domingo, 31 de marzo de 2019

EL VAMPIRO (1819)

DEBEMOS al doctor John William Polidori (1796-1821) el primer esbozo de lo
que será la imagen clásica del vampiro literario, aquella del aristócrata villano, frío,
enigmático, pero, sobre todo, perverso y fascinante para las mujeres; en suma, todo lo
contrario de lo que era en realidad el «little Doctor Polly-Dolly», como
malévolamente solía llamarle lord Byron, el auténtico inspirador de su lord Ruthven.
Polidori procedía de una familia de origen italiano con aficiones literarias; su
padre, Gaetano, traductor de Milton y de Horace Walpole, era poeta y, como su hijo,
secretario de otro poeta célebre: Vittorio Alfieri. John creció en la colonia italiana del
Soho; estudió medicina en la Universidad de Edimburgo y se graduó precozmente a
los diecinueve años, eligiendo como tema para su disertación de fin de carrera el
sonambulismo y el mesmerismo, indicio claro de una temprana inquietud hacia lo
extraño.
En 1816 sucede algo decisivo y dramático en la vida de Polidori: éste conoce a
lord Byron, a quien acompaña como secretario y médico personal en su viaje hacia el
lago Lemán. La relación entre ellos no puede ser más penosa. El «doctorcito» ataca
los nervios de Byron, que lo convierte en el centro de sus sarcasmos: «era
exactamente la clase de persona —escribe en su diario— que si se cayera por la
borda, uno arrojaría una paja al agua para saber si es verdad ese dicho que dice que
los ahogados se agarran a cualquier cosa».
A pesar de su incómoda situación, Polidori asiste a la famosa velada del 18 de
junio en Villa Diodati y, gracias a ella, escribe «en dos o tres noches ociosas» la
historia del vampiro lord Ruthven. Éstos serán los días culminantes de su vida. Poco
después volverá a Inglaterra para intentar establecerse como médico en Norwich. En
1819 publica, casi al mismo tiempo que The Vampire, su olvidada novela Ernestus
Berchtold, basada en la historia que había narrado originalmente la noche de Diodati.
Murió en agosto de 1821, medio loco, tras envenenarse con su propia mano, a la edad
de veinticinco años.
Dos años antes se publicaba en el número de junio de la revista New Monthly
Magazine su macabro cuento de vampiros firmado, por un sospechoso malentendido
del editor, con el nombre de Byron. El aura satánica de la que ya gozaba el lord inglés
sirvió para garantizar el éxito de su historia, que fue reeditada numerosas veces.
Goethe es uno de los primeros en leerla y crédulamente declara que le parecía lo
mejor que había escrito el poeta. Byron arde de ira, y desde Venecia escribe al editor
Murray y a su agente literario negando solemnemente su autoría y tildando la
operación de «vulgar impostura comercial».
Polidori no sólo había desarrollado el tema del Fragmento, que Byron escribió y
comentó en Diodati, lo peor de todo era que había añadido elementos de la novela
autobiográfica (Glenarvon) de su antigua amante lady Caroline Lamb, donde se
retrata vengativamente a Byron como el diabólico Ruthven Glenarvon, un hombre
intenso de crueldad inaudita con sus amantes, que ayudaba a fomentar y revolver su
turbulenta leyenda mucho más de lo que en realidad era.
El recuerdo de Polidori no deja de ser curioso. Su cuento, a pesar de haber sido
denostado (igual que su autor) por no pocos escritores y críticos, sigue siendo, a pesar
de todo, la historia de terror que más influencia ha ejercido sobre las letras inglesas.

EL VAMPIRO[3]
SUCEDIÓ que en el curso de las diversiones que tuvieron lugar un invierno en
Londres, apareció en varias fiestas de la sociedad que marcaba el tono un noble que
destacaba más por sus peculiaridades que por su rango. Observaba la alegría a su
alrededor como si no pudiese participar en ella. Al parecer, sólo atraía su interés la
risa ligera de las bellas, que él podía sofocar con una mirada, e infundir el temor en
los pechos donde reinaba el aturdimiento. Las que experimentaban esta sensación de
pavor no se explicaban de dónde procedía: unos la atribuían a su mirada apagada y
gris que, al clavarse en el rostro de las personas, no parecía traspasarlo y penetrar
hasta los íntimos movimientos del corazón, sino posarse en las mejillas como un rayo
plomizo y oprimir la piel sin poder atravesarla. Sus peculiaridades eran la razón de
que todas las casas le invitasen: todo el mundo quería verle, y los habituados a
emociones intensas, que ahora sentían el peso del ennui, estaban encantados de tener
con su presencia algo que les despertaba la atención. A pesar de la mortal palidez de
su rostro, que jamás llegaban a encenderlo ni el rubor de la modestia ni la pasión de
las emociones fuertes, era gallardo de figura y silueta, y muchas cazadoras de
notoriedad trataban de conquistar sus atenciones y obtener alguna prueba, al menos,
de lo que ellas llamaban afecto: lady Mercer, que desde su matrimonio había sido
juguete de todo monstruo que se había exhibido en los salones, le salió al paso, y sólo
le faltó vestirse de saltimbanqui para atraer su atención… aunque en vano: cuando
estuvo delante de él, aunque sus ojos se clavaron en los de ella, sin embargo dio la
impresión de que no los veían; y el descarado descoco de lady Mercer se vio
chasqueado, y tuvo que abandonar el campo. Pero, si bien la vulgar adúltera no
conseguía atraer su mirada siquiera, no le era indiferente el bello sexo; aunque era tal
la discreción con que hablaba a la casada virtuosa y a la hija inocente, que muy pocos
le habían visto dirigir nunca la palabra a una mujer. Con todo, tenía fama de poseer
una conversación cautivadora; y fuese porque ésta disipaba el temor que su singular
persona inspiraba en las mujeres, o porque las conmovía su aparente odio al vicio, el
caso era que tan a menudo estaba entre aquellas cuyas virtudes domésticas
constituyen el orgullo de su sexo, como entre las que lo manchaban con sus vicios.
