restauradores y decoradores de iglesias. Como le gustaba mucho su trabajo, realizó
un estudio a fondo de algunas viejas leyendas o historias familiares que llegaron a
conocimiento suyo. Se había visto obligado a leer mucho y estaba muy al tanto de
todas las cuestiones relativas al folklore y las leyendas medievales. Como guardó una
cuidadosa relación de todos los casos que investigó, los manuscritos que dejó a su
muerte ofrecen un interés especial. De entre todos ellos he seleccionado el que sigue,
que constituye una experiencia extraordinaria y particularmente extraña. Al
exponerlo al público tengo la impresión de que resulta superfluo que me disculpe por
su carácter sobrenatural.
DIARIO DE MI PADRE
17 de junio de 1841. Recibí un encargo de mi viejo amigo Peter Grant para
ampliar y restaurar el presbiterio de su iglesia de Hagarstone, en las tierras agrestes
de la región occidental.
5 de julio. Fui a Hagarstone con mi capataz Somers. Un viaje muy largo y
cansado.
7 de julio. Encontré las obras ya empezadas. La vieja iglesia ofrece un interés
especial a cualquier anticuario, y al restaurarla me esforzaré por alterar lo menos
posible los arreglos existentes. Sin embargo, hay que trasladar en pleno una tumba
grande, por lo menos unos diez pies hacia el sur. Aunque parezca extraño hay en ella
una inscripción en latín algo impresionante; siento mucho que esta tumba en
particular tenga que ser trasladada. Está situada entre las sepulturas de los Kenyon,
una antigua familia ya extinguida en estas regiones desde hace siglos. La inscripción
reza así:
SARAH
1630
POR RESPETO A LOS MUERTOS Y POR EL BIENESTAR DE EOS VIVOS,
QUE ESTE SEPULCRO PERMANEZCA INTACTO
Y NADIE MOLESTE A SU OCUPANTE HASTA
LA VENIDA DE CRISTO.
EN EL NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO
Y DEL ESPÍRITU SANTO.
8 de julio. Pido consejo a Grant acerca de la «Tumba de Sarah». Los dos somos
muy reacios a tocarla, pero el terreno se ha hundido tanto por debajo de ella que está
en peligro la seguridad de la capilla. Así que no tenemos opción. Sin embargo, nos
encargaremos personalmente de que las obras se realicen con el mayor respeto
posible.
Grant dice que existe una leyenda en la vecindad según la cual se trataría de la
tumba del último descendiente de los Kenyon, la malvada condesa Sarah, que fue
asesinada en 1630. La condesa vivió completamente sola en el viejo castillo, cuyas
ruinas todavía se conservan a tres millas de aquí en el camino a Bristol. Su reputación
fue funesta incluso para aquellos tiempos. Fue una especie de bruja o virago, que
vivía sola con la única compañía de un demonio familiar en forma de descomunal
lobo asiático. Esta criatura, según decían, se apoderaba de niños, o, a falta de ellos,
ovejas y otros animales pequeños, y los llevaba al castillo, donde la condesa solía
sorberles la sangre. Era creencia generalizada que nadie podía matarla. Sin embargo,
resultó ser una falacia, ya que un día fue estrangulada por una campesina furiosa que
había perdido dos niños, y acusaba al demonio familiar de la condesa de haberse
apoderado de ellos y haberlos matado. Se trata de una historia muy interesante, ya
que indica una superstición local muy similar a la del vampiro, que existe en la
Europa eslava y húngara.
El sepulcro está construido con mármol negro, coronado por una losa enorme del
mismo material. Sobre la losa hay un grupo magnífico de esculturas. Una mujer joven
y bien parecida está reclinada en su lecho; alrededor de su cuello pende un trozo de
soga, cuyo extremo sujeta ella en su mano. Junto a ella aparece un perro gigantesco
con los colmillos al descubierto y la lengua colgando. La figura inclinada tiene un
rostro cruel; las comisuras de sus labios están curiosamente alzadas, mostrando las
puntas afiladas de unos caninos o largos dientes de perro. Aunque todo el grupo está
magníficamente ejecutado, produce una sensación de lo más desagradable.
