Como reminiscencia del glorioso pasado gremial que dio categoría de imperio
económico a la ciudad de Sevilla en los tiempos de la Edad Media, cuando llegó a
rivalizar en producción y exportación de manufacturas con las ciudades de la Liga
Hanseática y con Venecia y Bizancio, existe todavía hoy en Sevilla una serie de calles
que en sus nombres nos recuerdan a aquellos gremios, las unas por haber estado en
ellas los talleres u obradores, y las otras por haber radicado en ellas los hospitales
propios de los gremios. Calles como Tintes, Vidrio, Boteros, Acetres, Pescadores,
Conteros, Lagar, Curtidurías, Cerrajería, Arte de la Seda, etcétera, y asimismo
perviven capillas de hermandades gremiales, como la capilla de san Andrés de la
calle Orfila, fundada por el gremio de los panaderos. La capilla de la Carretería,
fundada por el gremio de toneleros. Y otras.
Pero la más antigua corporación gremial, y hermandad piadosa es la célebre
Hermandad del Gremio de los Sastres, fundada nada menos que en 1247, es decir el
año antes de la Reconquista de Sevilla, cuando el rey santo puso sitio a la ciudad. Y
esta hermandad, que aún hoy existe, tuvo por Hermano Mayor nada menos que al
propio san Fernando, cosa curiosísima, pues, ¿cómo podía ser Sastre Mayor, un
hombre que solamente había dedicado su vida a la guerra, que hizo veinticuatro
campañas, o sea veinticuatro años de guerra, conquistando él solo más que todos los
anteriores reyes de la Reconquista desde Don Pelayo en el año 714 hasta su abuelo
Alfonso en 1200. San Fernando, el más atrevido en combate, el más experto en arte
militar, el más sufrido soldado, el más diestro jinete, el que conquistó desde Toledo
hasta Murcia y Jerez?
Pues sí, este rayo de la guerra manejó la aguja para coser, en ocasión histórica, y
mereció por ello ser nombrado Hermano Mayor del Gremio de los Sastres, como
ahora vemos.
Encontrábase el rey sitiando a Sevilla, habiendo emplazado su campamento en
Tablada, desde donde se veían brillar a lo lejos las cuatro manzanas de oro que
remataban la torre de la Giralda.
Más de una vez los moros habían intentado asaltar el campamento en ataques por
sorpresa, estrellándose siempre contra la vigilante defensa de los cristianos. Pero a
medida que la ciudad de Sevilla sentía más el hambre dentro de sus muros, por el
apretado cerco en que la tenía san Fernando, más pensaban los musulmanes en
conseguir mediante algún ardid, quebrantar la moral de sus sitiadores. Y por eso,
sabiendo por sus espías, que el rey tenía hincado ante su tienda, día y noche, un
estandarte de seda en que se había bordado la imagen de la Virgen María, pensaron
que si destruían aquel emblema religioso, los cristianos pensarían que su Dios les
abandonaba, y tal vez levantarían el campo y abandonarían la campaña, a semejanza
de lo que según cuentan las crónicas orientales y africanas, había ocurrido con el
ejército de los cartagineses cuando un intrépido guerrero enemigo, deslizándose entre
ellos les arrebató el «zaimph» o velo sagrado de la diosa Salambó, con lo que
aterrorizados los cartagineses suspendieron sus guerras al verse abandonados por la
divinidad.
Con objeto de llevar a cabo este propósito, organizaron los moros un plan militar
en el que figuraban dos grupos de caballería, uno de los cuales atacaría el
campamento, y el otro, oculto tras un cerro esperaría que las tropas cristianas
estuviesen distraídas en un lado, para entrar por sorpresa por el lado opuesto,
arrebatar el estandarte y llevárselo al interior de la ciudad.