En esos mismos días llegó a Londres un joven caballero de apellido Aubrey,
huérfano al que, como a su única hermana, sus padres habían dejado una gran fortuna
cuando aún era un niño. Abandonado a su suerte también por sus tutores, quienes
consideraron que su deber estaba en cuidar de su dinero, delegando la tarea más
importante de velar por su espíritu en manos de subalternos mercenarios, cultivó más
su imaginación que su juicio. De ahí que tuviera ese acusado sentido romántico del
honor y la sinceridad que a diario arruina a tantos aprendices de sombrerero. Estaba
convencido de que todos compartían la virtud, y creía que el vicio lo había arrojado la
Providencia sólo a modo de pintoresco efecto escénico, como vemos en las novelas:
creía que la miseria de una cabaña consistía tan sólo en la ropa de vestir, la cual era
abrigada, pero más apta para el ojo del pintor, por sus pliegues irregulares y la
diversidad de colores de sus remiendos. Creía, en fin, que los sueños de los poetas
eran la realidad de la vida. Era guapo, abierto y rico; y por todas estas razones,
cuando entró en los círculos brillantes de la sociedad, le rodearon las madres, y
rivalizaron en describirle con escasa sinceridad a sus lánguidas o vivarachas
favoritas: las hijas, a su vez, animando el semblante cuando él se acercaba y
mirándole con ojos chispeantes cuando abría los labios, no tardaron en hacerle
concebir una falsa idea de sus propios méritos y talento. Y ligado como estaba a la
novela de sus horas solitarias, le asombró descubrir que, salvo en las velas de sebo o
de cera que parpadeaban, no por la presencia de un espectro sino por falta de pabilo,
no guardaba parecido alguno con la vida real el montón de deleitosas pinturas y
descripciones que contenían aquellos volúmenes en los que se había formado.
Hallando, no obstante, cierta compensación en su vanidad gratificada, estaba a punto
de renunciar a sus sueños, cuando el extraordinario ser que hemos presentado más
arriba fue a cruzarse en su camino.
Se dedicó a observarlo; y su misma imposibilidad de formarse una idea del
carácter de un hombre totalmente encerrado en sí mismo, que daba pocas muestras de
reparar en objetos exteriores salvo el tácito reconocimiento de su existencia que
suponía el hecho de evitar su contacto, permitiendo que su propia imaginación
representase cuanto halagaba su tendencia a forjarse ideas extravagantes, no tardó en
convertir al individuo en un héroe de novela, y decidió estudiar el producto de su
fantasía, más que el personaje que tenía delante. Trabó amistad con él, le brindó
atenciones, y llegó a intimar a tal extremo que su presencia era admitida en todo
momento. Se fue enterando gradualmente de que los intereses de lord Ruthven
atravesaban momentos delicados, y no tardó en averiguar, por los preparativos que se
estaban efectuando en la calle ***, que iba a emprender un viaje. Deseoso de obtener
alguna información sobre este singular personaje, que hasta ahora sólo había
despertado su curiosidad, comunicó a sus tutores que había llegado la hora de hacer el
viaje que desde generaciones se considera imprescindible para que los jóvenes
progresen en la carrera del vicio lo bastante como para igualarse a los hombres
maduros, y dejen de parecer caídos de una nube allí donde una intriga escandalosa se
escarnece o se alaba, según el grado de habilidad en llevarla a término. Dieron su
consentimiento los tutores; y cuando Aubrey habló de su intención a lord Ruthven, le
sorprendió recibir de éste el ofrecimiento de ir juntos. Halagado por esta muestra de
estima en un ser que aparentemente no tenía nada en común con el resto de los
hombres, aceptó encantado; y pocos días más tarde habían cruzado las aguas
circundantes.
Hasta aquí, Aubrey no había tenido ocasión de estudiar el carácter de lord
Ruthven. Y ahora veía que, si bien eran muchas más las acciones suyas que
presenciaba, las consecuencias parecían no tener relación con los motivos de su
conducta. Su compañero era de una liberalidad rayana en el despilfarro: el haragán, el
vagabundo y el pordiosero obtenían de su mano más que suficiente para mitigar sus
necesidades inmediatas. Pero Aubrey no podía por menos de advertir que no era al
virtuoso, reducido a la indigencia por ese infortunio que suele acompañar a la virtud,
al que concedía sus dádivas: éste era expulsado de su puerta con mal reprimido
desprecio. En cambio, cuando el libertino se acercaba a pedirle algo, no para aliviar
su necesidad sino para refocilarse en los placeres o hundirse aún más en su iniquidad,
era despedido con generosa largueza. Esto, sin embargo, lo atribuía Aubrey a la
mayor impertinencia del vicioso, que por lo general triunfa sobre la cohibida timidez
del virtuoso indigente. Una circunstancia había en la caridad de su Señoría que
impresionaba aún más a Aubrey: veía que todo aquel al que otorgaba su favor se
llevaba consigo, inevitablemente, una maldición; porque acababa o en el patíbulo, o
hundido en la más baja y abyecta degradación. En Bruselas y otras ciudades por
donde pasaron, Aubrey se sorprendió ante la manifiesta celeridad con que su
compañero buscaba los centros de vicio de la elegancia; participaba del espíritu de la
mesa de faraón; jugaba y apostaba siempre con éxito, salvo cuando su adversario era
un conocido estafador: entonces perdía más de lo que había ganado; aunque siempre
con el mismo semblante impasible con que generalmente observaba a la sociedad que
le rodeaba: no ocurría lo mismo, en cambio, cuando topaba con el joven novato e
irreflexivo, o con el desafortunado padre de numerosa familia; entonces su mismo
deseo parecía ser la ley de la fortuna: salía de su aparente ensimismamiento, y sus
ojos centelleaban con más fuego que los del gato cuando juega con un ratón
moribundo. En cada ciudad, dejaba al joven antes opulento expulsado del círculo
social del que había sido adorno, o maldiciendo en la soledad de un calabozo el
destino que le había puesto al alcance de este demonio, mientras muchos padres se
sentaban desesperados ante las elocuentes miradas de sus hijos, sin un céntimo de su
anterior fortuna con que comprar siquiera lo imprescindible para mitigar su hambre
actual. Pero jamás tocaba el dinero de la mesa, sino que perdía seguidamente, para
perdición de muchos, hasta el último florín que acababa de arrancar a la mano
convulsa del inocente: quizá esto se debía a cierto grado de experiencia que, sin
embargo, no era capaz de vencer la astucia de los más experimentados. Aubrey
deseaba a menudo hacérselo ver a su amigo, y rogarle que renunciase a esa caridad y
placer que acababa en ruina de todos y a él no le reportaba beneficio ninguno; pero lo
iba aplazando… porque cada día esperaba que su amigo le diera ocasión de hablar
abiertamente y con franqueza. Sin embargo, esto no sucedía nunca. Lord Ruthven, en
su carruaje, y en medio de los diversos escenarios agrestes y ricos de la naturaleza
que atravesaban, se mostraba siempre el mismo: sus ojos hablaban menos que sus
labios; y aunque Aubrey viajaba junto al que era objeto de su curiosidad, no obtenía
de él más satisfacción que el constante y vano anhelo de penetrar ese misterio, que
ante su exaltada imaginación empezaba a adquirir aspecto de algo sobrenatural.
