Un poco nebulosa, por la abundancia de datos contradictorios, se nos aparece la
fecha de la edificación de la célebre torre de la Mezquita Mayor de Sevilla, hoy
llamada Torre de la Giralda. Mientras que unos autores, como Fermín Requena,
pretenden que la famosa torre se edificó para conmemorar la victoria mahometana en
la batalla de Alarcos, y datan el comienzo de las obras en 1198, otros historiadores
entre ellos Tubino dan precisamente esa fecha como la de la terminación, aduciendo
que la torre estaba en fase de construcción, y que el botín de la batalla de Alarcos fue
destinado precisamente a terminar las obras, y que se inauguró en las fiestas que se
organizaron para conmemorar dicho triunfo musulmán. Por último, otros eruditos
entre los cuales mi inolvidable maestro don Santiago Montoto, con buenas razones
juzgan que la torre ya estaba construida del todo, y que el triunfo de las armas
almohades en Alarcos se festejó únicamente poniendo en lo alto de la torre las cuatro
grandes manzanas o gigantescas bolas de bronce dorado que remataron el alminar
hasta 1335 en que las derribó un terremoto.
En todo caso, estas divergencias en cuanto a la fecha exacta no disminuyen lo
más mínimo el valor histórico de la torre. Por cierto que nos parece extraño el que
solamente recibiera nombre propio esta torre en el siglo XVI al ponérsele el giraldillo
o figura giratoria que por extensión ha hecho llamar a la torre la Giralda. Nos gustaría
mucho que algún erudito afortunado descubra y desempolve el nombre propio que la
torre debió tener indudablemente en la época árabe; pues por su belleza y
grandiosidad superaba a todas las torres de Andalucía y aún del Mogreb, y es lógico
pensar que su singularidad le valiese el distinguirla con algún nombre propio.
Al llegar los almohades a Sevilla, en 1147, tras una guerra civil en que este
partido religioso y político se adueñó del poder en Marruecos y se extendió a los
demás países musulmanes, se encontraron con que la mezquita de Ad Abbás (hoy
ocupa su lugar la iglesia colegial del Salvador), que era la mezquita mayor de la
ciudad, resultaba ya insuficiente para el número de musulmanes fieles. Por este
motivo el emperador Abd-El-Mumen ordenó que se construyera una nueva mezquita,
con las dimensiones y riqueza que requería la grandeza de la ciudad.
A tal efecto se adquirieron terrenos inmediatos al Alcázar, pero situados fuera de
murallas. Al llegar a este punto aclararemos como era la ciudad en aquel entonces. La
muralla que rodeaba Sevilla iba desde Puerta Macarena por Puerta de Córdoba
(Capuchinos), Puerta del Sol (final de calle Sol), Puerta Osario, Puerta Carmona,
Puerta de la Carne, y subía derecha a buscar Mateos Gago, bajando a Plaza Virgen de
los Reyes, donde doblaba para buscar por derecho la acera derecha de la calle Cuna, y
Plaza de Villasís, iglesia de San Martín, calle Doctor Letamendi, Feria, la Resolana, y
cerrar otra vez en la Puerta Macarena.
Los terrenos que se adquirieron para construir la nueva mezquita fueron cercados
con una muralla que abarcaba no solo la actual catedral sino lo que hoy es el edificio
de Correos, y el antiguo colegio de San Miguel hoy llamada plaza del Cabildo. Un
trozo de esta muralla, fue descubierto por el autor de este libro con ocasión del
derribo de una de las casas de la calle Arfe.
Poco después de la construcción de la mezquita, se amplió la muralla, desde la
Barqueta, por lo que hoy es calle Torneo, a la calle Goles, calle Gravina, calle Santas
Patronas, calle Castelar, calle Arfe, calle Tomás de Ibarra, y calle Santander, bajando
por ésta hasta cruzar, junto al cine Coliseo, y unirse con la muralla del alcázar en la
esquina donde está la torrecilla árabe llamada Torre de Abdelazziz.
