sábado, 30 de marzo de 2019

Suceso trágico del auténtico don Juan Tenorio en la calle Calatravas

En la Sevilla del siglo XVII, en que entraba el oro de América en los célebres
«convoyes de la plata» o «flota general de Indias», la facilidad de la riqueza dio lugar
a una gran relajación de las costumbres, hasta el punto de que algunos cronistas
llamaron a nuestra ciudad «la Babilonia del pecado». En este ambiente, la juventud se
mostraba afanosa de placeres, alborotada y violenta. Tanto los días corrientes en las
famosísimas «casas de la gula», donde se comía, se bebía y se amaba a destajo, como
en los grandes días de fiesta, con corrida de toros en la Plaza de San Francisco,
carrousel a caballo por todas las calles céntricas, y finalmente baile, sarao y máscaras
en algunos de los palacios principales, una numerosa pléyade de jóvenes caballeros
de las más linajudas familias, hacían gala de su gallardía, de su donaire, y de su
liviandad, a pesar de las predicaciones de algún exaltado y ascético fraile, que desde
el púlpito de los Mínimos o del de los Descalzos, tronase contra tanta ligereza.
Junto con la dilapidación, la gula y la lujuria, abundaba en Sevilla la ira, pues
como cada cual llevaba espada, al menor pique de amor propio salían a relucir los
aceros, y raro era el día en que en Sevilla no morían uno o dos caballeros
acuchillados en desafío.
Uno de los mozos más enamorados y más espadachines de Sevilla era don Pedrito
Ribera, de la ilustre familia de los Ribera, marqueses de Tarifa, marqueses de la
Torre, duques de Alcalá y duques de Medinaceli. El joven Ribera, mancebo de gentil
apostura, lindo rostro y pocos escrúpulos, tenía escandalizada la ciudad con sus
pendencias, amoríos y audacias, alborotando por doquiera.
En cierta ocasión urdió una pesada burla contra el obispo auxiliar, que era don
Luis Camargo, el cual vivía en la Alameda de Hércules a su comienzo, conforme se
entraba por el lado del Hospital del Amor de Dios.
Era medianoche cuando llegaron a la Alameda don Pedrito Ribera, sus amigos
don Juan de Hinestrosa, conde de Arenales, y don Lorenzo Miranda; acompañaban a
los tres jóvenes unas cuantas mozas de vida alocada, con quienes iban corriendo su
nocturna juerga. Al llegar ante la puerta de la casa del obispo, dijo don Pedrito:
—Vamos a divertirnos sacando a Su Ilustrísima de la cama en paños menores.
Y desenvainando la espada comenzó a golpear con ella en las piedras del muro
para que hiciese ruido. A continuación dio un gran grito diciendo: «¡Ay, que me han
muerto!» En seguida se agarró al aldabón y empezó a llamar a la puerta
insistentemente mientras voceaba:
—Eh, señor obispo, señor obispo; salga Su Ilustrísima apriesa, que aquí hay un
hombre agonizando y pide confesión.
El obispo, celoso de su ministerio, se echó abajo de la cama y, en camisón como
estaba, sin meterse más que las zapatillas, echándose la estola por los hombros, bajó
las escaleras y salió a la calle para dar la absolución al moribundo que le habían
dicho. Pero apenas pisó el umbral, cuando en la oscuridad le asieron entre todos y con
gran algazara le llevaron hasta el pilón que había entre las dos columnas de Hércules
de la Alameda y allí le dieron un chapuzón entre carcajadas.
El obispo, que era viejo y prudente, no protestó, sino que les dijo con calma:
—Por este desacato a mi persona eclesiástica os podría hacer ahorcar, pero no es
preciso que apele a la justicia de los hombres, porque antes de un año los tres habréis
muerto, castigados por la justicia de Dios.
No se impresionaron lo más mínimo los tres mancebos, sino que con sus
compañeras de diversión continuaron su camino.
Sin embargo, al día siguiente se supo la noticia en Sevilla y todo el vecindario se
espantó, tanto del sacrílego atrevimiento de los tres jóvenes como de la tremenda
profecía que les había hecho el obispo. Aunque se susurraba quiénes habían sido los
autores del hecho, nadie se atrevió a prenderlos, porque los tres eran personas de
familias importantes, y aunque los vecinos del barrio contaron el caso a la Justicia, el
obispo no quiso ratificarlo, así que quedó el asunto sin diligenciar.
Esto ocurría en febrero. Un mes más tarde, durante las fiestas de Carnavales, que
en Sevilla eran de gran animación y lucimiento, haciéndose el paseo de coches por la
Alameda (paseo principal de aquel tiempo en que aún no existían los jardines de las
Delicias, ni el parque de María Luisa, ni los jardines de Murillo), el caballero don
Lorenzo de Miranda iba a caballo, piropeando a unas damas que paseaban en su
coche, y otro galán, molesto, le desafió. Sacaron las espadas, y el Miranda cayó
muerto, precisamente junto a las columnas de Hércules.
Unos meses más tarde, don Pedrito Ribera, que ya hemos dicho era tan
enamorado como audaz, comenzó a enamorar a una panadera, mujer de grandísima
belleza, pero casada, que vivía en un horno de pan cocer situado al final de la
