En el barrio de San Lorenzo, y pasando desde la calle de Santa Clara a la de Jesús
del Gran Poder, discurre una calleja larga y estrecha que se llama calle Hombre de
Piedra, porque en ella, y empotrada en una hornacina a nivel de la acera, puede verse
una estatua de piedra, de borrosos relieves, que lleva allí varios siglos. La calle se
llamó desde el siglo XIII hasta el XV calle del Buen Rostro, pero en época del rey don
Juan II cambió su nombre al aparecer la estatua del hombre de piedra, junto con la
leyenda de su milagroso y dramático origen.
La estatua del Hombre de Piedra en la calle de este nombre, barrio de San Lorenzo.
Para entender la leyenda es preciso que antes nos traslademos a la Plaza del
Salvador, en la esquina a calle Villegas, donde encontraremos adosada al muro de la
iglesia Colegial, una cruz de gran tamaño, la Cruz de los Polaineros, y bajo ella una
lápida, escrita en caracteres y ortografía antiguos, que dice así:
EL REY DON JUAN. LEY 11
El rey i toda persona que
topare el Santísimo Sacramento
se apee, aunque sea en el lodo
so pena de 600 maravedises
de aquel tiempo, según la loable
costumbre desta ciudad
o que pierda la cabalgadura
y si fuere moro de catorce años arriba
que hinque las rodillas
o que pierda todo lo que llevare vestido…
Por esta lápida, colocada en la iglesia del Salvador, vemos la devoción que existía
en Sevilla, de ponerse de rodillas en el suelo cuando pasase el Santísimo Sacramento,
aunque hubiera lodo por haber llovido; piadosa costumbre de la que no se libraba ni
siquiera el rey ni los más altos caballeros, so pena de perder el caballo y pagar
seiscientos maravedises de multa; y el que no tuviera caballo ni bienes, perder la ropa
que llevase puesta.
Cruz de los Polaineros.
Vista así, la reverencia con que se miraba al Santísimo Sacramento en tiempos
pasados, volvamos a la barriada de San Lorenzo, en cuya calle Buen Rostro, había
una taberna, allá por los años del siglo XV.
Y sucedió que se encontraban en la taberna varios compadres, bebiendo vino,
cuando se oyó venir por la dirección de la parroquia de San Lorenzo, el tintineo de
una campanilla acompañada de un susurro de voces que rezaban.
Se asomaron los compadres a la puerta de la taberna, y vieron aparecer en el
comienzo de la calle, un reducido grupo de personas, con velas y faroles, que iban
acompañando al cura párroco, el cual llevaba en las manos y apretada contra su
pecho, la cajita del Viático en la que llevaba la hostia para dar la última comunión a
un enfermo.
Al ver aproximarse la comitiva, los bebedores de la taberna, aunque eran gentes
poco religiosas, más dados al vino y al juego que a la piedad, interrumpieron sus
conversaciones y se aprestaron a arrodillarse un instante mientras pasaba el
Sacramento. Pero uno de ellos, llamado Mateo el Rubio, que se tenía por valiente y
era el matón del barrio, haciendo alarde de incredulidad para demostrar su temple
ante los otros, dijo en voz alta:
—Ea, hatajo de gallinas, que os arrodilláis como mujeres. Ahora veréis un
hombre terne. No me arrodillaré, sino que me quedaré de pie, para siempre.
Y en efecto permaneció allí para siempre, pues un trueno ensordecedor estalló
sobre la calle, y sobre el impío cayó un rayo que le convirtió en piedra, y le metió de
pie hasta las rodillas en el suelo.
Y allí está todavía el cuerpo petrificado del pecador blasfemo, que se atrevió a
desafiar a Dios.
Por este ejemplar escarmiento, la calle Buen Rostro se llama desde entonces del
Hombre de Piedra, donde aún puede verse el testimonio de aquel terrible suceso.
NOTA. —Menos literaria y maravillosa pero más real, es la interpretación
arqueológica de la estatua del hombre de piedra. Al parecer se trata de una
estatua romana, que presidió las termas que hubo en ese lugar, y que durante
la época árabe aún seguía existiendo, lo que dio nombre a unos célebres
baños moros, que se llamaron «los baños de la Estatua», y que ha sobrevivido
a las diversas reformas que ha sufrido durante dos mil años el edificio en
cuya fachada aún está empotrada.
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