Al califa Abderramán III no le gustaban las rigideces de los alfaquíes y ulemas, los
doctores más rigurosos del islam, a los que despreciaba y de los que se burlaba con
frecuencia.
—¡Son brutos y elementales, arderán todos ellos en el infierno! —repetía cada
vez que le hacían saber de su prohibiciones y recriminaciones.
A los religiosos cordobeses, en su mayoría, no les agradó el traslado de la corte
califal a Medina Azahara. Unos, porque pensaban que menoscababa la importancia
de la ciudad y por tanto la de ellos mismos, y otros porque consideraron un ejercicio
de soberbia humana el construirse un palacio tan ostentoso que ofendía la prudente
discreción que el Corán exigía a los gobernantes fieles. Pero Abderramán,
desdeñando su opinión, mandó construir el palacio más hermoso de Occidente,
trasladó allí su corte, edificó su mezquita Aljama y se llevó consigo a algunos
hombres de religión más moderados y abiertos, que contarían, por eso, con la
enemistad de los que se quedaron relegados en Córdoba. Algunos ulemas llegaron a
experimentar un vivo odio por todo lo que Abderramán significaba, aunque bien que
se guardaban de expresar sus sentimientos en público si querían seguir conservando
la cabeza sobre sus hombros. De todos era bien conocida la rapidez del califa en
enviar a los disidentes al verdugo.
Abderramán, alejado de la guerra tras la derrota de Simancas, se interesaba
vivamente por la marcha de las obras de su ciudad soñada. Periódicamente se reunía
con su hijo Al Hakam para repasar los planos de la ciudad en construcción. El
príncipe heredero le consultaba algunas de las dudas que surgían a medida que los
alarifes, albañiles y jardineros avanzaban en sus tajos y faenas.
—Dile a Maslama que Medina Azahara debe ser la representación del paraíso en
la tierra. Que refresque con fuentes, estanques y albercas el rigor del verano y que
proporcione agua en abundancia para jardines y huertas. Quiero que asemeje a un
oasis, a un vergel verde y húmedo.
Medina Azahara sería la ciudad del agua. El antiguo acueducto que tiempo atrás
alimentara a la Córdoba romana se estaba restaurando y se había derivado a la ciudad
califal, que también se abastecía del caudal de algunos de los muchos manantiales de
la sierra. Gracias a la abundancia de agua podrían alimentarse las muchas fuentes
proyectadas para adornar palacios, refrescar plazas y alegrar con su alborotado
susurro las largas tardes del verano. Maslama puso buen cuidado en satisfacer los
deseos del califa, en coherencia, además, con su propia visión de la ciudad ideal.
—Padre —le explicaba Al Hakam—. La mayoría de las fuentes tendrán motivos
geométricos, al gusto clásico de Al Ándalus, pero otras adoptarán las nuevas formas
que gustan en Bagdad.
—Utiliza más las de origen clásico que las orientales, hijo, que son de dudoso
gusto. No olvides que soy califa y debo mostrar mi independencia en todas mis
expresiones.
—Así lo hacemos, padre. El estilo arquitectónico de Medina Azahara es único y
propio. No imita, pero será imitado.
—Así me gusta, así debe ser. ¿Qué me querías consultar, hijo?
Al Hakam carraspeó antes de plantear la cuestión. Aunque se trataba de un tema
menor, había tardado en exponérselo.
—Verá, padre. Es por un asunto de las fuentes. Uno de nuestros mejores
escultores, el anciano Omar, se ha empeñado en construir una fuente muy especial
para la pequeña plaza que adosaremos al Salón del Trono.
—¿Tan especial es que tienes que venir a consultarme?
—Sí. Omar insiste mucho en ella, pero hasta ahora yo me he negado a aceptar su
propuesta. El anciano dice que abandonará la obra si no le dejo hacerla. Me ha
sugerido que os la plantee, padre.
—¿Y qué quiere el viejo Omar? —respondió Abderramán sacudiendo la cabeza
—. Siempre fue un poco excéntrico, pero no cabe duda de que es un gran artista.
—Pues quiere adornar esa fuente con esculturas de animales. Dice que será su
mejor creación.
—¿Animales? ¿Qué animales?
—Cervatillos. Dice que Medina Azahara está en las faldas de una sierra con
muchos ciervos, y que es justo que unos cervatillos habiten en el espacio real.
—Parece una buena idea… y es justo.
