sábado, 30 de marzo de 2019

ADELGAZAMIENTO REAL

En el año 959 ocurrió en Medina Azahara una de esas historias increíbles llamadas a
ser recordadas por los siglos de los siglos. Como ya sabemos, por aquel entonces
Córdoba era la capital de un rico califato que aunaba su enorme poder político y
militar con un alto desarrollo económico y científico. Por eso, la reina Toda de
Navarra no dudó en pedir ayuda a su pariente el gran Abderramán III cuando quiso
solucionar el problema de obesidad de su hijo Sancho el Craso. Pero no adelantemos
acontecimientos y conozcamos la deliciosa historia de la reina Toda de Navarra.
La reina Toda era una mujer de un gran carácter. Madre del rey García Sánchez I
de Navarra, sufrió al ver a su nieto Sancho defenestrado del trono de León por
Ordoño IV. La reina achacó la pérdida del trono a la excesiva gordura de su nieto, que
le restaba autoridad y le hacía objeto de todo tipo de chanzas. Sancho, tras perder el
trono de León, se refugió en Pamplona, en el palacio de su tío el rey García Sánchez
y de su todopoderosa abuela Toda.
—Sancho —le recriminaba la reina Toda—. No puedes resignarte a perder el
reino de León. Debes luchar por recuperarlo.
—Yo quiero recuperarlo —le respondió Sancho elevando la voz—, pero no sé
cómo. Los nobles me han abandonado y el pueblo se ríe de mí.
Era cierto y la reina bien que lo sabía. El pueblo de León ridiculizaba su gordura,
y sus enemigos habían sabido utilizar esa debilidad para desalojarlo del trono, algo
que la impetuosa reina no podía soportar.
—Yo sí que sé cómo vas a recuperar el trono —afirmó la anciana reina con
energía.
—¿Cómo, abuela?
—Primero, vas a adelgazar hasta que logres transformar esa bola de grasa en el
cuerpo de un guerrero.
—Sabes que lo he intentado sin éxito muchas veces, eso es imposible… ¿no se te
ocurre algo mejor, abuela? ¿No podías enviar en mi nombre un poderoso ejército que
reconquistara mi reino?
—Tu reino tienes que conquistarlo tú, sólo así tendrás suficiente autoridad para
gobernarlo. Y para ello, vas a adelgazar.
—Pero…, ¿cómo?
—Tú, déjame a mí.
La reina Toda sabía que los mejores médicos de Occidente se encontraban en la
ciudad de Córdoba. Así que pediría asistencia médica a su pariente, el poderoso
Abderramán III y, de paso, procuraría reconciliarse con él y obtener apoyo militar
para su nieto Sancho. Sin encomendarse ni siquiera a su propio hijo, comenzó a
actuar con rapidez, y escribió una larga carta para el califa de Córdoba, en la que
imploraba su ayuda médica. Entregó lo misiva lacrada y sellada a sus mensajeros más
veloces y les urgió a que la hicieran llegar cuanto antes al monarca cordobés.
El califa, cuando recibió la carta, sonrió pensativo.
—Esta vieja es pura energía —se dijo para sus adentros—. Tiene más de ochenta
años y sigue disponiendo a su antojo de los reinos del norte.
Tras la reflexión, el califa decidió atender a la petición de Toda de Navarra,
aunque le pondría una serie de condiciones. Mandó llamar a su fiel médico Hasday
ben Shaprut para encomendarle la delicada misión.
—Hasday, como sabes, estoy muy satisfecho de tu tarea de médico, y por eso ya
te he encomendado alguna que otra embajada. Pero ahora quiero que hagas en mi
nombre un viaje peculiar…
—Iré donde me digáis señor —respondió el sabio judío con inquietud y
curiosidad, pues no conocía el asunto que ocupaba a su monarca—. Ya sabéis que me
intereso por los negocios de la diplomacia.