Alameda, en la cuesta donde empieza la calle Calatravas. Sin preocuparse del marido
ni del escándalo público, acudía don Pedrito de Ribera por las tardes a hablar con la
panadera, y a veces se la llevaba montada a la grupa de su caballo, a merendar a
alguno de los ventorros que había en la orilla del río, por la Barqueta, o hacia San
Jerónimo.
Cierta tarde, el panadero se enfrentó a Pedrito Ribera, y como éste sacase la
espada para castigarle, un mozuelo de doce años que estaba en la panadería salió
corriendo hacia las Lumbreras y entró por la calle Arte de la Seda, gritando:
—¡Que matan al panadero de las Calatravas!
Unos tejedores de seda, que eran compadres o parientes del panadero, empuñando
los «guisques», especie de leznas o agujones con mango que se utilizan para el tejido
de los tapices, bajaron por las Lumbreras, y se dirigieron a la explanada de la Cruz
del Rodeo. Esta explanada, que ocupaba el lugar donde empieza la calle Calatravas,
se llamaba La Cruz del Rodeo, porque allí había una cruz de piedra, en donde daban
el rodeo o vuelta las procesiones del barrio de San Lorenzo, y las del Omnium
Santórum, por ser el límite de separación de ambas parroquias.
Los sederos, armados con sus «guisques», atacaron a don Pedrito Ribera, el cual
se amparó de espaldas contra la cruz de piedra, mientras jugaba con la espada para
defenderse. Así se mantuvo un rato, batiéndose contra todos, y consiguió herir a
alguno, pero al fin el número pudo más y en los mismos escalones de la cruz le
acuchillaron hasta darle muerte.
De esto hay una sumaria que se siguió por la Real Audiencia en la que constan
puntualmente los nombre de los matadores, a saber: Cristóbal de Paredes, que era el
marido de la panadera; Galindo, su compadre, tejedor del arte de la seda; Navarro,
mozo de mulas, su pariente. Al Paredes le condenaron a la horca, no por la muerte de
don Pedrito Ribera, sino por la muerte de su mujer, a la cual, según consta por
testimonio, le cortó la cabeza con una navaja cabritera. El Galindo y el mulero
Navarro, aunque se probó que uno de ellos le había metido el «guisque» por un
costado a don Pedrito Ribera, no salieron demasiado mal librados, pues los
condenaron a diez años de galeras, y por buena conducta y haber participado su barco
en la defensa contra los ingleses en La Coruña cumplieron solamente la mitad. El
ahorcamiento de Cristóbal Paredes se verificó en la misma plazuela del Rodeo, en
vez de en la plaza de San Francisco, y como a todos los parricidas, después de
ahorcado lo metieron en una cuba de madera que llevaba pintados los cuatro animales
que señalaban Las Partidas: un perro, un mono, un cerdo y un basilisco, y así le
llevaron a enterrar los hermanos de la Caridad.
El tercero de los caballeritos del grupo, don Juan de Hinestrosa, conde de
Arenales, asustado por la mala muerte de sus dos amigos, acudió al obispo, se echó a
sus pies y llorando de arrepentimiento le pidió perdón. Sin embargo no se libró de la
profecía, porque algún tiempo después, cuando estaba en el teatro viendo una
comedia, le acometió de súbito un mal de apoplegía, y ni siquiera dio tiempo a
llevarle a su casa, pues sus criados le sacaron del Corral de Comedias de la Montería,
y viendo que se ahogaba por momentos le metieron en la casa del marqués de la
Fuente, en la esquina de la calle Borceguinería, actual Mateos Gago, y allí murió en
pocos instantes.
La familia de don Pedrito Ribera, por expiación de sus pecados y sufragio de su
alma, hicieron quitar la Cruz del Rodeo y poner en su lugar una capilla que todavía
hoy existe, que se llama Capilla de la Virgen del Carmen que, como queda dicho, está
a la entrada de la calle Calatravas en su acera izquierda. Capilla donde se dice todavía
una misa al año, y en la que radica una Hermandad de la Virgen del Carmen y
Ánimas del Purgatorio.
Posteriormente, la imaginación popular, mezclando el mito de don Juan Tenorio,
creado por Tirso de Molina, con la realidad de la vida y muerte de don Pedrito
Ribera, ha hecho de ambos personajes uno solo, y en versiones sucesivas de la obra
teatral se ha añadido a las aventuras de don Juan Tenorio el haber robado una monja
de la calle Calatravas, cuando en realidad fue una panadera; y la profecía auténtica
del obispo ultrajado, ha venido a identificarse en la ficción teatral con el aviso de la
próxima muerte que don Juan recibe de ultratumba.
La capilla del Carmen en la calle Calatravas, lugar donde mataron a Pedro Ribera, en
la leyenda de Don Juan Tenorio.
Ojalá que en la actual fiebre de derribos de edificios antiguos que hoy padece
Sevilla no cometan la barbaridad de derribar la capillita del Carmen, de la calle
Calatravas, testimonio de un suceso tan destacado de la vida sevillana, y que ha
tenido tal resonancia en la literatura dramática.

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