Laura, querida, acércate.
Presta atención al doctor Spielsberg, y serénate.
—La noche en la que experimentaste por vez primera tu horrible sueño,
mencionaste haber sentido como si dos agujas te hubieran perforado la piel en alguna
parte del cuello. ¿Te sigue doliendo todavía?
—No, en absoluto —contesté.
—¿Puedes señalarme con el dedo el lugar aproximado en el que te imaginas que
te ocurrió eso?
—Más o menos debajo de la garganta… aquí —contesté.
Llevaba yo puesta una bata, que ocultaba el lugar que estaba señalando con el
dedo.—
Ahora se convencerá usted misma —dijo el doctor—. No le importará que su
papá le abra un poco el escote, ¿verdad? Es necesario para descubrir algún síntoma de
la enfermedad que padece.
Asentí. El lugar indicado estaba tan sólo a una o dos pulgadas por debajo del
escote.
—¡Dios mío!… Ahí está —exclamó mi padre, poniéndose pálido.
—Ahora puede verlo con sus propios ojos —dijo el doctor, con aire triunfal
aunque pesimista.
—¿Qué es eso? —exclamé yo, empezando a asustarme.
—Nada, mi querida damita, sólo una diminuta marca azulada, aproximadamente
del tamaño de la yema de su dedo meñique. Ahora bien —prosiguió, volviéndose
hacia papá—, la cuestión es ¿qué es lo mejor que puede hacerse?
—¿Existe algún peligro? —insistí, sumamente turbada.
—Espero que no, querida —contestó el doctor—. No veo por qué no habría de
reponerse. No veo por qué no habría de comenzar a mejorar inmediatamente. ¿Es ahí
donde empieza la sensación de estrangulamiento?
—Sí —contesté yo.
—Acuérdese lo mejor que pueda: ¿actuaba como una especie de centro, alrededor
del cual se producía la irradiación de ese estremecimiento que acaba de describir,
como la corriente de un río helado chocando contra usted?
—Es posible; creo que sí.
—¡Ah! ¿Lo ve? —añadió, volviéndose hacia mi padre—. ¿Puedo decirle unas
palabras a Madame Perrodon?
—Desde luego —dijo mi padre.
El doctor Spielsberg llamó a Madame Perrodon y le dijo:
—He encontrado a mi joven amiga bastante desmejorada. Espero que no sea nada
de importancia. Mas será preciso tomar algunas medidas, que ya tendré ocasión de
explicarle. Mientras tanto, Madame, tendrá la amabilidad de no dejar sola a la
señorita Laura ni un solo momento. Esa es, por el momento, la única instrucción que
puedo darle. Es indispensable.
—Ya sé, Madame, que podemos contar con su amabilidad —añadió mi padre.
Madame Perrodon se lo aseguró vehementemente.
—Y tú, mi querida Laura, sé que cumplirás las instrucciones del doctor.
—Debo pedirle su opinión —prosiguió mi padre, dirigiéndose otra vez al médico
— sobre otra paciente, cuyos síntomas se parecen un poco a los de mi hija, que ella
misma acaba de detallarle… Mucho más benignos en cuanto a intensidad, mas pienso
que prácticamente de la misma especie. Se trata de una joven dama… y huésped
nuestra. Mas ya que dice usted que volverá a visitarnos al anochecer, lo mejor será
que cene aquí con nosotros, y entonces podrá verla. Ella no baja nunca antes del
atardecer.
—Se lo agradezco —dijo el doctor—. Estaré con ustedes, pues, esta tarde, hacia
las siete.
Y a continuación nos repitieron sus instrucciones a Madame Perrodon y a mí. Y
con este último encargo mi padre nos dejó, y salió con el doctor. Les vi ir y venir del
camino al foso y viceversa, por el prado que está enfrente del castillo,
manifiestamente ensimismados en una animada conversación.
El doctor no regresó. Le vi montar a caballo, despedirse, y cabalgar hacia el este
atravesando el bosque. Casi al mismo tiempo vi llegar de Dranfeld al correo, el cual,
tras desmontar, le entregó a mi padre la saca de la correspondencia.
Mientras tanto, Madame Perrodon y yo estuvimos muy ocupadas, perdiéndonos
en conjeturas acerca de los motivos de la singular y severa orden que el doctor y mi
padre habían convenido en imponernos. Madame Perrodon, según me contó más
tarde, tenía miedo de que el doctor se recelara un ataque repentino, y que como
consecuencia de no contar con ayuda inmediata, pudiera yo perder la vida en un
acceso, o al menos quedar seriamente dañada.
Esta interpretación no me sorprendió. Me imaginé, quizás por suerte para mis
nervios, que aquella orden me había sido impuesta solamente para garantizarme una
compañera, la cual me impidiera hacer demasiado ejercicio, o comer fruta sin
madurar, o cometer cualquiera de las mil insensateces a las que los jóvenes
supuestamente son tan propensos.
Media hora más tarde entró mi padre con una carta en la mano, y dijo:
—Esta carta ha llegado con retraso. Es del general Spielsdorf. Podía haber estado
aquí ayer, puede que no venga hasta mañana, o tal vez llegue hoy.
Me entregó la carta abierta. Mas no parecía complacido, como tenía por
costumbre cada vez que llegaba un huésped, en especial alguien tan apreciado como
el general. Por el contrario, daba la impresión de que desearía más bien que aquél se
encontrara en el fondo del Mar Rojo. Evidentemente había algo en su mente que
prefería no divulgar.
—Querido papá, ¿quieres contarme qué pasa? —dije yo, cogiéndole de repente
por el brazo y, por supuesto, mirándole a los ojos en actitud suplicante.
—Tal vez —respondió, alisándome el cabello acariciadoramente por encima de la
frente.
—¿Piensa el doctor que estoy muy enferma?
—No, querida. Cree que si se toman las medidas oportunas, volverás a ponerte
bien, o al menos en uno o dos días estarás en perfecta disposición para recuperarte
por completo —contestó, un poco secamente—. Hubiera sido preferible que nuestro
buen amigo el general hubiese elegido otro momento cualquiera; es decir, me habría
gustado que estuvieras perfectamente bien para recibirle.
—Mas dime, papá —insistí—, ¿qué piensa el doctor que me pasa?
—Nada. No debes atormentarme con preguntas —respondió, más irritado de lo
que recuerdo haberle visto nunca. Y viendo, me imagino, que yo parecía dolida, me
besó y agregó—: Lo sabrás todo dentro de uno o dos días; es decir, todo lo que yo sé.
Entre tanto, no lo pienses más.
Dio media vuelta y abandonó la habitación, mas regresó antes de que yo pudiera
sentirme asombrada y perpleja por la singularidad de todo aquello. Volvió sólo para
decirme que se iba a Karnstein y que había ordenado que dispusieran el carruaje para
las doce. Y que teníamos que acompañarle Madame Perrodon y yo. Iba a ver al
sacerdote que vivía próximo a aquellos lugares pintorescos, por una cuestión de
negocios. Y como Carmilla jamás los había visto, podría seguirnos, cuando bajara de
sus habitaciones, acompañada por Mademoiselle De Lafontaine, que llevaría lo
necesario para lo que ustedes llaman un picnic, que podríamos organizar en las ruinas
del castillo.
En consecuencia, a las doce en punto estaba ya preparada, y poco después mi
padre, Madame Perrodon y yo nos pusimos en camino para nuestra proyectada
excursión. Una vez cruzado el puente levadizo torcimos a la derecha, y seguimos el
camino que atravesaba el empinado puente gótico en dirección oeste, hasta llegar al
pueblo desierto y el castillo en ruinas de los Karnstein.
No es posible imaginar una excursión campestre más agradable. El terreno se
quiebra en suaves colinas y hondonadas, cubiertas todas ellas de hermoso bosque,
totalmente desprovisto de la relativa formalidad que le confieren las plantaciones
artificiales, el cultivo tempranero y la poda.
Las irregularidades del terreno desvían a menudo el camino de su curso, y le
hacen serpentear, bordeando las quebradas y las laderas más abruptas de las colinas,
en medio de una diversidad casi inagotable de suelos.
Al torcer uno de esos recodos, súbitamente nos topamos con nuestro viejo amigo
el general, que cabalgaba hacia nosotros, acompañado por un criado también a
caballo. Su equipaje le seguía en un carromato de alquiler, que es como llamamos
nosotros a los carros.
Al acercarnos el general desmontó y, tras los saludos de rigor, le convencimos
fácilmente para que aceptara un asiento libre en nuestro carruaje, y enviamos su
caballo al schloss con su criado.
CAPÍTULO X
DESCONSOLADO
HABÍAN transcurrido alrededor de diez meses desde que le habíamos visto por
última vez. Mas ese corto espacio de tiempo había bastado para que su aspecto
hubiera experimentado una transformación propia del paso de los años. Había
adelgazado. Un no sé qué de melancolía e inquietud en sus rasgos había reemplazado
a aquella serenidad cordial que solía caracterizarle. Sus ojos azul oscuro, siempre
penetrantes, brillaban ahora con mayor severidad bajo sus enmarañadas cejas grises.