Para trasladar la tumba tendremos que desmontarla en dos piezas: la losa que la
cubre y el sepulcro propiamente dicho. Hemos decidido trasladar mañana la losa que
la cubre.
9 de julio. 6 p. m. Un día muy extraño.
Al mediodía todo estaba listo para elevar la piedra que cubre la tumba, y tras el
almuerzo de los operarios hicimos funcionar los gatos y las poleas. La losa fue
elevada con bastante facilidad, aunque encajaba perfectamente en sus asientos y
estaba además protegida por una especie de mortero masilla, que debe haber
mantenido el interior perfectamente hermético.
Ninguno de nosotros había previsto la horrorosa avalancha de aire viciado y
enmohecido que salió de su interior cuando la tapa se levantó limpiamente de su
asiento. Y más sorprendente todavía fue el contenido que gradualmente apareció ante
nuestra vista. Yacía allí el cuerpo de una mujer completamente vestida, arrugada,
encogida y con la palidez cadavérica propia de la inanición. Alrededor de su cuello
había una cuerda aflojada: a juzgar por las cicatrices todavía visibles, la historia de la
muerte por estrangulamiento era bastante cierta.
Lo más terrible de todo, sin embargo, era la extraordinaria lozanía del cuerpo.
Exceptuando el aspecto de inanición, la vida parecía haberse extinguido en él
recientemente. La carne era blanca y suave, los ojos estaban completamente abiertos
y parecían mirarnos fijamente mostrando una comprensión tremenda. El cuerpo
reposaba directamente sobre el fondo, sin ninguna apariencia de féretro o caja.
Durante un buen rato contemplamos todo con una curiosidad terrible. Luego la
visión se hizo insoportable para los operarios, los cuales nos imploraron que
repusiéramos la losa que cubría la tumba. Cosa que, naturalmente, no hicimos. En su
lugar puse inmediatamente a trabajar a los carpinteros a fin de que construyeran una
tapa provisional mientras trasladábamos la tumba a su nueva posición. Es un trabajo
largo, y nos llevará dos o tres días por lo menos.
9 p. m. Justo a la puesta del sol nos sobresaltaron los aullidos de, por lo visto,
todos los perros de la aldea. Duraron unos diez minutos o un cuarto de hora, y
después cesaron tan súbitamente como habían empezado. Este hecho, y una curiosa
neblina que se levantó alrededor de la iglesia, hizo que me sintiera bastante inquieto
por la «Tumba de Sarah». Según las tradiciones más arraigadas en los países
frecuentados por vampiros, el alboroto de perros o lobos a la puesta del sol se cree
que indica la presencia de uno de estos demonios, y la niebla localizada siempre se ha
considerado como una señal segura. El vampiro tiene el poder de producirla con el
objeto de ocultar en todo momento sus movimientos de aproximación a su escondite.
No me atreví a mencionar, o siquiera insinuar, mis temores al párroco, pues él,
quizás de manera natural, no cree en absoluto en muchas cosas que yo sé, por
experiencia, que no solamente son posibles sino incluso probables. Primero debo
resolver esto yo solo, y he de obtener su colaboración sin que sepa nunca de qué
modo me está ayudando. Vigilaré hasta la medianoche por lo menos.
10.15 p. m. Como me temía, y en parte esperaba, justo antes de las diez se
produjo otro estallido de aullidos espantosos. Comenzó muy claramente con un
lamento particularmente horrible y espeluznante cerca del cementerio. El coro duró
solamente unos pocos minutos, sin embargo, y cuando terminó vi una figura grande y
oscura, como un perro enorme, que emergió de la niebla y se alejó con un rápido
galope hacia el descampado. Suponiendo que se trate de lo que yo me temo, le veré
regresar poco después de la medianoche.
12.30 p. m. Llevaba yo razón. Próxima ya la medianoche vi regresar a la bestia.
Se detuvo en el lugar en donde parecía comenzar la niebla y, levantando la cabeza,
empezó a ladrar con ese mismo tipo de gemido particularmente prolongado que,
según había advertido, precedió al primer estallido de esta tarde.
