Los judíos sevillanos, tras la persecución de que fueron objeto en 1391, habían
obtenido la protección de la Autoridad Real, y vivían con ciertas garantías, pero no
por ello se sentían del todo seguros, y soportaban innumerables vejaciones. Esto
despertó en algunos de ellos un rencor que pronto había de convertirse en afán de
venganza.
Y al efecto, un judío muy principal llamado Diego Susón, ideó un plan que habría
de sembrar el terror en Sevilla, y con la idea, quizá, de organizar un general
levantamiento de judíos en todo el reino.
Recordaban los judíos que las persecuciones de los visigodos, dieron ocasión a
que los judíos de aquel entonces organizasen arteramente una rebelión, al mismo
tiempo que facilitaron a los árabes la invasión de España. Ahora quizá podrían hacer
lo mismo. Así comenzaron en casa de Diego Susón a celebrarse reuniones secretas
para estudiar el plan de la que sería la gran sublevación judía de España.
Tenía Diego Susón una hija, a la que por su extraordinaria hermosura se llamaba
en toda Sevilla «la fermosa fembra». Y ella, engreída por la admiración que
despertaba su belleza, llegó a hacerse ilusiones de alcanzar un alto puesto en la vida
social. Así a espaldas de su padre se dejaba cortejar por un mozo caballero cristiano,
de uno de los más ilustres linajes de Sevilla, que tenía en su palacio un escudo de
gloriosa heráldica.
La bella Susona, se veía a escondidas con el galán caballero, y no tardó en ser su
amante.
La calle Susona en el barrio de Santa Cruz.
Cierto día, cuando Susona dormía en su habitación, se reunieron en la casa los
judíos conjurados, para ultimar los planes de la sublevación. Pero Susona no dormía
porque como todas las noches, aguardaba a que su padre se acostase, para huir ella,
sigilosamente de la casa, a reunirse con su amante hasta el amanecer.
Susona, escuchó palabra por palabra toda la conversación de los conspiradores.
—Sublevaremos a todos los esclavos, negros y mulatos, y les daremos armas,
para disponer de un ejército.
—Sí; y también conviene en seguida asaltar la cárcel y soltar a los presidiarios.
Son gente violenta, y armándolos bien podríamos hacer frente a los alguaciles.
—También hay que apoderarse por sorpresa del puerto. En las galeras, y en
Atarazanas hay más de trescientos galeotes, que cumplen su condena como remeros.
Si les libramos de sus cadenas, podremos disponer de ellos para lo que se nos antoje.
—Y en seguida, para evitar que los cristianos se rehagan, hemos de matar a todos
los caballeros y gente principal de la ciudad.
—Yo tengo ya enviadas a Portugal tres mil doblas de oro, para que envíen las
armas precisas para empezar. Vendrán en un barco cargado de lana, escondidas bajo
los fardos. Y después, con las que vayamos cogiendo en la Atarazana, y en los
alguacilazgos dispondremos de armamento suficiente para todo un ejército. Si nos
sostenemos dos semanas, en ese tiempo habrá suficiente espacio para que vengan
ayudas de África, y España vuelva a poder de moros.
Susona escuchaba aquellas palabras, y mientras tanto, su corazón latía angustiado,
pensando que entre los primeros a quienes darían muerte, estaría su amante, que era
uno de los caballeros más principales de Sevilla.
Aguardó a que terminase la reunión de los judíos, y cuando todos se marcharon y
su padre se acostó, la bella judía abandonó la casa, marchó por las calles de la
Judería, hacia la actual de Mateos Gago, por donde se salía del barrio. Desde allí se
dirigió a casa de su amante, y entre sollozos le refirió todo lo que había oído.
Inmediatamente el caballero acudió a casa del Asistente de la Ciudad, que era el
famoso don Diego de Merlo, y le contó cuanto la bella Susona le había dicho.
Acto seguido don Diego de Merlo, con los alguaciles más fieles y de confianza,
bien armados, recorrió las casas de los conspiradores, y en pocas horas los apresó a
todos.