—Pero, señor, nuestra religión nos impide la escultura y la pintura con formas
humanas o animales…
—Eso son necedades de los ulemas, ¿cómo le puede importar a Alá lo hermoso
del arte? Debemos hacer esa fuente.
—Padre, los alfaquíes y los sabios de la mezquita se enfadarán, considerarán la
fuente como una provocación más y un desafío a la ira de Alá.
—¿Qué nos importan a nosotros el desvarío de esos exaltados? Dile al buen Omar
que puede hacer la fuente de los cervatillos.
Al Hakam, a pesar de sus reservas por ser hombre prudente y religioso, obedeció
a su padre y autorizó la fuente de los cervatillos. Ya antes había permitido el erigir
una escultura de un elefante en una de las fuentes principales por insistencia de
Maslama. Pero no era lo mismo una figura animal en una fuente perdida en la sierra,
que ponerla junto al mismísimo Salón del Trono.
Resignado, convocó a Omar. Cuando le trasladó la autorización, al viejo escultor
le brillaron los ojos con una extraña intensidad. El príncipe no quiso darle más
importancia a aquella misteriosa reacción y siguió con sus muchas obligaciones,
olvidando el asunto de los cervatillos durante las cuatro semanas que tardaron en
realizarse.
Una mañana fría de invierno, cuando Al Hakam se encontraba repasando la
calidad de la fábrica de los muros del jardín principal, Omar se presentó ante su
presencia, inquieto y nervioso.
—Ya están aquí los cervatillos, señor, debemos instalarlos cuanto antes.
Al Hakam se le quedó mirando con curiosidad y extrañeza. Había adelgazado
mucho y envejecido con celeridad. La piel sin color y los ojos amarillentos voceaban
la grave enfermedad que le debía corroer por dentro. Sólo así pudo justificar el
príncipe aquellas perentorias prisas en un hombre habitualmente tan sereno.
—Déjalos en el almacén y mañana los colocaremos, Omar.
—Señor, le pediría que los instaláramos hoy. Ando muy débil de salud y quizás
mañana pudiera ser tarde para mí.
Al Hakam se apiadó de aquel anciano y ordenó a una cuadrilla de sus mejores
albañiles y plomeros que le ayudaran con las figuras de la fuente. Una vez ordenada
la faena, se despidió del viejo escultor, sin saber que sería la última vez que lo vería
con vida. Mientras cabalgaba de regreso a Córdoba, el príncipe se prometió regresar
cuanto antes para ver el resultado de la fuente. Le preocupaba el resultado. Sabía que
los ulemas y los religiosos montarían en cólera, máxime cuando la fuente ocuparía un
lugar muy destacado del palacio. ¿Por qué Omar habría tenido tanto empeño en una
fuente tan peregrina?
Una semana después, Al Hakam pudo dedicar su tiempo de nuevo a Medina
Azahara, hacia la que partió al alba con un reducido séquito de escolta y
acompañamiento. Al llegar, se dirigió directamente hacia la fuente, ya que anhelaba
ver el resultado de la obra.
Al contemplarla, no pudo evitar abrir la boca de asombro: la composición era
bellísima, y el blanco mármol del vaso refulgía con los primeros rayos de sol. Cuatro
figuras de bronce, colocadas enfrentadas en parejas, arrojaban agua por sus bocas
abiertas. Las cuatro figuras estaban ricamente labradas y cinceladas, representado
tallos y hojas enmarcados en círculos. Era la fuente más hermosa que jamás hubiera
conocido el príncipe pero, a pesar de su deslumbrante belleza, existía algo inquietante
en la composición. El arquitecto Maslama, también presente, agachó la cabeza
cuando el príncipe lo felicitó, como si no estuviera orgulloso de la obra realizada.
Todos los asistentes guardaban un silencio extraño, oscuro, denso, que desentonaba
con el cantarín sonido del agua.
—¿Y Omar? ¿Está por aquí? Quiero felicitarlo por su obra.
—Señor —se adelantó el arquitecto Maslama con aspecto sombrío—. Omar ha
fallecido. Murió la noche del día que vos le otorgasteis el favor de instalar su fuente.
Trabajamos muchas horas en colocar los cervatillos, que habían llegado en grandes
cajas de madera. Los plomeros ajustaron los caños de agua, los albañiles cimentaron
bien las figuras y la fuente quedó funcionando a media tarde. Omar empezó entonces
a toser, y despidiéndose de todos regresó en un carruaje a Córdoba. Esa misma noche,
sufrió un ataque de fiebre altísima que lo condujo hasta los brazos de Alá, bendita sea
su memoria.
