domingo, 31 de marzo de 2019

LA HABITACIÓN DE LA TORRE[23]

ES frecuente que todos aquellos que suelen soñar asiduamente mientras duermen
vean materializado más tarde, al menos en una ocasión, el acontecimiento o la serie
de circunstancias que han soñado. Pero, en mi opinión, esto no tiene nada de extraño;
lo sorprendente sería que no sucediera de vez en cuando, ya que nuestros sueños, por
regla general, están relacionados con gente a la que conocemos y con lugares que nos
son familiares, tal y como suelen presentarse a la luz del día en el mundo vigil. Es
cierto que en esos sueños se introduce a menudo algún incidente absurdo y de índole
fantástica, que descarta la posibilidad de que posteriormente puedan verse realizados.
Pero, por simple cálculo de probabilidades, no parece en absoluto improbable que un
sueño imaginado por alguien que sueñe constantemente pueda verse realizado de vez
en cuando. No hace mucho, por ejemplo, pude ver realizado uno de esos sueños al
que no había concedido la menor importancia y que carecía de cualquier tipo de
significado para mí. Ocurrió de la manera siguiente:
Cierto amigo mío, que vive en el extranjero, tiene la amabilidad de escribirme una
vez cada quince días. Así que, cuando han transcurrido catorce días más o menos
desde que he tenido noticias suyas por última vez, mi mente, consciente o
inconscientemente, suele esperar una carta de él. Una noche de la semana pasada
soñé que, cuando subía a mi habitación a vestirme para la cena, oí, como suele
ocurrirme a menudo, llamar al cartero a la puerta de mi casa, lo que me hizo volver a
bajar las escaleras. Entre toda la correspondencia, había una carta de mi amigo.
Entonces hizo su aparición el elemento fantástico. Al abrirla, descubrí en su interior
un as de diamantes en el que mi amigo había garabateado, con su propia letra, que yo
tan bien conocía, lo siguiente: «Te envío esto para que lo pongas a buen recaudo,
pues como sabes en Italia resulta bastante arriesgado quedarse con ases».
Al atardecer del día siguiente, cuando me disponía a subir a mi habitación a
vestirme para la cena, oí la llamada del cartero e hizo exactamente lo mismo que
había hecho en mi sueño. Entre otras cartas, había una de mi amigo. Sólo que no
contenía ningún as de diamantes. De haberlo contenido, le habría concedido mayor
importancia al asunto, que, ni que decir tiene, me parecía una coincidencia
completamente normal. Sin duda, consciente o inconscientemente, yo esperaba una
carta de él y eso me sugirió el sueño. Del mismo modo, el hecho de que mi amigo no
me hubiera escrito en dos semanas, le sugirió a él que debía hacerlo. Pero a veces no
resulta tan fácil encontrar una explicación semejante. Al menos yo no logro encontrar
ninguna para la historia que voy a contarles. Estuvo envuelta en tinieblas desde el
comienzo y así permanece todavía.
Toda mi vida he sido un soñador inveterado: es decir, son pocas las veces en que
al despertar por la mañana no compruebo que he tenido algún tipo de experiencia
mental. Y en ocasiones, a lo largo de toda la noche, aparentemente me acontecen las
más deslumbrantes aventuras. Casi sin excepción dichas aventuras son agradables, y
a menudo simplemente insignificantes. La que voy a relatar es una de esas
excepciones.
Contaría yo con unos dieciséis años cuando tuve por vez primera cierto sueño. He
aquí su desarrollo: al comienzo del sueño me encontraba yo ante la puerta de una
gran mansión de ladrillo rojo, en la cual sabía que iba a alojarme. El criado que me
abrió la puerta me anunció que el té estaba servido en el jardín, y me condujo a través
de una oscura sala de techo bajo, revestida de paneles de madera oscura, con una
enorme chimenea encendida, hasta un césped sumamente verde rodeado de macizos
de flores. Allí se hallaban reunidos, en torno a la mesita de té, un pequeño grupo de
personas, pero todas ellas excepto una me eran desconocidas. Se trataba de un
compañero de colegio llamado Jack Stone, visiblemente el hijo de la casa, el cual me
presentó a sus padres y a sus dos hermanas. Recuerdo que, de alguna manera, me
asombró el encontrarme allí, pues apenas conocía al muchacho en cuestión, y no me
gustaba nada lo poco que sabía de él. Además, hacía casi un año que había
abandonado el colegio.