Mañana le contaré al párroco lo que he visto; y si, como espero, me entero de que
algún aprisco de la vecindad ha sido asaltado, le llevaré conmigo a vigilar en este
merodeo nocturno. También examinaré la «Tumba de Sarah» por si puede advertir
algo sin que yo le dé antes ninguna pista.
10 de julio. Esta mañana encontré a los trabajadores muy trastornados a causa de
los aullidos de los perros.
—No nos gusta esto, señor —me dijo uno de ellos—; no nos gusta nada, algo
terrible pasó anoche.
Todavía estaban muy inquietos cuando llegaron noticias de que un perro grande
había atacado a un rebaño de ovejas, dispersándolas por todas partes y dejando
muertas en el campo a tres de ellas, con el cuello desgarrado.
Cuando le conté al párroco lo que había visto y lo que sucedía en la aldea decidió
inmediatamente que debíamos intentar capturar, o al menos identificar, a la bestia que
yo había visto.
—Por supuesto —me dijo él—, debe de ser algún perro recién introducido en el
vecindario, pues no sé de nadie de por aquí que tenga un animal tan grande como el
que me ha descrito, aunque su tamaño puede achacarse al engañoso claro de luna.
Esta tarde le pedí al párroco, como un favor, que me ayudara a levantar la tapa
provisional que cubría la tumba, dándole como excusa que el motivo que me
impulsaba a ello era mi deso de obtener una porción del curioso mortero con el que
había sido sellada. Tras una ligera vacilación, consintió y levantamos la tapa. La
visión con la que nuestros ojos se toparon me produjo una conmoción, si bien es
cierto que al menos horrorizó a Grant.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡La mujer está viva!
Y así lo parecía de momento. El cadáver había perdido en gran medida su
apariencia de inanición y parecía espantosamente bien conservado y vivo. Todavía
estaba arrugado y encogido, pero los labios eran turgentes y conservaban el vivo tinte
rojizo que proporciona la salud. Los ojos, aunque fijos y desorbitados, eran más
horribles que nunca, si eso es posible. En una de las comisuras de su boca creí
advertir un espumarajo oscuro, mas no hablé de ello en aquel momento.
—Harry, coja su muestra de mortero —jadeó Grant—, y cerremos la tumba otra
vez. ¡Que Dios nos asista! Por muy sacerdote que sea, ¡esos rostros muertos me
asustan!
Tampoco yo lamentaba que volviéramos a ocultar aquel rostro espantoso. Pero
cogí un poco de mortero, y con ello he dado un paso adelante en la resolución del
misterio.
Esta tarde la tumba fue trasladada a su nuevo emplazamiento a unos cuantos pies
de distancia del actual, pero todavía faltan dos o tres días antes de que estemos listos
para reemplazar la losa.
10.15 p. m. De nuevo los mismos aullidos a la puesta del sol, la misma niebla
envolviendo la iglesia, y a las diez en punto la misma bestia enorme saliendo
silenciosamente a campo abierto. Tengo que conseguir la ayuda del párroco y esperar
su regreso. Pero debemos tomar precauciones, porque si las cosas son como yo
supongo, nos jugamos la vida al aventurarnos en la noche para acechar al… vampiro.
¿Por qué no admitirlo de una vez? Pues no tengo la menor duda de que la bestia que
he visto es el vampiro de esa cosa maligna que hay en la tumba.
Todavía sin recobrar todas sus fuerzas, ¡gracias a Dios!, tras la inanición de casi
dos siglos, pues en estos momentos aparentemente sólo puede merodear en forma de
lobo. Pero en un día o dos, cuando recupere todas sus facultades, esa espantosa mujer
podrá abandonar su refugio con renovadas fuerzas y belleza. Entonces su repugnante
apetito de sangre no se aplacará meramente con ovejas, sino que buscará víctimas que
entregarán su sangre vital, sin una sola queja, con el solo contacto acariciador de ella;
víctimas que, al morir por su espantoso abrazo, se convertirán ellas mismas en
vampiros a su vez y atacarán a otros.
Gracias a Dios mis conocimientos me ofrecen una garantía. Pues esa pequeña
muestra de mortero que hoy he rescatado de la tumba contiene una porción de hostia
sagrada, y quien la posea, creyendo humilde y firmemente en sus virtudes, puede
pasar sin peligro por una prueba tan dura como la que yo intento proponer esta noche
al párroco, e imponerme a mí mismo.