Así dispuestas las cosas, antes de amanecer salieron por un postigo de la muralla
dos escuadrones, cuyos caballos llevaban los cascos envueltos en trapos para que no
hicieran ruido, y se situaron tal como habían previsto, a ambos lados del campamento
cristiano sin ser advertidos. Poco después del amanecer y cuando todavía la luz del
alba no había cedido su turno a la dorada de la mañana, atacaron de repente por el
lado del campo que daba hacia Triana, siendo descubiertos por los centinelas que
dieron la voz de alarma, que era lo que ellos querían. Entretanto el otro grupo había
dado la vuelta al campamento y se había situado en el lado que daba hacia el arroyo
Tagarete en lo que hoy es la calle San Fernando, desde donde se lanzaron los jinetes
en impetuosa carga para atacar el campamento por la parte más descuidada, a fin de
arrebatar el estandarte.
Pero ocurrió que el rey, en aquellos momentos estaba oyendo la misa que cada
mañana le decía en su tienda el obispo Don Remondo, capellán de su ejército y que
había de ser prelado de Sevilla cuando se conquistase la ciudad. Y para que el rey no
tuviera que interrumpir su devoción, tomó el mando el maestre de Santiago don Pelay
Correa, para rechazar a los asaltantes del primer punto de ataque. Tal como habían
previsto los moros, todas las fuerzas se situaron en la empalizada del campamento
que miraba a Triana para rechazar a los jinetes del primer grupo, y entonces fue
cuando atacaron los del segundo grupo, consiguiendo abrir una brecha en la
empalizada, y se metieron dentro del campamento.
El rey san Fernando, que estaba arrodillado, al sentir que llegaban los moros junto
a su tienda, echó mano de la espada y salió plantándose ante el camino por donde los
moros venían, y teniendo el primero a su alcance, desvió con el escudo la lanza del
jinete, y le asestó la espada con tal fortuna que lo derribó del caballo, lo mismo hizo
con el segundo, y mientras tanto salieron algunos caballeros a proteger al rey, con lo
que los moros tuvieron que retirarse. Ya desde la empalizada, dispararon varias
flechas contra el estandarte de la Virgen, en el cual clavaron varias saetas, y después,
satisfechos de su puntería, ya que no habían podido llevárselo, emprendieron la
retirada antes de que San Fernando y los suyos pudieran montar a caballo y
perseguirlos, refugiándose prontamente en la ciudad.
Mucho pesó a san Fernando que hubieran desgarrado a flechazos los
mahometanos el estandarte de la Virgen, y con los ojos cuajados de lágrimas, pues era
muy piadoso, recogió el estandarte de donde estaba plantado, y lo condujo a su
tienda, donde lo mostró al obispo don Remondo.
—Será menester remendarlo, porque bien parezca —dijo el obispo.
Y tras haberlo tenido en sus manos y haberlo besado con reverencia, el prelado lo
devolvió al rey y fue a salir diciendo:
—Voy a buscar a alguno de los sastres del campamento para que venga a zurcirlo.
—No haréis tal cosa, señor capellán. No traigáis ningún alfayate, porque la
Divina Señora bien merece que quien maneje la aguja para zurcir su estandarte sea el
propio rey, y yo estaré muy orgulloso de cumplir tan humilde oficio en homenaje a
tan Alta Señora.
Y terminado de decir esto, el rey se sentó en el borde de la cama de campaña, y
cogiendo una aguja y un hilo se puso a zurcir el estandarte mientras sus labios
musitaban devotamente el rezo del Ave María.
Cuando supieron los sastres del campamento real, la humilde labor de zurcido que
el rey había hecho, festejaron con gran algazara el que hubiera participado siquiera
una vez del oficio de ellos y acordaron entregarle la carta de examen por la que se
admitía a don Fernando como sastre examinado, y miembro auténtico del gremio de
los alfayates o sastres.
Y pasado algún tiempo, después de que el rey conquistó Sevilla, les señaló para
sus talleres y hospital gremial una calle que hasta hace poco tiempo se ha llamado
calle Alfayates, y que hoy se llama Rodríguez Zapata, que es una callecita lateral de
la calle Hernando Colón.
Asimismo se estableció la Hermandad del Gremio de los Sastres, que tiene por
patronos a san Mateo y san Homobono, más tarde añadidos con la tutela de la Virgen
de los Reyes y el propio san Fernando al ser canonizado éste. Hermandad gremial que
todavía hoy en nuestros tiempos sigue existiendo y tiene sus cultos en la iglesia de
San Ildefonso.
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