—Pues prepárate. Vas a ir a Pamplona a llevar el siguiente mensaje a la reina
Toda. Que accedo a curar la obesidad de su nieto Sancho con las siguientes
condiciones. Que el tratamiento tenga lugar en Córdoba, por lo que Sancho tendrá
que venir hasta aquí. Y quiero que lo haga acompañado de su abuela, la reina Toda y
de su tío, el rey García Sánchez. Lo conoceremos como el viaje de los tres reyes. Y,
por último, una vez que tengamos éxito en el tratamiento de adelgazamiento, me
tendrán que entregar diez castillos de su frontera.
—Tomo nota, señor, trasladaré con precisión sus palabras.
—Estoy seguro que lo harás, Hasday.
—Señor… ¿me permite hacerle una pregunta?
—Por supuesto, Hasday.
—¿Cómo está tan seguro de qué conseguirá hacer adelgazar a Sancho?
—Abderramán le respondió con una gran carcajada.
—¡Porque de eso, te encargarás tú!
Hasday sintió el peso de la responsabilidad. Desconocía que mal afligía al
monarca leonés y no sabía si sería capaz de curarlo…
—¡Y estoy seguro —alzó la voz con firme convicción el califa mientras daba por
concluida la recepción—, que no nos fallarás!
Hasday tuvo un buen viaje hasta Pamplona, acompañado por un reducido séquito
militar que encabezaba el prestigioso militar Galib. Fue recibido de inmediato por la
reina Toda que dispuso un encuentro con el rey García y con Sancho. Hasday quedó
impresionado por la obesidad del joven monarca, que le impedía caminar siquiera. Su
abuela acertaba cuando condicionaba su futuro reinado a su adelgazamiento previo.
Nada más que verlo, dudó que fuera capaz de conseguir tal prodigio. Pero no quiso
distraerse con cuestiones médicas, dado que primero tenía que concentrarse en el
éxito de la embajada.
—El califa Abderramán III me pide que os traslade todo su afecto y buenos
deseos, así como su intención de disponer de sus mejores medios para ayudar en la
cura de adelgazamiento.
—Sabemos que eres uno de los médicos más famosos de Córdoba —le
interrumpió la reina Toda—. ¿Crees que podrá curarse?
—Sin duda alguna, señora —respondió Hasday fingiendo una confianza de la que
en verdad carecía.
—Estupendo, pues comienza ya el tratamiento.
El ímpetu de la reina Toda sorprendía al embajador cordobés, admirado de que la
anciana no dejara ni siquiera hablar a su hijo el rey ni a su nieto Sancho. Le respondió
con todo el tacto y delicadeza de un talento diplomático.
—Señora, estos tratamientos son delicados, por lo que mi señor plantea que se
hagan en Córdoba, donde dispondremos de los medios adecuados. Yo soy de la
misma opinión.
—Vaya, así que tendrá que ir a Córdoba…
—Y les sugeriría que usted y su hijo el rey García le acompañen hasta Córdoba.
—¿Ir hasta Córdoba? —interrumpió el rey de Navarra—. ¡Eso es un disparate! El
califa puede aprovechar mi ausencia y enviar sus ejércitos para conquistar el reino.
—Señor, Abderramán es un hombre de palabra y no hará nada contra vos ni
contra su reino. Al contrario, queda como garante de la paz y el orden en su ausencia,
nada tenéis que temer.
—O puede secuestrarnos —Sancho también quiso hacer su aportación—. ¡Ir a
Córdoba es demasiado arriesgado!
Hasday, armado de paciencia, se preparaba para intentar disipar los temores de los
monarcas, cuando la reina Toda intervino con toda su energía.
—En tres días saldremos de Córdoba. Abderramán es un hombre de palabra y
nada tenemos que temer. Cuando antes comiences tu tratamiento antes podrás
recuperar la corona de León que te corresponde.
—Creo que es lo más conveniente, señora —asintió el médico y diplomático
judío—. El señor Abderramán únicamente quiere pedir una pequeña condición.
—¿Cuál? —pregunto con desconfianza el rey de navarra.