No tardaron en llegar a Roma, donde Aubrey perdió de vista durante un tiempo a
su compañero, que le dejaba para asistir a las tertulias matinales de una condesa
italiana, mientras él salía en busca de monumentos de otra ciudad casi desierta. Y
hallándose así ocupado, le llegaron cartas de Inglaterra, que abrió con ansiosa
impaciencia; la primera era de su hermana, y sólo contenía manifestaciones de afecto;
las otras eran de sus tutores, y le causaron asombro; si antes le pasó por la
imaginación que había en su compañero un poder maligno, estas cartas casi le
proporcionaban fundamento suficiente para tal creencia. Sus tutores insistían en que
dejase al punto a su amigo, alegando que se trataba de un personaje depravado, y que
poseía un irresistible poder de seducción que hacía su licenciosa conducta más
peligrosa para la sociedad. Se había descubierto que su desprecio por la adúltera no se
debía a que odiase su veleidad, sino que, para acrecentar su propia satisfacción, había
hecho que su víctima, su compañera de culpa, cayera del pináculo de la virtud
inmaculada al más bajo abismo de la infamia y la degradación; en fin, que las
mujeres tras las cuales había ido él, aparentemente por su virtud, habían arrojado su
máscara tras su partida, y no habían tenido rebozo en exponer toda la deformidad de
sus vicios a la mirada pública.
Aubrey decidió dejar a su compañero, cuyo carácter aún no había revelado una
sola luz donde él pudiera posar la mirada. Decidió inventar algún pretexto plausible
para separarse; entretanto, se dispuso a vigilar con más atención, y no dejar que le
pasara inadvertido el más ligero detalle. Se introdujo en el mismo círculo, y no tardó
en comprobar que su Señoría maquinaba sorprender la inexperiencia de la hija de la
dama cuya casa frecuentaba. En Italia, es raro que una joven soltera asista a reuniones
de sociedad; así que su Señoría se veía obligado a llevar a cabo sus planes en secreto;
pero la mirada de Aubrey le seguía en todos sus manejos, y no tardó en descubrir que
había concertado una cita, la cual acabaría muy probablemente en la ruina de una
inocente aunque irreflexiva muchacha. Sin perder tiempo, entró en el aposento de
lord Ruthven, y le preguntó abiertamente cuáles eran sus intenciones respecto a la
joven, informándole al mismo tiempo que estaba enterado de que iba a verse con ella
esa misma noche. Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que se suponía
que abrigaría cualquiera en una ocasión así; y cuando Aubrey le preguntó si pensaba
casarse con ella, se echó a reír. Aubrey se retiró; escribió una nota comunicándole
que desde ese momento se negaba a seguir con él el resto del proyectado viaje,
ordenó a sus criados que buscasen otra casa, fue a ver a la madre de la dama, y la
informó de cuanto sabía, no sólo en lo referente a su hija, sino también sobre la
reputación de su Señoría. Se impidió la cita. Al día siguiente, lord Ruthven se limitó a
enviar a sus criados para comunicarle su entera conformidad en separarse, pero no
reveló su sospecha de que el fracaso de sus planes se debía a la intervención de
Aubrey.
Después de abandonar Roma, Aubrey dirigió sus pasos hacia Grecia; y cruzando
la península, no tardó en llegar a Atenas. Allí fijó su residencia en casa de un griego;
y poco después se dedicaba a seguir los borrosos vestigios del antiguo esplendor en
monumentos que, avergonzados, al parecer, de consignar proezas de hombres libres
ante hombres que eran esclavos, se habían ocultado bajo el suelo protector o tras los
líquenes multicolores. Bajo el mismo techo que él, vivía una criatura tan bella y
delicada que podía haber servido de modelo al pintor que quisiera plasmar en el
lienzo la esperanza prometida a los creyentes en el paraíso de Mahoma; aunque sus
ojos revelaban demasiado el espíritu para poderla tomar por una de aquellas que
carecían de alma. Cuando bailaba en la llanura, o subía por una pendiente, ni una
gacela habría podido comparar su gracia y su belleza con la de ella. Porque ¿quién
habría cambiado sus ojos, que parecían los de la naturaleza animada, por esa mirada
soñolienta y lujuriante del animal apto tan sólo para el paladar de un epicuro? A
menudo, los pies ligeros de Ianthe acompañaban a Aubrey en su búsqueda de
antigüedades, y a menudo la muchacha, inconscientemente, persiguiendo una
mariposa de Cachemira, revelaba toda la belleza de su cuerpo, flotando al viento por
así decir, ante la mirada ansiosa de Aubrey que, absorto en la contemplación de su
figura de sílfide, se olvidaba de las letras que acababa de descifrar en una tableta
borrosa. A menudo, cuando sus mechones de pelo se agitaban en sus revoloteos,
revelaban, al darles el sol, unos tonos tan delicadamente brillantes e irisados que bien
podían justificar el olvido del aficionado a las antigüedades, el cual dejaba escapar de
su pensamiento el mismo objeto que un momento antes había considerado de
importancia esencial para la justa interpretación de un pasaje de Pausanias. Pero a
qué intentar describir los encantos que todos conocen pero que nadie puede sentir.
Era la inocencia, la juventud, la belleza no contaminada por los salones concurridos y
los bailes asfixiantes. Mientras él dibujaba los restos de los que quería conservar
recuerdo para futuras horas, ella permanecía sentada a su lado, y observaba la magia
de su lápiz trazando paisajes de su ciudad natal. Ianthe le describía los bailes en
círculo, en la llanura, le pintaba los colores encendidos de gozosa memoria, la pompa
de las bodas que recordaba haber visto de niña; luego, volviendo a cosas que
evidentemente habían dejado más honda impresión en su mente, le refería todas las
historias preternaturales que le había contado su niñera. Su seriedad y aparente
creencia en lo que decía acrecentaba aún más el interés de Aubrey; y a menudo,
mientras le hablaba de que hubo un vampiro que había pasado años entre sus amigos
y parientes más queridos, el cual consumía anualmente la vida de una hermosa joven,
prolongando de este modo su existencia durante los meses siguientes, se le helaba la
sangre, si bien trataba de reírse de tan horribles fantasías; pero Ianthe le citaba los
nombres de ancianos que al fin habían logrado descubrir vivo a uno de ellos, tras
encontrar a varios de sus parientes e hijos marcados con el sello del apetito de ese
demonio. Y al ver Ianthe que Aubrey seguía tan incrédulo, le suplicó que la creyese;
porque se había observado que los que osaban dudar de su existencia acababan
recibiendo invariablemente alguna prueba que los obligaba a reconocer, con gran
dolor, que era verdad. Le detalló la tradicional aparición de estos monstruos, y el
horror de Aubrey aumentó al oír una descripción puntual de lord Ruthven. Aubrey,
sin embargo, persistió en convencerla de que no podía tener razón en sus temores,
aunque al mismo tiempo le sorprendían las numerosas coincidencias, y le inclinaban
a concebir cierta creencia en los poderes sobrenaturales de lord Ruthven.