No se trataba de una de esas transformaciones que normalmente provoca una gran
congoja, sino que una especie de apasionado furor parecía haberle conducido a aquel
estado.
Apenas reanudamos la marcha, el general empezó a hablar, con su habitual
franqueza de militar, de la pérdida, así la llamó, que había sufrido por la muerte de su
querida sobrina y pupila. Y luego estalló, en un tono de intensa amargura y furor,
lanzando invectivas contra las «artes diabólicas» de las que había sido víctima la
infeliz muchacha, y expresando, con más exasperación que piedad, su asombro ante
el hecho de que el Cielo permitiera con tan monstruosa indulgencia la lascivia y
maldad del infierno.
Mi padre, que inmediatamente se dio cuenta de que le había acontecido algo
realmente extraordinario, le pidió que detallara, si no le resultaba demasiado penoso,
las circunstancias que en su opinión justificaban los duros términos en que se
expresaba.
—Se lo contaría todo con sumo placer —dijo el general—, mas no me creería.
—¿Por qué no? —preguntó mi padre.
—Porque, querido amigo —contestó él, con malhumor—, usted no cree en nada
que no esté de acuerdo con sus prejuicios y sus gustos. Recuerdo que yo era como
usted, mas ahora me he aprendido la lección.
—Póngame a prueba —dijo mi padre—; no soy tan dogmático como usted
supone. Además, me consta que, en general, usted exige pruebas para creerse algo, y,
por consiguiente, estoy firmemente predispuesto a respetar sus conclusiones.
—Tiene razón al suponer que no he sido inducido a la ligera a creer en la
existencia de prodigios (pues lo que experimenté fueron prodigios). Me he visto
obligado, ante una evidencia extraordinaria, a dar crédito a algo que va
diametralmente en contra de todas mis teorías. He sido víctima inocente de una
conspiración preternatural.
A pesar de sus profesiones de confianza en la perspicacia del general, vi que, al
llegar a ese punto, mi padre le miró con lo que me pareció una acusada expresión de
duda acerca de su cordura.
El general, afortunadamente, no lo advirtió. Miraba con melancolía y curiosidad
los claros y perspectivas de los bosques que se extendían ante nosotros.
—¿Se dirige a las ruinas de los Karnstein? —dijo—. Sí, es una feliz coincidencia.
Precisamente iba a pedirle que me llevara allí para inspeccionarlas. Hay algo en
especial que me gustaría explorar. ¿No existe allí una capilla en ruinas con numerosas
tumbas de esa familia extinta?
—Así es… y por añadidura muy interesante —dijo mi padre—. ¿Acaso pretende
reclamar el título nobiliario o las propiedades?
Mi padre dijo esto alegremente, mas el general no respondió con la obligada risa,
ni siquiera la sonrisa, que la cortesía exige a las bromas de un amigo. Al contrario,
parecía serio e incluso furioso, como si estuviera cavilando sobre algo que provocara
su ira y su horror.
—Se trata de algo bien distinto —dijo, bruscamente—. Tengo la intención de
desenterrar a algún miembro de esa familia tan admirable. Espero, ¡voto a Dios!,
llevar a cabo un piadoso sacrilegio, que liberará a nuestra tierra de ciertos monstruos,
y permitirá que la gente honrada duerma en sus camas sin verse atacada por asesinos.
Tengo extrañas cosas que contarle, mi querido amigo; cosas que hace unos pocos
meses yo mismo hubiera rechazado como increíbles.
Mi padre volvió a mirarle, mas en esta ocasión no había desconfianza en su
mirada, sino más bien una especie de comprensión profunda y una cierta alarma.
—La familia de los Karnstein —dijo— se extinguió hace ya mucho tiempo; cien
años por lo menos. Mi querida esposa descendía por línea materna de los Karnstein.
Mas el apellido y el título han dejado de existir hace mucho. El castillo está en ruinas;
el mismo pueblo está abandonado; han pasado más de cincuenta años desde la última
vez que se vio salir humo por alguna de sus chimeneas; no queda ni un techo intacto.
—Totalmente cierto. He oído muchos comentarios sobre eso desde que le vi por
última vez; tantos que se asombraría. Mas es mejor que se lo cuente todo en el orden
en que sucedió —dijo el general—. Usted conoció a mi querida pupila… mi hija,
podría llamarla. No había nadie tan hermosa como ella, y hace tan sólo tres meses
ninguna otra de salud tan radiante.
—En efecto, ¡pobrecita! Cuando la vi por última vez estaba realmente preciosa —
dijo mi padre—. Le aseguro que me apenó y conmocionó más de lo que podría
contarle, mi querido amigo; sabía cuán duro golpe fue para usted.
Mi padre tomó la mano del general, y se la estrechó con afecto. Los ojos del viejo
soldado se llenaron de lágrimas, que no trató de ocultar. Luego dijo:
—Somos amigos desde hace mucho tiempo. Sabía que me compadecería, ya que
no tengo hijos. Ella se había convertido para mí en objeto del más caro interés, y
correspondía a mis atenciones con un afecto que alegraba mi hogar y aportaba
felicidad a mi vida. Ahora todo ha terminado. No pueden ser muchos los años que me
quedan de vida. Mas, con la ayuda de Dios, antes de morir espero poder prestar un
servicio a la humanidad, y contribuir a la venganza del Cielo contra los desalmados
que han asesinado a mi pobre niña en la primavera de sus esperanzas y su belleza.
—Decía, hace un momento, que pretendía relatar todo lo ocurrido —dijo mi
padre—. Hágalo, se lo ruego; le aseguro que no es sólo curiosidad lo que me incita.
Para entonces habíamos llegado al lugar en que el camino de Drunstall, por el que
había venido el general, se bifurca del otro camino por el que nos dirigíamos a
Karnstein.
—¿A qué distancia quedan las ruinas? —preguntó el general, mirando al frente
con inquietud.
—Alrededor de media legua —contestó mi padre—. Por favor, cuéntenos la
historia que ha tenido la amabilidad de prometernos.
CAPÍTULO XI
LA HISTORIA
—DE todo corazón —dijo el general, haciendo un esfuerzo. Y tras una breve
pausa para poner en orden sus ideas, comenzó uno de los relatos más extraños que
jamás haya oído.
»Mi querida niña estaba esperando con gran placer e ilusión la visita que usted
mismo tuvo la bondad de disponer que hiciera a su encantadora hija —en ese
momento me hizo una reverencia galante, aunque melancólica—. Entre tanto
recibimos una invitación de mi viejo amigo el conde Carlsfeld, cuyo schloss se
encuentra a unas seis leguas al otro lado del de los Karnstein. Era para asistir a una
serie de fétes que, como recordará, el conde ofrecía en honor de su ilustre visitante, el
Gran Duque Charles.
—Sí, lo recuerdo. Y bien espléndidas que fueron, ya lo creo —dijo mi padre.
—¡Principescas! Por aquel entonces su hospitalidad era totalmente regia. En
verdad estaba en posesión de la lámpara de Aladino. La noche en que comenzó mi
pesar estuvo dedicada a un fastuoso baile de máscaras. Se abrieron al público los
jardines, y de los árboles pendían lámparas de colores. Hubo tal despliegue de fuegos
artificiales como ni siquiera París ha presenciado jamás. ¡Y qué música!… La
música, usted lo sabe, es mi debilidad… ¡Qué música más arrebatadora! La mejor
orquesta del mundo, tal vez; y los mejores cantantes que pudieron reunirse,
procedentes de los más célebres teatros europeos de ópera. Mientras se paseaba uno
por aquellos jardines tan fantásticamente iluminados, con el castillo bajo el claro de
luna proyectando a través de sus largas hileras de ventanas una luz rosada, podía
escuchar de repente esas voces arrebatadoras saliendo furtivamente del silencio de
alguna arboleda, o elevándose desde las barcas que surcaban el lago. Mientras
contemplaba y escuchaba todo aquello, yo mismo me sentía devuelto a los amoríos y
la poesía de mi primera juventud.
»Cuando se acabaron los fuegos artificiales, y comenzó el baile, regresamos al
grandioso conjunto de salas que se habían abierto para los bailarines. Un baile de
máscaras, ya lo sabe usted, es algo digno de ver; mas un espectáculo tan brillante
como aquél yo no lo había visto antes.
»Era una reunión muy aristocrática. Yo era prácticamente el único “don nadie”
que había presente.
»Mi querida niña estaba radiante de hermosura. No llevaba máscara. Su
excitación y su deleite añadían un encanto indecible a sus facciones, siempre
hermosas. Me fijé en una dama joven, espléndidamente vestida, pero enmascarada,
que parecía observar a mi pupila con extraordinario interés. La había visto antes, por
la tarde, en la gran sala, y de nuevo, durante unos pocos minutos, paseando cerca de
nosotros, en actitud similar, por la terraza que había bajo los ventanales del castillo.
Otra dama, igualmente enmascarada, vestida con gran riqueza y solemnidad, y con el
aire majestuoso de una persona de rango, la acompañaba como dueña. Si la dama
joven no hubiera llevado máscara, yo podría haber tenido, por supuesto, una mayor
certidumbre acerca de si realmente estaba vigilando a mi infeliz y querida sobrina.
