LOS tañidos solemnes del reloj de la antigua catedral han anunciado la
medianoche; el aire es denso y pesado; una quietud extraña, como de muerte, se
extiende por toda la naturaleza. Como en la calma presagiosa que precede a algo más
que el desencadenamiento tremendo y normal de los elementos, éstos parecen haber
contenido incluso sus habituales fluctuaciones, a fin de acumular su fuerza terrible
para ese gran momento. Suena a lo lejos, débil, el estampido de un trueno. Como el
cañonazo que da la señal a los vientos para que comiencen la batalla, pareció
despertarlos de su letargo; y un huracán espantoso y horrísono barrió la ciudad entera,
causando más estrago en los cuatro o cinco minutos que duró, que medio siglo de
meteoros ordinarios.
Fue como si un gigante hubiera soplado sobre una ciudad de juguete, esparciendo
multitud de edificios con la ráfaga caliente de su soplo terrible; luego, del mismo
modo súbito que había llegado, cesó, y todo volvió a quedar tan inmóvil y callado
como antes.
Se despertaron los durmientes, y pensaron que lo que habían oído era la quimera
confusa de un sueño. Se estremecieron, y volvieron a dormirse.
Todo está callado… callado como una tumba. Ni un rumor quiebra la magia del
silencio. ¿Qué es eso… ese ruido extraño, repiqueteante, como de un millón de
pisadas de duendecillos? Es granizo… Sí, una tormenta de granizo ha reventado
sobre la ciudad. Arranca las hojas de los árboles, junto con pequeñas ramitas; saltan
en añicos las ventanas más expuestas a la furia directa del hielo graneado, y el
descanso antes tan notable por su profundidad se torna un estrépito que,
acumulándose, ahoga todo grito de sorpresa o de consternación que aquí y allá
profieren los habitantes al ver sus hogares invadidos por la tormenta.
De cuando en cuando, también, irrumpe una ráfaga súbita que, soplando de
través, retiene en suspenso millones de piedras de hielo, sólo para arrojarlas con
fuerza doblada en otra dirección, donde causan más estrago.
¡Ah, cómo devastaba la furiosa tempestad! Granizo… lluvia… viento. Era, en
verdad, una noche espantosa.
Hay una antigua cámara en una casa inmemorial. Extrañas y singulares tallas
adornan sus paredes, y su amplia chimenea es por sí sola una curiosidad. El techo es
bajo; una gran ventana salediza, hasta el suelo, mira a poniente. Esta ventana tiene
celosía, y la cierran multitud de cristales de rica policromía que arrojan extraña y
hermosa luz cuando el sol o la luna entra en el aposento. Sólo hay un retrato en la
estancia, aunque las paredes parecen enmaderadas como para contener una serie de
cuadros. Es el retrato de un joven de rostro pálido, frente majestuosa, y una extraña
expresión en los ojos que nadie osa mirar dos veces.
Hay una cama soberbia en esa cámara, tallada en madera de nogal; es de rico
diseño y trabajada ejecución: una de esas obras de arte que deben su existencia a la
era isabelina. La cubren pesadas cortinas de seda y damasco; en los ángulos hay
adornos de cimbreantes plumas… Están cubiertos de polvo, y dan un aire fúnebre al
aposento. El piso es de roble pulido.
¡Dios, cómo golpea el granizo en el viejo ventanal! Como un simulacro de
descarga de mosquetería, golpea, redobla, repiquetea sobre los pequeños cristales.
Pero éstos resisten: los salva su tamaño. El viento, el granizo y la lluvia agotan su
furia en vano.
La cama de esa antigua cámara se halla ocupada. En ella yace semidormida una
criatura dotada con todos los encantos de la belleza. Es una joven, hermosa como la
primavera. Su largo cabello ha escapado de su confinamiento y se desparrama sobre
la colcha, ennegreciéndola; ha tenido un sueño inquieto, a juzgar por lo revueltas que
están las ropas de la cama. Tiene un brazo sobre la cabeza; el otro cuelga casi fuera
de la cama, por el lado en que duerme. Su cuello y su pecho, que habrían podido
servir de estudio al escultor más exquisito que la Providencia hubiera dotado de
genio, están al aire. La joven gimió con desmayo en su sueño, y una o dos veces
movió los labios como en una oración… Al menos, así nos lo habría parecido; porque
de ellos brotó débilmente, una vez, el nombre del que padeció por todos nosotros.
Ha soportado muchas fatigas, y la tormenta no la desvela: aunque es capaz de
turbar el sueño, no tiene poder para suprimirlo enteramente: el fragor de los
elementos desasosiega los sentidos, pero no logra interrumpir por completo el
descanso de los durmientes.