—Desea que si el tratamiento tiene éxito y Sancho recupera el reino de León se le
entreguen a cambio diez castillos de la frontera.
—No estamos dispuestos a ceder ni uno solo de…
—De acuerdo —la reina Toda no dejó a su hijo finalizar la frase—. Si Sancho
adelgaza y recupera el trono de León, le entregaremos al califa diez castillos de la
frontera. Mi hijo y mi nieto firmarán los acuerdos correspondientes durante nuestra
estancia en Córdoba.
—Pero… —quiso opinar su hijo el rey.
—Ya está decidido, partimos cuanto antes.
Y a los tres días comenzaron el largo viaje que les llevaría desde Pamplona hasta
Córdoba, pasando por Nájera, Medinaceli y Toledo. No fue fácil encontrar un
carruaje en el que cupiera la enorme humanidad de Sancho.
—En unos meses, regresará montando su propio caballo —le animó, cómplice,
Hasday.
El trayecto se demoró algo más de lo previsto porque tuvieron que atender
algunas invitaciones de nobles, tanto navarros, como castellanos y andalusíes. La
reina Toda urgía a acelerar la marcha, pues no convenía que gente tan principal
conociera la extrema obesidad de Sancho. Tiempo tendrían al regreso de responder a
tanta hospitalidad.
Antes de llegar a Córdoba, un grupo de destacados miembros de la Corte salieron
a recibirles, con el primer visir a la cabeza. Sin duda alguna, Abderramán quería
dispensarles un trato acorde con su categoría real. Caminaron hasta la puerta principal
de la ciudad, donde la guardia califal lucía sus mejores galas. El visir se esforzaba en
glosar los parabienes de la gran ciudad.
—Córdoba es la mayor ciudad de todo el occidente europeo y africano. Algunos
creen que ronda el millón de habitantes, una aglomeración sin parangón. Están
levantadas más de doscientas mil casas, disponemos de más de sesenta mil edificios
públicos; cuatro mil mercados; mil mezquitas; novecientos baños.
El séquito de la reina Toda observaba con profunda admiración todo lo que le
rodeaban. Algunos principales abrían la boca de asombro, y la reina los fulminaba
con la mirada, pues no quería que los navarros quedaran como unos simples aldeanos
a ojos de los cordobeses. Jamás habían conocido una ciudad tan grande ni con tanta
acumulación de riqueza. Pamplona no era más que una minúscula aldea de hortelanos
al lado de Córdoba, una ciudad sólo comparable con Bagdad o Constantinopla. Mil
lenguas se hablaban a su alrededor, aunque la mayoría entendían el romance derivado
del latín.
—Alrededor de la medina —continuaba narrando con orgullo el visir las
grandezas de su ciudad— se extienden veintiún grandes arrabales, muchos de ellos
con alcantarillado. El agua llega a nuestras fuentes desde los manantiales de la sierra
y el puente que acabamos de atravesar tiene diecisiete arcos y fue construido por los
césares romanos.
La comitiva real fue conducida hasta un palacio para huéspedes principales
situados junto al Alcázar califal.
—Se atenderán todas vuestras necesidades y deseos. Nuestro señor, el califa, tiene
mucho interés en que su estancia sea lo más placentera posible. Mañana os recibirá en
una recepción oficial en Medina Azahara. Descansad durante el día de hoy. Si deseáis
pasear por la ciudad podéis hacerlo con toda libertad, nada tenéis que temer.
La belleza del palacio, con sus jardines y fuentes, sus artesonados, los patios
franqueados por esbeltas columnas y el olor de las plantas aromáticas hicieron creer a
los rudos navarros, acostumbrados a la dura vida castrense, que se encontraban en el
mismísimo paraíso.
—Señora —una de sus damas se dirigió a la reina Toda—. ¡Unas esclavas me
avisan de que es la hora de tomar los baños!