Aubrey empezaba a sentir, cada vez más, afecto por Ianthe; su inocencia, tan
lejana de las fingidas virtudes de las mujeres entre las que había buscado él su ideal
novelesco, había conquistado su corazón; y aunque le parecía ridicula la idea de que
un joven de hábitos ingleses llegara a casarse con una muchacha griega sin cultura, se
encontraba cada vez más encariñado con la casi etérea figura que tenía delante. A
veces se apartaba de ella con pesar, y tras proyectar algún plan de investigación
arqueológica, partía dispuesto a no volver hasta lograr su objetivo; pero siempre
encontraba imposible fijar la atención en las ruinas de su alrededor, cuando su
cerebro conservaba una imagen que parecía ser dueña legítima de sus pensamientos.
Ianthe ignoraba su amor, y se mostraba como la misma criatura infantil y sincera que
él había conocido al principio. Siempre parecía separarse de él con renuencia; pero
era porque no tenía a nadie con quien poder visitar sus rincones predilectos, mientras
su protector andaba ocupado en dibujar o descubrir algún fragmento que había
escapado a la mano destructora del tiempo. Ianthe apelaba a sus padres cuando
hablaba de vampiros; y los dos, y todos los que estaban presentes, confirmaban su
existencia, palideciendo de horror sólo de oírlos nombrar. Poco más tarde, Aubrey
decidió hacer una de sus excursiones, en principio de sólo unas horas; al oír el
nombre del sitio que quería visitar, inmediatamente le suplicaron que no fuese allí de
noche, ya que tendría que atravesar un bosque que ningún griego se atrevería a pisar,
bajo ningún concepto, después que se hubiese ido el día. Lo describieron como el
lugar de reunión de los vampiros durante sus orgías nocturnas, y auguraron las más
horribles desgracias a quien se atreviera a recorrer ese sendero. Aubrey no tomó en
serio estos consejos, y trató de reírse de tal idea; pero cuando los vio estremecerse
ante la osadía de burlarse de un poder infernal y superior, cuyo mero nombre parecía
helarles la sangre, se calló.
A la mañana siguiente, Aubrey se dispuso a emprender una excursión solo; le
sorprendió observar el semblante melancólico de sus anfitriones, y le preocupó
descubrir que sus palabras de burla acerca de la creencia en esos demonios les
hubiera inspirado tal terror. En el momento de salir, Ianthe se acercó a su caballo y le
rogó muy seria que volviese antes de que la noche permitiese a esos seres reanudar
sus actividades; se lo prometió. No obstante, anduvo tan ocupado en sus
exploraciones que no se dio cuenta de que se estaba yendo la luz del día, y de que en
el horizonte había una o dos manchas que, en climas más cálidos, solían juntarse en
una masa tremenda, y descargar su furia sobre el desventurado campo. Finalmente,
no obstante, montó en su caballo, decidido a regresar deprisa, por su retraso. Pero era
demasiado tarde. El crepúsculo, en estos climas meridionales, es algo casi
desconocido; el sol se pone rápidamente, y cae la noche. Así que antes de haber
recorrido mucho trecho tuvo la tormenta encima: apenas dejaban los truenos intervalo
alguno. La espesa lluvia se abría paso por entre el dosel del follaje, mientras los
azules y sesgados rayos parecían caer y fulgurar a sus pies. De repente, el caballo se
asustó, y emprendió una terrible carrera a través del bosque enmarañado. Por último,
el animal se detuvo exhausto; y entonces Aubrey descubrió, al resplandor de los
relámpagos, que se hallaba en la proximidad de una casucha que apenas destacaba de
los montones de hojas secas y arbustos que la rodeaban. Descabalgó y se acercó,
esperando encontrar a alguien que le guiase hasta la ciudad, o confiando al menos en
protegerse del chaparrón. Mientras se acercaba, los truenos, momentáneamente
aplacados, le dejaron oír unos espantosos alaridos de mujer mezclados con exultantes
carcajadas de burla que se continuaban de manera casi ininterrumpida: pero, acuciado
por los truenos que de nuevo retumbaban sobre su cabeza, Aubrey abrió la puerta de
un empujón. Se encontró en absoluta oscuridad; le guiaron las voces, sin embargo.
Por lo visto, no había sido advertida su presencia; porque aunque pidió permiso, los
gritos prosiguieron sin que nadie reparase en él. Tropezó con alguien, que
inmediatamente le agarró; entonces una voz gritó: «¡Otra vez te entrometes!»; a lo
que sucedió una sonora risotada; y Aubrey se sintió atrapado por alguien cuya fuerza
parecía sobrehumana: decidido a vender su vida lo más cara posible, intentó
forcejear; pero resultó inútil: fue levantado en vilo y arrojado con fuerza tremenda
contra el suelo. Su enemigo se echó sobre él, y poniéndole la rodilla en el pecho, le
rodeó el cuello con las manos… cuando el resplandor de numerosas antorchas,
entrando por el vano que daba luz cuando era de día, le deslumbró; se levantó, dejó
su presa, se precipitó por la puerta, y un instante después se perdía a lo lejos el crujir
de ramas. La tormenta había calmado. Aubrey, incapaz de levantarse, fue oído por los
de fuera. Entraron; la luz de sus antorchas iluminó las paredes de adobe y el techo de
paja, cubierto de espesos grumos de hollín. A indicación de Aubrey, buscaron a la
dama que le había atraído con sus gritos; volvió a quedarse a oscuras; pero cuál no
fue su horror cuando, al irrumpir de nuevo la luz de las antorchas, reveló la figura
etérea de su bella guía, traída en forma de exánime cadáver. Cerró los ojos, esperando
que no fuera sino un visión surgida de su cerebro enfebrecido; pero de nuevo vio la
misma figura, al abrirlos, tendida a su lado. No había color en sus mejillas, ni siquiera
en sus labios; sin embargo, su rostro reflejaba una serenidad que parecía casi tan
atrayente como la vida que había habitado en él; tenía el cuello y el pecho manchados
de sangre, y su garganta mostraba la huella de los dientes que habían abierto la vena.
