domingo, 31 de marzo de 2019

Tradición del Cristo de las Mieles

Aunque todos los sevillanos han visitado alguna vez el cementerio de San
Fernando, muy pocos sabrán que el grandioso Cristo Crucificado, en bronce, que
preside la glorieta principal del cementerio, se llama con el bonito nombre de Cristo
de las Mieles.
En el año 1857 había nacido en la casa número 55 de la Alameda de Hércules,
entre las calles Relator y Peral, el escultor Antonio Susillo. Hijo de un vendedor de
aceitunas aliñadas del mercado de la Feria, Susillo no tenía por parte familiar la más
mínima motivación para dedicarse a las Bellas Artes. Por el contrario —según su
biógrafo Antonio Illanes— su padre quería inclinarle por el negocio mercantil. Pero
Antonio Susillo era espontáneo y originalmente artista, y así empezó a dibujar sin que
nadie le enseñase, y a modelar con barro cogido del suelo de la Alameda en la puerta
de su casa, pequeñas figuritas de imágenes religiosas. Cierto día, cuando apenas
contaba siete años, acertó a pasar por aquel lugar la infanta-duquesa de Montpensier,
quien sorprendida de ver a un niño tan pequeño modelar aquellas figuritas tan bellas,
le tomó bajo su protección y le costeó los primeros estudios. No había de defraudar
esta protección Antonio Susillo, pues desde poco después, en plena adolescencia,
empieza a conseguir premios por sus obras.
Antonio Susillo viaja por Europa, perfecciona su arte contemplando las esculturas
de los grandes maestros italianos del Renacimiento y del barroco, pero no es
solamente un viajero aprendiendo, sino a la vez y con poco más de veinte años, ya es
un maestro sembrando estatuas en Europa, entre ellas el retrato del zar Nicolás II,
encargo que presenta la sorprendente historia de que el zar de todas las Rusias envió a
Sevilla a buscar a Susillo a su gran chambelán el príncipe Romualdo Giedroiky, y no
existiendo en Rusia un taller de fundición de bronce de la calidad deseada por Susillo,
se alquiló para él un taller de este tipo de fundición en París. Era a sus 25 años.
A los 28 años de edad, Antonio Susillo recibe del Ayuntamiento de Sevilla el
honrosísimo encargo de crear el monumento a Daoiz, el héroe de la Guerra de la
Independencia, obra monumental que Susillo realiza en muy pocas semanas, y que es
emplazado en el centro de la hermosa plaza de la Gavidia. Ya antes había hecho el
monumento a Velázquez, erigido en la plaza del Duque.
Dos años después, el Gobierno le otorga la Encomienda de la Real y Distinguida
Orden de Carlos III, y ¡a los 30 años de edad! es nombrado académico numerario de
la de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría. Otros monumentos sevillanos hechos
por Antonio Susillo son toda la serie de estatuas que coronan la balaustrada del
palacio de San Telmo, hoy Seminario Diocesano. Por esta obra cobró Antonio Susillo
la entonces altísima cifra de 2500 pesetas por cada una de las doce estatuas, o sea
30 000 pesetas en total, lo que representaba un capital. Las doce estatuas son
representación de los personajes siguientes: don Miguel de Mañara, Bartolomé de las
Casas, don Pedro Ponce de León, marqués-duque de Cádiz; Arias Montano, el Divino
Herrera, Ortiz de Zúñiga, Martínez Montañés, Murillo, Velázquez, Lope de Rueda,
Daoiz y Perafán de Ribera. Otra bellísima estatua hecha por Susillo en esta época es
la de don Miguel de Mañara que hay emplazada en el jardín de la calle Temprado,
frente a la puerta principal del Hospital de la Caridad.

