Una tradición oral taurina, recogida por mi amigo el poeta Cristóbal Vega Álvarez
en un bellísimo romance dice así:
Por los años de 1770 era la primera figura indiscutible del toreo el gran
Costillares, ídolo de las multitudes, y a quien admiraban los hombres y de quien se
enamoraban las mujeres. Vino Costillares a torear a la plaza de la Real Maestranza, y
durante la lidia, en uno de los momentos en que se acercó a la barrera mientras sus
compañeros hacían los «quites» a los banderilleros, una dama que estaba en la
primera fila de barrera le echó su abanico a Costillares, pidiéndole que al terminar la
lidia se lo firmara.
Costillares, en vez de dejar el abanico en manos de su mozo de estoques mientras
él realizaba su última faena, sonrió a la dama, requirió la espada, y sin el trapo de la
muleta se dirigió al toro. Un grito de sorpresa recorrió los tendidos. Costillares, con
la espada en la mano izquierda, abrió el abanico que empuñaba en la diestra, y citó al
toro, que acudió al engaño. Con el abanico a manera de muleta realizó toda la faena,
y luego citó a matar y enterró la espada hasta la bola.
Cayó el toro patas arriba fulminado, y entonces Costillares se dirigió hacia la
barrera, pidió a su mozo recado de escribir, y sobre la misma tabla de la barrera como
mesa, escribió en el abanico estas palabras: «Yo no firmo abanico sin historia». Y lo
firmó y lo devolvió a la dama. El abanico ya tenía su firma ¡y su historia!
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