La reina Toda consideraba los baños como una costumbre pagana y licenciosa,
pero, por respeto y educación, no pudo rechazar la invitación que sus anfitriones le
formulaban. Así que, con una mezcla de pudor, vergüenza, remordimientos y
excitación, se dirigió con su séquito femenino hacia la zona de los baños de las
mujeres, donde le aguardaban las esclavas masajistas y un par de enorme eunucos
negros.
—Señora —le susurró su doncella—, no podemos desnudarnos, hay hombres.
—No preocuparos, son hombres incompletos, castrados para estos fines. A
nuestros efectos es como si de mujeres se trataran.
—Pero…
—¡Dejaros llevad y disfrutad, que no nos tomen por aldeanas!
Tras los masajes, disfrutaron del baño de vapor y de la piscina templada. Después
fueron perfumadas y se les proporcionaron cómodas y hermosas batas de seda.
Cenaron con toda la comitiva en un gran salón, sentados sobre cómodos cojines.
Los esclavos no cesaban de agasajarlos con variadas y exquisitas viandas de todo
tipo, volanderas, de agua y de suelo.
—El vino está exquisito —brindó el rey García—. Pero ¿no decían que los
musulmanes no pueden beberlo?
—Pues bien sé que mi pariente Abderramán lo bebe con fruición. Será que los
andalusíes tienen una dispensa especial.
Todos rieron felices mientras bebían y comían a placer, comentándose entre sí las
anécdotas y experiencias que les habían acontecido desde que llegaran a esta fastuosa
ciudad. Pero, en su interior, los reyes estaban inquietos por la recepción que
mantendrían con el hombre más poderoso de las Hispanias, el gran califa
Abderramán, al cual rendían vasallaje la práctica totalidad de los reinos cristianos del
norte.
A la mañana siguiente, vestidos con sus mejores ropajes y con los caballos
ricamente enjaezados, partieron hacia Medina Azahara, la ciudad de la que todos
hablaban con veneración. Si para la reina Toda el palacio en el que se habían
hospedado era un lugar maravilloso… ¿cómo sería la gran Medina Azahara, que
asombraba a los propios cordobeses, tan acostumbrados al lujo y la belleza?
Tras un recorrido de apenas dos horas, llegaron hasta los pies de la gran ciudad,
que refulgía a los pies de un gran cerro. Entraron por una enorme puerta de arcos de
herradura y recorrieron una estrecha avenida franqueada por la imponente guardia
califal. Con sus enormes lanzas formaron una bóveda bajo la que la comitiva navarra
caminó por un buen trecho. En alguna ocasión, docenas de doncellas arrojaron
pétalos de rosas a su paso, mientras varios conjuntos de música acompañaban su
caminar. Jamás en su vida vieron un despliegue mayor, ni con tan cuidados detalles.
Imponentes gallardetes y pendones de sedas y ricos terciopelos marcaban el camino
por el que tenían que marchar hasta el Salón del Trono. A medida que avanzaban, los
navarros se iban empequeñeciendo ante tanta magnificencia. Sintieron que, de
verdad, se estaban adentrando en el centro del poder del mundo.
La reina Toda, a pesar de sus dolores de espalda, lucía orgullosa sobre su silla
enjaezada. Le habían ofrecido un trono de mano, a modo de palanquín, pero ella
había preferido entrar cabalgando sobre su yegua torda. Tenía su orgullo y hasta su
pariente el califa ya habrían llegado los comentarios de su porte y raza, al ser capaz
de cabalgar con sus más de ochenta años a cuestas. Que a soldados y dinero, el
cordobés podría ganarle, pero en coraje y orgullo, desde luego que no.