Al Hakam apenas esbozó un responso por el fallecido, que Alá lo tenga en su
seno, cuando decidió alejarse de la fuente. A pesar de su innegable belleza, había en
el ambiente algo inquietante que le turbaba. No quiso seguir más tiempo allí, y se
dirigió hacia los palacios superiores. Al pasar junto a unos guardias, no pudo evitar
escuchar lo que susurraban entre ellos:
—Está fuente está maldita. Ha matado a Omar.
El príncipe hizo como si no se hubiera enterado de nada y continuó su faena con
toda naturalidad. No le gustaba darle crédito a las supersticiones del populacho,
siempre proclive a las creencias de brujerías y encantamientos. Mientras regresaba a
Córdoba, maldijo el momento en el que aceptó la sugerencia de Omar. Algo en su
interior le advertía contra aquellos cervatillos ricamente labrados de apariencia tan
inocente. Intentó, sin éxito, enterrar esa irracional precaución. En verdad, sólo habría
que temer la ira de los ulemas, lo demás eran simples historias de miedo como las que
se cuentan en las noches de invierno junto a las candelas para asustar a los niños.
La existencia de la fuente de los cervatillos no tardaría en extenderse por toda la
ciudad y los religiosos lo interpretaron como una nueva afrenta del califa. Las
mezquitas y madrazas cordobesas criticaron la decisión en voz baja, temerosos de la
ira del monarca. Abderramán, que tenía espías por toda la ciudad, seguía muy de
cerca la situación, dispuesto a castigar severamente al que osara a cuestionar en
público sus órdenes.
Maslama regresó preocupado a casa aquella tarde. Había tenido que darle a Al
Hakam la mala noticia de la repentina muerte de Omar tras la instalación de la
malhadada fuente de los cervatillos. Estaba cansado y se disponía a acostarse cuando
le importunó el aviso de uno de sus criados:
—Señor, Marian, la herboristera, quiere verlo. Se encuentra en la puerta.
—¿A estas horas? Dile que venga mañana.
—Dice que es muy urgente.
Maslama, irritado y preocupado, ordenó que la hicieran pasar. Conocía a Mariam
desde hacía años, y muchas veces había recurrido a sus infusiones y brebajes para
atender a enfermedades familiares.
—Es tarde, Mariam, estoy cansado. ¿Qué deseas?
—Tengo que contaros algo importante y grave, señor.
—¿No puedes dejarlo para mañana?
—No señor. Es cuestión de vida o muerte que lo haga hoy mismo.
—Pero ¿qué es tan importante, mujer?
—Se trata de la muerte de Omar.
Inmediatamente, Maslama la hizo pasar y se dirigieron hacia la cocina, donde
algunos rescoldos aún calentaban la chimenea. El resplandor de las escasas llamas
confería al enjuto y arrugado rostro de Mariam un aspecto siniestro. Aunque se
ganaba la vida vendiendo hierbas medicinales que recogía por los montes cercanos a
la ciudad, muchos rumoreaban que también hacía y deshacía males de ojo, rehacía
hímenes, y formulaba todo tipo de sortilegios y embrujos. Su aspecto era aterrador y
Maslama intuyó que se encontraba delante de una auténtica bruja. Pero su curiosidad
pudo aún más que su temor.
—Mariam, ¿qué le pasó a Omar? Cuéntame sólo la verdad, te juro que si me
engañas te arrepentirás el resto de tus días.
—Señor, no le engañaré. ¿Por qué habría de venir hasta aquí, en esta noche
infernal, para engañaros?
—Cuéntame entonces.
—Es una historia compleja y grave, señor. Como puede figurarse, por mi oficio
de sanadora, tengo que conocer y tratar a gente que se dedica a ciencias antiguas, que
también llaman ocultas. Procuro cuidarme mucho de ellos, porque algunos se dedican
a las artes malvadas y oscuras, aunque otros sólo son alquimistas o simplemente
aspiran a la magia blanca y a la salud y felicidad de las personas. Se trata de un
mundo muy cerrado y oculto, que se desarrolla en profundos sótanos y cámaras
secretas a las que sólo tienen acceso las personas iniciadas.
Maslama se sintió incómodo con aquella conversación. La brujería era perseguida
por la justicia religiosa y lo último que a él le convenía es que lo sorprendieran
relacionándose con misterios de brujería y encantamientos.
