sábado, 30 de marzo de 2019

ABÉN HUMEYA, EL ÚLTIMO REY OMEYA

Fernando de Córdoba y Válor nació en el año 1520 en Válor, donde su familia tenía
una bonita casa y fértiles tierras de labor y arbolado. La localidad se encontraba
encaramada en la ladera sur de Sierra Nevada, en el corazón de las Alpujarras
granadinas, rodeada de arroyos, manantiales y fértiles huertas primorosamente
labradas.
Desde pequeño, Fernando supo que no era un niño como los demás. Su abuelo
Hernando, lo cogía en brazos y le repetía aquello que él nunca olvidaría:
—Fernando, tú desciendes de califas. Tu verdadero apellido es Omeya,
descendiente directo del gran Abderramán III y del culto Al Hakam II. Ahora somos
cristianos y de ahí nuestro sobrenombre de Córdoba.
El abuelo de Fernando había apoyado a los Reyes Católicos en la guerra contra
Granada. Aunque se trataba de un noble musulmán andalusí, no dudó en convertirse
al cristianismo y apoyar a los ejércitos cristianos durante la toma de Granada en 1492.
Como recompensa, los Reyes Católicos le concedieron el señorío de Válor, en la
Alpujarra, al tiempo que lo nombraban caballero veinticuatro de la ciudad de
Granada, uno de las principales dignidades del cabildo municipal. Por eso, la familia
alternaba largas estancias en la capital con las temporadas que pasaban en el pueblo.
Fernando siempre prefirió la libertad de la sierra a los horizontes cerrados de la
ciudad. Con sus amigos subía por los montes para observar a los animales salvajes
que se criaban en las alturas, jugaba con la nieve y se revolcaba en las grandes
montañas de olorosas almendras recién recolectadas. Válor, para él, fue siempre un
paraíso.
Los domingos iba a misa con sus padres y toda su familia; cumplían con todos los
preceptos y mandamientos de la santa iglesia católica y vestían a la moda europea
que comenzaba a imponerse en la corte y en las principales ciudades españolas. A
Fernando no le enseñaron ninguna otra religión en su casa y, por eso, cuando estaba
en Válor, le llamaba la atención la forma de orar, tendidos sobre el suelo en dirección
a la salida del sol, de los pastores y campesinos.
—Son moriscos, que aún guardan su religión mahometana.
—Pero abuelo, me han dicho que nosotros también fuimos musulmanes.
—En efecto, pero ya nos convertimos a la religión verdadera. No te metas en esos
asuntos, los niños no debéis hablar ni de religión ni de política.
Sin embargo, a Fernando niño siempre le gustó más el canto del almuecín
llamando a la oración desde el alminar de las mezquitas que el metálico repicar de
campanas de las iglesias. Cuando lo contó, su abuelo le respondió:
—Hijo, el canto del almuecín es poesía, pero nosotros ya pertenecemos al reino
de las campanas. Mientras estés en él, te irá bien la vida.
Su abuelo murió cuando aún era niño, y lo lloró amargamente. Para consolarlo, lo
enviaron a Válor a casa de unos tíos, para que estuviera entretenido con sus juegos en
la naturaleza. Una tarde se hizo una herida en la rodilla al caer sobre unas zarzas y
regresó de inmediato para curarse, algo antes de lo que había anunciado. La casa
estaba en silencio, con las puertas abiertas, como era costumbre. Al subir por las
escaleras le pareció escuchar un rumor que procedía de una de las habitaciones. Se
acercó y reconoció la voz de su tío, que entonaba una especie de salmodia con la
misma entonación que la de los almuecines que tanto le gustaban. Abrió entonces la
puerta y se encontró, para gran sorpresa suya, a sus tíos y a dos de sus sirvientes
postrados en el suelo, rezando al modo de los moros. No supo qué hacer, pues desde
pequeño le habían dicho que él jamás debería rezar de esa manera. Si tío, al saberse
descubierto, se levantó con una gran sonrisa en los labios para tranquilizarlo y le dijo:
—Fernando, no le cuentes a nadie esto que has visto. Son cosas que deben quedar
en secreto dentro de la familia.
Aquella fue la vez primera que escuchó aquello de secretos de la familia y que
comprendió que las cosas no siempre son como aparentan ser. De alguna manera,
aquella tarde perdió la feliz inocencia de la infancia y mil dudas, resabios y preguntas
sin respuesta anidaron en su corazón.
