En el año 69 había estado en Sevilla ocupando el cargo de Cuestor (especie de
Delegado de Hacienda) un joven funcionario, de familia patricia, llamado Julio César,
el cual quedó tan enamorado de la ciudad, que cuatro años después, al ser nombrado
Pretor de la España Ulterior (gobernador regiones) puso su residencia en Sevilla,
protegió a los sevillanos y obtuvo del Senado de Roma que se aligeraran los
impuestos que sufría Sevilla, y que habían sido creados por el encono de Metelo.
Pero poco después volvía a estallar la guerra civil entre los romanos, ahora entre
Pompeyo y César. Guerra que duró varios años, y que ocasionó la muerte de
Pompeyo en la batalla de Farsalia, y la destrucción de su ejército.
Pero no había terminado ahí la guerra, pues los dos hijos de Pompeyo, llamados
Sexto y Gneo Pompeyo, continuaron la contienda, valiéndose de algunas legiones
veteranas romanas, y de numerosos partidarios que levantaron en España. Todavía
hubo una gran batalla final, la de Munda, que se dio en un campo situado entre Lora
de Estepa y Casariche, donde César derrotó completamente a los pompeyanos,
resultando muerto Sexto Pompeyo, mientras su hermano Gneo Pompeyo se daba a la
fuga. César, terminada la batalla de Munda, regresó a Sevilla, indignado porque en esta
última etapa los sevillanos se habían puesto en favor del bando pompeyano, habían
albergado en la ciudad a las tropas de aquel bando, le habían suministrado oro y
armas, y en fin habían prestado apoyo de toda clase a Pompeyo.
El ejército pompeyano que guarnecía Sevilla y algunas tropas fugitivas de Munda
que se habían encerrado en Sevilla o acampado en sus alrededores para oponerse a
César fueron destrozados, y por fin quedó César dueño de España. Desde Itálica
preparó su entrada oficial en Sevilla, para descansar de la batalla, y por la mañana,
montado en su carro de guerra, y vestido con las insignias de Dictador (dictador no
significaba usurpador sino que era un rango legal. Significaba algo así como general
en jefe a quien Roma había conferido, por circunstancias excepcionales, el derecho a
gobernar promulgando decretos-leyes) se dirigió a Sevilla. Al llegar a donde está hoy
la Cartuja, uno de sus soldados le entregó la cabeza de Gneo Pompeyo, cuyo cadáver
acababan de encontrar entre los montones de cuerpos de la batalla del día anterior.
César, llevando en su mano el sangriento despojo, entró en Sevilla por la puerta de la
muralla que daba a la Plaza de Villasís, y siguiendo la actual calle Cuna, se dirigió al
Foro, o Plaza Mayor, que estaba donde ahora la Alfalfa. Es de suponer que en el
camino y sobre todo en la Plaza del Salvador, que formaba una sola con la Plaza del
Pan, sería aclamado por sus partidarios, y mirado con temor por los sevillanos
simpatizantes de Pompeyo, que aún quedarían algunos.
Al llegar al Foro, descendió César de su carro, y dirigiéndose al edificio del
Pretorio o palacio del Praesidens (gobernador o presidente), depositó la cabeza
sangrienta de Gneo Pompeyo sobre las gradas altas del pórtico, donde todos pudieran
verla, y desde allí alzando la voz pronunció un discurso violento, áspero y
amenazador, cuyo texto —incompleto pero suficiente— nos ha conservado el
historiador Aulio Hircio en la obra Bello Hispanensi (Guerra hispánica).
César estaba agraviado porque los sevillanos habían tomado partido por su rival
Pompeyo en vez de serles fieles a él, como estaban obligados por lazos de gratitud, ya
que él, César, durante su época de gobernador, había conseguido del Senado de Roma
que les aligerasen los excesivos tributos que les había impuesto Metelo. Por último
les dijo:
—Si erais tan adictos a Pompeyo, y tan valientes, ¿por qué no habéis sido capaces
de salir todos a la batalla, y habríais podido derrotarme? Pero no, porque vosotros
neque in pace concordia, neque in bello virtute (ni en la paz sois capaces de tener
concordia ni en la guerra valor).
Tras estas duras palabras, César se retiró a Itálica.
Sin embargo, su enfado duró poco. César, en el tiempo que había vivido como
cuestor y como gobernador, había tomado gran cariño a Sevilla, por lo que ahora
decidió convertirla en la mayor ciudad de España. Personalmente estudió el proyecto
y dirigió los trabajos, y en el plazo brevísimo de un año, amplió la muralla, desde
Osario hasta la Macarena, y desde ahí a la Resolana, calle Feria, Doctor Fedriani, San
Martín, a Villasís, con lo que el tamaño de la ciudad quedó duplicado.
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