El Cristo de las Mieles que preside el cementerio.
Y finalmente, la grandiosa obra, la definitiva, el Cristo Crucificado para la
glorieta o rotonda central del cementerio. Susillo, que se había casado en segundas
nupcias, con una mujer que no le amaba como le había amado su primera esposa, sino
que buscaba en él la posición brillante, social y económica, era infinitamente
desgraciado. Su mujer le estimaba nada más que como una máquina de producir
dinero pero en cambio despreciaba su arte. Su discípulo Castillo Lastrucci (a quien yo
he conocido en su ancianidad y me honró mucho con su amistad) contaba que cierto
día en que Susillo trabajaba en una gran estatua, le llamaron inesperadamente y hubo
de pasar desde el taller o estudio a las habitaciones de la casa. Al verle entrar
salpicado de yeso y de barro, materiales con los que modelaba, su mujer le increpó
furiosa: «Bah, yo creí que me había casado con un artista y resulta que ne he casado
con un albañil».
Progresaba Antonio Susillo en la realización del Cristo Crucificado y cada día se
le veía más triste y entregado a fúnebres presentimientos. Por fin pudo entregarlo
terminado al Ayuntamiento, y precisamente en esos días estalló su tragedia conyugal.
Su mujer no se amoldaba a las ganancias, aunque fueran bastante elevadas, de
Susillo, sino que en vez de querer mantener el rango decoroso de la casa de un artista,
quería ella mantener el tren de vida de los opulentos aristócratas, o acaudalados
comerciantes que eran los clientes de las estatuas de su marido. Naturalmente por
mucho dinero que él ganase, nunca podría rivalizar con los infantes-duques de
Montpensier, dueños del palacio de San Telmo, ni con los duques de Alba, ni con la
reina destronada Isabel II, que pasaba sus temporadas en Sevilla. Los gastos
excesivos de la mujer de Susillo habían llevado la economía familiar a la bancarrota,
y atosigado por los reproches de su mujer, que le decía: «Eres un cretino que no gana
dinero suficiente para vivir». Susillo, cierto día, en un arrebato de furia, decidió
quitarse la vida.
A tal efecto y vestido tal como se encontraba en el estudio-taller abandonó su
casa, y se dirigió a la Barqueta para ponerse delante del tren. Sin embargo una vez
que hubo llegado al lugar, sentado sobre una vía, esperando el paso de un tren, le
asaltó una penosísima idea: el cadáver de un suicida atropellado por el tren, resulta
horrorosamente destrozado. Y su espíritu de artista se rebeló. Susillo, que había
labrado con sus manos, estatuas de bellísima factura, en la que el cuerpo humano
adquiere su plenitud de vigor, y de estética pujanza, ¿iba a legar a la posteridad la
triste imagen de su cuerpo despedazado y destripado?
Se revolvió contra esta posibilidad, y abandonó precipitadamente la Barqueta,
regresando a su casa. Allí tenía una pistola que le había servido como acompañante
en sus viajes a París y a Roma, donde vivió intensamente la bohemia dorada de los
jóvenes artistas. Casi no se acordaba de que aún la tenía al cabo de diez años.
Sacó la pistola de su estuche, la metió en el bolsillo del blusón de trabajo, y
regresó a la zona ferroviaria tomando desde la Barqueta el camino de San Jerónimo,
siguiendo las vías. Y al llegar a la altura del Departamento Anatómico del Hospital,
se sentó sobre un montón de traviesas de madera que había junto a la vía, y
metiéndose el cañón de la pistola debajo de la barba, disparó el tiro que le causó la
muerte. (Había cumplido poco antes sus 39 años de edad).
Cuando encontraron al poco rato el cadáver nadie sabía de quién se trataba.
¿Quién podía imaginar que el más ilustre escultor de España, una gloria más aún que
nacional, europea, iba a morir oscuramente en el borde de la vía, en la tremenda
soledad del campo? En el periódico de la mañana siguiente decía la noticia en una
columna de gacetillas de sucesos: «Hallazgo de un cadáver. Junto a las vías del tren,
en el ramal de la Barqueta a San Jerónimo, apareció ayer tarde el cadáver de un
hombre decentemente vestido. Fue trasladado al depósito judicial, donde aún no ha
sido identificado».
A la mañana siguiente estalló el asombro y la consternación en Sevilla al
descubrirse que el suicida del día anterior era nada menos que Antonio Susillo.
Inmediatamente acudieron al depósito judicial sus discípulos, Joaquín Bilbao,
Coullaut Valera, Viriato Rull y Castillo Lastrucci, con objeto de sacar la mascarilla al
cadáver. (Yo he pintado un cuadro en el que represento este fúnebre episodio, tal y
como lo relata Antonio Illanes en su discurso de ingreso en la Real Academia de
Santa Isabel de Hungría: «El cuerpo del artista, honra de Sevilla, está sobre la cuarta
piedra del depósito anatómico. El eximio Susillo en su triste estancia no está solo.
Los cadáveres de dos mujeres también muertas trágicamente aquel día, yacen cerca
de él». En mi cuadro, de escaso mérito artístico como todo lo que pinto, pero de
intención de ser un documento histórico, he representado la escena, tal y como la
supe directamente de labios de uno de los protagonistas, Castillo Lastrucci. Viriato
Rull, provisto de un saco de escayola, un cubo de agua y un pequeño palaustre para
amasar, acaba de obtener el molde o vaciado del rostro del cadáver de Susillo. Viriato
Rull está remangado, en camisa, y para no mancharse tiene puesto un delantal. Le
ayuda a retirar el molde de la mascarilla Antonio Castillo Lastrucci, con cara muy
apenada. Al lado de ellos, vestido elegantemente con un pantalón color gris perla y
levita azul, llevando al cuello el lazo o chalina de los artistas bohemios, al gusto de la
época, está el también discípulo de Susillo, Miguel Sánchez Dalp. En la puerta del
Departamento Anatómico, disponiéndose a entrar, hay un anciano, el padre de
Susillo, a quien conduce del brazo consolándole, el director del hospital, el célebre
doctor Fedriani).