Fernando era aún un niño cuando en 1526 el entonces emperador Carlos V intentó
prohibir la religión y las costumbres de los moriscos aunque, al final, renunció a su
intención a cambio de 80.000 ducados que hubieron de reunir los moriscos. Se habló
mucho de todo ello, también en la casa de Fernando, aunque los niños no lograban
entender bien aquellas cosas graves de los mayores.
—Esta vez no hemos salvado —escuchó decir a su tío una noche que hablaba con
unos vecinos— aunque no sabemos por cuanto tiempo.
Pero afortunadamente para los moriscos, durante largos años los reyes cristianos
cumplieron sus compromisos y respetaron sus costumbres, propiedades y creencias.
Fernando, ya adolescente, se enfrascó en los estudios en Granada, lo que hizo que
visitara con menor frecuencia su pueblo natal. Fue dilatando sus visitas a Válor, pues
el esfuerzo académico cada vez le requería más tiempo y dedicación. Pero mientras
más estudiaba los fundamentos de la religión cristiana mayor era su interés por
conocer la religión de sus antepasados. Así que, de manera discreta, comenzó a
visitar a uno de los alfaquíes del Albaicín que le introdujo en los fundamentos de las
religión coránica, mucho más simple y fácil de entender que las metafísicas
escolásticas que estudiaba en sus clases de teología. Así que Fernando fue
desarrollándose en una doble dimensión: su cabeza y razón eran cristianos, pero su
corazón y sentimientos, mahometanos. Esta compleja contradicción la compartía con
muchos de los cristianos nuevos —antiguos musulmanes bautizados—, que se
esforzaban en adaptarse a los nuevos tiempos que les habían tocado vivir. Pero la
religión no era la única paradoja que tenía que sortear: también, cuando estudiaba
historia, le sorprendía el absoluto desprecio que se profesaba a la historia de Al
Ándalus, como si no hubiera ocupado una mayoría del territorio de España y
Portugal, y como si no hubiera tenido reyes poderosos como su antepasado
Abderramán. Los libros sólo hablaban con desprecio de los moros y árabes que se
habían logrado derrotar tras muchos siglos de Reconquista, como si no hubieran sido
tan de la tierra como los cristianos del norte.
Con estos sentimientos encontrados, Fernando decidió viajar hasta Córdoba, la
ciudad de sus antepasados, para conocer los lugares donde su linaje brilló en el
pasado. Logró convencer a su hermano Luis y a uno de sus primos para que lo
acompañaran, aprovechando un periodo de descanso de sus estudios.
Así, una madrugada partieron hacia el norte a lomo de sus cabalgaduras, con algo
de dinero en sus bolsas y mucho ánimo y curiosidad en su corazón. Más que un viaje
geográfico se trató en realidad de un viaje a su interior, a la memoria genética que
albergaban en su sangre. Todos tenían preguntas que esperaban encontrar respuesta
en la hermosa ciudad del Guadalquivir. Las fortalezas de Alcalá la Real, Alcaudete y
Baena les hablaron de fronteras, de guerras, de señores que hubieron de vérselas con
sus antepasados omeyas, de los que cada vez se sentían más orgulloso. Y Fernando,
sin poderlo evitar, se avergonzaba de su abuelo, indigno sucesor de los grandes
califas, que traicionó a su fe y a su pasado para unirse a los Reyes Católicos. ¿Cómo
pudo haber hecho eso?
El viaje a caballo duró tres días. Nunca había viajado con anterioridad a la antigua
ciudad califal y un cúmulo de sensaciones encontradas sacudía su corazón. Iba a
reencontrarse con la ciudad que hicieron grande sus antepasados omeyas. Visitaría la
mezquita aljama y el Alcázar. Esperaba también localizar Medina Azahara, perdida
para los hombres desde aquella cruel guerra civil que había acabado con el califato
hacía más de 500 años. Acudía como estudiante cristiano, cuando su alma había
vuelto ser la del guerrero andalusí.
La visita a la mezquita le causó una impresión tan honda, que a punto estuvo de
caer desmayado al suelo. Jamás hubiera podido imaginar un lugar más hermoso, más
puro, más espiritual. En sus penumbras se sintió que Alá le hablaba, que susurraba
palabras de ánimo a su corazón. Su primo le ayudó a salir, y Fernando aún tardó un
buen rato en recuperar la palabra, abducida su mente y obnubilada su razón por las
emociones experimentadas en aquel lugar sagrado que sus antepasados habían
ordenado construir. Ayer fueron señores de un imperio orgulloso de su cultura y
religión, y hoy siervos que se avergonzaban de expresar sus creencias y su fe.