Ah, qué embrujo había en esa boca apenas entreabierta, revelando en su interior
los perlados dientes que centelleaban incluso a la débil luz que entraba por la ventana.
Cuán dulcemente se posaban las pestañas sobre las mejillas. Ahora se mueve, y un
hombro se hace visible del todo… Más blanca, más bella que la ropa inmaculada de
la cama sobre la que duerme, es la piel suave de la hermosa criatura, recién llegada a
mujer, y en ese momento de transición en que une los encantos de la adolescencia,
casi de la niñez, a una belleza más madura y a la dulzura de los años.
¿Ha sido un relámpago? Sí… un relámpago, intenso, terrible, cegador; luego, el
estampido tremendo del trueno, ¡como si se derrumbasen mil montañas, una sobre
otra, en la bóveda del cielo! ¿Quién duerme ahora en esa ciudad antigua? Ni un alma.
La trompeta aterradora de la eternidad no habría despertado a nadie de forma más
efectiva.
El granizo continúa. Y el viento. La furia de los elementos parece en su apogeo.
Ahora despierta la hermosa joven de la cama antigua; abre sus ojos azul celeste, y un
débil grito de alarma brota de sus labios. Es un grito que, en medio del fragor y el
estruendo de fuera, suena débil y apagado. Se incorpora; se frota los ojos con las
manos. ¡Dios mío, qué viento impetuoso y torrencial, qué lluvia y granizo! Y el
trueno parece empeñado en despertar ecos bastantes como para durar hasta que el
quebrado resplandor del siguiente rayo provoque otra conmoción en el aire. La joven
murmura una plegaria… una plegaria por todos los que ama; de sus labios brotan los
nombres de esos seres, tan caros a su corazón, y llora y reza. Y piensa luego en los
estragos que la tormenta está causando sin duda, y ruega al Dios de los Cielos por
todos los seres vivientes. Otro fucilazo: un relámpago azul penetra cegador por la
ventana, revelando un instante los colores con terrible claridad. Un grito escapa de los
labios de la joven; luego, con los ojos clavados en esa ventana que un instante
después es toda oscuridad, y una expresión sobrecogida en su rostro como no había
conocido jamás, se estremece, y un sudor de intenso miedo le baña la frente.
—¿Qué… qué era eso? —jadeó—. ¿Ha sido real, o acaso un delirio? ¡Oh, Dios
mío!, ¿que era? Una figura alta y flaca, intentando abrir la ventana desde fuera. La he
visto. El relámpago me la ha revelado. Ocupaba la altura entera de la ventana.
El viento amainó un instante. El granizo no caía ya con la misma furia… Además,
ahora descargaba en menor cantidad, vertical. Sin embargo, le llegaba un extraño
tamborileo de los cristales de este ventanal. No puede ser una ilusión: está despierta,
y lo oye. ¿Qué lo produce? Otro relámpago… otro chillido: ahora no puede ser
ninguna ilusión.
Hay una figura alta, de pie en el saliente de la ventana. Son sus uñas las que
producen ese ruido como de granizo en los cristales, ahora que el granizo ha dejado
de caer. Un terror intenso paraliza los miembros de la hermosa joven. Ese único
chillido es cuanto puede proferir: con las manos juntas, el rostro blanco como el
mármol, el corazón latiéndole con tal violencia en el pecho que a cada instante parece
que va a romper sus confines, los ojos dilatados y fijos en la ventana, espera
paralizada de horror. Continúa el arañar y golpear de las uñas. No suena una sola
palabra. Y ahora le parece a ella distinguir, más oscura, la silueta de esa figura
recortada en la ventana, y ver sus largos brazos moviéndose de un lado a otro,
buscando el modo de penetrar. ¿Qué extraña claridad es la que ahora se difunde poco
a poco en el aire? Roja y terrible… se vuelve más brillante cada vez. El rayo ha
incendiado un molino, y el reflejo de las llamas llega hasta esa alta ventana. No hay
error posible. La silueta esta ahí, palpando todavía en busca de un acceso, y arañando
los cristales con sus uñas largas con aspecto de una vegetación asilvestrada y secular.
La joven trata de gritar de nuevo; pero una sensación de asfixia se apodera de ella, y
se lo impide. Es demasiado espantoso; intenta moverse: cada uno de sus miembros
parece contener toneladas de plomo; sólo logra susurrar con voz ronca y desmayada:
«¡Socorro… socorro… socorro… socorro!».
Y repite esa única palabra como alguien en un sueño. Continúa el rojo resplandor
de las llamas que da a la figura alta y flaca un horrible relieve contra la ventana.
Revela, también, el único retrato que hay en el aposento, y el retrato parece clavar los
ojos en el que está tratando de entrar, en tanto la fluctuante claridad de las llamas le
confiere una espantosa apariencia de vida. Salta roto un pequeño rombo de vidrio, y
la figura de fuera introduce una mano larga y flaca que parece totalmente descarnada.