Ahora estoy completamente seguro de que lo hacía.
»Poco después nos encontrábamos en uno de los salones. Mi pobre y querida niña
había estado bailando, y descansaba un rato sentada en una de las sillas cerca de la
puerta. Yo estaba a su lado. Las dos damas que he mencionado se aproximaron, y la
más joven tomó asiento junto a mi pupila, mientras su acompañante permaneció a mi
lado y durante un rato estuvo hablando en voz baja con la joven que tenía bajo su
tutela.
»Valiéndose del privilegio de su máscara se volvió hacia mí, y empleando un tono
amistoso y llamándome por mi nombre, inició conmigo una conversación, que
despertó bastante mi curiosidad. Mencionó las diversas ocasiones en que se había
topado conmigo… en la Corte y en ciertas mansiones distinguidas. Y aludió a
pequeños incidentes que yo había olvidado hacía tiempo, pero que, según comprobé,
permanecían latentes en mi memoria, ya que inmediatamente cobraron vida nada más
abordarlos ella.
»A cada momento aumentaba mi curiosidad por averiguar quién era. Ella eludía
mis intentos de descubrir su identidad de una manera muy hábil y simpática. El
conocimiento que mostraba de diversos episodios de mi vida me parecía más bien
inexplicable. Mas ella parecía obtener un placer nada anormal frustrando mi
curiosidad y viéndome forcejear, en mi vehemente perplejidad, con unas y otras
conjeturas.
»Entre tanto, la dama joven, a quien su madre llamó con el extraño nombre de
Millarca, cuando se dirigió a ella en un par de ocasiones, inició una conversación con
mi pupila, con idéntica facilidad y gracia.
»Se presentó ella misma afirmando que su madre era una vieja amiga de la mía.
Hablaba con la fácil audacia que proporciona el hecho de llevar puesta una máscara.
Conversó con ella como si fuera amiga suya. Alabó su vestido, y le insinuó muy
lindamente su admiración por la belleza de su rostro. La divirtió con sus críticas
risueñas de la gente que atestaba la sala de baile, y se rió con las bromas de mi pobre
niña. Podía ser muy ingeniosa y aguda, cuando quería, y al cabo de un rato ambas se
habían hecho muy buenas amigas. Entonces la joven forastera se quitó la máscara,
mostrando un rostro extraordinariamente hermoso, que yo jamás había visto antes, ni
tampoco mi querida niña. Mas, aun siendo desconocidas para nosotros, sus facciones
nos parecieron tan agraciadas, y tan encantadoras, que era del todo imposible no
sentirse poderosamente atraído por ellas. Eso le ocurrió a mi pobre chica. Nunca he
visto a nadie encapricharse tanto de otra persona a primera vista, como, a decir
verdad, lo hizo aquella forastera, que parecía haber perdido completamente la cabeza
por mi sobrina.
»Aprovechando, mientras tanto, la familiaridad a que se presta un baile de
máscaras, le hice no pocas preguntas a la dama de más edad.
»—Ha conseguido desconcertarme por completo —le dije, riendo—. ¿No le
basta? ¿No consentirá, ahora, en ponerse en igualdad de términos conmigo, y tendrá
la amabilidad de quitarse la máscara?
»—¡Qué pretensión más desmedida! —replicó ella—. ¡Pedirle a una dama que
renuncie a un privilegio! Además, ¿cómo sabe que me reconocería? Los años
cambian a las personas.
»—Como usted misma podrá comprobar —dije yo, haciéndole una reverencia,
con una risita, supongo, más bien melancólica.
»—Tal como nos dicen los filósofos —dijo ella—. ¿Cómo sabe que el ver mi
rostro le ayudaría a reconocerme?
»—Me arriesgaré —respondí yo—. Es inútil que trate de hacerse pasar por una
mujer vieja; su figura la traiciona.
»—Han pasado varios años, sin embargo, desde la última vez que le vi, o más
bien desde que usted me vio a mí, pensándolo bien. Millarca, que está aquí, es mi
hija; por tanto yo no puedo ser joven, ni siquiera a juicio de aquellas personas a las
que el tiempo ha enseñado a ser indulgentes. Y no me gustaría verme comparada con
el recuerdo que usted conserve de mí. Usted no tiene máscara que quitarse. No puede
ofrecerme nada a cambio.
»—Apelo a su compasión para que se la quite.
»—Y yo a la suya, para que la permitáis quedarse en donde está —replicó ella.
»—Bien, entonces, al menos me dirá si es usted francesa o alemana; habla ambas
lenguas perfectamente.
»—No creo que vaya a decirle eso, general. Usted intenta sorprenderme, y está
planeando por dónde iniciar el ataque.
»—En todo caso, no me negará —dije— que, puesto que me ha honrado
autorizándome a conversar con usted, debería al menos saber qué tratamiento tengo
que darle. ¿Debo llamarla Madame la Comtesse?
»Ella sonrió y, sin duda, me habría replicado con otra evasiva… si, realmente,
puedo considerar que cualquier ocurrencia de una conversación, cada una de cuyas
circunstancias estaba preparada de antemano, como ahora creo, con la astucia más
profunda, es susceptible de verse modificada accidentalmente.
»—En cuanto a eso… —comenzó ella. Mas fue interrumpida, casi al despegar los
labios, por un caballero, vestido de negro, y de aspecto particularmente elegante y
distinguido, aunque con un inconveniente: su rostro presentaba una palidez
cadavérica como yo jamás había visto, salvo en los muertos. No iba disfrazado…
llevaba una sencilla vestimenta de caballero. Y, sin apenas sonreír, pero con una
reverencia cortés e inusualmente profunda, dijo:
»—¿Me permitirá Madame la Comtesse decirle unas cuantas palabras que tal vez
le interesen?
»La dama se volvió en seguida hacia él, llevándose un dedo a los labios como
solicitando su silencio. Luego me dijo:
»—Guárdeme el sitio, general; volveré tan pronto como hayamos intercambiado
unas cuantas palabras.
»Y tras dar esa orden medio en broma, se fue andando con el caballero enlutado,
y durante algunos minutos hablaron ambos, aparentemente con mucha vehemencia.
Luego se alejaron lentamente entre la multitud, y los perdí de vista durante algunos
minutos.
»Aproveché la pausa para devanarme los sesos, haciendo conjeturas acerca de la
identidad de la dama, que tan amablemente parecía acordarse de mí. Y pensé en dar
media vuelta y unirme a la conversación entre mi bella pupila y la hija de la condesa,
procurando que, cuando ésta última regresara, pudiera tenerle preparada la sorpresa
de saberme al dedillo su nombre, su título, su castillo, y sus posesiones. Mas en aquel
momento regresó, acompañada por el hombre pálido vestido de negro, el cual dijo:
»—Volveré a avisarla, Madame la Comtesse, cuando su carruaje esté en la puerta.
»Y se retiró con una reverencia.
CAPÍTULO XII
UNA PETICIÓN
»—DE modo que vamos a vernos privados de la presencia de Madame la
Comtesse. Espero que solamente por unas horas —dije yo, haciendo una profunda
reverencia.
»—Tal vez sea así. O puede que sea por algunas semanas. Ha sido una lástima
que ese hombre me haya hablado en este momento, tal como lo ha hecho. ¿Me
reconoce ahora?
»Le aseguré que no.
»—Ya me reconocerá —dijo ella—, aunque no por ahora. Somos más antiguos y
más íntimos amigos de lo que, tal vez, usted mismo sospeche. Por desgracia, todavía
no puedo pronunciarme. Dentro de unas tres semanas volveré a pasar por su hermoso
schloss, sobre el cual he estado haciendo averiguaciones. Entonces le haré una visita
rápida, de una o dos horas de duración, y reanudaremos una amistad en la que nunca
pienso sin que se agolpen en mi mente un millar de recuerdos agradables. En este
momento me ha llegado una noticia fulminante como un rayo. Ahora tengo que
marcharme, y recorrer cerca de cien millas por un camino tortuoso, con la mayor
diligencia que me sea posible. Mis preocupaciones van en aumento. Sólo la obligada
reserva en que le mantengo con respecto a mi apellido me impide hacerle una
petición bastante singular. Mi pobre niña no ha recobrado del todo sus fuerzas. Su
caballo la derribó, durante una cacería a la que asistía como simple espectadora, y sus
nervios no se han recobrado todavía del susto; nuestro físico dice que durante algún
tiempo no debe fatigarse bajo ningún concepto. Por consiguiente, vinimos aquí, en
etapas muy cortas… apenas seis leguas diarias. Ahora debo viajar día y noche, en una
misión de vida o muerte…, una misión cuya índole trascendental y exigente podré
explicarle, sin necesidad ya de ocultarle nada, cuando nos veamos, como espero que
hagamos, dentro de unas cuantas semanas.
»Continuó hablando, haciéndome una petición, en el tono de alguien para quien
semejante solicitud equivalía más a otorgar un favor que a pedirlo. Aunque sólo fuera
un formalismo, al parecer totalmente inconsciente. En cuanto a los términos en los
que fue expresada tal petición, no podían ser más deprecatorios. Se trataba,
sencillamente, de que yo consintiera en hacerme cargo de su hija durante su ausencia.