12.30 p. m. De momento nuestra aventura se acabó, y hemos vuelto sanos y
salvos.
Después de escribir la última anotación consignada anteriormente, salí a buscar a
Grant para decirle que el merodeador estaba de nuevo al acecho.
—Pero antes de ponernos esta noche en camino —le dije—, debo insistir en que
me deje llevar este asunto a mi manera. Debe usted prometerme que se pondrá
completamente a mis órdenes, y que no me hará ninguna pregunta sobre el cómo y el
porqué.
Tras una ligera vacilación, y una disculpable chanza por su parte a causa de la
importancia que yo otorgaba a lo que él llamaba «caza del perro», me dio su palabra.
Entonces le conté que esta noche íbamos a vigilar y trataríamos de seguir la pista a la
misteriosa bestia, pero de ninguna manera la estorbaríamos. Creo que, a pesar de sus
bromas, le convencí del hecho de que, después de todo, había buenas razones para
mis precauciones.
Justo después de las once nos adentramos en la quietud de la noche.
Lo primero que hicimos fue intentar penetrar en la densa niebla que rodeaba la
iglesia, pero había en ella algo tan frío, y un olor casi imperceptible tan
asquerosamente fétido y repugnante, al que no eran insensibles ni nuestros nervios ni
nuestros estómagos. En su lugar, nos apostamos a la sombra de un tejo desde donde
se dominaba una excelente vista del portillo que servía de entrada al cementerio.
A medianoche los perros comenzaron a aullar de nuevo, y al cabo de unos pocos
minutos vimos una gran figura gris, cuyos ojos verdes brillaban como faroles, que se
acercaba velozmente a nosotros por el sendero arrastrando las patas.
El párroco se puso en marcha primero, pero yo le retuve el brazo firmemente con
la mano y le susurré una advertencia: «¡Recuerde!». Luego permanecimos ambos en
silencio y vigilantes mientras la enorme bestia galopaba velozmente. Era bastante
real, ya que podíamos oír el chasquido de sus garras sobre el enlosado. Pasó a muy
pocas yardas de nosotros, y parecía ni más ni menos un gran lobo gris, delgado y
demacrado, con el pelo erizado y la quijada goteante. Se detuvo donde comenzaba la
niebla y se dio la vuelta. Verdaderamente se trataba de una visión horrible, que le
helaba a uno la sangre. Sus ojos ardían como brasas y levantaba el belfo superior para
gruñir, mostrando sus descomunales caninos, mientras de su hocico colgaban,
chorreantes, espumarajos oscuros.
La bestia levantó la cabeza y empezó a ladrar una retahila de prolongados
gemidos y aullidos, que fueron contestados desde lejos por los perros de la aldea.
Tras permanecer así durante algunos instantes, se volvió y desapareció en lo más
denso de la niebla.
Muy poco después la atmósfera empezó a despejarse, y al cabo de diez minutos la
niebla desapareció por completo, los perros de la aldea se callaron, y la noche pareció
reasumir su aspecto normal. Examinamos el lugar en donde la bestia se había
detenido y encontramos en las losas de piedra manchas bastante evidentes de espuma
y saliva.
—Bueno, párroco —dije yo—, considerando las cosas que hoy ha visto, y
teniendo en cuenta la leyenda, la mujer en la tumba, la niebla, los perros aullando, y,
por último, la misteriosa bestia que tan cerca ha estado de nosotros, ¿admitirá ahora
que en todo esto hay algo que no es del todo normal? ¿Se pondrá en mis manos sin
reservas y me ayudará, no importa lo que yo haga, primero a lograr la máxima
seguridad nuestra, y luego a dar los pasos necesarios para poner fin al horror de esta
noche?
Noté que la extraña influencia de la noche le afectaba, y quise impresionarle lo
más posible.
—No queda más remedio —replicó Grant—, cuando el Diablo anda de por
medio. Por lo que he visto debo suponer que está en juego alguna fuerza infernal. Sin
embargo, ¿cómo podrá actuar en los recintos sagrados de una iglesia? ¿No podríamos
más bien invocar al Cielo para que nos preste su ayuda?