Los discípulos de Susillo sacando la mascarilla del maestro. (Cuadro de José María
de Mena autor de este libro).
Como se había muerto por su mano, hubo ciertas dificultades en que la Iglesia
concediera el permiso para enterrarle en tierra sagrada, y estuvo a punto de ser
sepultado en el «cementerio civil» o «cementerio protestante», pero las gestiones de
la Real Academia y las lágrimas de la infanta doña María Luisa, consiguieron que el
arzobispo cediera y admitiese como válida la suposición de que Susillo se había dado
la muerte en un arrebato de locura, no siendo por tanto responsable moral de su
suicidio.
Faltaba determinar en qué lugar se le enterraría, pero el fervor popular exigió,
impuso, y logró que en vez de enterrarle en un panteón o en una sepultura como a
todos los sevillanos, se le enterrase a él solo, en el centro de la rotonda o glorieta, al
pie del Cristo Crucificado que él mismo había labrado con sus manos. Y así,
apresuradamente, se hizo un sepulcro al pie del Crucificado, y allí se depositó el
féretro con los restos de Antonio Susillo, bajo las rocas del Gólgota que sostienen la
cruz. Pasaron algunos días, cuando el público que acudía a visitar en el cementerio la
tumba del artista, observó que de la boca del Cristo Crucificado, salía un arroyo de
miel, que le chorreaba por los labios y la barba, y le descendía por el cuello hasta el
pecho. No era ningún milagro, sino algo muy sencillo y natural: un enjambre de
abejas había hecho su panal dentro de la boca del Cristo, y la miel chorreaba desde el
panal, por la imagen. Pero si el suceso era explicable y natural, no por ello dejaba de
parecer milagroso, o maravilloso, el que habiendo tantos lugares en el cementerio de
San Fernando, entre cientos de árboles, miles de rosales, decenas de capillas y
panteones, las abejas hubieran elegido precisamente la boca del Cristo para hacer su
panal, y precisamente a los pocos días de enterrarse allí Antonio Susillo.
Y como el pueblo siempre desea perpetuar los prodigios y maravillas, los
sevillanos dieron en llamar al Cristo del cementerio con el nombre de El Cristo de las
Mieles con que todavía hoy le designamos.
NOTA. —La muerte de Susillo fue el día 22 de diciembre de 1896, y el
entierro el día 24, de Nochebuena. En el relato que acabamos de hacer hemos
seguido al pie de la letra lo que nos contó poco antes de morir nuestro
anciano amigo Antonio Castillo Lastrucci, así como el texto escrito por el
ilustre imaginero Antonio Illanes, también excelente y querido amigo nuestro,
para su discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes, en 1975.
Terminaremos esta nota diciendo que la mascarilla de Antonio Susillo quedó
en poder de Viriato Rull, quien años más tarde, a su muerte, se la dejó a
Castillo Lastrucci, y en 1960 éste se la cedió a Antonio Illanes, y a la muerte
de Illanes su viuda que conocía bien sus deseos me la ha entregado, y la
conservo tanto por el valor de recuerdo de Susillo, como por el valor añadido
sentimental de haber estado largos años en manos de mis dos queridos
amigos y ambos insignes escultores.

Mascarilla en yeso del cadáver de Susillo.

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