Cuando creían agotada su capacidad de asombro, la mayor sorpresa esperaba al
final. A la entrada del jardín que conducía hasta el Salón del Trono, unos palafreneros
les ayudaron a descabalgar. Les aguardaban los visires y chambelanes de la Corte,
que les guiaron solemnemente hacia donde los recibiría el gran califa. El frontal
exterior del Salón ya anticipaba la inigualable belleza de su interior. Una gran alberca
se situaba frente a la portada. Los rayos del sol se reflejaban sobre ella de manera tan
luminosa que diríase que estaba rellena de mercurio, en vez de agua. Las trompetas y
chirimías anunciaron su llegada. Ricas alfombras de Persia acolchaban sus pasos
hacia la penumbra del interior. Las paredes de la rica antesala estaban adornadas por
atauriques con motivos florales. Por fin entraron en la sala del trono y no pudieron
evitar que su boca se abriera de asombro. Incluso la orgullosa reina Toda, empeñada
como estaba en fingir naturalidad ante tanta grandeza, no pudo asimilar la belleza que
le deslumbraba. Los más altos cargos de la corte califal permanecían de pie, dejando
un amplio pasillo central al final del cual se encontraba sentado el califa rodeado de
sus hijos. Los navarros se encaminaron hacia él, intentando que tanta opulencia no los
aplastara en su insignificancia. Cuando se disponían a inclinarse ante el monarca,
Abderramán se levantó, se acercó hasta ellos y abrazó a la reina Toda y a su hijo
García, rey de Navarra, lo que fue tomado como un gran signo de deferencia por
parte del califa.
Tras los saludos y los regalos de rigor, Abderramán despachó rápido los
protocolos, pues prefería hablar las cuestiones políticas con mayor discreción. Tras la
recepción, se sirvieron ricas viandas y, por la tarde, pudieron mantener una audiencia
privada en la que abordaron las distintas cuestiones que les interesaban. Sancho el
Craso, que no había asistido a la recepción por su excesiva gordura, ya había
comenzado su tratamiento, aislado en un palacio que Hasday había habilitado para él.
El resto de negociaciones fueron rápidas. Una vez que Sancho hubiera recuperado la
forma y pudiera montar, las tropas califales le ayudarían a recuperar el trono de León.
A cambio, firmarían un tratado de paz duradera y se le entregarían diez fortalezas de
la frontera. Estuvieron de acuerdo y se dispusieron los documentos oficiales para ser
firmados.
—¿Cuánto tiempo durará el tratamiento de Sancho? —preguntó Toda.
—Según Hasday varios meses. Procuraremos acelerar al máximo, pero según
tengo entendido el caso es grave. Mientras se recupera, consideraros nuestros
huéspedes, nada os faltará.
Para la mayor parte de la comitiva navarra, el anuncio de la estancia prolongada
en la placentera vida cordobesa fue recibido con gran alegría, no tenían ninguna prisa
por regresar a los rigores y austeridades del norte. El rey García, sin embargo,
desesperaba por volver. Añoraba a su esposa y le inquietaba que su ausencia fuera
aprovechada por sus enemigos.
—Quédate tranquilo —le recriminaba su madre— que nada pasará. El califa
tutela tu poder.
—¡Yo no quiero estar tutelado por nadie, me basto por mí mismo!
—No digas eso en alto, hijo mío, que hoy por hoy nuestro poder es insignificante
en comparación con el cordobés. Mañana quizás sea otra cosa, pero hoy por hoy
tenemos que adaptarnos a las circunstancias, como aconseja la astucia y la
inteligencia que deben acompañar al buen gobernante. Hoy ríen ellos… mañana,
quién sabe.
El califa cumplió su palabra y agasajó sin límite a sus huéspedes, a los que trató
con todo mimo y atención. Fueron invitados a numerosas recepciones, eventos y
fiestas, asistiendo a veladas poéticas y musicales de diverso tipo. Algunas familias
principales tenían lazos familiares con nobles cristianos, como ocurría con
Abderramán III, cuya madre, abuela, y bisabuela eran cristianas y rubias. Otras
familias tenían lazos con familias bereberes, árabes o yemeníes, aunque la mayoría
eran gente del país, que hablaban una lengua romance que los navarros podían
comprender. Sólo los sacerdotes mozárabes hablaban y escribían bien el latín, y tan
sólo los sabios, ulemas y alfaquíes dominaban el árabe, así como las familias de
origen árabe o yemení. El propio califa había dado instrucciones para que resultara
obligatorio el conocimiento del árabe para ejercer cargo público, en especial el de
cadí o juez.