—Admita —dije yo solemnemente— que es preciso que hagamos algo, cada uno
a su manera. Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos, y con Su ayuda y mis
conocimientos debemos librar esta batalla por Él y por la infeliz alma en pena que
llevamos en nuestro interior.
Después regresamos a la rectoría y a nuestros aposentos, aunque me he quedado
levantado para escribir este informe mientras la escena está fresca todavía en mi
memoria.
11de julio. Encontramos otra vez a los obreros muy trastornados, y preocupados
con el extraño perro que varias personas habían visto durante la noche, y habían
perseguido. El granjero Stotman, que había estado cuidando a sus ovejas (el mismo
rebaño que había sido atacado la noche anterior), lo había sorprendido encima de una
res recién muerta y trató de alejarlo de allí, pero su tamaño y su ferocidad le
alarmaron tanto que se había batido en retirada apresuradamente en busca de una
escopeta. Cuando regresó el animal se había ido, aunque comprobó que otras tres
ovejas de su rebaño estaban muertas y despedazadas.
Hoy trasladamos la «Tumba de Sarah» a su nuevo emplazamiento. Pero el
traslado fue muy pesado y tardamos mucho, por lo que no tuvimos tiempo para
reemplazar la losa que la cubre. Eso me alegró, pues a la prosaica luz del día el
párroco casi no da crédito a los sucesos de la noche, y está dispuesto a creer que
nuestra imaginación lo ha magnificado y distorsionado todo.
Sin embargo, como quizá no me sea posible proseguir sin ayuda mi guerra de
exterminio contra esa cosa espantosa, y dado que no puedo contar con nadie más,
recurrí a él una noche más, tratando de convencerle de que no fue una alucinación,
sino una espantosa y horrible realidad, que debemos combatir y vencer por nuestro
propio bien, así como por el de todos los que viven en el vecindario.
—Póngase en mis manos, párroco —dije—, por lo menos esta noche. Tomemos
las precauciones que mi investigación sobre este asunto me dicta como más
apropiadas. Esta noche debemos vigilar la iglesia. Estoy seguro de que mañana estará
usted tan convencido como yo de que notaremos en el cuerpo que yace en la tumba
un cambio más sorprendente todavía que el que usted advirtió ayer.
Mis palabras se cumplieron. Al levantar la tapa de madera surgió una vez más el
fétido hedor como de matadero, haciendo que nos sintiéramos realmente mareados.
Allí estaba tendida la mujer vampiro, pero ¡qué cambio había experimentado el
cadáver exánime y encogido que vimos por vez primera hace dos días! Las arrugas
casi habían desaparecido, la carne estaba intacta y repleta, los labios carmesí
mostraban unos horribles dientes largos y puntiagudos, y una evidente mancha de
sangre goteaba de una de las comisuras de su boca. Apretamos los dientes, no
obstante, y templamos nuestros corazones. Luego reemplazamos la tapa y guardamos
las cosas que habíamos traído en un lugar seguro dentro de la sacristía. Sin embargo,
ni siquiera entonces podía creerse Grant que en aquella espantosa tumba se ocultara
algún peligro real o acuciante, pues puso grandes objeciones a que profanáramos
manifiestamente el cadáver sin disponer de más pruebas. Esta noche las tendrá. ¡Dios
no quiera que me tenga que hacer cargo de demasiadas! Si hay alguna verdad en las
viejas leyendas ahora sería bastante fácil destruir a la mujer vampiro. Pero Grant no
lo permitirá.
Espero sacar el mejor partido posible del trabajo de esta noche, pero el peligro
que nos aguarda es muy grande.
6 p. m. Lo he dispuesto todo: cuchillos afilados, estaca puntiaguda, ajos frescos y
rosal silvestre. He llevado todo eso y lo he escondido en la sacristía, donde podamos
cogerlo cuando comience nuestra solemne vigilancia.
