Cuentan que los primeros habitantes del territorio sevillano, los más antiguos
abuelos nuestros, fueron los tartesios. Algunos historiadores les llaman turdetanos.
Esta palabra, Turdetán, por su sílaba última, tan (la misma que llevan Pakistán,
Kurdistán, Beluchistán) indica su procedencia oriental, de la India, cuna de la
civilización euroasiática, por lo que podemos deducir que los turdetanos o tartesios,
serían una tribu perteneciente a la gran horda indoeuropea. También puede
encontrarse este origen indostánico de los turdetanos o tartesios, estudiando sus
vestigios arqueológicos, y ello se advierte sobre todo en el medallón o colgante
descubierto hace pocos años por el profesor don Juan de Mata Carriazo (por cuyo
motivo se le llama el Bronce Carriazo), que demuestra un íntimo parentesco entre el
arte tartesio y el indostánico.
Parece que los turdetanos, al llegar aquí procedentes de la India, fueron los
primeros en poner en explotación las minas de cobre de Tharsis (Huelva) y que por el
nombre de esas minas, se extendió a su pueblo y a toda la región el nombre de
Tartesos, con que se les conoce históricamente.
Estos tartesios, vivían en buenas relaciones comerciales con los fenicios que
habían fundado su factoría comercial en Sevilla. Los tartesios traían al mercado
fenicio las pieles de animales feroces (en España había leones y tigres en aquel
entonces), y los cueros de los toros, así como el cobre de Tharsis, y la púrpura o tinte
para las telas, extraído de los caracoles múrices, de la costa atlántica.
La exportación de todos estos productos al mundo entero, daba a la región
andaluza un gran bienestar económico. Así que las antiguas viviendas en cuevas, o en
chozas de cañas y ramas, fueron sustituidas por casas de piedra, o de ladrillos
blanqueadas primorosamente de cal. Se formaron ciudades, y los habitantes
enriquecidos por el trabajo, vestían y se adornaban con una mayor riqueza.
Pero los fenicios, cuando ya estuvieron seguros de su poderío comercial,
pretendieron abusar de los andaluces, y explotarlos. Para ello disminuyeron la
demanda de productos, a fin de depreciarlos, y obtenerlos entonces más baratos, aun
a costa de sumir en la miseria y el hambre a los andaluces.
Era entonces rey de los tartesios el célebre Argantonio, el cual tenía un hijo
llamado Terión.
Argantonio acudió a los fenicios para exponerles que la baja de precios
significaba el hambre de su pueblo, y que si los fenicios se mantenían firmes en no
pagar más por los productos, él se vería obligado a romper los tratados comerciales
que otorgaban el monopolio a Fenicia, y buscaría otros compradores directos,
suprimiendo las factorías comerciales de los fenicios, y expulsándoles del país.
No habiendo obtenido respuesta satisfactoria, Argantonio comunicó a los fenicios
que debían abandonar Andalucía, a lo que éstos se negaron. Se había planteado, pues,
el conflicto armado.
Argantonio decidió atacar simultáneamente las dos principales factorías fenicias,
Cádiz y Sevilla, dividiendo en dos su ejército de andaluces. La mitad la tomó bajo su
dirección, y confió el mando de la otra mitad a su hijo Terión. Desde la ciudad de
Tartesos, situada al borde de la marisma, partieron los dos ejércitos, precedidos por la
ágil caballería, y ostentando los guerreros sus emblemas entre los que se reproducían
las cabezas de toro, el animal totémico sagrado.
Sin embargo los fenicios no se habían descuidado. Reuniendo en Cádiz y en
Sevilla sus numerosas flotas, decidieron una maniobra audaz: atacar por sorpresa a la
propia ciudad de Tartesos, desguarnecida en aquellos momentos por la salida de los
ejércitos de Argantonio. A favor de la noche, los barcos fenicios, navegando por el
Guadalquivir, llegaron hasta las proximidades de Tartesos, desembarcando de ellos
los fenicios, que no se proponían conquistar la ciudad, sino destruirla rápidamente.
No hubo ni siquiera asalto, sino un incendio pavoroso. Los fenicios, valiéndose
de flechas empenachadas, lanzaban miles de antorchas sobre los tejados de Tartesos,
y muy pronto la ciudad entera estuvo en llamas. Entonces sus moradores, ancianos,
mujeres y niños, que eran los únicos que habían quedado en la ciudad (pues los
hombres útiles habían marchado con los ejércitos de Argantonio y de Terión a
intentar la conquista de Cádiz y de Hispalis), intentaron huir. Pero los fenicios los
recibían en las puertas de la muralla, a golpes de espada y de lanza. Arroyos de
sangre se deslizaban por las pendientes hacia el Guadalquivir. Así pereció hasta el
último de los habitantes de la capital de Argantonio, bajo el fuego y el arma.
A unas leguas de allí el ejército de Argantonio vio iluminarse el cielo con el
resplandor del incendio, y desesperadamente intentó regresar para salvar a la ciudad.
La diferencia de velocidad entre los que iban a caballo y a pie, la fatiga de la doble
jornada de camino, hicieron que el ejército tartesio se desorganizara, y así, al llegar a
las inmediaciones de Tartesos, ya no era un ejército, sino una angustiada multitud que
presenciaba impotente cómo el fuego destruía sus casas y los cuerpos de sus familias.
En ese momento, sobre el fatigado y desalentado ejército de Argantonio, cayeron
los fenicios formados en compactos grupos, y precedidos por los flecheros con sus
escudos protectores. Los tartesios, impotentes para resistir la avalancha, y diezmados
por las veloces flechas, se dispersaron por la llana marisma, siendo cazados como
alimañas por los arqueros fenicios. Unas horas después todo había terminado.