La señalaron los hombres, gritando al tiempo que se estremecían de horror: «¡Un
vampiro! ¡Un vampiro!». Hicieron rápidamente una litera, y tendieron a Aubrey junto
a la que poco antes había sido objeto de tantas visiones radiantes y hermosas, ahora
deshojadas con la flor de la vida que había muerto en ella. No sabía cuáles eran sus
propios pensamientos: tenía la mente nublada; parecía evitar toda reflexión, y
refugiarse en el vacío. Su mano semiinconsciente empuñaba una daga peculiar que
había encontrado en la cabaña. No tardaron en encontrarse con los distintos grupos
que habían salido en busca de aquella a quien había echado de menos su madre. Los
lamentos de todos, cuando se acercaban a la ciudad, advirtieron con antelación a los
padres de la espantosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Pero cuando
supieron qué había matado a la muchacha, miraron a Aubrey y le señalaron el
cadáver. No lo pudieron soportar: los dos murieron de dolor.
Una vez en la cama, Aubrey sufrió una altísima fiebre, con frecuentes delirios; en
esos momentos llamaba a lord Ruthven y a Ianthe; por alguna inexplicable
asociación, parecía suplicar a su antiguo compañero que tuviese compasión de la
persona que él amaba. Otras veces profería maldiciones sobre su cabeza, y le
imprecaba como su destructor. Casualmente, llegó por entonces lord Ruthven a
Atenas; y al enterarse, por algún intermedio, del estado de Aubrey, decidió alojarse
en la misma casa, convirtiéndose en su asiduo acompañante. Cuando éste se recobró
de su delirio, se horrorizó al ver la figura que ahora identificaba con la de un
vampiro. Pero lord Ruthven, con palabras amables que casi denotaban pesar por el
daño ocasionado con su separación, y más aún, con las atenciones y cuidados que
tenía con él, logró que aceptase su presencia. Su Señoría parecía totalmente
cambiado; ya no parecía aquel personaje apático que tanto había sombrado a Aubrey.
Pero tan pronto como su convalecencia empezó a progresar, fue volviendo
gradualmente a su primitivo ser, y Aubrey no notó diferencia alguna respecto del
primer hombre, salvo que a veces le sorprendía mirándole fijamente, con una sonrisa
de malévola exultación en los labios: no sabía por qué, pero le atormentaba esa
sonrisa. Durante la última parte de su recuperación, lord Ruthven se dedicó
aparentemente a contemplar las quietas ondulaciones del agua que la brisa fresca
producía, o a seguir el curso de los orbes, girando, como nuestro mundo, en torno al
sol inmóvil. A decir verdad, parecía querer evitar la mirada de todos.
La mente de Aubrey había quedado muy debilitada a causa de dicha conmoción,
y parecía haberle abandonado para siempre la flexibilidad de espíritu que en otro
tiempo le había distinguido. Ahora amaba tanto la soledad y el silencio como lord
Ruthven; pero por mucho que deseara esa soledad, su espíritu no la encontraba en los
alrededores de Atenas; si la buscaba entre las ruinas que antes tanto frecuentó, la
figura de Ianthe caminaba a su lado; si la buscaba en el bosque, sus pies ligeros
parecían vagar en la maleza, en busca de la modesta violeta; entonces, se volvía
súbitamente, revelando a la trastornada imaginación de Aubrey su pálido rostro y su
cuello herido, con una sonrisa mansa en los labios. Aubrey decidió huir de estos
escenarios, en los que cada detalle engendraba en su mente amargas asociaciones.
Propuso a lord Ruthven —a quien se sentía obligado por los solícitos cuidados que le
había dedicado durante su enfermedad— visitar juntos aquellas partes de Grecia que
no habían visto ninguno de los dos. Viajaron en todas direcciones, y buscaron todos
los lugares dignos de recordar: pero aunque viajaban presurosos de lugar en lugar, no
prestaban atención a lo que contemplaban. Oían hablar mucho de salteadores;
aunque, poco a poco, fueron haciendo cada vez menos caso de estas informaciones,
que ellos imaginaban invención de individuos cuyo solo interés era mover la
generosidad de aquéllos a quienes defendían de los fingidos peligros. De modo que,
desoyendo las advertencias de los habitantes, emprendieron un viaje con una escolta
reducida, que les servía más de guía que de defensa. Y al entrar en un estrecho
desfiladero, en el fondo del cual corría un torrente y donde había enormes rocas
desprendidas de los precipicios que lo flanqueaban, tuvieron motivo para arrepentirse
de su despreocupación; porque no bien hubo entrado el grupo en el desfiladero, les
sobresaltó el silbido de las balas por encima de sus cabezas y el estampido de varias
armas. Un instante después, les habían abandonado los componentes de la escolta, los
cuales, protegiéndose detrás de las rocas, habían empezado a disparar en la dirección
de donde provenían las balas. Lord Ruthven y Aubrey, siguiendo su ejemplo, se
retiraron de momento tras la curva protectora del desfiladero: pero avergonzados de
encontrarse así detenidos por un enemigo que con voces insultantes les mandaba
salir, y viendo que estaban expuestos a una muerte segura si alguno de los salteadores
subía por el monte y los sorprendía por detrás, decidieron al punto avanzar en busca
del enemigo. Apenas habían dejado la protección de la roca, cuando lord Ruthven
recibió un disparo en el hombro que lo derribó al suelo. Aubrey corrió en su ayuda,
sin hacer caso de la contienda ni de su propio peligro, cuando se vio, para su sorpresa,
rodeado por las caras de los ladrones… dado que los de la escolta, al ver caer herido a
lord Ruthven, habían levantado los brazos y se habían rendido.
Prometiéndoles una gran recompensa, Aubrey los persuadió de que transportaran
a su amigo herido a una cabaña vecina; y tras llegar a un acuerdo sobre el rescate,
dejó de ser importunado por los ladrones, que se limitaron a guardar la entrada hasta
que su camarada volviese con el dinero prometido, cuya orden de entrega había dado
Aubrey. Lord Ruthven iba perdiendo fuerzas rápidamente; a los dos días le sobrevino
la gangrena, y la muerte parecía avanzar a pasos agigantados. Su actitud y aspecto no
habían cambiado; parecía no tener conciencia del dolor, como les habría ocurrido a
cuantos tenía a su lado: pero hacia el amanecer de la última noche, su mente empezó
a mostrarse desasosegada, y sus ojos se quedaban fijos en Aubrey, que se sentía
impulsado a ofrecerle ayuda con más solicitud de lo habitual:
—¿Ayudarme? Podéis salvarme. Podéis hacer más que eso… No me refiero a mi
vida; me preocupa tan poco la muerte de mi existencia como la del día efímero. Pero
podéis salvar mi honor, el honor de vuestro amigo.