—Hace unos meses, tuve noticia de la llegada de un hombre temible, procedente
del Egipto. Practica la magia negra y es temido por los magos y brujos por su
malvado poder. Me asusté y barrunté que algo terrible podría ocurrir. Transcurridos
unos días, comenzaron a llegarme noticias de aquí y de allá, hasta que pude darme
cuenta de lo que realmente estaba pasando. Tengo mucho miedo, esa gente puede
hacernos mucho daño…
Mariam rompió a llorar, mientras que todo su cuerpo temblaba. Maslama supuso
que sería de miedo, y le alargó su mano para tranquilizarla. La curandera las asió con
fuerza, buscando algo seguro a lo que agarrarse. El arquitecto sintió su tacto frío y los
huesos de su mano esquelética. Pero sintió compasión del miedo de la vieja, y la
animó a que continuara con su relato, mientras atizaba el fuego con su mano libre.
—Asticlé, que así llaman al mago egipcio, vino hasta Córdoba atendiendo la
llamada de alguien muy poderoso. Dicen que le ha pagado una fortuna por el trabajo
que ha realizado.
—¿Trabajo? ¿Qué clase de trabajo?
—Debo contárselo paso a paso, señor, para que pueda comprenderlo. Es muy
delicado lo que va a escuchar, si alguien descubre que se lo he contado, me matarían
sin remedio.
—Cuéntamelo de una vez, nadie te hará daño.
—Por lo visto, alguien poderoso vinculado con la Mezquita Aljama odia
profundamente el nuevo palacio que usted construye para nuestro señor el califa. Lo
considera herético y obra del mismísimo Satán. Dicen que está convencido que será
la causa de la destrucción de Al Ándalus. Por eso, quería detener el proyecto.
Maslama no daba crédito a lo que escuchaba. ¿Qué hombre, por muy poderoso
que fuera, podía atreverse a desafiar el inmenso poder del califa? ¿Por qué había
venido Maryam a contarle esos graves secretos a él? No quiso interrumpir a la vieja
con las mil y una preguntas que le asaltaron la mente en aquellos momentos. Tenía
que escuchar su relato completo para así poder calibrar la gravedad de la situación.
—Al principio, parece que encargó a Asticlé un maleficio para acabar con la vida
del monarca. Pero el egipcio respondió que Abderramán estaba protegido por una
poderosa baraka y que sería inmune a sus conjuros. Así que diseñaron un plan mucho
más refinado y diabólico. Maldecirían Medina Azahara con un hechizo que provenía
de la época de los faraones y que llaman de los cuatro puntos cardinales.
—¿Cuatro puntos cardinales?
—Sí, señor. Concentrarían las energías malas procedentes del norte, del sur, del
este y del oeste sobre el solar del palacio. Para ello sólo era necesario proferir las
palabras de la maldición secular sobre cuatro animales inocentes que se miraran entre
sí y…
—¡Los cervatillos!
—Sí, los cervatillos. Tenían que estar esculpidos en bronce, con los jeroglíficos
del embrujo ocultos en las filigranas de sus adornos. Las bocas abiertas de las figuras
conducirían las energías malas sobre el mismo corazón del palacio nuevo. Pero para
conseguir llevar a cabo su plan tenían que convencer a los constructores de Medina
Azahara de la conveniencia de instalar la fuente. Y para ello ganaron para su causa al
escultor más famoso e influyente en la corte.
—Que era Omar.
—En efecto. Como sabían que Omar era fiel al califa y que nunca lo traicionaría,
decidieron chantajearlo. Realizaron un maleficio sobre su única nieta, a la que amaba
con todo su corazón. La niña enfermó gravemente, al punto de que todos temieron
por su vida. Fue entonces cuando le hicieron saber al desgraciado escultor que, si no
colaboraba, su nieta del alma moriría entre atroces dolores. Si hacía lo que le
ordenaban, retirarían el conjuro sobre la niña, que sanaría en cuanto hubiera
terminado el trabajo encomendado. Como Omar vio que se trataba de fundir cuatro
inocentes figuras animales, no tuvo reparos en acceder a las peticiones de los
malvados. Nunca hubiera podido perdonarse que, por su negligencia o cobardía, su
querida nieta pudiera morir.
—Malditos sean esos bastardos, chantajearon sin piedad al viejo escultor —se
incendió Maslama.
—Omar nunca llegó a saber lo de la maldición, o, quizás nunca quiso saberlo.