La tarde era muy calurosa, y en el ambiente reinaba una insoportable opresión. En
el extremo más apartado del jardín se alzaba una tapia de ladrillo rojo, con una verja
de hierro en el centro, al otro lado de la cual había un nogal. Nos sentamos a la
sombra de la casa, frente a una hilera de grandes ventanales a través de los cuales
podía ver una mesa con el mantel puesto, en la que centelleaba el cristal y la plata. La
fachada que daba al jardín era muy larga, y estaba flanqueada en uno de sus extremos
por una torre de tres plantas, que me pareció mucho más antigua que el resto del
edificio.
Poco después, la señora Stone, que había permanecido en silencio, como el resto
del grupo, me dijo: «Jack le mostrará su habitación; le he asignado la habitación de la
torre».
Inexplicablemente, al escuchar sus palabras se me cayó el alma a los pies. Tuve la
impresión de que ya sabía que me darían la habitación de la torre, y que en su interior
había algo espantoso y significativo. Jack se levantó inmediatamente, y comprendí
que debía seguirle. Atravesamos en silencio la sala, y ascendimos por una gran
escalera de roble con muchos recovecos, hasta llegar a un pequeño descansillo con
dos puertas. Mi amigo abrió una de esas puertas, empujándola para que yo entrara, y
sin acompañarme al interior, la cerró detrás de mí. En aquel mismo momento supe
que mi conjetura había sido correcta: en aquella habitación había algo espantoso, y
rápidamente una terrorífica pesadilla comenzó a tomar cuerpo y a apoderarse de mí,
provocando que me despertara con un sobresalto de pavor.
Durante quince años ese sueño, con más o menos variantes, me ha visitado de
manera intermitente. La mayoría de las veces, empezaba exactamente de la misma
forma: la llegada a la casa, el té servido en el jardín, el silencio mortal de los
concurrentes seguido de aquella frase fatídica de la señora Stone, la ascensión por la
escalera en compañía de Jack Stone hasta la habitación de la torre donde moraba el
horror… Y siempre terminaba con una pesadilla terrorífica provocada por algo que
había en la habitación, aunque nunca supe exactamente lo que era.
Otras veces, el sueño presentaba ligeras variantes. De vez en cuando, por
ejemplo, estábamos sentados cenando en la mesa del comedor, el mismo que yo había
visto a través de los ventanales la primera noche que me visitó el sueño. Mas
dondequiera que estuviésemos, siempre había el mismo silencio, la misma sensación
de opresión y de malos presagios. Y ese silencio, lo presentía, siempre lo rompía la
señora Stone diciéndome: «Jack le mostrará su habitación; le he asignado la
habitación de la torre». Después de lo cual (eso era invariable) tenía que seguirle por
la escalera de roble con muchos recovecos, y entrar en el lugar que yo cada vez más
temía cuando lo visitaba en sueños.
O bien, me encontraba de nuevo jugando a las cartas, siempre en silencio, en un
salón iluminado por enormes candelabros, que proporcionaban una luz cegadora. No
tengo ni idea de cuál pudiera ser el juego. Lo único que recuerdo, con una sensación
de deplorable expectación, es que en seguida se levantaba la señora Stone y me decía:
«Jack le mostrará su habitación; le he asignado la habitación de la torre».
El salón en donde jugábamos a las cartas se encontraba al lado del comedor y,
como ya he dicho, siempre estaba brillantemente iluminado, mientras que el resto de
la casa se hallaba sumido en la penumbra y habitado por sombras. Y sin embargo, a
pesar de toda aquella luz, a menudo me era casi imposible distinguir, por alguna
razón, las cartas que me repartían. Sólo veía que tenían unos dibujos extraños: no
había ningún palo de color rojo, sino que todos eran negros, y en algunas ese color
negro cubría toda la superficie del naipe. Estas últimas las detestaba y temía.
