Los esporádicos ataques de cólera de Abderramán III fueron muy temidos por todos
los que le rodeaban. Aunque la edad y la experiencia dulcificaron algo su carácter, en
su juventud y primera madurez cometió actos temibles y atroces, algunos de los
cuales, como el que ahora narramos, pasaría a las crónicas de la época.
El verdugo de califa se llamaba Abú Imrán. Una noche, unos soldados lo
despertaron mientras dormía en su pequeña habitación junto a las murallas del
Palacio.
—Tienes que vestirte con rapidez y acompañarnos —le dijeron los militares con
voz grave—. El califa, nuestro señor, requiere con urgencia de tus servicios.
El verdugo, sin decir palabra, se puso un sencillo sayo encima, sacó su espada de
ajusticiamiento de la funda que la custodiaba y dobló cuidadosamente el gran tapete
de tela roja que siempre llevaba para sus ejecuciones. En alguna otra ocasión anterior
le habían requerido a esa hora y sabía que alguna cabeza rodaría antes del amanecer.
—Ya estoy listo, salgamos pronto, no hagamos esperar a nuestro señor.
La lúgubre comitiva se dirigió en un silencio sepulcral hacia la zona noble de
Palacio, donde se encontraban los aposentos del temido monarca. El cielo se
encontraba encapotado por nubes que impedían observar ni el más leve tintineo de las
estrellas, todo un triste presagio. Los grillos callaban a su paso mientras el verdugo se
preguntaba a qué desdichado tendría que segar la vida con un solo tajo de su gran
espada. Siempre la mantenía perfectamente afilada, presta para cualquier servicio
inesperado como el que se había presentado aquella noche siniestra.
Los soldados se detuvieron ante un gran portón de madera dorada. Un gran
eunuco negro, vestido con unas calzas de seda y el torso desnudo, salió a recibirlos.
—Verdugo, has tardado, el señor se impacientaba. Pasa. Vosotros —les dijo a los
soldados— esperad aquí, pronto tendréis un bulto que llevaros.
Abú Imrán nunca había entrado en las estancias califales. Pero no pudo observar
ni su rica decoración ni lo exquisito de sus muebles ya que quedó asombrado y
espantado ante la escena que le aguardaba. El gran califa, con síntomas de haber
bebido el vino rojo que tanto le gustaba, se encontraba en cuclillas como un león fiero
sobre sus zarpas a punto de saltar. Frente a él, una esclava hermosa como un orix,
apenas si una muchacha tierna, lloraba desconsoladamente y le pedía perdón entre
gemidos desgarradores que no hacían sino encender la ira del rey. La bella le
suplicaba clemencia, le imploraba misericordia y Abderramán le respondía con gritos
procaces y groseros, completamente fuera de sí.
Fue entonces cuando el califa levantó la mirada y dirigiéndose al verdugo, sin
ningún saludo ni explicación previa, ni mucho menos justificación alguna de la fatal
sentencia, le ordenó con una voz grave y despectiva:
—Llévate a esa ramera y córtale el cuello.
El verdugo remoloneó para que el califa se serenase y pudiera reconsiderar su
cruel designio. El tiempo pasó lento, denso, mientras la esclava seguía suplicando la
misericordia del dueño de su vida. El califa, sin levantar en esta ocasión ni siquiera la
mirada ordenó con voz sepulcral.
—Córtale el cuello de una vez, maldito verdugo, así te corte Alá la mano; o si no,
pon el tuyo.
El aterrorizado verdugo nada pudo hacer. Los eunucos le acercaron la muchacha,
que se desgarraba en gritos y súplicas tan aterradas como inútiles. El verdugo puso
bajo su cabeza el tapete rojo que llevara consigo. Recogieron sus trenzas y le
mostraron su delicado cuello. Abú Imrán, maldiciendo el día que había nacido,
levantó su espada y de un solo golpe le hizo volar la cabeza, que se desprendió
limpiamente de un cuerpo que aún se agitó convulsivamente durante unos segundos.