Durante el resto de la visita a la ciudad de Córdoba no abrió la boca. Todo lo que veía
parecía zaherirle, humillarlo, hacerle morder el polvo de la estirpe traicionada. Nada,
nunca, volvería a ser igual para él.
El antiguo Alcázar califal estaba siendo reconstruido como Palacio episcopal y
muchas de las mezquitas de barrios y arrabales transformadas en iglesias, con sus
alminares convertidos en torres y campanarios. Todo lo andalusí, lo musulmán, lo
islámico, iba siendo paulatinamente destruido, ocultado, sustituido. ¡Si
Abderramán III levantara la cabeza! Pero Fernando no responsabilizó a los cristianos
de su conquista. No. Los culpables habían sido los propios andalusíes, con sus
cobardías, divisiones, y traiciones.
Durmieron aquella noche en una fonda con caballeriza y madrugaron al día
siguiente para salir con sus caballos en busca de los restos de Medina Azahara. Un
viejo morisco de la ciudad con el que entablaron conversación durante su paseo les
comentó que nadie sabía exactamente dónde se podía encontrar.
—Los textos hablan de que estaba al oeste de la ciudad, a los pies de Sierra
Morena. Nadie los ha encontrado.
Un cristiano viejo, con acento de Castilla, al que también habían preguntado por
error simplemente les dijo:
—¿Medina Azahara? No lo encontrarán porque nunca existió, es una simple
licencia poética de los moros de aquí, siempre tan dados a fábulas y exageraciones.
Pero Fernando sabía que existía. Su familia, a veces, cuando era pequeño, le
contaban la historia de Azahara, de la biblioteca de Al Hakam, de su destrucción en
tiempo de Hixam. Medina Azahara había estado siempre presente en sus relatos
infantiles. Existía y él quería rezar sobre sus restos.
El alba apenas si iluminaba el horizonte cuando las herraduras de sus caballos
resonaron por las estrechas calles cordobesas. No tardaron en abandonar el casco
urbano para comprobar como en las afueras se percibían aún los restos de los
arrabales de lo que fuera la gran capital de Al Ándalus. Decían que llegó a casi un
millón de habitantes y en aquel momento no llegaba a los cuarenta mil, triste despojo
de su propio pasado. El sol ya iluminaba la mañana cuando cruzaron un arroyo por el
puente de piedra de los Nogales. Es obra de moros, le dijeron unos hortelanos; no, lo
hicieron los romanos, les corrigió un pastor. Extraña ciudad aquella que no parecía
reconocer las glorias de su propio pasado.
Emplearon toda la mañana en recorrer los pies de Sierra Morena hasta casi llegar
a Almodóvar del Río, con su castillo encaramado sobre una agreste peña asomada al
Guadalquivir, pero no encontraron ruinas dignas de haber pertenecido a la gran
ciudad califal.
—¿Y si, en verdad, Medina Azahara no hubiera existido nunca?
—Medina Azahara existió y la construyó nuestra familia. Volvamos sobre
nuestros pasos y miremos con más atención, es posible que con los siglos los restos
ya se encuentren completamente enterrados. Al fin y al cabo han pasado ya más de
quinientos años de su destrucción.
Tampoco en su senda de regreso lograron encontrar restos que les mostraran la
ubicación de la ciudad califal. Desanimados, comenzaron a preguntar a los pastores y
labradores que se iban encontrando por el camino. Se presentaban como estudiantes
granadinos interesados en la historia de Córdoba. Ninguno supo de una ciudad
llamada Medina Azahara.
—No, eso suena a moro, ¿verdad? —le respondió uno.
—Ni idea —les respondió otro mientras bajaba la cabeza—, nunca escuché a
nadie hablar de eso.
No sabían qué hacer.
—Pero la ciudad tiene que estar por aquí, son muchas las crónicas históricas que
hablan de Medina Azahara, en nuestra familia permaneció su recuerdo. ¿Cómo es
posible que no encontremos sus restos y que nadie parezca haber escuchado ni su
nombre?
—He leído —le respondió su hermano Luis— que para los romanos, el peor de
los castigos era la damnatio memoriae, la condena al olvido. Quitaban las esculturas,
borraban las inscripciones de las personas condenadas para que nadie, nunca, volviera
a saber de ellas.