»Bien mirado, fue aquella una petición extraña, por no decir audaz. De alguna
manera, la dama me desarmó, expresando y aceptando todo lo que podía argüirse en
contra de aquella petición, y apelando únicamente a mi caballerosidad. En aquel
mismo momento, por una fatalidad que parece haber determinado de antemano todo
lo que luego sucedió, mi pobre niña vino junto a mí y, en voz baja, me suplicó que
invitara a su nueva amiga, Millarca, a visitarnos. La había estado sondeando, y
pensaba que, si su mamá se lo permitía, a ella le gustaría mucho.
»En cualquier otra ocasión le hubiera dicho que esperara un poco, por lo menos
hasta que supiéramos quiénes eran. Mas no tuve tiempo para reflexionar. Las dos
damas me atacaron a la vez, y debo confesar que fue el rostro bello y refinado de la
dama joven, en el que había un algo extremadamente atractivo, junto con la elegancia
y el ardor propios de las más nobles cunas, lo que me decidió. Y totalmente vencido,
me rendí, comprometiéndome, con demasiada facilidad, a hacerme cargo de la dama
joven, a quien su madre llamaba Millarca.
»La condesa hizo señas a su hija, que la escuchó atentamente mientras le contaba,
a grandes rasgos, que había sido llamada súbita y perentoriamente, y también el
acuerdo que habíamos convenido para que se quedara a mi cargo, añadiendo que yo
era uno de sus más antiguos y apreciados amigos.
»Por supuesto, pronuncié los discursos de rigor que la ocasión parecía exigir.
Pensándolo bien, me encontraba en una posición que ni mucho menos me gustaba.
»Entonces regresó el caballero vestido de negro y, muy ceremoniosamente,
condujo a la dama fuera de la habitación.
»El porte de aquel caballero era tal, que me convenció de que la condesa era una
dama mucho más importante de lo que su modesto título podía haberme inducido a
suponer.
»El último ruego que me hizo la condesa fue que no intentara, hasta su regreso,
averiguar más cosas sobre ella de las que ya había adivinado. Nuestro distinguido
anfitrión, del que ella era huésped, conocía sus motivos.
»—Aquí —dijo ella—, ni mi hija ni yo podríamos permanecer a salvo más de un
día. Hace cosa de una hora, me quité imprudentemente la máscara durante un
momento, y tuve la impresión, demasiado tarde, de que usted me había visto. De
modo que busqué una oportunidad para hablar un rato con usted. Si hubiera
comprobado que me había visto, habría apelado a su elevado sentido del honor para
que me guardara el secreto durante algunas semanas. Tal y como están las cosas,
estoy convencida de que no me vio. Mas si ahora sospecha, o, tras reflexionar, puede
llegar a sospechar quién soy, de la misma manera me encomiendo enteramente a su
honor. Mi hija mantendrá el mismo secreto, y sé muy bien que usted se lo recordará,
de vez en cuando, no sea que, por descuido, lo revele.
»La condesa susurró algunas palabras a su hija, la besó dos veces con
precipitación, y se marchó, acompañada por el caballero pálido vestido de negro,
desapareciendo entre la multitud.
»—En el aposento contiguo —dijo Millarca— hay un ventanal desde el que se
domina la puerta de la sala. Me gustaría ver a mamá por última vez, y despedirme de
ella con la mano.
»Consentimos, naturalmente, y la acompañamos al ventanal. Miramos afuera y
vimos un carruaje elegante y anticuado, con muchos guías y lacayos. Contemplamos
la silueta esbelta del caballero pálido vestido de negro, que sostenía una gruesa capa
de terciopelo, y se la ponía a la dama sobre los hombros, colocándole la capucha en la
cabeza. Ella le saludó, y de repente le tocó la mano con las suyas. Él se inclinó
profundamente varias veces mientras la puerta se cerraba, y a continuación el carruaje
empezó a circular.
»—Se ha ido —dijo Millarca, dando un suspiro.
»—Se ha ido —me repetí a mí mismo, reflexionando, por primera vez en los
apresurados minutos que habían transcurrido desde mi consentimiento, sobre lo
desatinada que había sido mi actuación.
»—No ha levantado los ojos —dijo la dama joven, quejumbrosamente.
»—Tal vez la condesa se haya quitado la máscara, y no quiera mostrar su rostro
—dije yo—. Además, quizá no supiera que usted estaba en la ventana.
»La joven suspiró y me miró a la cara. Era tan bella que me ablandé. Sentía
haberme arrepentido momentáneamente de mi hospitalidad, y decidí compensarla por
la inconfesada rudeza de mi acogida.
»La dama joven, volviéndose a poner la máscara, se unió a mi pupila para
convencerme de que volviéramos a los jardines, en donde pronto iba a reanudarse el
concierto. Eso hicimos, y nos paseamos de un lado a otro por la terraza que hay bajo
los ventanales del castillo. Millarca intimó bastante con todos nosotros, y nos divirtió
con vivas descripciones y anécdotas de la mayor parte de la gente importante que
veíamos en la terraza. Cada minuto que pasaba la encontraba más agradable. Sus
chismes, aun no siendo malévolos, me divertían en grado sumo, después de haber
estado tanto tiempo sin frecuentar el gran mundo. Pensé en la animación que
aportaría a nuestras veladas en casa, a menudo tan solitarias.
»Aquel baile no terminó hasta que el sol matutino casi hubo alcanzado el
horizonte. El Gran Duque quiso bailar hasta entonces, de modo que las personas
leales no pudieron marcharse, ni pensar en irse al lecho.
»Acabábamos de atravesar el salón atestado de gente, cuando mi pupila me
preguntó qué había sido de Millarca. Yo creía que había estado todo el tiempo a su
lado, y ella suponía que junto a mí. El hecho era que la habíamos perdido.
»Todos mis esfuerzos por encontrarla fueron inútiles. Temía que, en la confusión
producida al separarse momentáneamente de nosotros, hubiera tomado a otras
personas por sus nuevos amigos, y tal vez los hubiera seguido para luego perderlos en
los extensos jardines abiertos a los invitados.
»Entonces me di cuenta, plenamente, de mi desatino al haberme comprometido a
ocuparme de una dama joven sin conocer siquiera su apellido. Y dado que estaba
sujeto a unas promesas, que me había impuesto sin saber las razones para ello, ni
siquiera podía orientar mis pesquisas diciéndome que la joven dama extraviada era
hija de la condesa que había partido unas pocas horas antes.
»Pasó la mañana. El sol estaba ya alto cuando abandoné mi búsqueda. Hasta cerca
de las dos del día siguiente no tuvimos noticias de la desaparecida joven que yo me
había comprometido a cuidar.
»Poco más o menos a esa hora, un criado llamó a la puerta del aposento de mi
sobrina, y le dijo que una dama joven, que parecía estar en apuros, le había pedido
con gran vehemencia que le comunicara dónde podría encontrar al general barón
Spielsdorf y a su joven hija, a cuyo cuidado la había dejado su madre.
»No cabía la menor duda de que, a pesar de su ligero despiste, nuestra joven
amiga había vuelto a aparecer. Y tanto que había aparecido. ¡Ojalá la hubiéramos
perdido!
»La joven le contó a mi pobre niña una historia para explicar por qué no había
logrado reunirse antes con nosotros. Era ya muy tarde, dijo, cuando había entrado en
la alcoba del ama de llaves, desesperada por encontrarnos, y allí había caído en un
sueño profundo que, pese a su larga duración, apenas le había bastado para recobrar
fuerzas después de las fatigas del baile.
»Aquel día Millarca vino con nosotros a casa. Después de todo, yo me sentía
plenamente feliz de haber conseguido una compañera tan encantadora para mi
querida muchacha.
CAPÍTULO XIII
EL LEÑADOR
»SIN embargo, no tardaron en surgir algunos inconvenientes. En primer lugar,
Millarca padecía una languidez extrema (la debilidad remanente de su reciente
enfermedad) y nunca salía de su aposento hasta que la tarde estaba bastante avanzada.
Luego, se descubrió casualmente que, aunque siempre cerraba la puerta por dentro, y
nunca quitaba la llave de la cerradura hasta que dejaba entrar a la doncella que le
ayudaba a asearse, sin lugar a dudas se había ausentado algunas veces de su
habitación a primeras horas de la mañana, y en distintos momentos ya más avanzado
el día, en los que pretendía hacernos creer que se encontraba dentro. La habían visto
repetidas veces desde los ventanales del schloss, al despuntar el alba, paseando entre
los árboles, en dirección a oriente, como si se hallara en trance. Llegué a la
conclusión de que andaba en sueños. Mas esta hipótesis no resolvía el enigma.
¿Cómo podía salir de su aposento, si la puerta estaba cerrada por dentro? ¿Cómo
lograba fugarse del castillo sin abrir puertas ni ventanas?
»En medio de tantas dudas, surgió una preocupación mucho más apremiante.
»Mi querida niña empezó a perder su salud y su belleza, de un modo tan
misterioso, e incluso horrible, que me asusté muchísimo.