Como el sueño continuaba repitiéndose, llegué a conocer la mayor parte de la
casa. Pasado el salón, al final de un pasillo con una puerta de bayeta verde, había un
saloncito para fumadores. Siempre estaba a oscuras, y cada vez que me aproximaba a
él me cruzaba en el umbral con alguien, a quien no podía ver, que salía de su interior.
Igualmente, los personajes que aparecían en mi sueño sufrían curiosas
transformaciones, como si fueran personas vivas. El cabello de la señora Stone, por
ejemplo, que era negro la primera vez que la vi, se había vuelto gris. Y en lugar de
incorporarse con agilidad, como solía hacer cuando me decía: «Jack le mostrará su
habitación; le he asignado la habitación de la torre», se levantaba trabajosamente,
como si sus miembros hubieran perdido toda su fuerza. Jack también creció, y se
convirtió en un joven de aspecto algo enfermizo, con bigote de color castaño;
mientras que una de sus hermanas dejó de aparecer en el sueño, por lo que comprendí
que se había casado.
Transcurrieron seis meses o más sin que el sueño me visitara de nuevo, y empecé
a pensar, tal era el inexplicable temor que me poseía, que me había abandonado
definitivamente. Pero, pasado ese tiempo, una noche me encontré de nuevo en el
jardín delante de la mesita de té. En esta ocasión la señora Stone no se hallaba
presente, y los demás iban vestidos de negro. Inmediatamente adiviné la causa, y el
corazón me dio un vuelco al pensar que entonces tal vez no me vería obligado a
dormir en la habitación de la torre. Aunque habitualmente permanecíamos todos
sentados y en silencio, esta vez la sensación de alivio que me embargaba me impulsó
a hablar y a reír como jamás lo había hecho antes. Mas incluso entonces la situación
no fue del todo agradable, pues nadie me respondió, sino que cruzaron entre sí
miradas encubiertas de oscuro significado. Pronto se agotó el necio torrente de
palabras de mi charla, y mientras la luz se desvanecía lentamente, poco a poco se fue
apoderando de mí un temor mucho más intenso que el que con anterioridad había
sentido.
De pronto, rompió el silencio una voz que yo conocía bien, la voz de la señora
Stone, diciendo: «Jack le mostrará su habitación; le he asignado la habitación de la
torre».
Parecía venir del otro lado de la verja que había en la tapia de ladrillo rojo que
lindaba con el jardín, y al alzar la vista vi que el césped estaba salpicado de tumbas.
Del tupido sembrado de lápidas emanaba una curiosa luz grisácea, y pude leer la
inscripción grabada en la que se encontraba más cerca de mí: «En funesta memoria
de la señora Stone». Y, como de costumbre, Jack se levantó y de nuevo le seguí a
través de la sala y subí con él la escalera con muchos recovecos. En esta ocasión la
oscuridad era mayor que de costumbre, y cuando entré en la habitación de la torre
sólo pude ver los muebles, cuya posición me era ya familiar. También había en la
habitación un horrible olor a putrefacción, y me desperté gritando.
El sueño, con los cambios y variaciones que ya he mencionado, siguió
visitándome, a intervalos, durante quince años. A veces lo soñaba dos o tres noches
seguidas. En una ocasión, como ya he dicho, se produjo una interrupción de seis
meses. Pero, calculando un promedio razonable, yo diría que lo soñé con una
frecuencia aproximada de una vez al mes. Tenía manifiestamente algo de pesadilla,
pues terminaba siempre con la misma sensación de terror espantoso, que en lugar de
ir a menos, me parecía que aumentaba con el paso de los años. Presentaba, además,
una extraña y horrible consistencia. Los personajes que aparecían en el sueño, como
ya he mencionado, envejecían con regularidad. La muerte y el matrimonio visitaban a
aquella familia silenciosa, y, después de que hubiera muerto, jamás volví a ver a la
señora Stone. Mas siempre era su voz la que me decía que la habitación de la torre
estaba preparada para mí. Y, lo mismo si tomábamos el té fuera en el jardín, que si la
escena se situaba en una de las habitaciones que daban a él, siempre podía ver su
tumba al otro lado de la verja de hierro.