—Condena al olvido. Eso es. Medina Azahara y todo Al Ándalus ha sido
condenada al olvido. Y los dóciles moriscos conversos colaboramos en enterrar
nuestro glorioso recuerdo. Y los habitantes de la Andalucía, muchos con antepasados
musulmanes, ya ni recuerdan la fe de los mayores. Cambiaron de apellido, de señores
y de fe, sólo por poder seguir deslomándose como esclavos sobre un terruño sin
honor.
Cuando pasaban por una finca conocida como Las Pilas, se encontraron a un
pastor que agrupaba sus cabras para iniciar el regreso hasta el aprisco. Fernando,
súbitamente, tuvo la intuición de que algo le podría contar. Quizás fuera por su porte
elegante, o quizás por esa hora incierta del lubricán en la que la tarde comienza a
decaer, el caso es que se acercó hasta él para preguntarle si conocía dónde se podían
encontrar las ruinas de Medina Azahara. El pastor, lo miró extrañado ante una
pregunta tan singular y directa.
—Sólo escuché una vez en mi vida hablar de Medina Azahara.
El corazón de Fernando y de sus acompañantes se aceleró. Por vez primera
alguien reconocía haber oído algo de la ciudad que buscaban. El pastor, tras tomar
aire, y mirando al vacío, como si recordara, continuó con su explicación.
—Tuve, hace un tiempo, unos amigos moriscos. Se dedicaban a la construcción y
eran buenos alarifes; de vez en cuando me llamaban como peón para ayudarles en
algunos de sus encargos.
Entonces, levantando sus ojos, miró a Fernando:
—¿Por qué preguntan por esa ciudad olvidada que a nadie interesa?
—Somos estudiantes de Granada, interesados en las historia de los reinos de la
Andalucía.
—Hacen bien, es bueno que la memoria del pasado no se pierda. En una ocasión,
trabajé en unas obras de remodelación del monasterio de San Jerónimo, esa
construcción que pueden apreciar en la ladera de la sierra. Es un edificio espléndido,
con ricos patios y hermosas fuentes. Una de ellas estaba alimentada por el agua que
manaba de la boca de un extraño cervatillo de bronce. Pregunté por él a un joven lego
y me respondió que, por lo visto, uno de los primeros monjes jerónimos, cuando aún
no habían levantado el gran monasterio, lo encontró al final de un largo túnel que
atravesaba las ruinas de una gran ciudad.
Llegado a ese punto del relato, Fernando fue incapaz de contener su curiosidad.
—¿Ruinas de una gran ciudad? ¿Dónde?
—Espere que termine mi relato, que bien breve es. Juan Pérez, mi amigo morisco,
al retirarse el monje, me dijo que sin duda pertenecería a las ruinas de Medina
Azahara. Fue la primera y única vez que escuche ese nombre enigmático. Y ahora
vuelvo es escucharlo de sus bocas.
—¿Y sabes dónde pueden estar las ruinas?
—Sí. Están muy cerca de aquí, sobre esa loma. Si esperan a que encierren las
cabras, yo mismo les conduciré hasta ellas. Se encuentran a los pies de San Jerónimo.
Juan Pérez me lo dijo, y yo mismo he podido encontrar en muchas ocasiones piedras
labradas con arabescos que algunos llaman atauriques.
Ansiosos, ayudaron al pastor a encerrar su ganado en el redil e inmediatamente se
dirigieron hacia el lugar de las ruinas. Estaban realmente cercanas.
—Corren muchas leyendas sobre este lugar. De antiguos tesoros escondidos, de
encantamientos, de maleficios, de princesas enamoradas. Incluso muchos hablan de
fantasmas y aparecidos. Por eso, nadie se atreve a pasear por estos parajes de noche,
temerosos de alguna aparición. Aunque, en verdad, sí hay una persona que deambula
durante las noches por estos andurriales.
—¿Quién es?
—Un extraño ermitaño que vive en las antiguas huertas de Mayorga. Es medio
curandero y medio brujo. La gente lo teme y lo ama a partes iguales. Impone temor
porque se dice que tiene tratos con el diablo aunque sus servicios son demandados
porque cura a los enfermos desahuciados, predice el futuro, aliña los enamoramientos
y protege del mal de ojo.
—No creo en los brujos —le interrumpió Fernando—. Son estúpidas
supersticiones, condenadas por nuestra sabia y santa iglesia.
—Usted mismo podrá juzgar, si el destino nos tiene previsto un encuentro con él.