Pasados unos días todos ellos fueron condenados a muerte y ejecutados en la
horca de «buena vista» en Tablada, donde se ejecutaba a los facinerosos, parricidas, y
peores criminales, cuyos cadáveres quedaban todo el año colgados, y una vez al año
se cogían sus restos y se enterraban en el cementerio de ajusticiados en el Compás o
Patio del Colegio de San Miguel frente a la Catedral.
La lista de los conspiradores, cuyos nombres constan en el proceso, según los
cronistas que lo han examinado es la siguiente: Diego Susón; Pedro Fernández de
Venedera, mayordomo de la Catedral; Juan Fernández del Albolasya, llamado el
Perfumado por su acicalamiento en el vestir y arreglarse; éste era nada menos que
letrado y alcalde de Justicia; Manuel Saulí, Bartolomé Torralba, los hermanos Adalfe,
de Triana; y hasta veinte ricos y poderosos judíos, mercaderes, banqueros y
escribanos, de Sevilla, Utrera y Carmona.
Se dice que el rico Diego Susón era hombre con fama de humorista, y su donaire
no le abandonó ni en el momento de la muerte. Y así cuando los sacaron de las
cárceles de la calle Sierpes, para llevarlos a ahorcar, al pasar por la Plaza de San
Francisco, como le iba molestando el cabo de la cuerda de esparto con que llevaba las
manos amarradas, y se lo pisaba y no le dejaba andar dijo estas palabras a uno de los
curiosos que estaban en la acera, tan ingenioso como siempre:
—Amigo, ¿sería tan amable de alzarme esta rica tira de seda bordada que llevo
colgando?
Lo de llamar rica tira de seda bordada (toca tunecí) a una soga de esparto no deja
de ser una ironía que aunque macabra en tales circunstancias, provocó la risa de los
espectadores.
—¿Y qué ocurrió con la Susona?
El mismo día que ahorcaron a su padre, la fermosa fembra reflexionó sobre su
triste suerte. Aunque su denuncia había sido justa, no la había inspirado la justicia
sino la liviandad, pues el motivo de acusar a su padre fue solamente para librar a su
amante y poder continuar con él su vida de pecado.
Atormentada por los remordimientos, acudió Susona a la Catedral pidiendo
confesión. El arcipreste, que lo era don Reginaldo Romero, obispo de Tiberíades, la
bautizó y le dio la absolución, aconsejándole que se retirase a hacer penitencia a un
convento, como así lo hizo y allí permaneció varios años, hasta que sintiendo
tranquilo su espíritu volvió a su casa donde en lo sucesivo llevó una vida cristiana y
ejemplar.
Finalmente cuando murió Susona y abrieron su testamento encontraron una
cláusula que decía: «Y para que sirva de ejemplo a las jóvenes y en testimonio de mi
desdicha mando que cuando haya muerto, separen mi cabeza de mi cuerpo, y la
pongan sujeta en un clavo sobre la puerta de mi casa, y quede allí para siempre
jamás».
Se cumplió el mandato testamentario, y la cabeza de Susona fue puesta en una
escarpia sobre el dintel de la puerta de su casa, que era la primera de la calle que hoy
lleva su nombre. El horrible despojo secado por el sol, y convertido en calavera,
permaneció allí por lo menos desde finales del siglo XV hasta mediado el XVII según
testimonios de algunos que la vieron ya entrado el 1600. Por esta razón se llamó calle
de la Muerte, cuyo nombre en el siglo XIX se cambió por el de calle Susona que ahora
lleva.
Ésta fue la triste historia de una mujer que movida por el amor y por el pecado
carnal, entregó su propio padre al patíbulo, y que después acosada por los
remordimientos no pudo gozar de aquel placer que tan sangrientamente había
buscado.
Este episodio aunque parezca legendario es rigurosamente histórico, incluso la
frase jocosa que pronunció Diego Susón cuando le llevaban al suplicio, y de la que
hay constancia por testigos presenciales.
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