Lo mismo ocurría con la hija casada: normalmente no estaba presente, mas una o
dos veces apareció allí de nuevo, acompañada por un hombre, a quien tomé por su
marido. Como el resto, él también permanecía siempre en silencio. Mas, debido a la
constante repetición del sueño, cuando estaba despierto había terminado por no
atribuir significado alguno a esa circunstancia. Jamás volví a ver a Jack Stone en
todos aquellos años, ni tampoco ninguna casa que se pareciera a la oscura mansión de
mi sueño. Cuando de pronto sucedió algo…
Ese año me había quedado en Londres hasta finales de julio, y durante la primera
semana de agosto fui a Ashdown Forest, en el condado de Sussex, donde pensaba
alojarme en una casa que un amigo mío había alquilado para pasar el verano. Salí de
Londres temprano, pues John Clinton iba a esperarme a la estación de Forest Row.
Pensábamos pasar el día jugando al golf y al atardecer iríamos a su casa. Mi amigo se
había presentado con su automóvil, y hacia las cinco de la tarde, después de pasar un
día delicioso, nos pusimos en camino, ya que el trayecto hasta la casa era de unas
diez millas. Como era todavía muy temprano para tomar el té en el club, esperamos a
llegar a casa de Clinton.
Durante el recorrido, el tiempo, que hasta entonces había sido agradablemente
fresco a pesar del sol, pareció estropearse. La atmósfera se volvió estancada y
opresiva, y sentí esa indefinible y ominosa sensación de ahogo que me suele invadir
cuando se aproxima una tormenta. Sin embargo, John no compartía mis opiniones y
atribuyó mi recelo al hecho de haber perdido los dos partidos. Los acontecimientos
probaron, sin embargo, que yo no estaba equivocado, aunque no creo que la tormenta
que descargó aquella noche fuera la única causa de mi depresión.
Nuestro trayecto discurría por angostos caminos bordeados de altos setos, y al
poco de partir me quedé dormido, no despertándome hasta que el automóvil se
detuvo. Con un escalofrío súbito, debido en parte al miedo pero sobre todo a la
curiosidad, me encontré frente al portal de la casa de mi sueño. Mientras me
preguntaba si no estaría todavía soñando, atravesamos una sala de techo bajo
revestida con paneles de roble y salimos al jardín, en donde estaba servido el té a la
sombra de la casa. El jardín estaba rodeado de macizos de flores, y cerrado en uno de
sus extremos por una tapia de ladrillo rojo, con una verja, que daba a un terreno de
hierba alta y descuidada en medio del cual crecía un nogal. La fachada de la casa era
muy larga y en uno de sus extremos se elevaba una torre de tres plantas, visiblemente
más antigua que el resto del edificio.
Aquí terminaba, de momento, cualquier otro parecido con el sueño tantas veces
repetido. No me encontraba en presencia de una familia silenciosa y algo terrible
como la del sueño, sino ante un grupo numeroso de personas sumamente alegres,
todas las cuales me eran conocidas. Y a pesar del horror que siempre me había
producido aquel sueño, ahora que veía reproducida la escena ante mis ojos no
experimentaba nada. Sentía únicamente una enorme curiosidad por lo que fuera a
suceder.
El té prosiguió con gran animación, y al poco rato se levantó la señora Clinton.
En aquel momento creí saber lo que iba a decir. Se dirigió a mí, y esto fue lo que dijo:
—Jack le mostrará su habitación; le he asignado la habitación de la torre.
Por espacio de medio segundo, el horror del sueño volvió a apoderarse de mí.
Mas desapareció rápidamente, y de nuevo sentí únicamente una acuciante curiosidad.
No tuvo que transcurrir mucho tiempo sin que quedara ampliamente saciada.
John se volvió hacia mí.
—Se encuentra en lo más alto de la casa —dijo—, pero creo que estarás cómodo
en ella. Lo tenemos todo completamente lleno. ¿Quieres que vayamos a verla ahora?
¡Vaya por Dios!, creo que estabas en lo cierto: vamos a tener una tormenta. ¡Cómo ha
oscurecido!