—¡Cómo! ¡Decidme cómo! Haré lo que sea necesario —replicó Aubrey.
—Es poco lo que necesito… Mi vida mengua deprisa; no os lo puedo explicar
todo; pero si guardáis silencio de cuanto sabéis de mí, mi honor se verá libre de
mancha en boca del mundo. Y si no se sabe de mi muerte durante un tiempo en
Inglaterra, yo… yo… pero mi vida… que no se sepa… ¡Jurádmelo! —exclamó el
moribundo, incorporándose con exultante violencia—. Jurádmelo por lo que vuestra
alma venera, por todo lo que teméis en la naturaleza: juradme que durante un año y
un día no daréis a conocer mis crímenes ni mi muerte a ningún ser vivo, suceda lo
que suceda y veáis lo que veáis.
Parecía que iban a salírsele los ojos de las órbitas:
—¡Lo juro! —dijo Aubrey.
Y lord Ruthven se dejó caer riendo en la almohada, y expiró.
Aubrey se echó a descansar, pero no durmió; por su mente desfilaron los
numerosos detalles que habían rodeado sus relaciones con este hombre, aunque no
sabía por qué; le sacudió un escalofrío al acordarse de su juramento, como si
presintiese que algo horrible le aguardaba. Se levantó de madrugada; iba a entrar en
un pequeño cobertizo donde había dejado el cadáver, cuando le salió al encuentro uno
de los ladrones, y le informó de que ya no estaba allí porque, mientras Aubrey
dormía, él y sus camaradas lo habían transportado a lo alto de un monte vecino,
conforme a una promesa que habían hecho a su Señoría, para que recibiese el primer
rayo frío de la luna, después de su muerte. Aubrey se quedó sorprendido; y
llevándose a varios de los hombres, decidió subir a enterrarlo en el lugar donde yacía.
Pero cuando llegó a la cima, no encontró rastro alguno ni del cuerpo ni de las ropas,
aunque los ladrones juraron que aquella que tenían delante era la misma roca en la
que habían depositado el cuerpo. Durante un rato, la mente perpleja de Aubrey se
sumió en conjeturas; finalmente regresó, convencido de que los ladrones habían
enterrado el cadáver para quedarse con las ropas.
Cansado de un país en el que había sufrido tan terribles desdichas, y en las que
todo conspiraba, al parecer, para aumentar esa supersticiosa melancolía que se había
apoderado de su espíritu, decidió abandonarlo; y poco después llegaba a Esmirna.
Mientras esperaba el barco que le llevaría a Otranto o a Nápoles, se dedicó a ordenar
los efectos que habían pertenecido a lord Ruthven y tenía consigo. Entre otras cosas,
había un estuche que contenía diversas armas ofensivas, más o menos aptas para
ocasionar la muerte de la víctima. Entre ellas, vio varias dagas y yagatanes. Les
estaba dando vueltas y examinando sus formas curiosas cuando, cuál no sería su
sorpresa al descubrir una vaina con los mismos adornos que la daga descubierta en la
cabaña fatídica. Se estremeció; y tras buscar afanosamente nuevas pruebas, encontró
el arma. Y no es difícil imaginar su horror cuando descubrió que, aunque tenía una
forma rara, encajaba perfectamente en la vaina que tenía en la mano. No necesitaron
sus ojos de otra confirmación: parecían hipnotizados por la daga; sin embargo,
deseaba no creerlo; pero la forma peculiar, incluso los tonos irisados del puño y la
funda, eran idénticos en esplendor, y no dejaban lugar a dudas; había, también, gotas
de sangre en ambos objetos.
Dejó Esmirna; y en Roma, camino de casa, sus primeras averiguaciones fueron
sobre la dama que él había intentado arrancar de las artes seductoras de lord Ruthven.
Sus padres se hallaban hundidos en la desolación: habían perdido su fortuna, y no
habían sabido de ella desde la marcha de su Señoría. Aubrey casi perdió el juicio ante
tan repetidos horrores; temía que esta dama hubiese sido víctima del destructor de
Ianthe. Se volvió callado y taciturno; y su única ocupación consistía en acuciar a los
postillones, como si fuese a salvar la vida de algún ser querido. Llegó a Calais; una
brisa que parecía obedecer a su voluntad le llevó con presteza a las costas de
Inglaterra, desde donde se apresuró a volver a la mansión paterna. Y una vez allí,
durante un momento, pareció perder, con los abrazos y caricias de su hermana, todo
recuerdo de los días pasados. Si con sus caricias infantiles se había ganado ella antes
su afecto, ahora que empezaba a aflorar la mujer fue más entrañable compañera.
No poseía la señorita Aubrey esa gracia cautivadora que atrae las miradas y el
aplauso de las reuniones sociales. No tenía esa superficial brillantez que sólo se da en
el aire caldeado de los salones atestados. Jamás se encendían sus ojos azules porque
hubiera detrás un espíritu casquivano. La envolvía un encanto melancólico que no
parecía provenir del infortunio, sino de algún profundo sentimiento que parecía
revelar un alma conocedora de un reino más radiante. Su paso no era ese revoloteo
inconstante que va errático a donde puede atraerlo una mariposa o un color, sino
sosegado y pensativo. Cuando estaba sola, jamás se iluminaba su rostro por la sonrisa
o la alegría; pero cuando su hermano le manifestaba su afecto, y olvidaba en su
presencia las penas que destruían su sosiego, ¿quién habría cambiado su sonrisa por
la de la voluptuosidad? Parecía como si esos ojos, ese rostro, jugasen a la luz de su
propia esfera natal. Sólo tenía dieciocho años, y aún no había sido presentada en
sociedad: sus tutores habían creído oportuno aplazar esta ceremonia hasta el regreso
del hermano, cuando él pudiera ser su protector. Así que ahora se decidió que la
siguiente recepción, que estaba muy próxima, sería el momento de su entrada en el
«bullicioso escenario». Aubrey habría preferido quedarse en la mansión de sus
padres, y abandonarse allí a la melancolía que le agobiaba. No sentía interés por las
frivolidades de petimetres desconocidos, cuando tenía el espíritu tan quebrantado por
los sucesos de que había sido testigo; pero decidió sacrificar su propia comodidad a
fin de proteger a su hermana. Poco después llegaron a la ciudad, y se prepararon para
el día siguiente, que era la fecha designada para la recepción.