Sin embargo de ser el terreno adquirido fuera de murallas, no estaba sin
propietarios, ni sin uso. Sabemos por cronistas árabes, que en lo que hoy es el Patio
de los Naranjos existía un mercadillo o Alcaicería, donde se vendían sedas, perfumes,
cacharros, joyas, especias, yerbas, ropas y calzados. Esta Alcaicería estaba formada
por casetas, bakalitos, kioscos, y aún pequeñas edificaciones de ladrillo. Todo ello se
expropió, «pagando a sus dueños lo justo» según dichas crónicas, y además, para no
perjudicar ni a los mercaderes ni a la ciudad, sino más bien beneficiándola, se
determinó que en sustitución de la desaparecida se harían dos alcaicerías una para
sedas, joyas, ropa y calzados, que estableció en lo que hoy es la calle Hernando
Colón, y sus callecitas transversales. Mientras que la venta de hierbas medicinales, y
especias, así como cacharros, pasó a las inmediaciones de la Plaza de la Alfalfa, lugar
que hoy al cabo de más de ochocientos años se sigue llamando La Alcaicería. (Datos
del cronista árabe Aben Sabaisala).
Edificada, pues, la Gran Mezquita, se hacía evidente la necesidad de ponerle al
lado una torre de magnitud proporcionada a la del templo, no sólo por razones
arquitectónicas y estéticas, sino porque siendo la mezquita mayor, con rango de
Califal, habían de hacerse en lo alto de ella los rezos mayores, cantando el Muezzin o
Almuédano la «azala» o plegaria hacia los cuatro puntos cardinales. Parece que se
tuvo en consideración que el jefe religioso principal, por ser persona de edad mayor,
habría de tener dificultades para subir una torre tan alta, con más de cien metros, y
para evitarle la fatiga de los más de quinientos escalones que habría tenido que subir
se sustituyó la escalera por una rampa ancha y cómoda, con pendiente tan suave que
pudiera subir por ella una caballería, y así el anciano jefe religioso podría, y de hecho
lo hizo, subir montado en un caballo o mulo para efectuar sus rezos.
La torre hoy llamada La Giralda, tal como era en la época árabe.
También algunos autores dicen que la torre tuvo como finalidad la de servir de
observatorio astronómico, y ésta sería la causa de que al conquistar Sevilla el rey San
Fernando, y querer los musulmanes derribar la torre, se opuso a este derribo el
príncipe don Alfonso el Sabio. Precisamente Alfonso el Sabio, que era astrónomo, y a
quien debemos libros de Astronomía, era quien mejor podía valorar la importancia de
esa torre, como tal observatorio.
Es totalmente falso que la torre de Sevilla sea hermana, idéntica, construida con
los mismos planos, que la torre de la Kuktubia, de Marrakech. Si esta afirmación
hecha por simples referencias, y dibujos aproximados, en épocas pasadas, cuando no
se había inventado la fotografía, y cuando un viaje a Marrakech, ciudad santa y
prohibida, era imposible, hoy que disponemos de facilidad para viajar y medios
fotográficos, resulta ya insostenible tan falsa afirmación. La Kuktubia no es una torre
de ladrillo como la nuestra, sino de mampostería, con algunos adornos de ladrillo
solamente. Y aún esos adornos no tienen ni en número ni en disposición, excesiva
semejanza con el exorno de nuestra torre. En fin su único parecido es que las dos son
torres de estilo almohade, y se parecen únicamente como en otro estilo, el gótico,
puedan parecerse la catedral de Burgos, y Notre Dame de París, pongamos por caso.
