Almotamid, el más glorioso de los reyes árabes andaluces. Almotamid, el más
ilustre de los sabios. Almotamid, el más inspirado de los poetas. Almotamid, el más
desdichado de los mortales.
Almotamid está en Sevilla porque ha nacido en Sevilla. Almotamid es rey, porque
su padre Almotahdi ha muerto.
Almotamid pasea por las orillas del Guadalquivir junto al puente de barcas que
une la ciudad con Triana.
Como todas las tardes en su paseo por la ribera le acompaña otro poeta, su amigo
y consejero Aben Amar.
Van los dos caminando despacio, deteniéndose de trecho en trecho para
conversar, y naturalmente, siendo los dos poetas, el tema de su charla es la poesía.
Almotamid le hace observar el bellísimo aspecto que el agua del río presenta,
rizada por la brisa e iluminada por los reflejos del poniente. Parece una cota de malla
trenzada con hilos de oro.
—En efecto, una cota de oro digna de un rey —añade adulador Ben Amar.
—Merece el tema reducirlo a versos —sugiere Almotamid.
Y empieza:
La brisa convierte el río
en una cota de malla…
—Anda, ahí tienes el comienzo. Ahora sigue tú para completar la estrofa.
Pero Ben Amar, aunque excelente escritor, no es hábil improvisador, así que no
encuentra de momento el oportuno consonante. Lo piensa, durante un rato y parece
que va a romper a hablar, pero se calla. Almotamid riendo de la torpeza de su amigo
insiste:
La brisa convierte el río
en una cota de malla…
Y de repente a sus espaldas, una voz femenina, dulce, bien timbrada, y recitando
con la perfecta entonación que es orgullo de los bereberes puros del Sáhara, los seres
más orgullosos de su buena dicción y declamación que existen en el mundo recita:
La brisa convierte el río
en una cota de malla,
mejor cota no se halla
como la congele el frío.
Sorprendidos el rey y su consejero se vuelven para ver quién era la mujer que con
tanto garbo y con tan fina inspiración poética había completado la estrofa, y aciertan
a ver a una jovencita, descalza de pie y pierna, que llevando del ronzal a un
borriquillo moruno se aparta de ellos, y sin hacerles más caso sigue el camino del
puente hacia Triana.
El rey encargó a Abenamar:
—Vete tras ella y averigua quién es, y si como parece es una esclava, infórmate
de a quién pertenece.
Poco rato tardó en regresar Abenamar.
—En efecto, se trata de una esclava. Ya he dado orden de que la conduzcan a
Palacio.
Almotamid cuando la vio preguntó con gran interés:
—¿Cómo te llamas?
—Me llamo Itimad, pero como trabajo en casa del mercader Romaicq me dicen
Itimad la Romaiquía. Hago ladrillos y tejas en el horno de Romaicq en Triana.
—¿Eres casada?
—No.
—Entonces te compraré a tu amo.
Pidió el rey al mercader Romaicq que le vendiese la esclava a lo que el mercader
repuso que se la regalaría muy gustoso, pues era una esclava que se pasaba el día
ensoñando fantasías, y trabajaba muy poco.
Murmuraron con ironía en la corte los notables, que ya era hora de que
Almotamid tuviese el capricho de una mujer, pues hasta entonces solamente le habían
interesado los estudios, los versos, los caballos corredores y las bellas armas.
Pero Almotamid, con gran asombro de la corte, y de toda Sevilla, no quiso a
Itimad como capricho o pasatiempo, sino que se casó con ella en breves días,
convirtiéndola en reina de los sevillanos.
Fue Itimad tan prudente y graciosa que se hizo perdonar su humilde origen. El
natural talento literario que poseía, la hizo brillar en aquella corte de poetas y fue
muy pronto ella misma el centro y eje de un ambiente literario, adelantándose en
siglos a lo que habrían de ser otras mujeres europeas, como Clementina de Isaura, o
la condesa de Noailles.
Sin embargo, Itimad no era completamente feliz como reina. Mientras que
Almotamid había ganado Córdoba, y ensanchado sus dominios al par que abrillantaba
su corte con nuevos sabios, ella se sentía desgraciada. Echaba de menos la libertad de
su infancia, el correr por los campos, el deambular por los barrios y mercados y el
trabajar en el modesto oficio de la fabricación de ladrillos y tejas, en el que había
pasado sus primeros años en Triana.