Si alguno de nosotros, o ambos, muere sin haber llevado a cabo nuestra tremenda
misión, que aquellos que lean mi informe vean lo que ya está hecho y obren en
consecuencia. Lo dejo en sus manos como una solemne obligación. «Hay que
atravesar el corazón del vampiro con una estaca, y después leer el servicio fúnebre
sobre ese pobre trozo de barro liberado por fin de su funesto destino. Así dejará de ser
un vampiro, y quedará solamente un alma en pena.»
12 de julio. Todo acabó. Después de una horrorosa y terrible noche de vela, al
menos un vampiro ya no molestará más al mundo. Pero ¡cómo debemos agradecer a
la compasiva Providencia que no moviera esa espantosa tumba nadie que no poseyera
los conocimientos necesarios para enfrentarse a su horrible ocupante! Escribo esto sin
ningún engreimiento, simplemente con una enorme gratitud a los años de estudio que
he podido dedicar a este asunto.
Y ahora vuelvo a mi historia.
La noche pasada, justo antes de que se pusiera el sol, el párroco y yo nos
encerramos en la iglesia, y tomamos posiciones en el púlpito. Era uno de esos
púlpitos, que se encuentran en algunas iglesias, a los que se entra desde la sacristía, y
en los que el sacerdote, accediendo a través de una abertura arqueada en el muro,
aparece subido a gran altura. Eso nos proporcionaba una sensación de seguridad (que
nos parecía necesaria), una excelente vista del interior, y un acceso directo a los
utensilios que habíamos escondido en la sacristía.
El sol se puso y el crepúsculo se intensificó gradualmente hasta apagarse. No
había ningún indicio de la habitual niebla, ni ningún aullido de perro. A las nueve en
punto salió la luna y su pálida luz inundó las naves laterales de la iglesia, mas no se
advertía todavía ninguna señal procedente de la «Tumba de Sarah». El párroco me
había preguntado varias veces qué era lo que debía esperar, pero yo había resuelto
que ninguna palabra u opinión mía debería influir en él, que tendría que convencerse
él solo mediante su propio sentido común.
A las diez y media estábamos los dos muy cansados, y empecé a pensar que
después de todo tal vez no veríamos nada aquella noche. Sin embargo, poco después
de las once observamos que una ligera neblina se elevaba de la «Tumba de Sarah».
Conforme ascendía, parecía centellear y brillar, formando una especie de espiral o
poste.
No dije nada, pero oí que el párroco profería una especie de grito de asombro al
tiempo que me agarraba el brazo febrilmente.
—¡Dios mío! —susurró—, está tomando forma.
Y verdaderamente al cabo de unos instantes vimos la siniestra figura de la
condesa Sarah, erguida junto a su tumba.
Parecía flaca y macilenta todavía, y su rostro estaba mortalmente blanco. Mas sus
labios carmesí semejaban una espantosa cuchillada en sus pálidas mejillas, y sus ojos
brillaban en la penumbra de la iglesia como dos ascuas.
Fue horrible observarla mientras recorría la nave lateral con paso tembloroso,
tambaleándose un poco como si estuviera débil y exhausta. Posiblemente eso era
normal, ya que su cuerpo, pese a los extraños poderes que la habían mantenido
intacta y en buen estado, debe de haber sido bastante dañado físicamente por su
prolongado encarcelamiento.
La seguimos con la mirada hasta la puerta, preguntándonos qué sucedería. Pero al
parecer no surgió ninguna dificultad, pues la traspasó y desapareció.
—¿Me cree ahora, Grant? —dije.
—Sí —replicó—. No tengo más remedio. Lo dejo todo en sus manos: obedeceré
sus órdenes al pie de la letra; basta con que usted me dé instrucciones sobre cómo
librar a mi pobre gente de este horror innombrable.
—Lo haré con la ayuda de Dios —dije—. Pero tiene usted que estar más
convencido todavía, pues antes de abandonar de nuevo la iglesia por la mañana, aún
nos queda por hacer un arduo trabajo, y en el futuro muchas cosas a las que dar
respuesta. Y ahora pongamos manos a la obra, pues en su actual estado de debilidad
la mujer vampiro no irá muy lejos, aunque puede regresar en cualquier momento, y
no debe encontrarnos desprevenidos.
