domingo, 31 de marzo de 2019

La «Venta de los Gatos»

En el camino que iba desde la Puerta de la Macarena, hasta el monasterio de San
Jerónimo, y que hoy es la Avenida Sánchez Pizjuán, existió desde al menos el siglo
XVIII una famosa venta llamada «La Venta de los Gatos», rodeada de hermosísimos
árboles, y próxima a la orilla del río, lo que mantenía aquel lugar siempre verde y
placentero. Era lugar muy frecuentado por el vecindario sevillano que acudía a aquel
lugar las tardes de los días de fiesta, a merendar y solazarse. Había columpios
pendientes de las ramas de los árboles, en donde solían jugar las mocitas, y por toda
aquella pradera se jugaba a la gallina ciega, a los escondites, o se cantaba al son de la
guitarra y se bailaba con acompañamiento de castañuelas. Era, en fin, como una
pequeña feria de abril, pero que duraba todo el año.
Gustavo Adolfo Bécquer, el célebre poeta del romanticismo, estuvo en esa «Venta
de los Gatos», allá por el año 1854, y cuenta que admirado de la belleza de una joven
que estaba cantando en un animado grupo de muchachas y muchachos, sacó su block
y su lápiz, y en pocos momentos hizo un pequeño retrato o apunte del rostro de la
mocita, regalándoselo después al novio de ella. Hablando con éste supo que la
muchacha se llamaba Amparo, y que habiendo sido abandonada en la Casa Cuna, fue
recogida por el dueño de la Venta, padre del muchacho, quien la crió como a hija, y
que con el transcurso del tiempo, al hacerse mayor, habría brotado la llama del amor
en los corazones de los dos jóvenes, que pensaban casarse próximamente.
Marchó Gustavo Adolfo Bécquer a Madrid, donde permaneció varios años, y
regresó a Sevilla siendo su primer deseo pasar una tarde en el recreo campestre de la
«Venta de los Gatos», beber una copa de vino, escuchar las canciones, contemplar a
las muchachas en los columpios, y participar en el baile popular. Pero durante su
ausencia las cosas habían cambiado; el verde y umbroso prado que se extendía algo
más allá de la Macarena en dirección a san Jerónimo, había dejado de ser lugar de
recreos, para convertirse en el fúnebre recinto de los muertos, al construirse allí el
Cementerio de san Fernando. La «Venta de los Gatos» había perdido su bulliciosa
concurrencia, porque ¿quién iba a ir a bailar, y a divertirse, en los alrededores de un
cementerio? En vez de grupos de muchachas rientes, y de grupos de familias con
niños merendando en el césped, la única concurrencia que se acercaba a la Venta,
eran los sepultureros, con su azada al hombro; los cocheros fúnebres, que al regreso
de los entierros se detenían allí a contar y repartir la calderilla de las propinas; y los
cortejos de acompañantes llorosos, que terminados los entierros se detenían un
momento a tomar una copa de aguardiente, para reponerse del mal trance del que
venían.
En medio de esa triste gente, Gustavo Adolfo Bécquer entró en la «Venta de los
Gatos», y preguntó al ventero por aquella muchacha, Amparo, que él había retratado
a lápiz, y por aquel muchacho, novio de ella, de quien el poeta se había hecho amigo
poco antes de marchar a Madrid.
Y el ventero le contó entonces la triste y romántica historia del desenlace de
aquellos amores.
Amparo y su novio vivían felices en pleno idilio, pensando ya en casarse, cuando
cierto día acudieron a la «Venta de los Gatos» dos señores, que entre copa y copa se
interesaron curiosamente por la muchacha, preguntaron la edad que tenía, y la fecha
en que el ventero la había sacado de la Casa Cuna para prohijarla. Incluso el ventero
les enseñó los pañales en que venía envuelta la niña cuando él la recogió. Entonces
aquellos señores se dieron a conocer: la niña había nacido de los amores clandestinos
de cierta dama principal de Sevilla, la cual aunque dejó a su hija en la inclusa, había
seguido vigilándola todos estos años. Y ahora, al cambiar las circunstancias que le
impedían tener a su hija consigo, la reclamaba.
De nada sirvió que el ventero intentase conservar a la que siempre había cuidado
como a una hija, y que además era la novia de su hijo con el que próximamente iba a
casarse. Su oposición no sirvió para nada, porque la madre de Amparo tuvo más
fuerza y los tribunales le devolvieron la niña.
Pero lo peor era que la madre no quería que Amparo se casase con un muchacho
humilde, cuyo oficio era despachar botellas de vino en una venta. Ella quería para su
hija otra boda mucho más brillante y de más rango social. Así desde el día que
Amparo marchó a la casa señorial donde vivía su madre, no se le permitió ninguna
comunicación con su novio, ni con sus padres adoptivos.
La madre pensó que de este modo Amparo olvidaría toda su vida anterior, y sería
fácil el adaptarla a su nuevo ambiente de su alta clase social.
Pero Amparo, en vez de adaptarse, fue poco a poco perdiendo junto con la
alegría, la salud. La habían quitado de aquel ambiente sencillo y alegre de toda su
vida, y le habían robado lo que para ella valía más, que era el amor. Así, enfermó de
melancolía, y pocos meses después la tuberculosis, la enfermedad del siglo, la tenía
postrada en su habitación, mirando desde la cama, con nostalgia y desesperación, el
lejano trocito de paisaje verde, y de cielo azul, que se enmarcaba en el recuadro de su
ventana.
Mientras tanto su novio, también abrumado por la tristeza, había perdido el
interés por todo lo que fuera diversión. No había vuelto a poner sus dedos en la
guitarra y ahora sus paseos en los ratos libres, en vez de dirigirse hacia Sevilla, eran
hacia arriba, al cementerio, donde, abismado en melancólicos pensamientos, se
sentaba en el poyete de ladrillos y mármol de una tumba, o se arrodillaba largos ratos
en la capilla, o se detenía a contemplar la ceremonia de dar sepultura en la fosa a
algún ataúd de los que cada día llegaban en los coches fúnebres al camposanto.
Y fue así como cierto día, cuando presenciaba un entierro, al efectuarse la
ceremonia que en aquel entonces se acostumbraba, de abrir un momento el ataúd para
que los parientes del difunto pudieran contemplarle por última vez y despedirse, el
muchacho, que se había acercado mezclado con el acompañamiento, vio con inmenso
dolor, que el cuerpo que había en aquel ataúd, era el de Amparo. La muchacha había
muerto, al fin, de pena y de amor.
El muchacho dio un grito y cayó al suelo desmayado. Los acompañantes del
entierro le recogieron, y le condujeron a la «Venta de los Gatos», donde uno de los
sepultureros les dijo que el muchacho vivía.
Pasó algún tiempo entre la vida y la muerte, y cuando al cabo se restableció su
salud, resultó que había perdido la razón. Su padre el ventero, no consintió sin
embargo llevarle al manicomio a encerrarlo, sino que preparó una habitación en la
venta y allí le recluyeron. Y como era loco pacífico, sin más obsesión que la de su
amor desgraciado, pasaba los días, ora llorando, o mesándose los cabellos, a veces
pedía la guitarra, y como había sido buen improvisador hilvanaba alguna cancioncilla
cuyo argumento era siempre el mismo: recordar a Amparo, y dolerse de su muerte.
En el carro de los muertos
la pasaron por aquí,
llevaba una mano fuera
por eso la conocí.


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