La reina Toda recibió numerosas visitas en el palacio que se hospedaba. Una de la
que más le llamó la atención fue la que recibió de los principales representantes de
los mozárabes, los cristianos de Al Ándalus. Llegaron con vestidos andalusíes, de los
que también tomaban los nombres. Así, el obispo metropolitano de Córdoba se
llamaba Asbagh ben Alla y llegó acompañado con el principal juez cristiano que
entendía de las cosas propias de la mozarabía que era Walid ben Jaizuran. También
figuraba en la compañía el famoso Ibn Zaid, también conocido por su nombre
cristiano de Recemundo, que fue obispo de Elvira y que encabezó una importante
embajada califal ante la corte del emperador Otón I de Germania.
—Ahora me encuentro alejado de los ruidos del mundo, recluido en un convento
desde donde trabajo en la redacción de un nuevo calendario.
El obispo, que ya conocía los motivos del viaje, bendijo a toda la comitiva y les
deseó éxito en sus afanes y una rápida cura de la obesidad de su majestad Sancho.
También aprovechó para ponerles al día de la situación de los cristianos en Córdoba.
—Ahora estamos mucho mejor, una vez superadas las persecuciones y martirios.
Nos respetan, nos dejan nuestras iglesias aunque nos cargan de impuestos y nos
limitan la apertura de nuevos templos. En todo caso, Abderramán no es demasiado
religioso, lo que nos permite cierta libertad.
Al salir, los navarros estuvieron hablando entre sí. Les sorprendían los nombres
en árabe de los sacerdotes y obispos, así como que el califa pudiera promover
concilios y proponer obispos. La reina Toda, como siempre, les aconsejó que no
hurgaran en la vida de sus hermanos cristianos andaluces, por más raras que pudieran
parecerles sus costumbres.
—Sólo el buen Dios sabe leer el corazón de sus fieles.
Cuando Sancho llevaba cuatro semanas de tratamiento, aislado en un palacio en el
que tan sólo podían entrar las personas directamente autorizadas por Hasday, la reina
Toda decidió visitarlo, para comprobar personalmente los avances en su cura de
adelgazamiento. Los guardianes la condujeron hasta el amplio jardín, donde se llevó
la grata sorpresa de encontrarse con su nieto caminando entre setos de arrayanes.
—¡Sancho! ¡Ya puedes caminar! —exclamó la reina con alegre asombro—. ¡Y
cómo has adelgazado! Esto, más que medicina, parece cosa de magia.
Sancho besó con afecto a su abuela, mientras narraba con orgullo sus esfuerzos y
desventuras.
—Me alimentan sólo de papillas vegetales, zumos de fruta y caldos de ave. A
partir del cuarto día, tuve que comenzar a andar. Cada día alargo el paseo. Hasday
dice que a partir de la semana que viene incorporará otros ejercicios.
—¿Te sientes fuerte y bien?
—Cada día mejor, abuela.
—¿Y te está costando mucho sacrificio? En Pamplona intentamos someterte a una
dieta y fuimos incapaces entre todos de someter tu gula. ¿Cómo lo está logrando este
judío? —Me aplico con mi esfuerzo. Quiero adelgazar para recuperar mi reino. Con
voluntad de hierro, todo se consigue.
La reina Toda mantuvo una prolongada conversación con su nieto Sancho, de la
que salió muy feliz y orgullosa. Por fin sentía que Sancho reaccionaba con el orgullo
y decisión propios de su estirpe. Con su simple fuerza de voluntad estaba logrando
dominar su irrefrenable apetito. Si seguía así, llegaría a ser un buen rey, querido y
admirado por sus súbditos. Se despidió con palabras de ánimo y confianza y, tras
dejarlo con sus ejercicios, se dirigió hacia la salida de palacio, donde lo esperaba
Hasday, acompañado por uno de sus ayudantes.