Me levanté y le seguí. Atravesamos la sala y ascendimos por la escalera que me
era tan familiar. Luego, mi amigo abrió la puerta y entré en la habitación. En aquel
mismo instante volvió a dominarme un terror absoluto e irracional. No sabía a ciencia
cierta de qué tenía miedo: simplemente lo tenía. Entonces tuve una repentina
revelación, como cuando uno recuerda un nombre que hace mucho tiempo se le ha
ido de la memoria. Sabía de qué tenía miedo. Tenía miedo de la señora Stone, cuya
tumba con la siniestra inscripción «En funesta memoria…» había visto tan a menudo
en mi sueño, al otro lado del jardín al que daba la ventana de mi habitación. Y en
seguida, una vez más, el miedo se desvaneció por completo, de manera que pensé que
allí no había nada que temer. Y noté que había recuperado la sensatez, la cordura y el
sosiego en aquella habitación de la torre, cuyo nombre tan a menudo había oído
mencionar en mis sueños y cuyo aspecto me era tan familiar.
Miré a mi alrededor con un cierto sentimiento de posesión y descubrí que nada
había cambiado en aquella habitación que tan bien conocía en mis sueños. A la
izquierda de la puerta, arrimada a la pared, estaba la cama, cuya cabecera ocupaba
una esquina de la habitación. A continuación de ella estaba la chimenea y una
pequeña librería; enfrente de la puerta, en el muro exterior, se abrían dos ventanas
con celosía, en medio de las cuales se hallaba el tocador, mientras que bordeando la
cuarta pared había un lavabo y un armario grande.
Mi equipaje ya había sido deshecho, pues mis útiles de aseo aparecían ordenados
sobre el lavabo y el tocador, mientras que mi ropa de vestir estaba extendida sobre la
colcha que cubría la cama. Entonces noté, con una repentina e inexplicable sensación
de desaliento, que en la habitación había dos objetos bastante llamativos que no había
visto antes en mis sueños: un retrato al óleo, de tamaño natural, de la señora Stone y
un dibujo a plumilla de Jack Stone, tal y como se me había aparecido apenas hacía
una semana en mi sueño más reciente, o sea, como un hombre de unos treinta años,
más bien reservado y de aspecto siniestro. Este retrato suyo estaba colgado entre las
dos ventanas, casi enfrente del otro cuadro, que colgaba al lado de la cama. Al mirar
con detenimiento este último cuadro, sentí una vez más que se apoderaba de mí un
horror de pesadilla.
Representaba a la señora Stone, tal como yo la había visto por última vez en mis
sueños: anciana, marchita y con el pelo blanco. Mas, a pesar de la evidente debilidad
de su cuerpo, aquella envoltura de carne dejaba traslucir una horrible exuberancia,
completamente maligna, y una espantosa vitalidad de la que rezumaba el más
inimaginable de los males. Sus impúdicos ojos entornados irradiaban el mal, el cual
asomaba, así mismo, en la sonrisa de su diabólica boca. Una misteriosa y horrible
hilaridad se extendía por todo su rostro. Las manos, cruzadas sobre las rodillas,
parecían estremecerse con un júbilo contenido e indecible. Entonces observé también
que el cuadro estaba firmado en el ángulo inferior izquierdo. Y preguntándome quién
podría ser el artista que lo pintó, me acerqué más y pude leer la siguiente inscripción:
«Julia Stone, por Julia Stone».
En aquel preciso momento llamaron a la puerta, y poco después entró John
Clinton.
—¿Tienes todo lo que necesitas? —me preguntó.
—Más de lo que preciso —dije yo, señalando el cuadro.
Mi amigo se echó a reír.
—Una anciana de facciones bastante duras —dijo—. Además, es un autorretrato,
si mal no recuerdo. De cualquier manera, no habría podido sacarse mucho más
favorecida.
—Pero, ¿es que no te das cuenta? —le dije—. Ese rostro es apenas humano. Es
más bien diabólico, como el de una bruja.
Mi amigo miró el cuadro con más atención.
—Sí, no es demasiado agradable —convino—. Sobre todo para tenerlo al lado de
la cama. Sí, me imagino que tendría espantosas pesadillas si tuviera que dormir con
ese retrato junto a mi cama. Si quieres, haré que lo quiten de ahí.