—¿Cómo se llama ese extraño hombre que deambula por el lugar?
—Nadie lo sabe. Le decimos el Ermitaño.
—Avanzaron un corto tramo hasta que pararon al inicio de unas lomas suaves.
—Ya estamos. A partir de aquí comienzan las piedras. Si se fijan, podrán ver
restos en el suelo.
En efecto, podía advertirse algunas piedras talladas y trozos de cerámica
dispersos aquí y allá. Poca cosa para tan gran ciudad.
—¿Esto es todo?
—Bueno, los restos se extienden a lo largo y ancho de una extensa superficie
Tuvo que ser bien grande la ciudad para ocupar tanto espacio. Más adelante
podremos observar algunos trozos de muro que aún se aprecian en superficie.
—Pero ¿cómo sabes que este descampado pudo ser la gran ciudad de Medina
Azahara? Aquí no hay más que cardos y cuatro piedras, ¿cómo puedes estar tan
seguro? ¿Sólo por qué te lo dijo tu amigo morisco, el albañil de San Jerónimo?
—No sólo por eso —respondió por seguridad—. También me lo ha asegurado
el…
No le dio tiempo a terminar la frase. Un hombre cubierto por una larga túnica,
hizo su súbita aparición sobre unas piedras que se encontraban sobre ellos para con
voz potente y grave exclamar:
—Se lo dije yo. Estáis sobre las ruinas de la más hermosa y desdichadas de las
ciudades…
—¡El Ermitaño! —gritó asustado el pastor—. ¡Ha venido hasta nosotros!
Su súbita aparición y lo imponente de su presencia asustaron a personas y bestias,
que relincharon temerosas.
—Parecéis forasteros —inquirió el recién llegado—. ¿A qué habéis venido aquí?
—Somos estudiante, y queríamos conocer la ubicación de Medina Azahara.
—Nadie, nunca, preguntó por ella. ¿Por qué os interesa a vosotros?
Fernando se disponía a responder con vaguedades y elusivas cuando el Ermitaño
volvió a dirigirse a ellos con tono conminatorio.
—Descabalgad de vuestros caballos y venid hasta mí, quiero veros las caras.
Obedecieron sin rechistar. La tarde comenzaba a declinar y confería al aire una
extraña transparencia.
—Miradme.
Pudieron apreciar el afilado rostro del Ermitaño, con su piel morena cuarteada por
el sol y una larga barba blanca que ocultaba su verdadera edad. Aquel hombre se
quedó observándolos en silencio por un buen rato. Después miró al cielo, cerró los
ojos y se postró sobre el suelo, como si quisiera besar la tierra. Nadie se movió
mientras tanto, ni osó distraerlo con preguntas o comentarios. De alguna forma, eran
conscientes de que algo importante estaba ocurriendo y que daría sentido a su largo
viaje desde Granada. El Ermitaño se irguió lentamente para afirmarles con
solemnidad:
—Sois herederos de los reyes de esta tierra.
El asombro les impidió responder. ¿Cómo podía saber eso aquel ermitaño aislado
en la sierra?
—Esta ciudad ya no os pertenece. Un viejo conjuro la cerró para siempre para
vuestra estirpe. No fuisteis dignos de vuestra propia creación.
Aquellas palabras dolieron como hierros candentes en el ánimo de los
descendientes omeyas. Eran certeras como las flechas emponzoñadas de los arqueros
númidas. La estirpe omeya no supo mantener ni el imperio ni su ciudad.
—Partid de aquí cuanto antes —el Ermitaño seguía como en trance—. Aquí hubo
poder, belleza, sensualidad, cultura… Hoy todo yace bajo tierra, y nada percibiréis
salvo dolor, fracaso, odio y olvido. Todo lo hicisteis y todo lo destruisteis, ¿para qué
remover estos sedimentos de siglos?
Las lágrimas de un profundo dolor emergieron en los rostros de Fernando, su
hermano Luis y su primo. Con el vello erizado, el corazón acelerado y el alma bajo el
tormento de la verdad, se limitaron a asentir en silencio.
El crepúsculo ensangrentó el horizonte y el silencio se hizo absoluto. El tiempo,
cristalizado, parecía no avanzar. Nadie se movía, ni hablaba, ni siquiera se atrevía a
pestañear. Justo cuando los últimos rayos del sol se perdieron en el horizonte de
Almodóvar, el Ermitaño tronó con voz poderosa.
—¡Iros! Ya nunca más aquí volveréis.