—Quisiera agradecerle sus esfuerzos —lo felicitó la reina Toda—. Acabo de estar
con él y lo he visto muy mejorado. Estoy muy orgullosa de él, me ha contado el gran
esfuerzo que está haciendo y como con su sola voluntad está logrando dominar sus
naturales impulsos hacia el exceso en el comer y beber.
—Bueno…, sí, la verdad es que ha hecho un gran esfuerzo…
—Siempre supe que, en el fondo, había un gran guerrero. Bueno, lo dejo con su
paciente, tengo que marchar.
Con su ímpetu habitual la reina Toda abandonó el palacio. Tras unos segundos de
silencio, el ayudante se dirigió al médico judío con voz alterada:
—¿Cómo que con su voluntad? ¿Cómo que un guerrero? ¡Si hemos tenido que
atarle a la cama los primeros días, cerrarle todas las puertas por fuera, soportar sus
gritos, amenazas y juramentos! ¡Ha intentado sobornar a todos sus guardianes para
que le pasaran comida y los ha amenazado! ¡Jamás conocí paciente tan malo ni
voluntad y ánimo tan escaso! ¡En cuanto salga de la reclusión a la que le sometemos
volverá a engordar como un elefante! ¿Cómo no le has contado todo esto a la reina?
—Las personas cambian, amigo —le respondió Hasday con una media sonrisa
resignada mientras se encogía de hombros—. Hagamos ahora nuestro trabajo, que
adelgace, y después ya veremos el destino que le tiene reservado el buen Dios.
El rigor del tratamiento, las sabias dietas y un paulatino deseo de colaboración del
paciente obraron finalmente el milagro, y tres meses más tarde Sancho tenía el físico
de un hombre ancho pero normal, que podía andar con toda normalidad, montar a
caballo y vestir con elegancia las buenas ropas que por su dignidad precisaba.
Incluso, durante la última semana, comenzó a participar en ejercicios y maniobras
militares para fortalecerse en el rigor de la batalla y en el empleo de la espada y la
lanza.
Cuando Hasday consideró que el paciente estaba por completo recuperado, la
comitiva navarra anunció al califa su deseo de partir. Abderramán III los recibió en
una recepción tan solemne como la del día de su llegada a Córdoba, los colmó de
regalos, y puso a su disposición un ejército andalusí al mando de uno de sus mejores
militares, el general Ben Tumlus. Ese mismo año, gracias a una exitosa campaña
militar, Sancho recuperó el trono de León, a pesar de lo cual, retrasó la entrega de los
diez castillos comprometidos. A los dos meses de la coronación de Sancho,
Abderramán III murió y fue coronado su hijo Al Hakam, lo que originó el regreso del
general Ben Tumlus a Córdoba. Sancho siguió sin entregar los castillos, aconsejado
por su abuela la reina Toda.
Tras la muerte de Abderramán III, el médico Hasday ben Shaprut renunció a
todos sus cargos en la corte para dedicarse por completo a la medicina y a la
comunidad judía. Nunca volvió a aceptar ningún cargo político ni diplomático.
Sancho, al incumplir su promesa de entregar sus castillos, se enemistó con Al
Hakam, que recibió en Medina Azahara a Ordoño IV, el monarca destronado por
Sancho. El califa le prometió ayuda para derrocar al incumplidor y desagradecido
Sancho. Pocos años después, Sancho murió envenenado por uno de sus nobles. Pudo
haber sido un gran rey si no hubiera olvidado los dos sabios consejos que en su
momento le proporcionó Hasday.
—Sancho, sé agradecido al califa y tendrás siempre su ayuda. Además y sobre
todo, cumple tu compromiso. Así ganarás el respeto dentro y fuera de sus fronteras.
—No lo hizo, y finalmente, abandonado por los suyos, tuvo el triste final que
quizás —eso sólo Alá lo sabe— mereciera. Perdió la gloria y la vida, aunque la
crónica de su adelgazamiento enriqueció las historias y leyendas de la corte califal.

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