—Verdaderamente, nada me gustaría más —dije yo.
Mi amigo hizo sonar la campanilla y, con la ayuda de un criado, descolgamos el
cuadro y lo sacamos al rellano, donde lo colocamos de cara a la pared.
—¡Demonios, cómo pesa esta anciana dama! —dijo John, enjugándose la frente
—. A saber si no está preocupada por algo.
El extraordinario peso del cuadro también me había sorprendido. Estaba a punto
de responderle, cuando advertí que la palma de mi mano estaba cubierta de sangre.
—He debido cortarme de algún modo —dije yo.
John dejó escapar una ligera exclamación de sorpresa.
—¡Vaya, yo también! —dijo.
Al mismo tiempo el criado sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la mano con
él. Vi que también había sangre en su pañuelo.
John y yo regresamos a la habitación de la torre y nos lavamos las manos. Mas ni
en su mano ni en la mía había el más ligero rastro de corte o rasguño. Hecha la
constatación, me pareció como si ambos, por una especie de acuerdo tácito,
evitáramos cualquier alusión a aquella anomalía. Algo raro debió de ocurrirme para
que no quisiera volver a pensar en ello. No era más que una conjetura, pero supuse
que lo mismo le había ocurrido a él.
Como la tormenta que habíamos esperado seguía todavía sin descargar, el calor y
la opresión de la atmósfera aumentaron considerablemente después de la cena, y
durante algún tiempo la mayor parte de los allí reunidos, incluyendo a John Clinton y
a mí mismo, nos sentamos fuera junto al sendero que bordea el jardín, en el mismo
sitio en donde habíamos tomado el té. La noche estaba completamente oscura; ningún
rayo de luna o parpadeo de estrella podía atravesar el manto de nubes que cubría el
cielo. Poco a poco fue disolviéndose la reunión: las mujeres subieron a acostarse, y
los hombres se dispersaron para ir a fumar o a jugar al billar. A las once en punto los
únicos que quedamos éramos mi anfitrión y yo. Durante toda la velada me había
parecido que a mi amigo le preocupaba algo, y tan pronto como nos quedamos a solas
se dirigió a mí.
—El hombre que nos ayudó a trasladar el cuadro también tenía las manos
manchadas de sangre, ¿te diste cuenta? —dijo—. Hace un momento le he preguntado
si se había cortado, y me ha respondido que suponía que sí, aunque no había
encontrado ninguna señal. ¿De dónde procederá, entonces, esa sangre?
A fuerza de repetirme a mí mismo que no iba a pensar más en ello, había logrado
no hacerlo. Y no deseaba que me lo recordaran, sobre todo a la hora de irme a la
cama. —Lo ignoro —dije—. Y en realidad no me importa, con tal que el cuadro de la
señora Stone no esté junto a mi cama.
Mi amigo se levantó.
—No obstante, es muy extraño —dijo—. ¡Caramba!, ahora verás otra cosa no
menos sorprendente.
Uno de sus perros, de raza terrier irlandés, había salido de la casa mientras
conversábamos. Detrás de nosotros, la puerta que comunicaba con la sala estaba
abierta, y un rectángulo brillante de luz se extendía sobre el césped, hasta la verja de
hierro que conducía al terreno inculto en donde se alzaba el nogal. A través de ella
pude ver que el perro, congestionado de rabia y de pavor, tenía el pelo completamente
erizado. Su hocico estaba entreabierto, mostrando los colmillos, como si se dispusiera
a saltar sobre alguien, y gruñía amenazadoramente. Sin prestar la menor atención a su
amo o a mí, tenso y agarrotado, atravesó el césped en dirección a la verja de hierro.
Se detuvo ante ella un momento y miró a través de los barrotes sin dejar de gruñir. De
pronto, su valor pareció abandonarle: profirió un prolongado aullido y regresó a la
casa atemorizado, con el rabo entre las piernas.
—Hace eso mismo media docena de veces al día —dijo John—. Como si viera
algo que le inspirase a la vez odio y temor.