Trabajo con ahínco y esmero en las figuras. Dibujó los bocetos Las moldeó primero
en barro, vació los moldes y fundió el mejor bronce. Después cinceló las figuras,
incorporando algunos de los extraños signos que le pasaron. Los ocultó entre las
filigranas, para que pasaran desapercibidos. La noche antes de llevarlas hasta Medina
Azahara, le pidieron que las depositara en un viejo almacén y que pasara de nuevo a
retirarlas al amanecer. Así lo hizo, sin saber que durante toda esa noche, el brujo
egipcio realizó sus ancestrales hechizos y conjuros sobre las figuras.
—El resto de la historia ya la conozco. Omar llegó temprano a Medina Azahara
con las figuras, y sintiéndose indispuesto logró convencer al príncipe heredero de
instalarlas ese mismo día. Esa noche, Omar falleció.
—Como se puede figurar, ese fallecimiento no es ninguna casualidad. Ellos lo
fueron matando poco a poco, no sé si envenenándolo o por magia negra. No querían
que quedara ningún testigo vivo. Calcularon bien la fecha de la muerte del pobre
Omar.—
Y la maldición, ¿en qué consiste?
—Una vez que los cuatro cervatillos se miren a la cara, irán concentrado las
malas energías de los cuatro puntos cardinales hasta que la ciudad quede destruida.
Abderramán morirá con su ciudad.
—Un momento. Dijiste que la nieta de Omar sanaría una vez que Omar hubiera
finalizado su encargo. ¿Cumplieron su palabra? ¿Está la niña sana?
—La niña sigue empeorando y está a punto de morir… Como era de esperar,
tampoco cumplieron su palabra. La niña está condenada si no actuamos con rapidez.
—Pero…, ¿qué podemos hacer?
—Aún podemos salvar a la niña y a Medina Azahara. Por eso he venido a verlo.
Como arquitecto de la ciudad no le costará hacerme llegar hasta la fuente de los
cervatillos. Allí formularé un contraconjuro que creo que funcionará. La niña sanará
y la destrucción de Medina Azahara será retrasada.
—¿Sólo retrasada?
—Mis poderes son inferiores a los de Asticlé. Me temo que sólo conseguiré
retrasar la destrucción. Al final, la ciudad será destruida y los cervatillos, serán
dispersos. Ojalá nunca lleguen a reencontrarse. Si vuelven a mirar de nuevo entre sí,
la densa energía oscura y mala volverá a concentrarse y una tragedia aún superior
podría ocurrir. Esperemos que nunca nadie quiera en el futuro juntarlos de nuevo.
Ambos, arquitecto y curandera, pasaron el resto de la noche conversando y
organizando la visita a Medina Azahara, que realizaron al día siguiente y que
transcurrió según lo previsto. Maryam pudo trabajar con sus conjuros sobre los
cervatillos. Un día después, la nieta del difunto Omar sanaba milagrosamente.
—Hemos cumplido nuestra misión —le dijo Mariam a Maslama el día que le
comentó gozosa la curación de la niña.
—A medias. Medina Azahara será destruida.
—Sí, pero aún tardará un tiempo. Podrá vivir mientras tanto sus días de leche y
miel.—
Sí, pero su fin está escrito.
—Y nadie podrá evitarlo, señor.
—¿Y si retiramos los cervatillos?
—Aún sería peor. Hay que dejar las cosas como están y que el destino cumpla su
papel. En el mismo corazón de Medina Azahara late una maldición que algún día la
destrozará.
—Y esa maldición fue encargada desde la misma Córdoba…
—Córdoba nunca quiso ni querrá a Medina Azahara, señor.
—Espero que al menos, la ciudad me sobreviva a mí. No soportaría el comprobar
como destruyen mi obra.
—La ciudad le sobrevivirá a usted, señor… aunque quizás no dure mucho más. Y
serán los propios cordobeses quienes la destruyan, así lo ordenaron en el maldito
conjuro que hemos logrado atenuar.
—¿Crees que debo comentarle todo esto a alguien?
—Nadie le creería, señor.
Mariam tenía razón, lo mejor sería guardar para siempre el secreto de la
maldición y consolarse en que, al menos, había logrado retrasarlo.
Maslama envejeció sin que Medina Azahara fuese destruida y murió pocas fechas
antes que su admirado Al Hakam, llevándose a la tumba uno de los secretos mejor
guardados de la historia de Medina Azahara, la maldición de los cervatillos.
Todas las profecías de la vieja curandera se cumplieron irremisiblemente. Pero ¿y
la última? ¿Volverán los cervatillos a encontrarse algún día? ¿Qué ocurrirá entonces?
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