En cierta ocasión, descubrió Almotamid que su esposa estaba llorando.
—¿Qué te pasa, Itimad?
—Tengo nostalgia. Me gustaría tanto poder pisar el barro en mi alfar, como las
otras muchachas que fabrican los ladrillos en Triana…
—No llores por eso. Yo te prometo que pisarás el barro y volverá a tus ojos la
risa.
De allí a una semana, cuando se despertó Itimad una mañana, le dijo el rey:
—Puedes bajar al patio, y encontrarás lo que deseas.
En efecto, el patio del Alcázar estaba cubierto de una espesa capa de barro, del
color del que ella cuando era niña amasaba con los pies en Triana. Pero cuando
Itimad con los pies descalzos bajó gozosa a pisar el barro, comprobó que estaba
amasado con canela y costosos perfumes, que el rey su esposo había mandado
comprar en todas las especierías y perfumerías de su reino. Allí estuvo Itimad
jugando con sus doncellas un buen rato, amasando con los pies el perfumado barro, y
riendo con alegres y estrepitosas risas.
Pasados algunos meses, volvió Itimad a mostrar señales de melancolía. Para
distraerla, Almotamid la llevó a Córdoba en donde tenía hermosos palacios. No
lograba sin embargo sustraer a Itimad de su tristeza, y un día se decidió a preguntarle
por qué suspiraba.
—A pesar de mis riquezas soy la reina más pobre de toda España.
—¿Cómo puedes decir eso, Itimad? Si Andalucía es rica en toda clase de bienes,
y tú tienes a tu disposición todos mis tesoros.
—Sí, pero hay algo que con todo su oro no puedes darme.
—¿Y qué es ello?
—Algo muy sencillo: un paisaje con nieve. Nunca he visto el campo nevado. Me
gustaría tener, como las otras reinas de España, un paisaje nevado durante el invierno,
para verlo desde mis ventanales.
—Esto es imposible, Itimad. En España no hay nieve si no es en el Norte que es
tierra de cristianos, y en Granada que es tierra del rey Almudafar, con quienes tengo
firmadas paces y no puedo faltar a mi palabra declarándoles la guerra.
Continuó ella con su nostalgia, y Almotamid no volvió a hablar del asunto. Pero
pasado un tiempo, una mañana cuando se despertó Itimad y se asomó al ajimez de su
gabinete, vio con asombro que todo el campo de Córdoba estaba blanco. Palmoteó
Itimad con alegría incontenible y llamó a su lado al rey:
—Mira, Almotamid, ha nevado, ha nevado. Está todo cubierto de nieve.
Almotamid reía también, porque ella no había descubierto su amorosa
superchería. El rey para alegrar a su esposa había hecho traer de la vega de Málaga en
caravanas de carros más de un millón de almendros y plantarlos en la sierra
cordobesa, frente a los ventanales del Alcázar Viejo, y ahora al llegar la época de la
floración, el campo cubierto de almendros floridos aparecía blanco, como si hubiera
nevado copiosamente.
Itimad fue tan feliz junto a su esposo como puede serlo una mujer, y él asimismo
tan dichoso con ella, que aunque su religión mahometana le permitía tener un harén
lleno de mujeres, jamás quiso hacer uso de ese derecho, y nunca miró a otra que no
fuese Itimad. Tuvieron varios hijos, de los que sabemos los nombres de tres: el mayor
Raxid, la segunda Fetoma, y la menor Zaida.
Cuando Zaida hubo cumplido quince años, vinieron embajadores del rey
Alfonso VI de Castilla, para pedirla por esposa. Almotamid e Itimad, aunque
doliéndose el separarse de su hija, comprendieron que ella iba a ser muy dichosa, y
que ganaba en estado, porque Alfonso VI era dueño de Castilla, León, Asturias y
Galicia, tan poderoso como un emperador. Enviaron a Zaida con lucida escolta hasta
la frontera, donde la recogieron los magnates castellanos para conducirla a Toledo,
donde se convirtió al catolicismo, tomando el nombre de Isabel, y tras este acto
religioso, se casó con el rey. (Existen numerosos documentos de la época, algunos de
ellos descubiertos en 1961 y publicados en el Boletín de la «Institución Fernán
González» de Bellas Artes e Historia de Burgos, donde figura la fórmula: Ego
Adefonsus, Rex, cum uxore mea Elisabet, Regina… [Yo Alfonso, Rey, con mi esposa
Isabel, Reina…].)
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