Bajamos del púlpito y, después de coger las rosas silvestres y los ajos,
continuamos hasta la tumba. Yo llegué primero y, tras retirar la tapa de madera, grité:
—¡Mire! ¡Está vacía!
¡No había nada en ella! ¡Nada en la tierra húmeda y suelta a excepción de la
huella de un cuerpo!
Cogí las flores y las deposité alrededor de la tumba formando un círculo, pues las
leyendas nos enseñan que los vampiros no pasan por encima de estas flores concretas
si pueden evitarlo.
Luego, a unos ocho o diez pies de distancia, tracé un círculo en el pavimento de
piedra, lo bastante grande como para caber en él el párroco y yo, y en su interior
coloqué los utensilios que había llevado conmigo a la iglesia.
—Ahora —dije—, desde este círculo, que ningún poder infernal puede atravesar,
verá usted a la mujer vampiro cara a cara, y comprobará también su miedo a cruzar
aquel otro círculo de ajos y rosas silvestres para regresar a su infernal refugio. Mas
bajo ningún concepto dé un paso más allá del lugar sagrado en donde se encuentra,
pues los vampiros tienen una fuerza tremenda que no es propiamente suya y, cual
serpiente, pueden arrastrar a sus víctimas, de buena gana, a su propia destrucción.
Una vez realizado mi cometido, llamé al párroco y nos metimos en el círculo
sagrado a esperar el regreso de la mujer vampiro.
Tampoco se retrasó mucho. Al poco tiempo pareció difundirse por le iglesia un
olor húmedo y helado, que hizo que nuestro cabello se erizara y se nos pusiera la
carne de gallina. Y a continuación, atravesando la nave lateral con pasos silenciosos,
llegó Eso que estábamos esperando.
Le oí murmurar una plegaria al párroco, y le agarré el brazo con fuerza, pues
estaba temblando violentamente.
Mucho antes de que pudiéramos distinguir sus facciones, vimos sus ojos
relucientes y su sensual boca carmesí. Iba derecha a la tumba, pero se detuvo en seco
cuando tropezó con mis flores. Rodeó directamente la tumba buscando un lugar por
donde entrar, y mientras lo hacía nos vio. Un arrebato de furor y odio diabólicos
cruzó por su rostro; mas pronto desapareció y una sonrisa amorosa, todavía más
diabólica, la sustituyó. A continuación extendió sus brazos hacia nosotros. Entonces
vimos que alrededor de su boca se acumulaba una especie de espuma sangrienta y por
debajo de sus labios brillaban unos dientes largos y puntiagudos prestos a morder.
Nos habló con voz dulce y tranquila, una voz que entrañaba un hechizo, y que nos
afectó de un modo extraño a los dos, especialmente al párroco. Quise poner a prueba
el poder de la mujer vampiro en la medida de lo posible, sin que nuestras vidas
peligraran.
Su voz tenía un efecto soporífero, al que yo me resistí con bastante facilidad, pero
que puso al párroco en una especie de trance. Más que eso: pareció dominarle a pesar
de los esfuerzos que hizo por resistirse a ella.
—¡Vamos! —dijo ella—. Yo concedo sueño y paz… sueño y paz… sueño y paz.
Avanzó un poco hacia nosotros; pero no mucho, pues me di cuenta de que el
círculo sagrado parecía mantenerla a distancia como si se tratara de un severo control.
Mi compañero parecía desmoralizado y hechizado. Intentó dar un paso adelante y,
al comprobar que yo lo retenía, murmuró:
—¡Vámonos Harry! ¡Ella me está llamando! ¡Tengo que irme! ¡Debo hacerlo!
¡Ayúdeme, ayúdeme!
Y empezó a forcejear.
Iba siendo ya hora de terminar.
—¡Grant! —grité, en voz alta pero con firmeza—. ¡En nombre de todo lo que
considera sagrado, actúe como un hombre!
Se estremeció terriblemente y dijo con voz entrecortada:
—¿Dónde estoy?
Luego recordó, y de momento se aferró a mí convulsivamente.
En esto, una detestable mirada de odio cambió el rostro sonriente que teníamos
delante, y dando una especie de chillido la mujer vampiro se tambaleó hacia atrás.