Argantonio y su numeroso ejército, habían perecido hasta el último hombre.
Solamente un fugitivo logró salvarse de la carnicería, y huir en dirección a
Sevilla, para dar aviso a Terión de lo que había sucedido, y entre gritos y sollozos le
pudo dar la terrible noticia.
—Tu padre Argantonio, ha muerto; el ejército ha sido aniquilado. La ciudad
incendiada, y sus moradores muertos. Eres ahora rey de los tartesios, pero tu pueblo
no es más que este ejército que te queda.
—¿Y mi madre?
—Muerta también; y tu mujer; y tus hijos; y tus hermanos. ¡Todos! Lo único que
se ha salvado son las insignias reales. Aquí las tienes.
Y puso a los pies de Terión un lienzo en el que, al abrirlo, aparecieron los
brazaletes y el collar, de rey de Tartesos.
El tesoro de El Carambolo (piezas de la colección que se conserva en el Museo
Arqueológico de Sevilla).
Terión permaneció un momento en silencio, sobrecogido por el espanto y el dolor,
pero en seguida recobró su fiereza. Tomó las insignias, se las puso, y gritó a los
suyos:
—¡Venganza! ¡Venganza! A conquistar Hispalis.
Y alzando su lanza, puso en marcha el ejército tartesio, en dirección a Sevilla.
Pero la rabia y el dolor no nublaban su mente. Sabía que para vencer a los fenicios
necesitaría astucia, al mismo tiempo que valor.
Así, al llegar a los altos de lo que hoy llamamos Castilleja de la Cuesta, ordenó
acampar, ocultándose las tropas en la espesura de los bosques de alerces que entonces
llenaban el contorno de Sevilla.
—Esperaremos a que los fenicios hayan regresado con sus buques a Hispalis y se
hayan entregado al descanso. Solamente así podremos derrotarlos.
En efecto, durante la noche fueron entrando en el puerto de Sevilla los cientos de
barcos que habían transportado las tropas para atacar Tartesos. Los fenicios venían
contentos, gritando de júbilo, por su victoria, tras haber destruido la capital de los
tartesios. Poco después se entregarían al descanso, y ése sería el momento de atacar.
Terión aguardó a la hora del amanecer. Sería el momento en que mejor podría
sorprender a sus enemigos. Pero antes de atacar quiso Terión tomar una grave
decisión política. Muerto Argantonio, él era el rey de los tartesios. Pero habiendo
perecido en la matanza su mujer y sus hijos, no habían un sucesor en quien dejar
custodiadas las insignias reales. Y las costumbres de los guerreros tartesios exigían
que el rey no entrase en batalla portando el collar y los brazaletes sagrados, para
impedir pudieran perderse en la refriega. Tradicionalmente cuando un rey marchaba a
la batalla, era la reina, la encargada de custodiar el tesoro, al mismo tiempo que
ejercer el mando, en ausencia de su esposo.
Pero Terión no tenía ya una esposa. Ni siquiera había quedado una mujer con vida
tras la destrucción de la ciudad.
Terión se arrodilló para orar a los dioses. Después, tomó un cántaro de barro de
los que llevaban los soldados para mitigar la sed en la marcha. Y se alejó unos pasos
en silencio. No habiendo nadie que pudiera custodiar las joyas, las enterró en un
hueco del terreno, tapándolas con piedras, para recogerlas cuando terminase la
batalla.
Volvió poco después al campamento, y arengó a los guerreros:
—Incendiad los barcos para que ningún fenicio pueda escapar. Pasadlos a
cuchillo, pero respetad a las mujeres. Ni una sola debe morir. Necesitamos mujeres
para reconstruir el pueblo de los tartesios.
Y lanzó sus hombres a la batalla. Los fenicios, cogidos por sorpresa en el
descanso, no pudieron defenderse y perecieron todos, mientras la enorme flota ardía
sobre las aguas del Guadalquivir.
Pero Terión no pudo nunca recobrar sus joyas reales, ni reconstruir la ciudad de
Tartesos, pues durante el asalto a Sevilla una flecha le quitó la vida, sin que pudiera
confiar a nadie el secreto de dónde había escondido el tesoro.
Aniquilados los fenicios de Sevilla, el ejército tartesio victorioso marchó a Cádiz
que también fue conquistada.
Sobrevino un largo período de trescientos años en que los tartesios disfrutaron
una paz completa, y volvió a florecer la agricultura, la ganadería y la minería, pero
sin que los tartesios dependieran de ningún otro pueblo. El historiador Estrabón
afirma que cuando llegaron a España los griegos, encontraron a los tartesios con un
alto nivel de cultura, y que las leyes se escribían en verso para que pudieran
aprenderlas de memoria los jóvenes.
Sin embargo los tartesios ya no tenían su capital en Tartesos, que nunca fue
reconstruida, sino en Sevilla.
Y las joyas reales, el collar de oro, el pectoral y los brazaletes, nunca aparecieron,
durante más de dos mil años.
Solamente ahora, el 30 de setiembre de 1956, cuando unos obreros excavaban en
el cerro del Carambolo, a mitad de camino entre Sevilla y Castilleja de la Cuesta, en
el término de la villa de Camas, al hacer una zanja para instalar las jaulas del Club de
Tiro de Pichón, encontraron en un hueco del terreno un cántaro de barro, y al
romperlo, aparecieron dentro, refulgiendo al sol, las brillantes piezas de oro del tesoro
real de los tartesios. Ésas son las joyas que con el nombre de «Tesoro de el
Carambolo», se exhiben hoy al público en el Museo Arqueológico Provincial de
Sevilla.
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