Para cimentar la grandiosa edificación se emplearon los sillares de piedra de
infinidad de palacios y templos visigóticos en ruinas, así como otras muchas piedras
procedentes de edificios romanos y aún intactos de la ciudad y de toda la comarca,
que fueron traídos en barcos por el río, o por caminos, en carretas de bueyes. En esta
época es cuando se desmanteló y destruyó la ciudad romana de Itálica, que estaba
abandonada desde hacía tiempo, pero conservadas sus ruinas intactas. También se
debió desmantelar entonces el templo romano de la calle Mármoles, quedando de él
únicamente las columnas del pórtico, de las cuales hay actualmente tres en pie, otra
que se rompió en el siglo XIV al intentar llevarla al Alcázar, y otras dos que son las de
la cabecera de la Alameda de Hércules. Todo lo demás, sillares, frontones, frisos,
jambas, sería engullido por la enorme zanja de los cimientos de la mezquita y la
Giralda. Y como los musulmanes por su religión no admitían las estatuas ni
representaciones de ninguna clase, de personas o animales, es muy verosímil que
también se echasen a las zanjas de cimentación miles de estatuas visigodas, romanas
y griegas. Una leyenda asegura que para construir la mezquita y la Giralda se hizo
una colosal plataforma de cimentación, que se extendía desde el Arenal hasta la
Puerta de la Carne. Esta evidente exageración encierra sin embargo un cierto fondo
de verdad, ya que, aún sin llegar a tales extremos no puede dudarse que debió hacerse
una cimentación gigantesca, por el temor a lo movedizo del terreno y la gran
humedad que se encuentra en él.
La mezquita, al decir del historiador árabe Aben-Sahib-Asala, «no fue superada
por las construidas de los anteriores monarcas, y quedó en la balanza de los hechos de
Abu-Yacub-Yusef, como una obra merecedora de recompensas en la vida futura y
acreedora a la misericordia de Dios».
El terreno de la expropiada alcaicería sirvió para hacer el Patio de los Naranjos,
superior en dimensiones y en gracia arquitectónica al famoso Patio de los Naranjos de
la mezquita de Córdoba, y que no tiene nada que envidiar a los mejores patios de las
mezquitas de Oriente, aun cuando hoy se encuentra disminuido en su tamaño, y muy
descuidado en su conservación.
El arquitecto que diseñó la Mezquita sevillana fue según dicen algunos el célebre
ingeniero y arquitecto Gerber, a quien se atribuye nada menos que la invención del
Álgebra (Álgebra significaría ciencia de Al-Gerber su inventor).
Pero si la Mezquita fue obra de Gerber o Herber, la gloria de la torre de la Giralda
corresponde por entero a dos arquitectos y un alarife. El primer arquitecto que trabajó
en ella fue Ahmed Aben Baso, quien diseñó la torre y dirigió los trabajos de
cimentación y la parte labrada en piedra. Algunas de las piedras pueden verse a ras
del suelo en la esquina de la torre que da a la calle Placentines, y en ellas se ven
inscripciones grabadas, con textos latinos, lo que demuestra que son piedras de época
romana, aprovechadas por los árabes como sillares de edificación.
Habiendo sido llamado Aben Baso para dirigir la construcción de una mezquita
en Algeciras, dejó a cargo de las obras de la Giralda al arquitecto y poeta Abu Bequer
Ben-Zohar, quien modificó la traza primitiva y encargó al alarife Alí Al-Gomarí
(nacido en la kábila de Gomara, Marruecos), sobrino de Aben Baso, que labrase en
los cuatro frentes de la torre las labores de ladrillo que constituyen su más hermoso
adorno. La inspiración del poeta que diseñó los adornos de exaracas de la torre, logró
plasmar en la realidad el canon de máxima belleza a que había aspirado durante
siglos la arquitectura musulmana. En las ventanas se pusieron además ciento cuarenta
columnas en su mayor parte de mármol, con capiteles visigóticos, bizantinos y
árabes.
La torre de Sevilla sobrepasa a las demás del islamismo occidental (Kuktubia de
Marrakech, torre de la Mezquita de Hassan en Rabat, etc.), en gallardía y en finura.
La altura inicial de la torre fue de ochenta y dos metros el cuerpo principal, al que
hay que añadir la altura del minarete, el cupulín y las manzanas de bronce dorado que
se pusieron encima para rematarla. La mayor de estas esferas tenía tal diámetro que
una vez fundida, al traerla, se halló que no cabía a pasar por la puerta del Almuden
(¿puerta llamada después del Arenal?), por lo que fue preciso arrancar el quicio y
dintel. El artífice que realizó la dificilísima maniobra de subir la manzana hasta lo
alto de la torre fue Abu Abayth el Siquelí. La manzana se apreció en un valor de cien
mil doblas de oro.