Me acerqué a la verja y eché un vistazo. Algo se movía afuera entre la hierba. Y
de pronto llegó a mis oídos un sonido que no pude identificar inmediatamente. Luego
comprendí de qué se trataba: era el ronroneo de un gato. Encendí una cerilla y vi al
animal que ronroneaba, un enorme gato persa azul que daba vueltas en torno a un
pequeño círculo situado fuera de la verja, en actitud altanera y extasiada, con el rabo
en alto como si fuera una bandera. Sus despiertos ojos relucían, y de vez en cuando
bajaba la cabeza y husmeaba la hierba.
Me eché a reír.
—Se acabó el misterio, me temo —dije—. Ahí fuera hay un gato enorme
celebrando la noche de Walpurgis completamente solo.
—Sí, es Darius —dijo John—. Pasa ahí la mayor parte del día y toda la noche.
Pero eso no explica el misterio del perro, pues Toby y él son los mejores amigos del
mundo, sino que plantea un nuevo misterio: el del gato. ¿Qué hace ahí el gato? ¿Por
qué está contento Darius, mientras Toby está aterrorizado?
En aquel momento recordé los pormenores bastante horribles de mis sueños,
cuando veía a través de la verja la lápida blanca con la siniestra inscripción, justo
donde el gato estaba ahora. Mas antes de que pudiera responder a las preguntas de mi
amigo empezó a llover, tan repentinamente y con tanta intensidad como si hubieran
abierto un grifo, y simultáneamente el enorme gato se abrió paso por entre los
barrotes de la verja y atravesó el césped dando brincos para resguardarse en la casa.
Luego el animal se sentó en el umbral, escrutando la oscuridad con impaciencia. Y
cuando John lo metió a empujones, para cerrar la puerta, le soltó un bufido y le dio un
zarpazo.
Por alguna razón, ahora que el retrato de Julia Stone estaba fuera en el corredor,
la habitación de la torre ya no me asustaba lo más mínimo, de modo que cuando me
fui a acostar, cayéndome de sueño y agotado, apenas presté atención al curioso
incidente de las manchas de sangre en nuestras manos, ni a la extraña conducta del
perro y el gato. Lo último que vi antes de apagar la luz fue el rectángulo vacío en la
pared, junto a mi cama, que antes había ocupado el retrato. Allí, el empapelado
conservaba íntegramente su tono original rojo oscuro, mientras que en el resto de las
paredes se había descolorido. Luego apagué la vela e inmediatamente me dormí.
Mi despertar fue también instantáneo. Me incorporé en la cama con la impresión
de que alguna luz brillante había cruzado por delante de mi rostro, aunque la
habitación estaba completamente a oscuras. Sabía con exactitud dónde me
encontraba: en la habitación en la que tanto miedo había pasado en mis sueños. Mas
ninguno de los horrores que había experimentado estando dormido se aproximaba al
miedo que ahora me invadía, que paralizaba mi cerebro. Inmediatamente después,
retumbó un trueno encima mismo de la casa; mas la posibilidad de que fuera
únicamente un relámpago el causante de mi despertar no tranquilizó mi agitado
corazón. Sabía que había alguien conmigo en la habitación, e instintivamente alargué
la mano derecha, que era la que se encontraba más próxima a la pared, para alejarlo
de mí. Y mis dedos rozaron el marco de un cuadro colgado junto a mí.
Salté de la cama, derribando la mesilla de noche, y oí caer al suelo con gran
estrépito mi reloj, la vela y las cerillas. Mas de momento no necesité ninguna luz,
pues un deslumbrante relámpago rasgó las nubes, y pude ver que el cuadro de la
señora Stone volvía a estar colgado de nuevo junto a mi cama. Inmediatamente, la
habitación quedó otra vez a oscuras. Mas tuve tiempo de ver otra cosa también: una
figura inclinada a los pies de mi cama, que me observaba. Llevaba una especie de
vestido blanco muy ceñido, manchado de barro, y su rostro era idéntico al del retrato.
El trueno estalló y retumbó por encima de mi cabeza. Y cuando cesó y siguió un
silencio de muerte, oí como un susurro que se aproximaba a mí; y, lo que es más
horrible todavía, percibí un olor a putrefacción. Luego una mano se posó en mi cuello
y sentí muy cerca de mis oídos una respiración agitada y anhelante. Sin embargo, yo
sabía que aquel ser, aunque podía ser percibido mediante el tacto, el olfato, la vista y
el oído, no pertenecía ya a este mundo, sino que era algo que había franqueado los
límites de la vida material, y que tenía poder para manifestarse. Entonces sonó una
voz que ya me resultaba familiar.
