sábado, 30 de marzo de 2019

El zapatero y el Rey

Durante la primera parte de la Reconquista, desde Asturias a Sevilla, los reyes
han tenido necesidad de conceder extraordinarios privilegios a los grandes señores, y
a la Iglesia, porque eran quienes podían disponer de más fuerzas militares, y
espirituales. Pero la participación de las mesnadas feudales, o de las Órdenes
Militares eclesiásticas —Santiago, Alcántara, Montesa, San Juan de Jerusalén,
Calatrava—, si arrancaba al moro sus castillos y ciudades, era a costa de arrancar a la
Autoridad de la Corona, jirones de su soberanía. Así los grandes caballeros tenían
privilegios de poseer ejército propio, y administrar justicia, incluso en causas
criminales, por sí mismos, en los lugares y villas de sus señoríos, y hasta designar
ellos mismos los alcaides, alguaciles y autoridades locales. La Iglesia, por su parte,
cobraba impuestos —los diezmos—, gobernaba con autoridad civil en los pueblos de
su pertenencia —villas dependientes de una Encomienda de las Órdenes, o propiedad
de un monasterio, o de un prelado—, todo ello al margen de la Autoridad Real. Y
hasta en los pueblos y ciudades realengos, tenía la Iglesia sus fueros y sus tribunales
aparte, que trataban con distinta medida al clérigo y al seglar.
Don Pedro procuró a lo largo de toda su vida, ir suprimiendo estos privilegios, y
recortando estas autoridades particulares, para fortalecer el Poder Real, y para ello se
apoyó en las clases populares, en los gremios y en los municipios, enfrentándolos al
feudalismo señorial o eclesiástico.
Entre las justicias que hicieron más estimado y querido al rey don Pedro por el
vecindario sevillano, fue la que tuvo mayor resonancia, aquella en que juzgó un caso
entre un zapatero y un clérigo.
Ocurrió que cierto clérigo se había encargado unos zapatos en el taller de un
zapatero, y una vez que recibió los zapatos fue demorando el pago de ellos.
Transcurrido un plazo bastante prolongado, el zapatero acudió a la puerta de la
catedral, para esperar a que el clérigo saliese del Coro, y recordarle su deuda. Pero el
clérigo, no solamente no le pagó, sino que le llamó importuno, y atrevido, y
deslenguado, y alzando la vara o bastón de su dignidad, le dio una tunda de palos, que
le rompió las costillas, y el zapatero hubo de pasarse tres meses en la cama.
Cuando ya estuvo repuesto, el zapatero acudió a presentar querella en el tribunal,
y por ser el sujeto un eclesiástico, y el tribunal de la propia Iglesia, la sentencia fue
asaz benigna, pues el clérigo fue condenado tan sólo a que durante un año no se
sentaría en el coro de la Catedral en su sillón, y al mismo tiempo se amonestaba al
zapatero para que no volviese a molestar al clérigo con reclamaciones inoportunas.
No satisfizo al zapatero esta sentencia, en la que no se le satisfacia su dinero, ni se
le vindicaban sus costillas, y tomándola más bien como una burla o sarcasmo, decidió
acudir personalmente a remediar su derecho por medios más eficaces, así que
cogiendo un grueso garrote, esperó a la puerta de la catedral a que saliese su cliente, y
en la misma calle Alemanes junto a la Puerta del Patio de los Naranjos, le dio tal
mano de palos al clérigo, que le rompió las costillas y le envió a reposar a la cama del
hospital.
Inmediatamente prendieron al zapatero, y por agresión, agravada por ser el
agredido persona consagrada, y por el lugar que era en las gradas altas, que al estar
dentro del recinto de jurisdicción es sagrado, y otros varios considerandos y
resultandos, resultó como no había menos de resultar que el zapatero salió condenado
a ser ahorcado, aunque eso sí, en la Horca de Buenavista, que estaba en el campo de
Tablada, y era limpia y aseada para tener una muerte decente.
Ocurrió que el día que iban a ahorcar al zapatero, su mujer se fue a la puerta del
Alcázar, sabedora de que el Rey debía de salir a cazar, y en el arco del Patio de la
Montería, se echó al suelo, de rodillas, delante del caballo. Refrenó el rey la
cabalgadura y enterado del caso, determinó suspender la cacería y se volvió al
Alcázar, adonde ordenó inmediatamente que trajeran al zapatero preso, y que
compareciera el clérigo, y todo el Tribunal.

La puerta de la Montería del Alcázar, donde Don Pedro escuchó la súplica de la
mujer del zapatero.
—¿Es cierto, maestro zapatero, que vos hicisteis unos zapatos a ese clérigo, y que
no os los pagó?
—Sí, Alteza, es cierto que se los hice y no me los pagó.
—¿Y es cierto que cuando le reclamasteis el pago, os dio de palos y os rompió las
costillas?
—Sí, es cierto, Alteza; me rompió las costillas.
—Señor Juez Eclesiástico, ¿a qué pena condenasteis al clérigo que rompió las
costillas al zapatero?
—Le condené a privación de su sillón del coro por un año.
—Justa cosa es ésa, y yo como Rey me inclino ante vuestra ejemplar justicia.
Quiere esto decir que el precio de romper unas costillas ha de pagarse con la
privación del asiento del oficio durante un año. Pues bien, supongo que por algún
error se condenó después a este hombre a la horca, cuando en el espíritu de vuestra
justicia está claro que por haber roto unas costillas debió privársele de su asiento de
oficio durante un año. Y como yo debo velar por que no se cometan errores, que
servirían para desacreditar a vuestro Tribunal, quiero que en bien de vuestro prestigio
se revise el caso, y desde aquí lo doy por revisado, y le impongo al zapatero la misma
pena que se impuso al clérigo.
»Así que, maestro zapatero, id en paz a vuestra casa, pero ¡cuidado! que no me
entere yo de que en el espacio de todo un año os sentáis ni una sola vez en la
banqueta de vuestro taller, donde soléis sentaros para coser zapatos. En lo sucesivo os
sentaréis en cualquier otro lugar, aunque sea en el escalón del zaguán, pero de ningún
modo en la banqueta, so pena de que si desobedecéis esta mi sentencia os haré
castigar severamente.

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