Estas cuatro manzanas estaban hechas de bronce en cuya aleación habían entrado
cobre, estaño, plata y oro, y habían sido doradas después con panes de oro fino, de tal
manera que brillaban y se veían, según un cronista árabe, «desde una jornada de
distancia, y relucían como las estrellas del zodiaco».
Alta, esbelta, ladrillo palpitante como carne sonrosada femenina, y con su áurea
corona, la Giralda fue gala de Sevilla y orgullo de la España musulmana; envidia de
las naciones árabes, objeto de tentación y codicia para las naciones cristianas, pasmo
de viajeros, recreo de artistas, y dolorosa nostalgia para quienes se apartaban de ella.
Jamás la inanimada arquitectura alcanzó tan espirituales dones. Jamás despertó tales
sentimientos en el corazón humano el humilde barro de ladrillo, glorificado por el
genio del arte. El mismo barro del que estamos hechos, y animado por casi idéntico
soplo de vida.
Cuentan las crónicas que cuando se iba a rendir Sevilla a san Fernando, los moros
pusieron como condición que se les dejase derribar la hermosa torre, para no sufrir la
vergüenza de verla en manos cristianas. El príncipe Alfonso X el Sabio, irrumpió en
la tienda de campaña donde se pactaba la negociación, diciendo: «Por un solo ladrillo
que falte de ella, mandaré cortar las cabezas de todos los moros de Sevilla».
Atemorizados los musulmanes, respetaron la torre, conservando Sevilla su principal
joya. Pasaron los años. En 1393 un terremoto derribó las esferas doradas, arruinando el
último cuerpo de la edificación. Se puso entonces, por disposición del arzobispo don
Gonzalo de Mena, mi pariente, una espadaña con una sola campana montada al aire.
Sin embargo, en el siglo XVI, Sevilla, enriquecida con el oro que nos llegaba de
América, consideró llegado el momento de tener su torre dignamente exornada con
un grandioso campanario. El cabildo catedralicio escogió al arquitecto cordobés
Fernán Ruiz, quien era en aquel entonces el más destacado arquitecto de toda España,
encargándole la edificación de todo el remate cristiano de la torre, asentado sobre el
cuerpo principal árabe. Consta este remate cristiano de los siguientes cuerpos: Cuerpo
de Campanas, Cuerpo de Azucenas, Cuerpo de Estrellas, Cuerpo de Carambolas; y un
cupulino que soporta un globo sobre el que está de pie la estatua de bronce, de 1288
kilos de peso, que representa a la figura simbólica de la «Victoria de la fe de Cristo»
en forma de una mujer que tiene en una mano una palma y en la otra un escudo. La
estatua fue fundida por Bartolomé Morell, y colocada durante el verano de 1568,
inaugurándose el día 15 de agosto de dicho año, o sea que ya tiene más de
cuatrocientos años. La figura gira a impulsos del viento, ya que el escudo hace el
papel de superficie velar o receptora del impulso del viento.
Por tener la figura de mujer un escudo, el vulgo creyó que se trataba de una
estatua de santa Juana de Arco, y aún siguen llamándole las clases populares «la
Santajuana». Sin embargo desde el primer momento las clases más cultas le llamaron
«Giralda» por ser figura giratoria, y así la nombra Cervantes en el Quijote.
Posteriormente el nombre de la figura se ha hecho extensiva a toda la torre, y así en
conversación normal los sevillanos dicen La Giralda, refiriéndose a todo el conjunto
de la torre.
NOTA: —Por cierto que Sevilla no fue llamada «Ixbilia» por los
musulmanes, sino que este nombre derivado del «Hispalis» de la Edad
antigua, lo usaban precisamente los cristianos mozárabes. Los verdaderos
árabes y marroquíes invasores y ocupantes de la ciudad le llamaron Hims, y
solamente ya en los últimos tiempos, en que existe una gran influencia
castellana, y el reyezuelo Almotamid casa a su hija con el rey castellano
Alfonso VI, es cuando empieza a usarse el término «Ixbilia» o «Sbilia» por
los musulmanes, tomándolo del lenguaje cristiano de la mozarabía.
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