»Al principio tuvo sueños espantosos. Luego, imaginó que se le aparecía un
espectro, que se parecía algo a Millarca, y a veces tomaba la forma de una bestia
indefinible que iba y venía de un lado para otro a los pies de su cama. Finalmente
empezó a percibir ciertas sensaciones. La primera, no desagradable, pero sí muy
peculiar, fue, según ella, como si una corriente helada fluyera por sus entrañas.
Posteriormente, sintió como si un par de agujas largas la traspasaran, un poco más
abajo de la garganta, produciéndole un dolor muy agudo. Algunas noches más tarde,
experimentó una sensación de ahogo, que aumentó gradualmente hasta convertirse en
convulsión. Por fin, perdió el sentido.
Pude oír claramente todas y cada una de las palabras que el amable y anciano
general estaba diciendo, porque, en aquel momento, avanzábamos por el escaso
césped que se extiende a ambos lados del camino, acercándonos al pueblo sin
techumbres en el que no se había visto el humo de ninguna chimenea durante más de
medio siglo.
Imagínese lo extraña que me sentí al oír describir tan exactamente mis propios
síntomas en aquellos que había sufrido la infeliz muchacha, quien, de no ser por la
catástrofe que siguió, hubiera sido en aquel momento huésped del castillo de mi
padre. ¡Ya supondrá, también, la impresión que recibí cuando le oí detallar las
mismas costumbres y misteriosas peculiaridades de nuestra bella huésped Carmilla!
Un claro se abrió en el bosque. De pronto nos encontramos bajo las chimeneas y
gabletes del pueblo en ruinas, y las torres y almenas del desmantelado castillo,
rodeado de árboles gigantescos, pendían sobre nosotros desde una pequeña elevación.
Descendí del carruaje muerta de miedo, y en silencio, ya que todos nosotros
teníamos motivos suficientes para reflexionar. No tardamos en subir la cuesta,
llegando por fin a las cámaras espaciosas, las escaleras de caracol y los corredores
oscuros del castillo.
—¡Y pensar que esto fue en otros tiempos la residencia palaciega de los
Karnstein! —dijo finalmente el anciano general, mientras contemplaba el pueblo
desde un enorme ventanal, así como la gran extensión ondulada del bosque—. Fue
una familia cruel, y aquí se escribieron sus anales manchados de sangre —prosiguió
—. Es terrible pensar que, aun después de muertos, sigan atormentando a la raza
humana con sus apetitos atroces. Mirad, allá abajo está la capilla de los Karnstein.
Señaló los muros grises de un edificio gótico medio oculto entre la maleza, un
poco más abajo de la cuesta.
—Oigo el hacha de un leñador —añadió—, que trabaja entre los árboles que la
circundan. Tal vez él pueda proporcionarnos información sobre lo que estoy
buscando, y nos indique dónde se encuentra la tumba de Mircalla, condesa de
Karnstein. Esos rústicos suelen conservar las tradiciones locales de las grandes
familias, cuyas historias desaparecen para los ricos y los nobles en cuanto esas
mismas familias se extinguen.
—En casa tenemos un retrato de Mircalla, la condesa Karnstein. ¿Le gustaría
verlo? —preguntó mi padre.
—Tiempo habrá, querido amigo —replicó el general—. Creo que ya he visto el
original. Precisamente uno de los motivos que me han inducido a verle antes de lo
que inicialmente había proyectado, ha sido explorar la capilla a la que ahora nos
aproximamos.
—¿Cómo? ¿Que usted ha visto a la condesa Mircalla? —exclamó mi padre—.
¡Pero si está muerta desde hace más de un siglo!
—No tan muerta como usted se imagina, según tengo entendido —contestó el
general.
—Os confieso, general, que me desconcierta completamente —replicó mi padre,
mirándole por un momento, me pareció, con un recrudecimiento de las sospechas que
anteriormente había advertido en él. Mas aunque a veces hubiera ira y odio en los
modales del anciano general, nada de caprichoso había en ellos.
—Únicamente hay una cosa —dijo, mientras pasábamos bajo el pesado arco de la
iglesia gótica, que, por sus dimensiones, podía justificar su ejecución en aquel estilo
— que pueda interesarme en los pocos años que me quedan en este mundo: tomar de
ella la venganza que, gracias a Dios, todavía puede llevar a cabo el brazo de un
mortal.
—¿A qué venganza se refiere usted? —preguntó mi padre, con asombro creciente.
—Me refiero a decapitar al monstruo —contestó el general, en un acceso de
cólera, golpeando el suelo con los pies, y haciendo retumbar lúgubremente las huecas
ruinas. Y en aquel mismo instante levantó el puño cerrado, como asiendo el mango de
un hacha, y lo agitó en el aire ferozmente.
—¿Cómo? —exclamó mi padre, más perplejo que nunca.
—Cortarle la cabeza.
—¿Cortarle la cabeza?
—Sí, con un hacha, una azada, o cualquier otro instrumento con el que pueda
rebanar su garganta asesina. Ya tendrá noticias de ello —respondió, temblando de
rabia. Y apretando el paso, añadió:
—Esta viga nos servirá de asiento; vuestra querida niña está fatigada. Que se
siente, y con unas cuantas frases concluiré mi espantoso relato.
El bloque escuadrado de madera, que yacía sobre la maleza que cubría el
pavimento de la capilla, formaba un banco en el que me alegró sentarme. Mientras
tanto, el general llamó al leñador, que había estado cortando unas ramas que
asomaban por entre los viejos muros. El robusto anciano se acercó a nosotros, hacha
en mano.
No supo decirnos nada sobre aquellos monumentos. Mas existía un viejo, nos
dijo, un guarda forestal, que vivía en casa del cura, a unas dos millas de aquel lugar,
el cual podría indicarnos el emplazamiento de cualquier monumento de la antigua
familia de los Karnstein. Y a cambio de una pequeña propina, se comprometió a
traerlo en poco más de media hora, si le prestábamos uno de nuestros caballos.
—¿Hace mucho que trabajas en este bosque? —preguntó mi padre al anciano.
—He sido leñador aquí, a las órdenes del guardabosques, toda mi vida —contestó
en su patois—. Y lo fue mi padre antes que yo, y así generación tras generación,
hasta donde puedo contar. Podría incluso enseñarles la casa del pueblo en que
vivieron mis antepasados.
—¿Por qué fue abandonado el pueblo? —preguntó el general.
—La gente estaba inquieta a causa de los revenants, señor. Algunos de ellos
fueron seguidos hasta sus tumbas, y tras ser identificados mediante los
procedimientos habituales, fueron aniquilados en la forma usual: por decapitación,
estaca, o fuego. Mas no antes de que muchos aldeanos fueran asesinados.
»Sin embargo, a pesar de todas esas medidas conformes a la ley —prosiguió—,
de tantas tumbas abiertas, y de tantos vampiros privados de su horrible vida, el
pueblo no se vio libre de ellos. Un noble moravo, que casualmente pasaba por aquí,
se enteró de lo que ocurría, y dada su experiencia en tales asuntos (como tanta gente
en su país), se ofreció a liberar al pueblo de aquella tortura. Lo hizo del siguiente
modo: Aquella noche había una luna brillante. Poco después del ocaso, subió al
campanario de esta capilla, desde donde podía ver con nitidez el cementerio que hay
debajo; sus señorías pueden verlo desde esta ventana. Desde allí estuvo observando
hasta ver salir de su tumba al vampiro, luego dejar junto a él el sudario en que había
sido amortajado, y finalmente deslizarse en dirección al pueblo para atormentar a sus
habitantes.
»Tras observar todo eso, el forastero bajó del campanario, cogió las envolturas
mortuorias del vampiro y se las llevó consigo a lo alto de la torre, en la que volvió a
apostarse. Cuando regresó el vampiro de sus merodeos y echó en falta sus ropas, se
puso a gritar, enfurecido, al moravo, al que vio en la cima del campanario, y éste, por
toda respuesta, le hizo señas para que subiera a cogerlas. Después de lo cual, el
vampiro, aceptando su invitación, empezó a subir al campanario. Y tan pronto como
hubo llegado a las almenas, el moravo, golpeándole con su espada, le partió el cráneo
en dos, arrojando el cuerpo al cementerio, adonde el forastero le siguió, tras
descender por la escalera de caracol, y le cortó la cabeza. Al día siguiente entregó a
los aldeanos la cabeza y el cuerpo, que tras ser debidamente empalado, fue quemado
junto con aquella.
»Aquel noble moravo tenía la autorización del entonces cabeza de familia para
trasladar la tumba de Mircalla, condesa de Karnstein, cosa que hizo en efecto, de
forma que en poco tiempo su localización quedó completamente olvidada.
—¿Puedes indicarnos dónde estaba? —preguntó el general, con impaciencia.
El guardabosques negó con la cabeza y sonrió.
—Ningún alma viviente podría decirlo ahora —añadió—. Además, se dice que su
cadáver fue trasladado. Aunque nadie está seguro de eso tampoco.
Tras haber hablado de ese modo, como el tiempo apremiaba, dejó caer su hacha al
suelo y partió. Y nosotros nos dispusimos a escuchar el resto de la extraña historia del
general.