Fue entonces cuando dirigiéndose a Fernando, sentenció:
—¡Pero rey seréis y como rey moriréis! ¡No olvidéis estas palabras, pues
marcarán vuestro destino!
Y dicho esto, el Ermitaño se giró para desaparecer tras una mata de azufaifo de
manera tan repentina como había aparecido. Nadie pretendió seguirlo. ¿Para qué
formularle más preguntas cuándo ya había dicho todo lo que tenían que escuchar?
Lentamente, como si les pesaran brazos y pies, los tres jóvenes se dirigieron hacia
sus caballos, apesadumbrados, sobrecogidos, en estado de conmoción. Ni siquiera se
despidieron del pastor, que regresó intimidado hacia su choza con la mula de reata.
Entre las dos luces del anochecer, los primos omeyas cabalgaron sobre Córdoba
la Vieja sabiendo que pisaban los destrozos de su propia historia. Sólo la carrera de
alguna liebre logró concentrar sus miradas perdidas en el vacío. Era de noche cerrada
cuando alcanzaron una fonda en el camino que se dirigía hacia Granada. Dejaron los
animales en las cuadras y, tras asearse, Fernando rompió el manto de silencio.
—Creo que será mejor que nada contemos de todo esto.
—Sí, eso será lo mejor…
Cenaron frugalmente y se acostaron en una austera alcoba. A punto estaban de
dormirse, cuando Luis formuló la pregunta que le quemaba:
—¿Qué habrá querido decir con eso de que serás rey y que cómo rey morirás?
—Eso, sólo Dios lo sabe. Dejemos que el destino construya nuestro camino y
entreguémonos a la voluntad de… Alá.
Por vez primera en su vida había invocado su nombre en público. Y ese sería el
inicio de un camino de lucha interior que destrozaría su interior durante los siguientes
años.
Fernando finalizó sus estudios con brillantez y pronto destacó en la sociedad
granadina, en la que alcanzó gran notoriedad al conseguir ostentar el cargo de
caballero veinticuatro, al igual que lo hiciera su abuelo. En la ciudad cristiana era
reconocido y valorado y sus rentas le daban para vivir más que holgadamente. Todo
parecía sonreírle pero, sin embargo, no era feliz. El estigma de la traición a los suyos,
la vergüenza genética de ser indigno sucesor de sus antepasados, las condiciones cada
vez más duras que se imponían a la población morisca, le hacían sufrir. Antes de
terminar sus estudios dejó de asistir a sus reuniones con los imanes y alfaquíes, pues
entendió que podían perjudicarle, aunque, en su interior, seguían resonando con
mayor emoción el canto del almuecín que el broncíneo repicar de las campanas.
Todos sus remordimientos se acentuaban al llegar la noche. Se acostaba musulmán,
pero se levantaba cada mañana cristiano, urgido por los negocios del día, de su
familia y de su posición y responsabilidades.
Aunque veía con frecuencia a su hermano Luis, apenas nunca si volvieron a
comentar aquella lejana visita a las ruinas de Medina Azahara. ¿Para qué rememorar
el intenso dolor y la vergüenza que experimentaron? Mejor dejarse llevar por el
vértigo cotidiano de una sociedad cristiana triunfadora que los había acogido con
generosidad y entrega. Pasaron los años hasta que, una tarde, en uno de esos
atardeceres que sólo se pueden disfrutar en un carmen del Albaicín, frente a la silueta
rojiza de la Alhambra, su hermano Luis le preguntó:
—¿Recuerdas la profecía del Ermitaño de Medina Azahara? ¿Aquel rey seréis y
como rey moriréis?
—¿Cómo olvidarlo? Aquella sentencia sigue clavado en mi memoria.
—¿Cómo lo interpretas?
—No lo sé, supongo que como el extravío de un trastornado que nos impresionó
por nuestra juventud e inexperiencia.
—No sé, puede ser…
—¿Quién sabe lo que puede ser?
