Habiendo vacado en Sevilla un puesto de juez, de la mayor importancia,
acudieron al Alcázar varios pretendientes a solicitar el cargo, apoyados cada uno de
ellos por sus familias, que eran las más principales de la ciudad, los Guzmanes, los
Mendoza, los Tello, los Ponce de León.
No satisfizo mucho al rey el que este puesto se diera a personas de tales familias,
porque forzosamente habrían de ser parciales en favor de los suyos, y en perjuicio de
los otros, lo que encendería bandos y luchas dentro de la propia nobleza sevillana.
Hizo el rey que compareciesen a su presencia en los jardines del Alcázar, y
mientras escuchaba la pretensión del primero le interrumpió preguntándole:
—¿Qué es eso que está flotando sobre el estanque?
—Señor, son unas naranjas.
Interrogó después al otro sobre sus aspiraciones, y también a mitad de su
conversación, le preguntó:
—¿Qué es eso que está flotando sobre el agua del estanque?
—Señor, son seis naranjas que habrán caído de uno de los árboles.
—No me explico, señor Ponce, cómo pretendéis un cargo tan importante. ¿Creéis
que os van a obedecer? Ya veis, a mí mismo que soy el rey no me obedecen. Llevo
toda la vida diciendo a mis criados que me gusta ver limpios los estanques de los
jardines, y ya veis lo sucios y descuidados que están. ¿Qué veis flotando ahí en ese
agua? —Señor, unas naranjas.
Los nobles, de unas y otras familias que presenciaban esta conversación estaban
sorprendidos y al mismo tiempo enojados, porque creían que el rey se burlaba de
ellos. Bien: ¿Y no hay más pretendientes al cargo? Pocos son, y así mando que vaya un
alguacil y se traiga al alcaide del mercado, que es quien pone paz entre las
vendedoras cuando riñen por causa de sus placerías.
Acudió el alcaide del mercado, que era un segundón de la familia Pineda,
hidalgos y nobles, pero de mucha menos categoría y riqueza que los otros.
—Señor Pineda —dijo el rey—. Estoy en un mar de confusiones, porque varios
nobles caballeros se disputan el ocupar un cargo de juez, y no sé a quién dárselo, y os
he hecho venir para que me ayudéis a salir de mis dudas.
—Señor, ¿cómo voy yo a atreverme a aconsejar en asunto de tanta importancia y
gravedad, y más cuando quienes son partes en el pleito me aventajan todos en calidad
y rango? Pero en todo caso, mandadme y os obedeceré según mi leal saber y
entender.
—Bien, pues os iré relatando las prendas que adornan a cada uno de los
pretendientes para que podáis valorar cuál sería más idóneo para el cargo. Pero antes
os contaré cómo les he querido quitar de la cabeza su pretensión, pues que poco han
de ser obedecidos en ese cargo de juez, en una ciudad donde ni siquiera el rey es
obedecido. Yo he dicho muchas veces a mis criados de este Alcázar que me gusta ver
los estanques limpios y aseados. Y sin embargo, ya veis cómo se encuentran de
sucios. Decidme, señor Pineda, ¿qué es lo que hay flotando ahí sobre el agua?
El alcaide del mercado repuso:
—No sé, señor, qué es lo que hay flotando sobre el agua. Será cuestión de
averiguarlo.
Y quitándose los zapatos y el jubón se quedó en calzas, y así se echó al agua del
estanque, que era profundo, más que la altura de un hombre.
Se sostuvo nadando, y recogió algunas de las que estaban flotando y gritó desde
el agua:
—Son seis medias naranjas, señor. Y como dos medias hacen una entera, os digo
que aquí hay tres naranjas.
—En efecto, —aseveró el rey—. Son tres naranjas, cortadas por la mitad, que yo
mismo las puse cuidadosamente esta mañana en el agua, para que parecieran seis
naranjas. Vos habéis sido el único que lo ha averiguado porque habéis sido cuidadoso
en cercioraros, no juzgando por las apariencias.
Y volviéndose a los pretendientes, que estaban confusos y avergonzados, les dijo
severamente:
—Ea, grandes señores. ¿Cómo iba yo a dar el cargo de juez a quienes no son
capaces de informarme del fondo de las cosas, y juzgan por lo superficial? Id con
Dios, que ya está nombrado el que ha de ocupar el cargo. Vos, señor Pineda, pasaréis
al Palacio de Justicia, a tomar posesión hoy mismo.
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