CAPÍTULO XIV
EL ENCUENTRO
—MI querida niña —prosiguió el general— empeoraba visiblemente. El físico
que la atendía no había logrado ninguna mejoría en su enfermedad, pues entonces eso
suponía yo que era lo que tenía. Al darse cuenta de mi alarma, me propuso una nueva
consulta. Llamé a uno de los mejores físicos de Graz. Transcurrieron varios días hasta
su llegada. Era un hombre bueno y piadoso, al mismo tiempo que docto. Después de
examinar juntos a mi pobre pupila, los dos médicos se retiraron a mi biblioteca para
conferenciar y discutir. Desde el aposento contiguo, donde esperaba a que me
llamaran, oía yo las voces de aquellos caballeros, elevándose a un tono más alto que
el de una estricta discusión filosófica. Llamé a la puerta y entré. Encontré al anciano
físico de Graz defendiendo una teoría, que su colega rechazaba con no disimulada
irrisión, entre grandes carcajadas. Aquella exhibición indecorosa se apaciguó, y el
altercado finalizó cuando yo entré.
»—Señor —dijo mi primer físico—, por lo visto mi docto colega estima que lo
que usted necesita es un conjurador, y no un doctor.
»—Discúlpeme —dijo el anciano físico de Graz, con evidente desagrado—. En
otra ocasión le expondré, a mi manera, mi propio punto de vista sobre este caso.
Lamento, Monsieur le Général, que mi experiencia y mi ciencia no puedan ser de
ninguna utilidad para usted. De todas formas, antes de partir me sentiré muy honrado
de sugerirle algo.
»Parecía pensativo. Se sentó a la mesa y empezó a escribir. Profundamente
decepcionado, me despedí de él con una inclinación de cabeza, y cuando me volvía
para irme, el otro doctor señaló por encima de su hombro a su compañero, que estaba
escribiendo, y luego, con un encogimiento de hombros, se llevó, significativamente,
un dedo a la sien.
»Aquella consulta, por tanto, me dejó justamente en donde estaba. Paseé por el
jardín, medio aturdido. El médico de Graz me alcanzó al cabo de diez o quince
minutos. Se disculpó por haberme seguido, pero dijo que, en conciencia, no podía
despedirse sin añadir unas cuantas palabras más. Me aseguró que no podía estar
equivocado. Que ninguna enfermedad natural presentaba esos síntomas. Y que, sin
embargo, la muerte de mi sobrina estaba ya muy próxima. Le quedaban uno o tal vez
dos días de vida. Si la fatal afección se detenía de inmediato, quizás con mucho
cuidado y destreza por nuestra parte podría la joven recuperar sus fuerzas. Mas todo
dependía de los límites de lo irrevocable. Un ataque más podría extinguir la última
chispa de vitalidad que aún le quedaba.
»—¿Y cuál es la naturaleza de la afección a la que usted se refiere? —le supliqué.
»—Lo expongo todo en esta nota que pongo en sus manos, con la condición
expresa de que envíe a buscar al sacerdote más próximo, abra mi carta en presencia
suya, y bajo ningún concepto la lea hasta que él se encuentre a su lado. De otra
manera quizás desdeñara su contenido, y es una cuestión de vida o muerte. Si no
consigue un sacerdote, entonces puede leerla usted mismo.
»Antes de despedirse finalmente, me preguntó si me gustaría consultar a un
hombre extraordinariamente erudito en aquel mismo tema, que probablemente me
interesaría por encima de todos los demás, después de que hubiese leído su carta. A
continuación me instó a que invitara a aquel hombre a visitarme en el castillo; y
después se despidió.
»Como el eclesiástico estaba ausente, tuve que leer la carta solo. En otro
momento, o en otra situación, probablemente me habría reído de lo que decía. Mas ¿a
qué charlatanería no se abalanzaría la gente, como última posibilidad, cuando todos
los medios habituales han fracasado, y está en juego la vida de un ser querido?
»Nada, me dirá usted, podría ser más absurdo que la carta del docto médico. Era
lo suficientemente monstruosa como para que se le enviara a un manicomio. ¡Decía
que la paciente estaba siendo visitada por un vampiro! Los pinchazos que, según ella,
había notado en la garganta, los había producido, insistía él, la inserción de dos
dientes largos, finos y puntiagudos que, como es bien sabido, son característicos de
los vampiros. Y no podía caber la menor duda, añadía, en cuanto a la presencia bien
definida de la pequeña señal amoratada, que todos coincidían en afirmar como
causada por los labios de aquel demonio, y en lo referente al hecho de que todos los
síntomas descritos por la víctima estaban en perfecta concordancia con los
constatados en todos los demás casos de visitas similares.
»Como yo era completamente escéptico en cuanto a la existencia de cualquier
prodigio como el vampirismo, la teoría sobrenatural del buen doctor únicamente
aportaba, en mi opinión, un nuevo ejemplo de erudición e inteligencia, curiosamente
asociadas con alguna alucinación. Sin embargo, me sentía tan desgraciado, que, antes
que no intentar nada, decidí seguir las instrucciones de la carta.
»Me escondí en la recámara oscura que comunicaba con el aposento de la pobre
paciente, en el que constantemente ardía una vela, y aguardé allí hasta que se quedó
profundamente dormida. Permanecí frente a la puerta, atisbando a través de la
estrecha rendija, sin perder de vista una espada que había dejado encima de la mesa,
tal como prescribían las instrucciones del médico. Hasta que, un poco después, vi
aparecer una cosa grande y negra, de perfiles muy imprecisos, que se arrastró, me
pareció, a los pies de la cama, y rápidamente se abalanzó sobre la garganta de la
pobre muchacha, y, en un instante, aumentó de tamaño hasta convertirse en una
enorme masa palpitante.
»Durante unos instantes me quedé paralizado. Después, espada en mano, di un
salto hacia delante. De repente la negra criatura se encogió a los pies de la cama, se
deslizó al suelo, y allí, como a una yarda por debajo del armazón, vi a Millarca,
inmóvil, que me observaba fijamente, con una mirada furtiva de ferocidad y horror.
No sabiendo qué pensar de todo aquello, la golpée al instante con mi espada. Mas vi
que permanecía ilesa, junto a la puerta. La perseguí, horrorizado, y volví a golpearla.
¡Había desaparecido! Y mi espada voló en mil pedazos al chocar contra la puerta.
»No puedo describirle todo lo que sucedió aquella noche terrible. Toda la casa se
despertó y se puso en movimiento. El espectro de Millarca había desaparecido. Mas
su víctima empeoró rápidamente, y antes de que amaneciera, murió.
El anciano general estaba trastornado. Ninguno de nosotros dijo palabra alguna.
Mi padre se alejó un poco, y comenzó a leer las inscripciones de las lápidas
sepulcrales. Concentrado, pues, en aquellas lecturas, cruzó la puerta de una capilla
lateral para proseguir sus investigaciones. Mientras tanto, el general se apoyó en el
muro, se secó los ojos y suspiró profundamente. Me alivió oír las voces de Carmilla y
de Madame Perrodon, que en aquel momento se aproximaban. Luego las voces se
desvanecieron.
En medio de aquella soledad; después de haber escuchado una historia tan
extraña, que estaba relacionada con los poderosos y nobles difuntos, cuyos
monumentos funerarios, en torno nuestro, se enmohecían entre el polvo y la hiedra, y
cada uno de cuyos incidentes se parecía tan atrozmente a mi propio caso, tan
misterioso; en aquella guarida de fantasmas, ensombrecida por las torres de follaje
que trepaban por todas partes, densas y altas, por encima de los silenciosos muros;
empezó a invadirme un inexpresable espanto, y mi ánimo decayó al pensar que,
después de todo, ninguno de mis amigos iba a entrar allí, a turbar aquella triste y
ominosa escena.
Los ojos del anciano general miraban fijamente al suelo, mientras su mano se
apoyaba en el basamento de un monumento funerario deteriorado.
De pronto, bajo el arco de una puerta estrecha, coronada por una de esas figuras
grotescas y demoníacas en las que se complacía la cínica y lúgubre imaginación de
los antiguos tallistas góticos, vi aparecer, con inmensa alegría, el hermoso rostro y la
seductora figura de Carmilla, que entraba en la sombría capilla.
Estuve a punto de levantarme y hablar, y saludarla, risueña, con la cabeza, en
respuesta a su sonrisa particularmente atractiva, cuando el anciano general, lanzando
un grito, se interpuso entre nosotras y, cogiendo el hacha del leñador, lanzóse sobre
ella. Al verle, se operó un cambio brutal en la fisonomía de Carmilla. Sufrió una
súbita y espantosa transformación, a la vez que retrocedía, encogiéndose. Antes de
que yo pudiera gritar, la golpeó con todas sus fuerzas. Mas ella esquivó el golpe, y
salió ilesa del mismo, aferrándole la muñeca con su diminuto puño. El general
forcejeó unos instantes para liberarse del brazo. Mas su mano debió de aflojarse, y el
hacha cayó al suelo. La muchacha había desaparecido.
El general se tambaleó, apoyándose en el muro. Los cabellos grises se erizaron en
su cabeza, y un sudor frío le bañaba el rostro, como si estuviera a punto de morirse.
