domingo, 31 de marzo de 2019

Fígaro, el barbero de Sevilla

Ninguna leyenda sevillana tan graciosa, tan ligera y tan cargada de humanidad
como la de «El barbero de Sevilla», la cual trasciende al universo mundo los
caracteres de ingenio chispeante, de improvisación, de risueña ironía y de ternura
amorosa que matizan el alma del pueblo sevillano.
El protagonista no es, como en la leyenda del Candilejo, el rey, señor absoluto de
las vidas y las haciendas, ni como en «La Favorita», el Estado Noble, la soberbia
aristocracia feudal. No es tampoco, como en «Don Juan», el hidalgo espadachín,
capitán de fortuna en los tercios de Italia y de Flandes. El protagonista es el pueblo
bajo, sencillo, pero al mismo tiempo astuto, socarrón, dicharachero y ocurrente. Es el
pueblo bajo que ambula por las esquinas de la calle Feria los días de zoco del jueves;
el que hace chistes a costa del rey y del roque en las tabernas del Pumarejo; el que se
emociona hasta el sollozo cuando ve pasar las imágenes de su devoción en la Semana
Santa y les canta saetas a la salida de san Esteban, o a la entrada de la Macarena; el
pueblo que con un aplauso encumbra, o con un silbido o una chanza hunde para
siempre en el fracaso a los toreros en la plaza de la Maestranza.
Ese pueblo sevillano encarna en la figura simpática de Fígaro, el barbero. El
barbero, chupa de terciopelo rojo, calzón corto, medias blancas de seda y zapato con
hebilla de planta, presume, si no de guapo, de habilidoso. Chicolea a las muchachas
que van a comprar especias a las tendezuelas de la calle de la Pimienta; saluda tan
rendidamente, que más que respeto pone gentil admiración en sus palabras cuando
pasan las señoras jóvenes casadas con maridos viejos, al regreso de la misa en la
catedral. Fígaro hace honor a su nombre, pues todo lo fisga, de todo se entera, todo lo
comenta en la barbería, y cuando no tiene qué contar, descuelga la guitarra, templa
sus cuerdas y se pone a cantar por sevillanas, por fandangos o por bulerías.
En la plaza de Alfaro vive Rosina, una bella muchacha rica y huérfana, a quien su
tutor, don Bartolomé Retortillo, tiene encerrada a cal y canto sin dejarle salir más que
para ir a misa. Don Bartolomé acaricia secretamente la esperanza de casarse con la
muchacha, tanto por tener esposa joven que endulce sus achacosos años como
también por no rendir cuentas de la tutoría. Don Bartolomé, bastón con puño de plata,
peluca rizada a lo Luis XV, antiparras plomadas sobre la nariz ganchuda, es el clásico
viejo verde, predestinado a ser odiado al mismo tiempo que servir de chacota al
barrio. En la barbería de Fígaro se le llama despectivamente don Bartolo.
En el barrio se sabe, porque todo se sabe, que aunque la muchacha está cautiva de
su tutor, no le falta un enamorado, aunque sea a hurtadillas y a distancia. El gentil
conde de Almaviva, joven petimetre, simpático y dadivoso, suspira desde la esquina
de enfrente y arroja cartas por la tapia del jardín en que declara su inflamado amor a
Rosina. En la barbería de Fígaro se mira con simpatía al joven conde, y el barbero
procura favorecerle en sus amores, poniendo a contribución su ingenio y su
experiencia en aventuras amorosas y en trapacerías callejeras.