Al verdugo le sorprendió el extraño chasquido que se produjo cuando la espada
penetró en su cuello, distinto al rasgar del músculos y huesos al que tan acostumbrado
estaba. El corte había sido limpio, al menos, la desdichada no había sufrido, se
consoló. Conmocionado por lo que acababa de hacer, el verdugo plegó el tapete sobre
el que había cortado la cabeza y que estaba impregnado aún de su sangre joven,
limpió el filo de la espada, y se retiró haciendo reverencias a un califa derrotado que
hundía su cabeza entre sus codos. Ni siquiera musitó palabra alguna de despedida.
El verdugo, abatido, aceleró sus pasos para llegar cuanto antes a su casa e intentar
olvidar aquel episodio que durante tantos años le atormentaría. Tras cerrar la puerta,
abrió el tapete y cayeron sobre el suelo ricas perlas de penetrante brillo y gran
tamaño, entremezcladas con rubíes y topacios que brillaban como ascuas. Abú Imrán
comprendió entonces el origen del extraño sonido que le sobresaltara. La joven
llevaba un rico collar y en su aturdimiento no se había percatado que había quedado
desperdigado sobre su tapete. Nervioso, recogió las joyas entre sus brazos y volvió
corriendo hasta las dependencias del califa. Al conocer los motivos de su regreso, los
eunucos lo condujeron hasta el califa, que se encontraba postrado en idéntica postura
a la que mantenía cuando abandonó la sala.
—Señor, la esclava tenía un collar que no advertí, y sus perlas y rubíes quedaron
sobre mi tapete. Los descubrí al llegar a mi habitación y vengo a devolvérosla con la
mayor premura.
El califa, me miró, percatándose en ese momento de mi presencia. En sus ojos
advertí el tormento que sentía en sus adentros ante la maldad del acto que acababa de
cometer.
—Sabía del rico collar de la esclava, yo mismo se lo había regalado. Quédatelo
tú, no quiero que retorne a mí manchado de una sangre inocente.
Y tras estas sencillas palabras, el monarca, completamente abatido, abandonó la
sala con los brazos caídos y arrastrando los pies.
El verdugo, con la fortuna que acababa de conseguir por la magnanimidad del
califa, adquirió una casa en un barrio de mercaderes. Pero ya nunca volvió a ser el
que era. El espanto de aquella noche se le representaba en sueños una y otra vez y al
amanecer, maldecía su oficio y su suerte. Pero a pesar de su repulsa ante las
ejecuciones que periódicamente tenía que llevar a cabo, no le estaba permitido
abandonar el oficio. El tener que ser verdugo le producía una honda pesadumbre que
le amargaba y deprimía.
Abú se trasladó con la corte hasta Medina Azahara. El paso de los años había
transformado el corazón de su señor, haciéndolo más sabio y compasivo. Su trabajo
había disminuido, aunque sentía hacia él una intensa repulsa incluso cuando el
ajusticiado era un asesino miserable y cruel. Comenzaba a pensar que nadie, ni
siquiera el cadí más docto o el rey más justo, tenía derecho sobre la vida de una
criatura de Alá. No obstante, sus golpes seguían siendo los más limpios, certeros y
eficaces de Córdoba y su fama le hacía ser una figura bien conocida sobre la que se
contaban muchas historias y sucedidos. Quiso el destino, que siempre parece jugar
caprichoso con la vida de las personas, que un día se le acercara un hombre mayor
cuyo rostro no era capaz de recordar.
—Se os ve turbado y abatido —se entrometió aquel anciano mientras que él se
hallaba sentado en un poyo de piedra, en la explanada que se abría frente a la Dar
al-Yund, la casa del ejército.
El verdugo, con la mirada perdida, no respondió. Con los brazos apoyados en las
rodillas, miró de soslayo al recién llegado para luego ignorarlo.
—No pretendo incomodaros —insistió aquel hombre, sentándose a su lado, no
haciendo cuenta del desaire—. Mi nombre es Shams, el jardinero.
El verdugo se sorprendió de la serena insistencia del anciano y de la seguridad
que mostraba en su proceder, a pesar de su propia descortesía. El jardinero guardó
silencio, dándole tiempo para asimilar su presencia.