La pavorosa escena se había desarrollado en un instante. Después, lo primero que
recuerdo es a Madame Perrodon frente a mí, repitiéndome con impaciencia, una y
otra vez, esta pregunta:
—¿Dónde está Mademoiselle Carmilla?
Finalmente, respondí:
—No lo sé… No sabría decir… se fue por allí —y señalé la puerta por la que
Madame Perrodon acababa de entrar—; hace tan sólo uno o dos minutos.
—Pero yo he estado ahí, en el corredor, desde que entró Mademoiselle Carmilla;
y no la he visto regresar.
Entonces se puso a llamarla a gritos: «Carmilla», a través de puertas y corredores,
y desde los ventanales. Mas no obtuvo respuesta.
—¿Ahora se hace llamar Carmilla? —preguntó el general, no repuesto todavía de
la tremenda impresión.
—Sí, Carmilla —respondí yo.
—Ya —dijo—; es decir, Millarca. Es la misma persona que en otra época se
llamaba Mircalla, condesa de Karnstein. Márchese de esta tierra maldita, mi pobre
niña, lo más aprisa que pueda. Vaya a casa del sacerdote, y quédese allí hasta que
lleguemos nosotros. ¡Retírese! ¡Ojalá nunca más vea a Carmilla! No la volverá a
encontrar aquí.
CAPÍTULO XV
ORDALÍA Y EJECUCIÓN
MIENTRAS hablaba el general, entró en la capilla, por la misma puerta por la
que había entrado y salido Carmilla, uno de los hombres de aspecto más extraño que
yo jamás haya visto. Era alto, estrecho de pecho, encorvado, y cargado de espaldas; y
vestía de negro. Su rostro era moreno, surcado de profundas arrugas. Se tocaba con
un sombrero de ala ancha y extraña forma. Su cabello, largo y entrecano, le colgaba
sobre los hombros. Llevaba gafas de montura dorada, y caminaba despacio,
arrastrando los pies extravagantemente. En su rostro, ora vuelto hacia el cielo, ora
inclinado hacia el suelo, parecía haber siempre una sonrisa. Sus brazos largos y
delgados le colgaban bamboleantes, y sus descarnadas manos, enfundadas en unos
viejos guantes negros que le quedaban demasiado grandes, se agitaban y gesticulaban
con profundo ensimismamiento.
—¡Exactamente el hombre que necesito! —exclamó el general, saliendo
alborozadamente a su encuentro—. Mi querido barón, ¡cuánto me alegro de verle! No
esperaba encontrarle tan pronto.
Hizo una seña a mi padre, que para entonces ya había regresado, y le llevó a
conocer a aquel extraño personaje, al que llamaba «el barón». Se lo presentó
formalmente, e inmediatamente se enzarzaron los tres en una verdadera conversación.
El recién llegado extrajo un papel enrollado de su bolsillo, y lo extendió sobre la
deteriorada superficie de una tumba que había a su lado. Llevaba en la mano un
estuche de lápices, y con ellos trazó líneas imaginarias de un extremo a otro del
papel, del que a menudo apartaron la vista, todos a un tiempo, en dirección a ciertas
partes del edificio, por lo que comprendí que debía de tratarse del plano de la capilla.
Acompañaba aquella especie de conferencia, si puedo llamarla así, con lecturas
esporádicas de un librito muy sucio, cuyas amarillentas páginas estaban cubiertas de
una escritura apretada.
Juntos deambularon por la nave lateral, frente al lugar en donde yo me
encontraba, conversando entre sí mientras andaban. Luego se pusieron a medir a
pasos las distancias entre unas tumbas y otras, y finalmente se detuvieron frente a un
lugar concreto del muro lateral y comenzaron a examinarlo minuciosamente,
arrancando la hiedra que lo cubría, y quitando el yeso con las conteras de sus
bastones, a base de raspar aquí y golpear allá. Por fin comprobaron la existencia de
una gran lápida de mármol, sobre la cual había unas letras grabadas en relieve.
Con la ayuda del leñador, que no tardó en regresar, pusieron al descubierto una
inscripción funeraria y un escudo esculpido. Resultó tratarse del sepulcro, durante
tanto tiempo perdido, de Mircalla, condesa de Karnstein.
El anciano general, aunque no muy dado, me temo, a las plegarias, alzó la mirada
y las manos al cielo durante unos instantes, en mudo agradecimiento.
—Mañana —le oí decir— estará aquí el comisionado, y la Inquisición actuará de
acuerdo con la ley.
Luego, volviéndose al anciano de las gafas doradas, que antes he descrito, le
estrechó calurosamente ambas manos y dijo:
—Barón, ¿cómo puedo agradecérselo? ¿Cómo podemos expresarle todos nosotros
nuestra gratitud? Ha librado usted a esta comarca de una plaga que ha azotado a sus
habitantes durante más de un siglo. Gracias a Dios, el horrendo enemigo ha sido al fin
localizado.
Mi padre se llevó aparte al forastero, y el general los siguió. Sabía que los había
llevado a donde yo no los pudiera oír, para contarles mi caso. Y mientras proseguía la
discusión, les vi lanzarme rápidas y frecuentes miradas.
Mi padre se acercó a mí, me besó una y otra vez, y, llevándome fuera de la
capilla, me dijo:
—Es hora de regresar a casa. Mas antes debemos procurar que se una a nosotros
el bueno del cura que vive muy cerca de aquí, y convencerle de que nos acompañe al
schloss.
Tuvimos éxito en nuestra gestión. Y yo me alegré, porque al llegar a casa me
sentía indeciblemente cansada. Aunque mi satisfacción se trocó en desaliento al
descubrir que no se tenían noticias de Carmilla. No me dieron ninguna explicación de
la escena que había tenido lugar en la capilla en ruinas. Estaba claro que era un
secreto que, de momento, mi padre había decidido no revelarme.
La ausencia de Carmilla, que en aquellas circunstancias adquiría un tinte
siniestro, hizo que el recuerdo de aquella escena fuera todavía más terrible para mí.
Los preparativos que se hicieron para pasar aquella noche fueron en extremo
singulares. Dos criadas y Madame Perrodon permanecieron sentadas aquella noche
en mi aposento, y el eclesiástico montó guardia con mi padre en la recámara
contigua.
El sacerdote había realizado aquella noche algunos ritos solemnes, cuyo
significado no era para mí menos oscuro que la finalidad de las extraordinarias
precauciones tomadas para procurar mi seguridad durante el sueño.
Algunos días más tarde lo comprendí todo.
A la desaparición de Carmilla siguió la interrupción de mis padecimientos
nocturnos.
Habrá oído hablar, sin duda alguna, de la espantosa superstición que impera en la
Alta y Baja Estiria, en Moravia, en Silesia, en la Serbia turca, en Polonia, e incluso en
Rusia; la superstición, llamémosla así, del vampirismo.
Si vale para algo el testimonio humano, presentado con todo cuidado y seriedad,
imparcialmente, ante innumerables comisiones, cada una de ellas formada por
numerosos miembros elegidos por su integridad e inteligencia, los cuales han emitido
informes posiblemente más voluminosos que todos los existentes en relación a
cualquier otro tipo de casos, es difícil negar, entonces, o siquiera dudar de la
existencia de ese fenómeno llamado vampirismo.
En cuanto a mí, no conozco ninguna teoría capaz de explicar lo que yo misma he
presenciado y experimentado, como no sea la que proporciona esta creencia
campesina tan antigua y tan bien atestiguada.
Al día siguiente se llevaron a cabo los procedimientos formales en la capilla de
los Karnstein. Se abrió la tumba de la condesa Mircalla, y tanto el general como mi
padre reconocieron a su pérfida y bella huésped en el rostro que ahora aparecía ante
sus ojos. A pesar de los ciento cincuenta años que habían transcurrido desde su
entierro, sus facciones mostrábanse inflamadas de calor vital. Tenía los ojos abiertos.
El ataúd no despedía ningún hedor a cadáver. Los dos médicos presentes, uno
oficialmente, el otro de parte del promotor de la investigación, atestiguaron el hecho
prodigioso de que una respiración tenue, pero perceptible, animaba el cadáver, con su
correspondiente palpitación en el corazón. Los miembros eran perfectamente
flexibles, la carne elástica. El pesado ataúd estaba inundado de sangre, en la que el
cuerpo yacía sumergido hasta una altura de unas siete pulgadas. Ahí estaban, pues,
todas las pruebas y síntomas admitidos del vampirismo.
En consecuencia, de acuerdo con las prácticas antiguas, sacaron el cadáver y le
clavaron una estaca afilada en el corazón: en aquel mismo momento el vampiro
profirió un chillido desgarrador, semejante en todo al estertor de un agonizante.
Después le cortaron la cabeza, y un torrente de sangre brotó del cuello seccionado. El
cuerpo y la cabeza fueron colocados sobre una pila de leña y reducidos a cenizas,
luego esparcidas por el río, que se las llevó lejos. Desde entonces aquel territorio no
ha vuelto a ser atormentado por las visitas de ningún otro vampiro.
Mi padre conserva una copia del informe de la Comisión Imperial, con las firmas
de todos los que presenciaron los procedimientos, adjuntas como comprobación de
sus declaraciones respectivas. De este documento oficial he resumido yo la
descripción de esta postrera y espeluznante escena.
