La plaza principal de Sevilla, que llamamos Plaza Nueva, es el solar del convento
de San Francisco, derribado en el siglo XIX, edificio que por ser el mayor de los
conventos franciscanos de toda España se llamó «La casa grande de San Francisco».
De aquel convento, al derribarlo, solamente quedó una pequeña capilla, la capilla de
san Onofre, que todavía existe hoy, junto al edificio de la «Telefónica», si bien esta
capilla está casi siempre cerrada y la conocen muy pocos sevillanos. Es en esta
capilla donde ocurrió el suceso que vamos a referir.
Un caballero llamado Juan de Torres, de la ilustre familia de este apellido (que
tuvo palacio en la calle, que por este motivo se llama calle Torres), tras haber llevado
una vida de disipación y pecado, quiso enmendarse, y entró de lego en el convento de
San Francisco.
Entregado a la penitencia, tras hacer los oficios más humildes del convento,
dedicaba sus escasos ratos libres a irse a la iglesia a rezar, y aun a veces a media
noche, abandonaba su celda, y se iba al templo, donde se entregaba a la meditación.
Una de estas noches, y precisamente la del dos de noviembre, conmemoración de
los Fieles Difuntos, encontrándose el lego en la capilla de san Onofre, oyó que
alguien entraba, y vio con sorpresa que un fraile de su misma orden, se acercaba al
altar, pasaba a la sacristía y volvía a salir al poco rato, revestido de alba y casulla
como para oficiar la misa. El fraile depositó el cáliz, se situó ante el altar, miró hacia
los bancos, dio un gran suspiro, y recogiendo el cáliz, sin haber dicho la misa, se
volvió a la sacristía de la que salió a poco, ya sin revestir, y cruzando la iglesia,
desapareció.
El lego quedó sorprendido y aun atónito al observar tan extraño comportamiento
del fraile que se revestía y después no decía la misa.
A la noche siguiente, y una tercera más, volvió a repetirse el mismo extraño
hecho. Llegó el fraile, se revistió, se acercó al altar, y después se retiró sin oficiar.
El lego, comprendiendo ya que algún misterio se ocultaba tras este suceso, lo
comunicó con el prior del convento, el cual le dijo:
—Si vuelve a ocurrir lo mismo, acérquese al fraile y ofrézcase a ayudarle la misa.
En efecto, una noche más, el fraile apareció junto al altar con el cáliz en la mano
y revestido con los ornamentos. Entonces el lego, saliendo de la oscuridad del rincón
donde solía estar haciendo sus oraciones se acercó al fraile y le dijo:
—¿Quiere su paternidad que le ayude la misa?
El fraile no contestó, pero inició entre dientes con voz casi ininteligible las
primeras palabras del Santo Sacrificio: sólo que en la primera secuencia, en vez de
decir leatificat juventutem mea su voz se hizo más clara, para articular estas terribles
palabras: leatificat mortem mea.
La capilla de San Onofre en la Plaza Nueva, donde ocurrió el suceso de la Misa de
Ánimas.
El lego comprendió que se las había con un aparecido, pero como había sido
caballero y hombre de armas, no sintió miedo, y manteniendo firme la palmatoria con
la vela encendida sin que le temblase el pulso, siguió respondiendo al oficiante,
incluso cuando éste al llegar al «Confiteor Deo» añadió los versículos tremendos del
Dios irae dies illa.
Por fin terminó de decir la misa, y cubriendo el cáliz lo puso en la mesita de la
sacristía donde se despojó de la casulla y ornamentos, y volviéndose al lego le dijo:
—Gracias, hermano, por el gran favor que habéis hecho a mi alma. Yo soy un
fraile de este mismo convento, que por negligencia dejó de oficiar una misa de
difuntos que me habían encargado, y habiéndome muerto sin cumplir aquella
obligación, Dios me había condenado a permanecer en el purgatorio hasta que
satisfaciera mi deuda. Pero nadie hasta ahora me ha querido ayudar a decir la misa,
aunque he estado viniendo a intentar decirla, durante todos los días de noviembre,
cada año, por espacio de más de un siglo.
Y tras estas palabras el fraile desapareció para siempre.
Este suceso ocurrió según cuenta la crónica de dicho convento en el año 1600.
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