—Mi nombre es Abú Imrán —respondió al fin, sin cambiar de posición.
—Sé quién sois —dijo Shams con naturalidad.
El verdugo le miró nuevamente de través, pero su expresión era ahora menos
dura. —¿Qué queréis de mí? —preguntó aplacando débilmente su severidad.
—No quiero nada —respondió el anciano—. Simplemente pensé que os vendría
bien un poco de compañía.
El ánimo del Abú Imrán pareció ablandarse, mientras apretaba con fuerza sus
manos entrelazadas. Aquel hombre irradiaba una extraña serenidad que le inspiró una
profunda confianza y le impulsó a abrir su corazón.
—Acabo de ejecutar a un hombre —explicó sin mirarle a la cara—, y no me
siento nada bien.
Shams dejó ir también su mirada en el vacío.
—¿Acaso no estáis habituado a vuestro oficio? —preguntó el anciano
directamente.
El verdugo se volvió hacia Shams con una mezcla de severidad y confusión en los
ojos.
—Lo estaba —respondió el jayán escuetamente.
—¿Y qué os pasó? —insistió el anciano.
Abú Imrán bajó el cabeza, demudado.
—Hace años —respondió—, cuando aún estábamos en el Alcázar de Córdoba, el
califa me hizo llamar una noche a sus aposentos. Se había excedido con el vino y
estaba borracho. Me ordenó decapitar a una muchacha hermosa, tan inocente como la
alondra de la mañana.
Abú Imrán se detuvo un instante, agobiado por el peso de sus recuerdos.
Consternado por las imágenes de su memoria, hundió la cabeza entre los hombros
para musitar con desgarro:
—Desde entonces, maldigo mi oficio y maldigo mi suerte. No me permiten
renunciar a mi puesto.
Shams posó su mano, compadecido, en la recia espalda del verdugo.
—Aquella muchacha os hizo ver la barbarie y la crueldad que no habíais sido
capaz de ver hasta entonces. Y ahora percibís con claridad la demencia de los
hombres.
—Pero el mal sueño no cesa, anciano —repuso el verdugo con dureza, mirándole
a los ojos—. ¿De qué me vale despertar, si no puedo salir de esta pesadilla? ¡Más me
valiera seguir dormido!
Shams apretó los labios, aceptando las razones de Abú Imrán.
—Despertarse es doloroso —respondió—. Pero abre las puertas a una nueva
realidad, en la cual encaramarse para superar errores y pesares del pasado.
—Sí —respondió Abú con una sonrisa sarcástica—, pero mañana, o la semana
próxima, o al mes entrante, tendré que torturar o decapitar a cualquier miserable que
me envíe el cadí de la Aljama. ¿De qué me valdrá entonces vuestro «despertar»?
Shams miró al verdugo con gesto grave.
—Dejadme hacer a mí —le dijo—. Intentaré ayudaros.
Y ante la mirada atónita de Abú Imrán, el anciano se levantó y se alejó de allí con
paso tranquilo.
* * *
Shams había recibido del califa el encargo de hacer realidad el sueño de Azahara
y tenía que conseguir que el Monte de la Desposada, el Yabal al-Arús, luciera blanco
como la nieve. Pero para poder dedicarse por entero a las tareas de plantación de los
almendros, precisaba de ayuda y apoyo para continuar atendiendo su huerta. El
anciano jardinero sabía que las plantas precisaban, además de agua, tierra y estiércol,
los buenos sentimientos de las personas que trabajaban sobre ellas. Por eso, quería
hortelanos que amaran y mimaran los cultivos y, sin duda, el verdugo podría ser uno
de los mejores. Era fuerte, tenía la mirada limpia, y precisaba alejarse de los horrores
de una vida anterior. El jardinero Shams sabía que del interior de estas personas, si se
les daba una oportunidad, nacía un manantial de generoso agradecimiento que
inundaba todo a su alrededor y que las plantas percibirían y agradecerían. También
era un buen hombre y por todo ello se dispuso a ayudarle.
Aprovechando un momento de intimidad con el califa, con el que mantenía
frecuentes reuniones para reflexionar sobre el amor y la vida, el jardinero buscó la
ocasión propicia para plantear la cuestión del verdugo.
