sábado, 30 de marzo de 2019

El matusalén sevillano

En los años de 1550, aproximadamente, había nacido en Sevilla, de familia
hidalga, aunque modesta, don Juan Ramírez Bustamante, el cual deseoso de mejorar
su fortuna, de vivir aventuras, y de alcanzar la fama, se embarcó para Indias como
solían hacerlo en aquel tiempo los jóvenes animosos, y hambrientos de gloria.
Se hizo piloto de la Carrera de Indias, y participó no solamente en los célebres
«convoyes de la plata» que venían desde Veracruz a Sevilla con los galeones
cargados de metales preciosos, y defendiéndose contra tempestades, y contra
filibusteros, piratas holandeses, y corsarios ingleses, sino que también tuvo ocasión
de formar parte de algunas de las heroicas expediciones que descubrieron para el
mundo civilizado, islas ignoradas, archipiélagos inimaginables, en los mares de
Oriente, allá por las Carolinas, los Palaos, las Molucas, y frente a las costas de
Sumatra, Borneo, Java y la Sonda.
Fue, pues, don Juan Ramírez Bustamante, uno de los afortunados semidioses del
Siglo de Oro español, a quien cupo la fortuna de vivir plenamente las aventuras, los
viajes, los peligros y la gloria.
No obstante, como incluso la aventura y la gloria cansan, acabó por retirarse de
los viajes de exploración y conquista, y se ajustó a una vida más moderada,
consiguiendo el cargo de piloto mayor de la Carrera de Indias, con el que podía
disfrutar de un año de navegación y seis meses de puerto, a las órdenes de la Casa de
Contratación de Sevilla. En este tiempo, tendría él alrededor de los cuarenta años de
edad, se casó, enviudó, volvió a casar y volvió a enviudar, porque en aquel entonces
las mujeres morían con gran facilidad de los achaques del parto y del sobreparto.
El Matusalén sevillano, Don Juan Ramírez Bustamante, que vivió 122 años.
En resumen, nuestro don Juan Ramírez de Bustamante, en sus diferentes
matrimonios, llegó a juntar una prole de cuarenta y dos hijos legítimos, y por aquello
de que no era un santo, y las costumbres de la época lo toleraban, allegó otros nueve
de los llamados «de ganancia» o «habidos en buena lid». En total cincuenta y un hijos
que por ley, o por dispensación, llevaron sus apellidos.
A los sesenta años don Juan Ramírez Bustamante abandonó el mar, y se dedicó en
Sevilla a la enseñanza de las Matemáticas y la Astronomía, en la Escuela de
Mareantes. Así estuvo durante algunos años más; hasta los ochenta y cinco.
Decidió entonces jubilarse de la enseñanza, pero no siendo de condición
perezoso, arbitró otra actividad en que entretener su tiempo, y fue ésta la de realizar
dibujos topográficos, entretenimiento que alternó con la lectura de libros bíblicos y
obras de los Santos Padres de la Iglesia. De resultas de cuyas lecturas, a los noventa y
dos años, decidió empezar a estudiar la carrera de sacerdote, carrera que había
implantado poco antes el Concilio de Trento. Así pues, a los noventa y dos años se
hizo seminarista, y curso por curso, hizo sus cuatro de Humanidades y sus tres de
Teología, y consiguió ordenarse sacerdote a los noventa y nueve años de edad.
Y el día siguiente de recibir las sagradas órdenes, acudió a temprana hora al
palacio arzobispal y pidió ver a su ilustrísima.
Cuando el prelado le recibió, don Juan Ramírez Bustamante, tras hacerle una
modesta y humilde reverencia, le dijo:
—Ea, señor arzobispo: ya he terminado mis estudios, y me he ordenado. Ya tiene
usted un nuevo pastor dispuesto a atender a la cura de almas. Así, que he venido a
pedirle que me destine a algún curato en donde pueda ejercer mi ministerio.
Sorprendióse el prelado y arguyó:
—Pero, ¿con noventa y nueve años de edad, quiere un ejercicio tan trabajoso?
Mejor será que limitéis vuestra actividad a decir la misa matinal y rezar por los
pecadores.
—No, ilustrísima. Si me he hecho cura ha sido para ejercer el ministerio.
Todo aquel año estuvo don Juan Ramírez Bustamante solicitando un curato, y
todo el año el prelado se lo negó con parecidos argumentos. Hasta que don Juan
Ramírez, cansado de esperar, y hasta picado en su amor propio decidió acudir a
remedios heroicos, que fueron dirigir un escrito a la propia secretaría de su majestad
el rey don Felipe IV, y pedir que en reconocimiento de los muchos méritos que había
alcanzado como marino, como soldado, vencedor de piratas, descubridor de mares y