—Sabría que vendrías a la habitación de la torre —dijo—. Te he estado esperando
durante mucho tiempo. Al fin has venido. Esta noche será mi festín; dentro de poco
compartiremos el mismo festín.
Y la jadeante respiración se acercó más a mí; podía sentirla en mi cuello.
El terror, que por un momento me había paralizado según creo, dejó paso
entonces al salvaje instinto de conservación. Golpeé salvajemente con ambos brazos
a la figura que me rozaba, al tiempo que le daba puntapiés. Y escuché una especie de
chillido de animal, a la vez que algo blando caía al suelo con un ruido sordo. Di un
par de pasos adelante, tropezando casi con lo que había tendido en el suelo, y por
pura suerte hallé el tirador de la puerta. Un segundo después abandonaba el rellano y
cerraba la puerta de golpe detrás de mí. Casi en el mismo instante oí abrirse una
puerta en alguna parte de la planta baja, y John Clinton, vela en mano, subió las
escaleras corriendo.
—¿Qué pasa? —dijo—. Dormía justo debajo de ti y oí un ruido como si… ¡Dios
mío!, tienes sangre en el hombro.
Me quedé inmóvil, según mi amigo me contó más tarde, tambaleándome de un
lado a otro, blanco como el papel. Sobre mi hombro había una marca, como si
alguien hubiera apoyado en él una mano cubierta de sangre.
—Está ahí —dije, señalando la puerta de mi habitación—. Sí, ella… ya sabes a
quién me refiero. El retrato también está ahí, colgado en el mismo sitio de donde lo
retiramos.
Mi amigo se echó a reír.
—Mi querido camarada, debe tratarse de una pesadilla —dijo.
Me apartó a un lado y abrió la puerta, mientras yo permanecía inerte por el terror,
incapaz de detenerlo, incapaz de moverme.
—¡Uf, qué olor más espantoso! —dijo.
A continuación se produjo un gran silencio. Clinton había desaparecido de mi
vista después de cruzar el umbral de la puerta, que permanecía abierta. Unos
segundos más tarde salió de nuevo, tan blanco como yo, e inmediatamente cerró la
puerta.
—Es verdad, el retrato está ahí —dijo—. Y en el suelo hay algo… una cosa
manchada de tierra, como esas cajas en donde entierran a los muertos. ¡Vámonos de
aquí, deprisa, vámonos!
Ignoro cómo logré bajar las escaleras. Una náusea y un escalofrío espantosos,
más del espíritu que de la carne, se habían apoderado de mí. En más de una ocasión
Clinton tuvo que guiar mis pasos durante el descenso, mientras de vez en cuando
lanzaba inquietas miradas de pánico hacia lo alto de la escalera. Al fin llegamos a su
vestidor, en el piso de abajo, y allí le conté lo que acabo de describir en estas páginas.
El resto puede contarse brevemente. En efecto, algunos de mis lectores tal vez
hayan adivinado ya de qué se trata, si recuerdan aquel inexplicable asunto ocurrido en
el cementerio de West Fawley, hará unos ocho años, cuando por tres veces se intentó
enterrar el cadáver de cierta mujer que se había suicidado. En cada tentativa, el ataúd
aparecía al cabo de unos cuantos días emergiendo del suelo. Después del tercer
intento, con el objeto de que no se continuara hablando del asunto, el cadáver fue
enterrado en otra parte, en tierra no consagrada. El lugar en donde se enterró estaba
justo al otro lado de la verja de hierro del jardín de la casa donde había vivido aquella
mujer. Se había suicidado en una habitación que había en lo alto de la torre de esa
misma casa. Su nombre era Julia Stone.
Posteriormente, el cadáver fue desenterrado de nuevo en secreto, y se encontró
que el ataúd estaba lleno de sangre.

[23] Traducción de Juan Antonio Molina Foix. <<

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