La muchedumbre era excesiva: hacía tiempo que no se celebraba una fiesta así, y
todos los deseosos de disfrutar de la sonrisa de la realeza se apresuraron a acudir. Allí
estaba Aubrey, con su hermana. De pie, en un rincón a solas, indiferente a cuanto le
rodeaba, se estaba acordando de que la primera vez que vio a lord Ruthven fue en
este mismo lugar… cuando sintió que le agarraban súbitamente del brazo. Y junto a
su oído sonó una voz que reconoció demasiado bien: «Recordad vuestro juramento».
Casi no tuvo valor para volverse, temiendo ver un espectro que podía fulminarle,
cuando descubrió junto a sí al mismo personaje que le había llamado la atención la
primera vez que entró en la sociedad. Se quedó mirándolo, hasta que sus piernas casi
se negaron a sostenerle y tuvo que cogerse al brazo de un amigo. Y abriéndose paso
entre la multitud, se arrojó al interior de su carruaje y ordenó que le llevaran a casa.
Una vez allí, se puso a dar vueltas arriba y abajo con paso apresurado, agarrándose la
cabeza con las manos como si temiese que sus pensamientos fueran a hacerle estallar
el cerebro. Otra vez lord Ruthven ante él. En su mente desfilaron los detalles en
espantosa sucesión: la daga, su juramento… Reaccionó: no creía posible… ¡que
resucitaran los muertos! Concluyó que su imaginación había hecho surgir la imagen
en la que tenía concentrado el pensamiento. Era imposible que fuera real; así que
decidió volver al mundo. Y aunque quiso preguntar acerca de lord Ruthven, se le
quedó el nombre a flor de labios, y no consiguió obtener información. Unas noches
más tarde, acudió con su hermana a la fiesta que daba un pariente cercano; dejó a su
hermana bajo el cuidado de una matrona, se encerró en un aposento retirado, y allí se
abandonó a los pensamientos que le devoraban. Oyendo, por fin, que se estaban
marchando muchos, se levantó; y al entrar en otra estancia, halló a su hermana
rodeada de varias personas, en animada conversación al parecer. Fue a acercarse a
ella; rogó a uno que le dejase paso y, al darse éste la vuelta, reveló el rostro que más
odiaba. Aubrey saltó adelante, agarró del brazo a su hermana y, con paso apresurado,
la arrastró en dirección a la calle: encontró la puerta obstruida por una multitud de
criados que aguardaban a sus señores; y mientras pugnaba por abrirse paso entre
ellos, volvió a oír aquella voz, que susurró junto a él: «¡Recordad vuestro
juramento!». No se atrevió a volverse; sino que, dando prisa a su hermana, llegaron
en seguida a casa.
Aubrey casi perdió el juicio. Si antes le tenía obsesionado el cerebro una única
idea, cuánto más no se lo atormentó ahora que la certeza de que el monstruo vivía
otra vez sofocaba sus pensamientos. Se volvió indiferente a las atenciones de su
hermana, y en vano le insistía ella que le explicase la causa del súbito cambio de su
conducta. Aubrey le respondía con palabras sueltas que sólo servían para aterrarla. Y
cuanto más pensaba, más perplejo se sentía. Le asustaba su juramento. ¿Iba a permitir
que este monstruo anduviera por ahí sembrando la ruina entre seres a los que quería
sin impedir él su propagación? Su propia hermana podía caer. Pero, aunque rompiese
el juramento y revelase sus sospechas, ¿quién iba a creerle? Pensó en emplear su
propia mano para librar al mundo de semejante miserable; pero recordó que ya había
burlado una vez a la muerte. En este estado permaneció varios días. Encerrado en su
habitación, no veía a nadie, y sólo comía cuando entraba su hermana, la cual, con los
ojos arrasados en lágrimas, le suplicaba que repusiese fuerzas aunque sólo fuese por
ella. Por último, no pudiendo resistir más tiempo la inacción y la soledad, abandonó
la casa, y se dedicó a vagar por las calles, deseando huir de la imagen que le
atormentaba. Se volvió desaliñado, y se exponía tanto al sol del mediodía como a la
humedad de la noche. No se le reconocía; al principio solía regresar a casa al
atardecer; pero finalmente se tumbaba a dormir donde le vencía el agotamiento. Su
hermana, inquieta por su seguridad, mandó a varias personas que le siguiesen; pero
no tardó en dejarlas atrás el que huía del más veloz de los perseguidores: el
pensamiento. Su conducta, sin embargo, cambió de repente. Asaltado por la idea de
que con su ausencia había dejado a todos sus amigos con un demonio entre ellos, de
cuya presencia no tenían conciencia, decidió integrarse de nuevo en la sociedad, y
vigilar estrechamente, dispuesto a prevenir, a pesar de su juramento, a todo aquel a
quien se acercara lord Ruthven con intención de intimar. Pero un día, al entrar en un
salón, sus estremecimientos internos eran tan visibles, y sus ojos recelosos y
desencajados llamaban tanto la atención, que su hermana se vio obligada a rogarle
que dejase de buscar, por ella, una sociedad que tan seriamente le afectaba. Cuando,
no obstante, se vio que eran inútiles estas reconvenciones, sus tutores consideraron
conveniente intervenir; y temiendo que se estuviera volviendo loco, juzgaron llegado
el momento de reasumir aquel deber que en otra época les habían impuesto los padres
de Aubrey.
Deseosos de ahorrarle los daños y sufrimientos que soportaba a diario en sus
vagabundeos, y de evitar que expusiera a los ojos del mundo las huellas de lo que
ellos consideraban locura, contrataron a un médico para que residiese en la casa y lo
tuviese bajo sus constantes cuidados. Aubrey apenas parecía darse cuenta de esto, tan
puesta tenía la mente en la idea terrible que le obsesionaba. Su incoherencia se volvió
finalmente tan grande que tuvo que ser encerrado en su cámara. Allí permanecía días
enteros, incapaz de salir de su postración. Se había vuelto demacrado, sus ojos habían
adquirido un brillo vidrioso; el único signo de afecto y vestigio de reconocimiento
afloraba en él cuando entraba su hermana; entonces se sobresaltaba a veces, y
cogiéndole las manos con una expresión que la afligía enormemente, le pedía que no
lo tocase. «¡Ah, no lo toques! ¡Si tu amor por mí representa algo, no te acerques a
él!» Cuando, sin embargo, ella le preguntaba a quién se refería, su única respuesta
era: «¡Es verdad! ¡Es verdad!», y volvía a caer en un estado del que ni ella lo podía
sacar. Esto duró muchos meses. Poco a poco, sin embargo, a medida que transcurría
el año, sus incoherencias se fueron haciendo menos frecuentes, y su mente se libró
parcialmente de su melancolía, en tanto sus tutores observaban que varias veces al día
contaba con los dedos determinado número, y después sonreía.