Por consejo de Fígaro, el conde de Almaviva se presenta en la casa de Rosina
fingiéndose soldado y con boleto de alojamiento. Pero con tan mala fortuna que
precisamente don Bartolo es una de las pocas personas en Sevilla que, por privilegio
de sus antepasados, no está obligado a recibir soldados cuando se sortean para alojar
entre las casas del vecindario.
Almaviva se ve rechazado y aun a punto de que lo detengan por falsedad.
Descorazonado, renuncia a sus propósitos de entrar en la casa de su amada, pero
aquí está Fígaro para darle ánimos, devolverle la confianza y sugerirle un nuevo
modo de burlar al tutor. Disfrazado de clérigo y haciéndose pasar por chantre de la
catedral, se presenta Almaviva en casa de Rosina fingiendo que viene a darle su
acostumbrada lección de canto, sustituyendo a su viejo maestro, el sochantre don
Basilio, que se ha puesto enfermo y no puede acudir.
Pero también en esto el pícaro destino está contra el enamorado Porque mientras
el tutor don Bartolo está siendo afeitado por Fígaro, se presenta el auténtico maestro
de canto, don Basilio, y todo parece a punto de perderse. Sin embargo, Fígaro, el
entrometido y charlatán, el ocurrente Fígaro que siempre encuentra salida para todo,
no se altera lo más mínimo. Saluda a don Basilio y le amonesta por haber salido de su
casa y venir a dar las clases encontrándose tan enfermo.
—¿Decís que enfermo? Pues no me noto nada.
—¡Oh, sí! Incluso tenéis sin duda una fiebre muy alta. Dejadme que os tome el
pulso.
Y diciendo esto Fígaro, al fingir que le tomaba el pulso, introdujo en la mano de
don Basilio una moneda de oro, haciéndole gesto significativo de que la aceptase y
siguiera la corriente. El sochantre apretó la mano, y no vaciló en asegurar que en
efecto se sentía malísimo, sino ya verdaderamente moribundo, por lo que se
marchaba a escape, pues seguramente el delirio de la calentura era lo que le había
empujado a venir a dar la clase de solfeo, encontrándose tan gravemente enfermo.
De este modo, libres ya de la inoportuna visita de don Basilio, el conde de
Almaviva y Rosina pudieron acordar el casarse aun contra la voluntad del tutor.
Don Bartolo, que no cejaba en su ambicioso propósito, y que temía que surgiera
algún contratiempo inesperado, previene a un escribano para acelerar las cosas y
casarse con Rosina.
Pero Fígaro lo ve todo y lo sabe todo. Desde el observatorio de su barbería,
mientras rapa las barbas de medio barrio de Santa Cruz, y mientras rasca las cuerdas
de la guitarra y chicolea a las criadas que van a comprar especias en la calle de la
Pimienta, no deja que se le escape un detalle de cuanto se mueve, transita o rebulle en
el abigarrado mundillo del barrio. Y Fígaro, al ver llegar al escribano, se imagina la
bellaquería de don Bartolo, avisa al conde de Almaviva y se las arregla tan
lindamente que el escribano casa a Rosina con el joven conde en vez de casarla con el
viejo tutor. El ingenio del pueblo ha triunfado. Al tutor no le ha servido ni su maña, ni
su dinero ni su vejez. El pueblo bajo, cuando se lo propone, sabe pisar con el tacón a
las sanguijuelas. Y por otra parte, el pueblo bajo se puede permitir, a veces, incluso
hacerle un favor regalado a la aristocracia. Si el conde se ha casado con Rosina ha
sido, no por ser conde, sino porque le ha ayudado generosamente un barbero. Aunque
no un barbero cualquiera, sino el mejor barbero de todos. Fígaro el fisgador, Fígaro el
intrigante de buena ley, el dicharachero y ocurrente barbero de Sevilla.
Si pasáis por la plaza de Alfaro, en el edificio donde hoy está el Consulado de
Italia, veréis un balcón florido con barandales de típica rejería sevillana. Es el balcón
al que se asomaba Rosina, suspirando para ver a distancia a su tímido enamorado el
conde de Almaviva, clavado en la esquina de enfrente, en las noches de primavera.
Aquí termina la primera parte de la leyenda, tal como la escribió el magnífico
novelista, comediógrafo y periodista Pedro Agustín Caron de Beaumarchais.
Pero la leyenda sigue su curso y los personajes tienen vida propia y se escapan del
dominio de la pluma del autor.
Rosina es una muchacha criada como flor de estufa en la clausura de su casa del
barrio de Santa Cruz. Naturalmente, Rosina, satisfecha de amor, feliz y contenta en su
casa, sus flores, sus canarios y su marido, no le pide más a la vida y canta alegre por
los adentros del patio de la casa, mientras borda una mantelería o mientras elabora
con sutiles procedimientos de alquimia monjil, las ricas yemas confitadas cuya receta
le ha enviado su tía, la abadesa del convento de San Leandro.
Pero ya hemos dicho que el conde de Almaviva es un gentil petimetre. Galán
apuesto, bien amistado de petimetres y galanes como él. Y pasada la luna de miel se
aburre con mortal hastío en la casita perfumada empalagosamente de jazmines y
damas de noche. Como no se atreve a buscar aventura fuera de la casa, empieza a
cortejar a la hija del jardinero y a galantear a Susana, protegida de Rosina y que es la
novia de Fígaro, el barbero de Sevilla.
—¡Válgame Dios, Almaviva, en buen lío te vas a meter!
¿A quién se le ocurre la ingratitud de enamorarle la novia nada menos que a
Fígaro, a quien le debes el haberte casado con Rosina?
Y ya estamos en pleno enredo tragicomedia. La hija del jardinero rechaza al
conde porque está enamorada del paje Cherubino. Cherubino, a su vez, 17 años
inexpertos, se ha enamorado platónicamente nada menos que de la condesa Rosina, y
aquí tenemos a las tres parejas: Almaviva y su esposa, Fígaro y su novia, el paje y la
hija del jardinero en dimes y diretes de celos y cartas que se equivocan de destino
para dar disgustos a quienes menos lo esperan. Por la noche, en el jardín, la condesa
Rosina, maliciosa de que Almaviva busque a la niña del jardinero, se encuentra con el
paje que la busca a ella, y Fígaro, celoso de que Susana vaya a encontrarse con el
conde, acaba por encontrarse con la niña del jardinero para desesperación de
Almaviva. Al final todo se aclara, el conde se arrepiente de su mala cabeza y la
condesa lo perdona. Fígaro se casa con Susana, y Cherubino, pasado el platonismo de
su primer amor por la condesa, como es lógico, con la niña del jardinero.
La ópera El barbero de Sevilla, o sea la primera parte de esta leyenda, fue
estrenada con música de Rossini, y aunque parezca extraño, su primera
representación en Roma, el 5 de febrero de 1816, constituyó un fracaso estrepitoso.
El público pateó con frenesí, aun cuando después ha venido a ser una de las óperas
más estimadas de todo el repertorio italiano. Y Rossini ganó con ella millones de
liras. Peor fortuna, aunque mejor éxito artístico, tuvo el pobre Amadeo Mozart con la
segunda parte de su leyenda, titulada Las bodas de Fígaro, que se estrenó en Viena el
1 de mayo de 1786.
Se cuenta que fue tal el entusiasmo producido por la partitura de Mozart, que no
sólo el público interrumpió la presentación con aplausos, sino que en algunos
momentos, cantantes y músicos paralizaron la interpretación para aplaudir. Sin
embargo, Mozart no ganó dinero con esta ópera, y ya sabemos que murió en la
miseria cinco años después de haberla estrenado.

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