Las relaciones entre moriscos y cristianos, pacíficas y tranquilas durante mucho
tiempo, se fueron tensando progresivamente. Parte del clero presionaba para forzar
las conversiones y algunos consejeros advertían al monarca Felipe II sobre el riesgo
de mantener una minoría musulmana en la enseña de los países católicos. Fernando,
en la medida de sus posibilidades, intentaba apaciguar ánimos y luchaba por la
convivencia desde el respeto mutuo, hasta que, derrotado en su interior, comprendió
que pronto comenzaría la persecución de los moriscos. Y fue entonces cuando su
alma se rebeló contra sus convenciones e intereses hasta hacer que se acercara
definitivamente a las posturas de sus hermanos musulmanes. Aunque algunos amigos
y familiares le advirtieron del riesgo que contraía por sus crecientes relaciones con
los granadinos mahometanos, ya nadie pudo detenerlo. Su tío, que siempre había
mantenida su fe musulmana, le fue introduciendo entre las personas más influyentes
de la comunidad morisca. Todos estaban muy preocupados por el deterioro de la
situación y sólo tenían una conversación entre ellos:
—Nos obligarán a rechazar nuestra fe y costumbres —decían los unos.
—No te preocupes, al final lograremos llegar a un acuerdo con el monarca, como
ya los conseguimos en 1526 con su padre Carlos V, que buen dinero costó a nuestros
abuelos. Felipe II, con sus guerras sin fin, precisa dinero y querrá sacárnoslo a
cambio de dejarnos en paz, argumentaban los más optimistas.
—Os equivocáis. No cejarán hasta matarnos o echarnos al mar, sentenciaban los
más pesimistas.
El 1 de enero de 1567, Felipe II firmó la pragmática por la que prohibía la
religión y las costumbres de los moriscos. La comunidad morisca recibió la noticia
como una auténtica maldición, como una señal del exterminio de habrían de sufrir.
Muchos aún confiaron en la negociación imposible porque, en esta triste ocasión, el
rey se mostró inflexible. Fracasó la comisión morisca que fue a Madrid, así como las
gestiones del morisco Francisco Núñez Muley ante Pedro de Deza, presidente de la
Chancillería de Granada. Ya todo estaba perdido y a los moriscos sólo les quedaba
renunciar a su fe, marcharse o… luchar.
Fernando, ante la injusticia que suponía aquella pragmática, se puso de inmediato
del lado morisco. Aunque ayudó a buscar el entendimiento, mientras fue posible,
también comenzó simultáneamente a colaborar con los preparativos de la rebelión al
comprobar que cualquier posibilidad de entendimiento acababa cercenada por la
sinrazón del Estado. Pero antes, renunció a su religión católica para abrazar el Islam
que siempre había latido en su interior. Se estaba jugando todo su futuro a una sola
carta: si salía mal, perdería hacienda, honor y, quien sabía, la propia vida.
Muchas comunidades moriscas tanto de la ciudad de Granada como de las
Alpujarras se manifestaron a favor de la rebelión, que fue organizándose bajo el más
estricto de los secretos. Se acumularon armas y víveres en cuevas apartadas de la
sierra y en diversos refugios naturales, incluso partieron algunas delegaciones hacia
Estambul y Argelia, con la esperanza de encontrar apoyo de la comunidad
musulmana a la revuelta. Los ánimos se encrespaban a medida que las medidas de los
cristianos iban imponiéndose. Les obligaron a cambiar de vestimenta, prohibieron sus
baños, sus costumbres, clausuraron sus mezquitas, vigilaban sus casas y reuniones los
viernes para comprobar que no oraban al dios del Islam.
—¡Y si no estáis de acuerdo, os vais, que aquí ya no os queremos! ¡Demasiado
buenos somos, que os damos hasta una oportunidad de conversión a la fe verdadera y
a la salvación!
En el verano de 1568 los preparativos para la rebelión se encontraban muy
avanzados, pero aún faltaba una cuestión fundamental que dilucidar.
—Tenemos que nombrar a un jefe. ¿Qué hacemos?
Era principios de septiembre de 1568 y los líderes de las principales familias
moriscas se encontraban reunidos en secreto en un cortijo en las cercanías de
Granada. Habían redoblado las precauciones, pues se sabían vigilados y cualquier
indiscreción supondría el fracaso de la operación que tantos meses llevaban
preparando.
—Podemos nombrar a un general, tenemos gentes avezadas en el ejército —
propuso un principal de las Alpujarras.
—Tendremos que seguir la táctica de las guerrillas, por lo tanto lo mejor será
nombrar a un monfi, propongo a Farax —planteó un rico comerciante del Albaicín
granadino.
No lograban ponerse de acuerdo en una cuestión tan fundamental. Tras varias
horas de debate infructuoso, y cuando el consenso parecía fracasar, tomó la palabra el
tío de Fernando.
—¡Hemos tenido la solución siempre delante de nuestras propias narices y no
hemos reparado en ella!