—¡Atrás! —grité—. ¡Vuelve a tu tumba infernal! ¡Ya no molestarás más a estos
sufridos mortales! ¡Tu fin está próximo!
Ahora su hermoso rostro mostraba miedo al retroceder, por encima del anillo de
flores, mientras temblaba. Por fin, profiriendo un grito débil y lúgubre, pareció
desaparecer de nuevo en su tumba.
Mientras lo hacía, los primeros rayos del sol naciente iluminaron la tierra, y yo
sabía que durante el día no existía el menor peligro.
Cogiendo a Grant por el brazo, lo arrastré conmigo fuera del círculo y lo llevé a la
tumba. Allí estaba una vez más la mujer vampiro, todavía muerta en vida como un
momento antes la habíamos visto en su encarnación diabólica. Mas permanecía en
sus ojos esa atroz expresión de odio, y de miedo espantoso, abyecto.
Grant se estaba tranquilizando.
—Ahora —le dije— ¿se atreverá a llevar a cabo el último acto de esta terrible
función, librando para siempre al mundo de semejante horror?
—¡Dios mío! —dijo solemnemente—. Lo haré. Dígame lo que tengo que hacer.
—Ayúdeme a sacarla de su tumba. Ya no nos puede hacer daño —repliqué.
Volviendo el rostro para no verla, emprendimos nuestra terrible tarea; la sacamos
de la tumba y la depositamos sobre las baldosas.
—Ahora —dije— lea el responso sobre el cuerpo de la infeliz, y a continuación la
liberaremos de este infierno viviente que se ha apoderado de ella.
El párroco leyó con reverencia las hermosas palabras, y yo recité igualmente las
imprescindibles réplicas. Cuando terminamos, cogí la estaca y, sin darme tiempo a
pensar, la hundí en su corazón con todas mis fuerzas.
Por un momento el cuerpo se retorció y pataleó convulsivamente, como si
estuviera realmente vivo, y un espantoso grito desgarrador rompió el silencio de la
iglesia. Luego todo quedó tranquilo.
Más tarde volvimos a levantar el cuerpo de la infeliz, y ¡gracias a Dios! nos llegó
finalmente el consuelo que, según la leyenda, jamás le es negado a todos cuantos se
ven obligados a llevar a cabo una misión tan atroz como la nuestra. En su rostro se
fue haciendo visible poco a poco una gran paz; los labios perdieron su tinte carmesí,
los dientes afilados antes salientes volvieron a introducirse en la boca, y por un
instante pudimos ver ante nosotros el rostro pálido y sosegado de una mujer
bellísima, que sonreía mientras dormía. Unos cuantos minutos más tarde, se convirtió
en polvo delante de nuestros ojos mientras la observábamos. En seguida nos pusimos
manos a la obra y limpiamos a fondo cualquier vestigio de nuestro trabajo,
marchándonos después a la rectoría. Agradecimos mucho el poder salir de aquella
iglesia, llena de terribles asociaciones, para introducirnos en la prometedora tibieza
de aquella mañana de verano.
Con lo citado anteriormente terminan las notas del diario de mi padre, aunque
algunos días más tarde se produjo esta otra anotación:
15 de julio. A partir del día 12 todo ha estado en calma como antes. Esta mañana
repusimos y sellamos la «Tumba de Sarah». A los obreros les sorprendió comprobar
que el cuerpo había desaparecido, pero supusieron que era la consecuencia lógica de
haber estado expuesto al aire.
Hoy ha llegado a mis oídos una extraña noticia. Al parecer el hijo de uno de los
aldeanos desapareció de su casa la noche del 11 del corriente, y fue encontrado
dormido en un soto próximo a la iglesia, muy pálido y totalmente exhausto.
Presentaba en su garganta dos pequeñas marcas, que ahora han desaparecido.
¿Qué significa esto? Me he negado a divulgar el significado. Pues ahora que la
mujer vampiro ha desaparecido, no existe ya ningún peligro de que aquel niño o
cualquier otro caiga en su poder. Solamente los que mueren víctimas del abrazo de
algún vampiro se convierten a su vez en vampiros al morir.
[21] Traducción de Juan Antonio Molina Foix. <<
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