—Te estoy sumamente agradecido, Shams —comentó con sinceridad el califa—.
Tus sabias palabras han abierto mis ojos a la grandeza del amor, y por fin he
comprendido que desde el amor de la mujer también se puede llegar al amor divino.
Y en virtud de este agradecimiento, te querría hacer un presente. ¿Deseas algo?
—Señor, para mí la atención que me prestáis ya es suficiente. Pero abusando de
vuestra generosidad, me atrevería a expresaros un deseo que afecta a una tercera
persona.
—Si está en mis manos —respondió con sincero interés el monarca— puedes
contar con ello.
—Seguro que está de vuestra mano concedérmelo —dijo el bagdadí del modo
más natural—. Sabéis que el conseguir hacer realidad el sueño de Azahara me está
suponiendo un enorme esfuerzo y he abandonado mis propios cultivos. Dado que
pronto tendremos que comenzar la plantación de los almendros, a lo que quiero
dedicar toda mi atención. Necesitaré ayuda para mis cosechas y he pensado que Abá
Imrán, el verdugo, podría ayudarme en las huertas. Sé que, por su parte, no tendría
inconveniente en dejar su actual oficio, pues la sensibilidad se le ha subido al
corazón, y ya no encuentra agrado alguno en el oficio de verdugo.
A Abderramán se le demudó el semblante. De inmediato supo que el viejo Shams
estaba al tanto de lo que sucediera años atrás en el Alcázar de Córdoba, con aquella
joven esclava a la que, en su borrachera, había hecho decapitar. Y se sintió
profundamente avergonzado y arrepentido.
Shams se percató del repentino cambio de color en el rostro del califa y, saltando
las distancias que exigía su condición de súbdito, puso su mano sobre su hombro,
diciéndole en voz baja:
—Todos somos humanos, Abderramán. Alá es grande, y Su Amor no tiene en
cuenta los errores inconscientes de sus hijos, por terribles que éstos hayan podido ser.
Y con una sonrisa de ánimo, añadió:
—Vuestro corazón ha cambiado, y eso es lo que verdaderamente importa para el
Misericordioso. Vuestro sentido arrepentimiento ha sido la llave para su perdón.
El califa le miró con gesto grave, como alcanzado por un rayo en lo más
recóndito de su alma. Luego, bajó la cabeza, tomó una profunda inspiración y dijo
quedamente:
—Dadlo por hecho…
Y la palabra del califa se cumplió de inmediato. Abú Imrán fue un hombre feliz a
partir de su liberación del oficio de verdugo. Se trasladó con su familia a una casa
cercana a la huerta de Shams y vivió el resto de sus días una vida placentera,
cultivando verduras, frutas, plantas medicinales y especias. Pero antes de trasladarse,
vendió la casa que comprara con el collar de la desgraciada muchacha que un día
decapitara. Obtuvo un buen dinero por ella. Se guardó una pequeña cuantía para su
vejez y la cuantía restante la dividió en dos partes. Una para dar limosna a los pobres,
enfermos y necesitados y otra para una orden de sufíes muy piadosos para que
rezaran por la salud y el buen juicio del califa Abderramán III. Así, sentía que
devolvía de alguna forma el presente que un día le hiciera.
No contó nada a nadie, como manda el Corán, pues la generosidad ha de ser
discreta. Pero Shams, que por viejo y sabio sabía leer el alma humana, intuyó la
buena obra del antiguo verdugo y eso aún le hizo apreciarlo más.
—Este buen hombre —le dijo a su mujer— gozará algún día de las mieles del
Paraíso.
—Quien lo hubiera dicho de un verdugo.
—Sí, quién lo hubiera dicho. Pero ¿quién entiende los caminos de Alá?
Gracias al trabajo del antiguo verdugo, los frutales florecieron con mayor vigor y
el verde de las huertas se hizo más sano y refulgente. Aquel hombre, curtido por la
vida y el horror, rezumaba una paz y amor que las plantas agradecían. Ya lo dijo el
viejo Shams, ¿quién puede entender los caminos de Alá?
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