Casi había transcurrido el plazo cuando, el último día del año, entró uno de sus
tutores en su habitación, y se puso a comentar con el médico la triste circunstancia de
que Aubrey se hallase en tan terrible estado la víspera de la boda de su hermana.
Estas palabras atrajeron al punto la atención de Aubrey; preguntó ansioso con quién
se iba a casar. Animados ante este síntoma de que le estaba volviendo el juicio, que
ellos temían que hubiera perdido, mencionaron el nombre del conde de Marsden.
Creyendo que se trataba de un joven conde al que había conocido en sociedad,
Aubrey pareció alegrarse. Más asombro aún les causó cuando manifestó su intención
de estar presente en la boda, y su deseo de ver a su hermana. No le contestaron; pero
unos minutos después entró ella a verle. Aubrey parecía otra vez capaz de recibir el
influjo de la encantadora sonrisa de ella; porque la estrechó contra su pecho, y le besó
la mejilla bañada en lágrimas, que le brotaron al ver que su hermano era sensible a
sus muestras de afecto. Éste empezó a hablar con su acostumbrado calor, y a
congratularse de su matrimonio con una persona tan distinguida por su linaje y sus
cualidades, cuando de repente se dio cuenta del medallón que ella llevaba en el
pecho. Lo abrió, y cuál no sería su estupor al descubrir el rostro del monstruo que
tanto había gravitado en su vida. Le arrancó el retrato en un acceso de rabia, y lo
pisoteó. Al preguntarle ella por qué había destruido la imagen de su futuro esposo,
pareció como si no la comprendiera. Seguidamente, cogiéndole las manos, y
mirándola con una expresión frenética en el semblante, le pidió que jurase que jamás
se casaría con ese monstruo, porque él… Pero no pudo seguir; pareció como si
aquella voz le recordase otra vez su juramento; se volvió de repente, pensando que
lord Ruthven estaba cerca, pero no había nadie. Entretanto, entraron los tutores y el
médico, que lo habían oído todo y pensaban que esto no era sino una recaída en su
estado anterior, y apartándolo a la fuerza de la señorita Aubrey, pidieron a ésta que
abandonase el aposento. Aubrey cayó de rodillas ante ellos, les imploró, les suplicó
que aplazasen la boda un día tan sólo. Ellos atribuyeron sus palabras a la locura que,
según imaginaban, dominaba su cerebro; trataron de apaciguarlo, y se retiraron.
Lord Ruthven había ido a visitarle la mañana siguiente a la recepción, y se le
había denegado su petición como a todos los demás. Cuando se enteró de la mala
salud de Aubrey, en seguida comprendió que era él la causa; pero cuando le dijeron
que le habían declarado loco, no pudo ocultar su júbilo y placer a los que le daban tal
información. Corrió a casa de su antiguo compañero y, con constante asiduidad,
simulando gran afecto por el hermano e interés por su destino, fue ganando poco a
poco los oídos de la señorita Aubrey. ¿Quién era capaz de resistir su poder? Su
lengua estaba llena de peligros y artificios: hablaba de sí mismo como de una persona
que no encontraba la comprensión en ningún ser de este poblado mundo, salvo en
aquella a la que hablaba; podía decir cómo, desde que la conocía, su existencia
comenzaba a parecer digna de ser conservada, aunque sólo fuese para escuchar sus
dulces acentos; en fin, tan bien supo utilizar sus artes de reptil, o fue tal la voluntad
del destino, que se ganó su afecto. Habiendo recaído en él el título de su rama más
vieja, obtuvo una importante embajada que le sirvió de excusa para precipitar la boda
(a pesar del estado de perturbación del hermano de ella), la cual debía tener lugar el
mismo día de su marcha al Continente.
Aubrey, cuando el médico y los tutores se hubieron marchado, intentó sobornar a
los criados, aunque fue en vano. Pidió pluma y papel; se los dieron; escribió a su
hermana, conjurándola, si en algo tenía su propia felicidad, y su honor, y el de los que
ahora descansaban en la tumba y en otro tiempo la tuvieron en brazos como su
esperanza y la de la casa, a que aplazase aunque fuese unas horas ese matrimonio,
sobre el cual auguraba las más tremendas maldiciones. Los criados prometieron
entregárselo; pero lo cogió el médico, y pensó que era mejor no atormentar más el
espíritu de la señorita Aubrey con lo que juzgó que eran desvarios de un maníaco.
Transcurrió la noche sin descanso para los atareados moradores de la casa; y Aubrey
oyó, con un horror más fácil de imaginar que de describir, el ajetreo de los afanosos
preparativos. Ya por la mañana, llegó hasta él el ruido de carruajes. Aubrey estaba
casi frenético. La curiosidad hizo que los criados descuidaran su vigilancia, y se
fueron yendo sigilosamente, dejándolo bajo la custodia de una anciana. Aubrey
aprovechó el momento: saltó de la habitación, y en un instante se encontró en la sala
donde se hallaban reunidos casi todos. Lord Ruthven fue el primero en descubrirle: se
acercó inmediatamente y, cogiéndolo del brazo con fuerza, lo sacó a toda prisa de la
estancia, mudo de rabia. Cuando estuvieron en la escalera, lord Ruthven le susurró al
oído: «Recordad vuestro juramento, y sabed, por si no es mi esposa hoy, que vuestra
hermana está deshonrada. ¡Las mujeres son frágiles!». Dicho esto, lo empujó hacia
los sirvientes que, alertados por la vieja criada, habían acudido en su busca. Aubrey
no pudo resistir más: no encontrando desahogo su furia, se le reventó una vena, y fue
trasladado a la cama. No se mencionó esto a su hermana —que no estaba presente
cuando él había entrado—, ya que el médico temía que esto la alterase. Se celebró la
boda, y los recién casados abandonaron Londres.
La debilidad de Aubrey fue en aumento; la efusión de sangre anunció la
proximidad de su muerte. Pidió ver a los tutores de su hermana y, cuando sonaron las
doce de la noche, relató con serenidad lo que el lector acaba de leer: inmediatamente
después expiró.
Los tutores corrieron a proteger a la señorita Aubrey; pero cuando llegaron, era
demasiado tarde. Lord Ruthven había desaparecido, ¡y la hermana de Aubrey había
saciado la sed de UN VAMPIRO!

[3] Traducción de Francisco Torres Oliver. <<

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