Quita la falleba; y una de las hojas, que se abre como una puerta plegable, gira por
completo sobre sus charnelas.
Sin embargo, la joven no encontraba ahora fuerzas para gritar… ni para moverse.
«¡Socorro… socorro… socorro!», fue cuanto pudo susurrar. Pero la expresión de
terror que reflejaba su rostro era espantosa: una expresión capaz de obsesionar la
memoria de por vida… de anular los momentos más felices y convertirlos en
amargura.
La figura se vuelve a medias, y la luz cae de lleno sobre su rostro. Es un rostro
blanco, totalmente exangüe. Sus ojos parecen de estaño bruñido; sus labios están
contraídos, y el rasgo principal, aparte de sus ojos espantosos, son los dientes: unos
dientes de aspecto terrible, sobresaliendo espantosamente como los de una fiera
salvaje, de un blanco deslumbrante y con aspecto de colmillos. Se acerca a la cama
con paso extraño, silencioso. Entrechoca sus largas uñas, que parecen colgarle
literalmente de las puntas de los dedos. ¿Está a punto de enloquecer esta hermosa
muchacha, sometida a tanto terror? Apela a todos sus miembros; no puede siquiera
pedir auxilio. Ha perdido el habla, pero recobra la facultad de moverse: al fin
consigue desplazarse, despacio, al lado de la cama opuesto al que se acerca la
horrenda aparición.
Pero sus ojos están fascinados. La mirada de una serpiente no habría podido
producir en ella un efecto más intenso que esos ojos fijos, de calidad metálica,
concentrados en su rostro. Se inclinó la figura, perdiendo su altura gigantesca, y
acercó su rostro horrible, blanco, hocicudo. ¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que quiere?
¿Qué lo hace tan horrendo, tan diferente de cualquier habitante del mundo, a pesar de
hallarse en él?
Ahora la joven ha llegado al borde mismo de la cama. La figura se detiene; y al
detenerse, pareció como si la joven fuese incapaz de seguir: ahora se agarró con
fuerza inconsciente a las ropas de la cama. Alentaba con inspiraciones breves y
entrecortadas. Su pecho se agita, sus miembros tiemblan; sin embargo, no puede
apartar los ojos de ese rostro de aspecto marmóreo. Esos ojos encendidos la tienen
sujeta.
La tormenta ha cesado: todo está inmóvil. Los vientos se han calmado; el reloj de
la iglesia pregona la una: de la garganta del ser espantoso brota un sonido siseante;
levanta sus largos, flacos brazos. Sus labios se mueven. Avanza. La joven saca un pie
pequeño de la cama y lo posa en el suelo. Inconscientemente, arrastra consigo las
sábanas. La puerta del aposento está en esa dirección… ¿Logrará llegar a ella?
¿Tendrá fuerzas para andar? ¿Conseguirá apartar los ojos del rostro del intruso, y
romper de ese modo el sortilegio? ¡Dios del Cielo! ¿Es real, o se trata de un sueño tan
vivido que casi podría trastornar la razón para siempre?
La figura ha vuelto a detenerse, y la joven se inmoviliza —mitad en el lecho,
mitad fuera de él— temblando. Su larga cabellera se extiende a todo lo ancho de la
cama. Al desplazarse lentamente, se le ha ido desparramando sobre las almohadas. La
pausa dura un minuto; ¡oh, qué ángel de la agonía! Y ese minuto bastó,
verdaderamente, para que la locura rematara su obra.
Con un ademán repentino que nadie habría podido prever, emitiendo un rugido
extraño capaz de infundir terror en el pecho de cualquiera, la figura le agarró sus
largas crenchas y, enroscándoselas en sus manos huesudas, la retuvo en la cama.
Entonces consiguió gritar ella. El cielo le había devuelto la fuerza de la voz. Y
continuó profiriendo chillidos, uno tras otro, en rápida sucesión. Cayeron las ropas a
un lado de la cama; y tirada de sus cabellos sedosos, fue devuelta otra vez al centro
del lecho.
Sus bellamente torneados miembros temblaban con la angustia de su alma. Los
ojos vidriosos y horribles de la figura recorrieron su figura angelical con espantosa
codicia y profanación. Le arrastra la cabeza hasta el borde. Se la tuerce hacia atrás
tirándole del cabello arrollado en su garra. E inclinándose veloz, le clava en el cuello
sus dientes afilados… Surge un borbotón de sangre, y se oye seguidamente un
horrendo ruido de succión. ¡La joven se ha desmayado, y el vampiro se entrega a su
espantoso banquete!
[8] Traducción de Francisco Torres Oliver. <<
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