maestre de navegantes, se le hiciera merced de una plaza de capellán en la Real
Armada de Indias. Causó asombro en la Corte tal petición, suscrita por un anciano de
noventa y nueve años, que tenía tan brillante hoja de servicios, y el rey, no queriendo
meter a don Juan Ramírez Bustamante en nuevas aventuras peligrosas cuando iba a
cumplir cien años, pero sintiéndose obligado a atenderle, optó por escribir una carta
al arzobispo de Sevilla, carta en la que aludiendo a los innumerables servicios
prestados a la patria y a la corona por el ilustre cura, decía su católica majestad: «Que
por espacio de más de sesenta y cinco años fue piloto y capitán de nuestra Armada,
en las flotas de la Carrera de Indias, y de la Mar Océana, y recorrió los siete mares, y
participó en muchas batallas, y habla muchas lenguas de indios…»
El arzobispo ante la petición que le dirigía nada menos que el rey, no tuvo más
remedio que ceder, y llamó a don Juan Ramírez Bustamante a palacio.
—Por deseo expreso de su majestad, he cedido a encomendaros una misión
pastoral. ¿Qué ejercicio queréis?
—Deseo una parroquia, ilustrísimo señor.
—¿Pero sabéis el trabajo que significa una parroquia? ¿No sería mejor una
capellanía, o incluso una canonjía que es cosa de más brillo y autoridad?
—No, señor obispo. Deseo una parroquia en donde dirigir espiritualmente a mis
feligreses. Y si me lo permitís señalarla, os diré que en Sevilla hay una parroquia
vacante que es la que deseo.
—¿Cuál?
—La de San Lorenzo, que está administrada en estos momentos por los frailes de
san Antonio de Padua, por falta de párroco.
—¡Pero por Dios, don Juan! ¿Cómo os voy a meter en una parroquia donde viven
los feligreses más difíciles de gobernar de toda Sevilla, los caldereros de Santa Clara,
los curtidores de la calle Curtidurías, los azacanes de la Puerta de San Juan, los
pescadores de la calle Pescadores, los tahúres de las bodegas y casas de juego del
Husillo Real. Y los mil picaros que ambulan por la Alameda y sus alrededores?
—Pues esa parroquia tan difícil quiero.
Y don Juan Ramírez Bustamante, consiguió al fin la parroquia que deseaba.
Aquel mismo día en que tomó posesión, cumplía los noventa y nueve años y medio.
El obispo comentó con su secretario de cámara:
—Bien, ya hemos satisfecho a ese pobre viejo su afán de ser párroco. Poco le va a
durar porque con la edad que tiene el pobrecillo, en cuanto vengan los fríos de
diciembre, en la parroquia de San Lorenzo, con las paredes tan húmedas, dos puertas
enfrontadas, y una sacristía de techos altísimos, el pobre se nos va a morir de
pulmonía por su tozudez.
—Como se nos murió el anterior, de una fluxión de pecho, sí señor —asintió el
secretario.
Pues no; no se murió de pulmonía don Juan Ramírez Bustamante. Ni aquél ni el
siguiente, ni el otro, ni el otro. ¡Veintidós años rigió con firme pulso la parroquia de
San Lorenzo de Sevilla! ¡Veintidós años!, que ni antes los había alcanzado ningún
párroco, ni después los ha igualado nadie hasta nuestros días. Don Juan Ramírez
Bustamante, que fue marino sesenta y cinco años, y profesor de Astronomía Náutica
veinte, alcanzó a vivir otra vida entera, de veintidós años de párroco.
Y no se murió, sino que se mató. Cierto día que había llovido torrencialmente, y
hubo de cruzar lo que se llamaban «las pasarelas de San Francisco de Paula» que eran
unas escalerillas que cruzaban la calle de las Palmas, hoy calle Jesús del Gran Poder,
a la altura del entonces colegio de San Francisco de Paula, que hoy es la iglesia de los
Padres Jesuitas.
Y ni siquiera sufrió un vahído ni un mareo. Simplemente, con su peso, que era de
hombre de buen comer y beber, se rompió uno de los peldaños de la escalera, y cayó
de mala manera al suelo, donde se desnucó.
Acababa de cumplir los ciento veintiún años, cuando se malogró de esta manera.
En la iglesia de San Lorenzo está enterrado, y hasta hace poco tiempo se podía leer
sobre su tumba la lápida en que constaban su vida y milagros. Todavía en el libro de
difuntos de la parroquia, correspondiente a la segunda mitad del siglo XVII, existe una
extensa partida de defunción en la que consta por detalle su vida, sus aventuras y
servicios, y el tiempo de su ministerio sacerdotal de este hombre singular, don Juan
Ramírez Bustamante, a quien sin disputa podemos llamar el Matusalén sevillano.

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