CAPÍTULO XVI
CONCLUSIÓN
QUIZÁS suponga usted que escribo todo esto serenamente. Ni mucho menos; no
puedo pensar en ello sin sentirme inquieta. Tan sólo la vehemencia de su petición,
tantas veces expresada, podía haberme inducido a sentarme ante el escritorio para
llevar a cabo una tarea que me ha trastornado los nervios, quizás para siempre,
proyectando de nuevo la sombra de los horrores indescriptibles que, años después de
mi liberación, siguen espantando mis días y mis noches, haciéndome enormemente
insoportable la soledad.
Permítame añadir una o dos palabras más a propósito del extraño barón
Vordenburg, a cuya singular erudición debimos el descubrimiento de la tumba de la
condesa Mircalla.
Había establecido su residencia en Graz, donde vivía de una pequeña renta, que
era lo único que le quedaba de las otrora principescas posesiones de su familia en la
Alta Estiria, dedicado a la minuciosa y laboriosa investigación de las tradiciones,
asombrosamente autentificadas, del vampirismo. Conocía al dedillo todas las obras,
grandes y pequeñas, sobre la materia: Magia postuma[14], De mirabilibus[15] de
Flegonte [de Tralles], De cura pro mortuis[16] de san Agustín, Philosophiæ et
christianæ cogitationes de vampiris de John Christofer Herenberg[17], y otras mil
más, entre las cuales recuerdo tan sólo unas pocas que le prestó a mi padre.
Poseía un voluminoso archivo con todos los casos judiciales, del que había
extraído una suma de principios que parecían gobernar (algunos, siempre; otros, sólo
en ocasiones) la condición del vampiro. Me permito mencionar, de pasada, que la
palidez mortal atribuida a esta clase de revenants es pura ficción melodramática. En
realidad, presentan una apariencia de vida saludable, tanto en la tumba como cuando
se muestran públicamente. Cuando se los expone a la luz en sus ataúdes, presentan
todos los síntomas que han sido enumerados como prueba de la confirmación de la
existencia vampírica de la condesa Karnstein, muerta hace tanto tiempo.
Siempre se ha reconocido como totalmente inexplicable la forma en que escapan
de sus tumbas durante algunas horas al día y vuelven a ellas, sin desplazar la tierra ni
dejar señal alguna de alteración en el ataúd ni en las mortajas. La doble vida del
vampiro continúa en la tumba mediante sueños diariamente renovados. Su horrenda
avidez de sangre procedente de personas vivas le proporciona la energía necesaria
para su existencia despierta. El vampiro es propenso a dejarse fascinar con absorbente
vehemencia, parecida a la pasión amorosa, en presencia de determinadas personas.
En su persecución de estas personas, desplegará una paciencia y una astucia
inagotables, ya que el acceso al objeto concreto de su deseo puede verse
obstaculizado de mil maneras. Jamás desistirá de su empeño hasta haber saciado su
pasión y apurado la propia vida de su codiciada víctima. Mas en esos casos,
economizará y demorará su disfrute asesino con el refinamiento de un epicúreo, y lo
acrecentará mediante las aproximaciones graduales de un galanteo ingenioso. En tales
casos parece como si no deseara otra cosa que la simpatía y el consentimiento. En las
demás ocasiones, se dirige directamente a su víctima, la sojuzga mediante la
violencia, y con frecuencia la estrangula y la vacía en un solo festín.
Al parecer, en determinadas situaciones, el vampiro está sujeto a unas
condiciones especiales. En el caso particular que os he relatado, Mircalla parecía
estar limitada a un nombre que, aun no siendo realmente el suyo, debía por lo menos
reproducir todas las letras, ni una más ni una menos, que componen lo que llamamos
su anagrama. Carmilla lo hizo, y también Millarca.
Mi padre le contó al barón Vordenburg, que se quedó con nosotros dos o tres
semanas después de la expulsión de Carmilla, la historia del gentilhombre moravo y
del vampiro del cementerio de Karnstein, preguntándole luego cómo había
descubierto la posición exacta de la tumba, tanto tiempo oculta, de la condesa
Millarca. El barón frunció su grotesco semblante en una sonrisa enigmática. Sin dejar
de sonreír, bajó la mirada a su estuche para las gafas y lo manoseó torpemente.
Luego, alzó la mirada y dijo:
—Poseo muchos diarios y otros documentos escritos por ese hombre
extraordinario. El más curioso de todos es uno que trata de la visita a Karnstein, a la
que usted alude. La tradición, por supuesto, deforma y distorsiona un poco los
hechos. Es posible que le tomaran por un gentilhombre moravo, ya que había
trasladado su residencia a ese territorio y era, además, de noble cuna. Mas, en
realidad, había nacido en la Alta Estiria. Baste con decir que en su primera juventud
había sido amante apasionado y predilecto de la bella Mircalla, condesa de Karnstein.
La prematura muerte de ella le sumió en una congoja inconsolable. Está en la
naturaleza de los vampiros el crecer y multiplicarse, pero según una comprobada ley
reservada únicamente a estos espectros.
»Supongamos, para empezar, un territorio completamente libre de ese flagelo.
¿Cómo se inicia este y se desarrolla? Os lo diré. Una persona, más o menos
depravada, pone fin a su vida. En determidas circunstancias, un suicida puede
convertirse en vampiro. Ese espectro visita en sueños a determinadas personas vivas,
las cuales mueren y, en la tumba se transforman, casi invariablemente, en vampiros.
Eso fue lo que sucedió en el caso de la bella Mircalla, que había sido atormentada por
uno de esos demonios. Mi antepasado Vordenburg, cuyo título todavía llevo, no tardó
en descubrirlo, y en el transcurso de los estudios a los que se consagró, aprendió
mucho más.
»Entre otras cosas, dedujo que la sospecha de vampirismo recaería, tarde o
temprano, sobre la condesa muerta, que había sido su ídolo mientras vivía. Fuera ella
lo que fuese, sintió horror ante la idea de que sus restos pudieran ser profanados con
el ultraje de una ejecución postuma. Dejó un curioso documento que prueba que el
vampiro, una vez expulsado de su doble existencia, es impelido a otra vida más
terrible todavía. Por tanto, resolvió evitarle eso a su amada Mircalla.
»Urdió la estratagema de un viaje a estos lugares, un supuesto traslado de los
restos de la condesa, y una auténtica destrucción de su sepulcro. Con el paso de los
años y próximo ya el fin de sus días, recordando las escenas que iba a dejar atrás,
miró con otros ojos lo que había hecho, y el horror se apoderó de él. Hizo los trazados
y anotaciones que me guiaron hasta el lugar exacto, y redactó una confesión del
engaño que había llevado a cabo. Es posible que intentara dar un paso más en esa
misma dirección, mas la muerte se lo impidió. Sólo la mano de un lejano
descendiente suyo ha podido dirigir, demasiado tarde para muchos, la búsqueda de la
guarida del monstruo.
Seguimos hablando un poco más y, entre otras cosas, dijo lo siguiente:
—Uno de los indicios de vampirismo es la fuerza que tienen en las manos. La
delgada mano de Mircalla se cerró como un grillete de acero sobre la muñeca del
general cuando éste alzó el hacha para golpearla. Mas la fuerza de su mano no se
limita al apretón: deja un entumecimiento en el miembro que agarra, del que la
víctima se recupera muy lentamente, si es que lo hace.
Durante la primavera siguiente mi padre me llevó a un viaje por Italia.
Permanecimos fuera más de un año. Tuvo que pasar bastante tiempo antes de que se
apaciguara en mi mente el horror de los acontecimientos recientes. Aun ahora, la
imagen de Carmilla retorna a mi memoria con ambigua alternancia: una veces es la
muchacha retozona, lánguida y bella; otras, el torturado demonio que vi en la iglesia
en ruinas. Y con frecuencia, en medio de mis ensoñaciones, me he sobresaltado al
imaginar que oía los pasos ligeros de Carmilla junto a la puerta del salón.

[10] Traducción de Juan Antonio Molina Foix. <<
[11] Relativo al od, término acuñado en 1852 por el químico alemán Reichenbach para
designar a una emanación, una fuerza vital, que supuestamente desprenden ciertas
personas, animales, plantas y minerales, y a la que sólo son sensibles determinados
individuos. Constituye el fundamento de fenómenos como el hipnotismo o el
magnetismo. (N. del T.) <<
[12] El mercader de Venecia, Acto I, Escena I, 1-3, con ligeros cambios. (N. del T.) <<
[13] Alusión al físico, matemático y naturalista francés Georges-Louis Leclerc, conde
de Buffon (1707-1788), cuya vasta y poco sistemática Historia natural (en 36
volúmenes) se empezó a publicar en 1749. (N. del T.) <<
[14] Charles Ferdinand de Schertz, 1706. (N. del T.) <<
[15] De maravillas, siglo II. (N. del T.) <<
[16] De la piedad para con los difuntos, 421. (N. del T.) <<
[17] Johann Christoph Harenberg, 1739. (N. del T.) <<


No hay comentarios:

Publicar un comentario