—¿Cuál? ¿Qué planteas?
—¡Pues que proclamemos un rey!
—¿Un rey?
—Sí. Dará fuerza y legitimidad a nuestra guerra por la libertad y porque esta
tierra regrese a la fe de nuestros mayores. ¿Y a quién podemos nombrar mejor que a
quien alberga sangre de reyes y califas en su seno? Fernando de Córdoba y Válor es
descendiente directo de los grandes califas de Al Ándalus, tiene sangre real, puede ser
rey.
La propuesta causó una honda impresión en los presentes. ¡Un rey legítimo! ¡Un
heredero de los grandes califas andaluces al frente de la rebelión! Era una excelente
idea, daría prestigio y legitimidad interna y externa ante el Sultán turco, que debía
convertirse en su gran aliado.
—Esa propuesta es muy inteligente, pero Fernando carece de experiencia militar.
Necesitará a un hombre de armas a su lado. Propongo a Farax como capitán del
ejército.
El debate fue breve y la unanimidad alcanzada se exteriorizó con un entusiasta
aplauso. Tras conjurarse en la propuesta del rey y de su general, todos abandonaron el
cortijo con el mismo sigilo con el que habían llegado.
No le costó demasiado trabajo a su tío convencer a su sobrino Fernando. Le
trasladó la propuesta en cuanto regresó a la ciudad de Granada.
—¿Rey? —intentó disimilar el orgullo y la emoción que experimentó al conocer
la propuesta pactada entre los moriscos principales—. ¿Yo rey de los moriscos?
—No. Rey de los moriscos, no. Serás rey de Granada.
Fernando guardo silencio mientras digería la propuesta. Y sin poderlo evitar
recordó las palabras proféticas del Ermitaño sobre las ruinas de Medina Azahara,
«rey serás y como rey morirás». Y fue entonces cuando tuvo claro su postura, que
expuso con toda seguridad y convicción.
—Seré rey de Córdoba y Granada. Abandono desde este momento el nombre
cristiano de Fernando para adoptar el de Abén Humeya, Hijo de los Omeyas.
Su tío se postró ante él y lo abrazó con emoción. La estirpe de los omeyas, volvía
a restañar de la historia una nueva oportunidad.
Los acontecimientos se precipitaron a partir de ese día. A las pocas semanas,
Abén Humeya fue proclamado rey en Béznar, en el valle del Lecrín. La rebelión
comenzó en la nochebuena de 1568 con el intento de Farax de levantar el Albaicín y
tomar la Alhambra por sorpresa. Fracasó, pero la revuelta logró triunfar en las
Alpujarras y otras serranías andaluzas. Comenzaba una guerra de una crueldad
inimaginable por parte de ambos bandos. Abén Humeya fue coronado como rey bajo
el olivo de Narila según el viejo rito granadino, vistiéndole de púrpura, tendiendo
cuatro banderas a sus pies, reverenciándoles y exhumando profecías.
Las crueldades y matanzas sin límite ensangrentaron pueblos y aldeas hasta
configurar lo que la historia llamaría la guerra morisca o guerra de las Alpujarras.
Tuvo que movilizarse el ejército más poderoso del mundo en aquellos entonces, el del
rey Felipe II, para lograr evitar que la rebelión se propagara por otras tierras.
Pero el destino es ineludible y aquella arcana profecía de Medina Azahara, el
«Rey serás y como rey morirás» se cumplió inexorablemente. El reinado de Abén
Humeya no duraría ni siquiera un año: fue asesinado el 20 de octubre de 1569 por su
primo Diego López, Abén Aboo para los moriscos sublevados, que le sucedió en la
jefatura de la rebelión imposible. Al final, tras mucho dolor y barbarie recíproca, los
moriscos fueron finalmente derrotados en 1571 y Abén Aboo apuñalado en una cueva
de Bérchules. El último intento de restauración omeya fue aplastado por la historia.
Ese mismo año unos pastores encontraron el cuerpo sin vida del anciano
Ermitaño en el lugar conocido como Córdoba la Vieja. Desde su muerte, nadie, en
siglos, volvió a pronunciar el nombre de Medina Azahara ni a interesarse por ella.
Sólo quedó el fantasmal halo de la belleza y sensualidad de una ciudad sin igual que
viviría en el aroma de los cuentos y leyendas que los pastores y gentes humildes del
campo contaban junto al fuego en las noches frías del invierno o bajo el cielo
estrellado del cálido verano de la Andalucía imperecedera.


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