domingo, 31 de marzo de 2019

Edgar Allan Poe BERENICE (1833)

EN la historia de la literatura abundan las vidas desdichadas pero ninguna tan
marcada por una maldición tan terca y tenebrosa como la de Edgar Poe. Su biografía
(1809-1849) es muy conocida por los tristes tópicos de la miseria, la soledad, el
alcoholismo y la locura, pero, sin embargo, será la muerte lo que irá sellando
implacablemente su existencia, igual que moldeará su compleja personalidad.
Hijo de actores de ascendencia inglesa y norteamericana, su padre desapareció al
poco de nacer y, antes de cumplir tres años, muere su madre en una de las más
precarias habitaciones de Richmond. Este hecho, que se repetirá a lo largo de su vida,
dejará una huella indeleble en su carácter. Marie Bonaparte en un extenso y clásico
estudio sobre el escritor ha querido demostrar que la imagen dominante en la poética
de Poe es la imagen de la madre agonizante. Sea esto legítimo o no, lo cierto es que
todas las mujeres que ama Poe le son arrebatadas por la muerte, lo que no hace más
que renovar y acrecentar ese primer dolor hasta hacerlo incurable.
Así, su segunda madre, Francés, que lo había adoptado y educado con cariño,
también muere sin poder despedirse de su hijo, que en aquellos años soportaba el
tedio militar en la Academia de West Point. Lo mismo sucede con la hermosa y
delicada Helen, el primero de sus amores imposibles, su primera musa, catorce años
mayor que él, que también fallece al cabo de unos meses de conocerla. Pero la
consumación de este destino llegará años más tarde. Poe se casa, casi secretamente,
con su prima carnal Virginia Clem, una niña de trece años con quien se supone que
mantuvo un matrimonio blanco. Al cabo de siete años, mientras tomaban alegremente
el te y Virginia cantaba acompañada del arpa, su voz se corta en la nota más aguda y
su boca se llena de sangre. En poco tiempo la tuberculosis segará su vida. Poe la ve
morir, la siente morir y después se siente perdido.
Su madre Elisabeth, Francés, Helen, Virginia, todas las mujeres que representan
lo humano para Poe pertenecen, en su imaginación, al reino de la muerte, como
Ligeia, Eleonora, Morella o Berenice… De esta manera la figura de la muerte viene a
posarse en el centro de todas sus emociones poéticas, a la vez que va dejando en su
obra un poso de melancolía tan indefinible y oscuro como las negras aguas del
estanque de la Casa Usher.
Charles Baudelaire escribió que nunca hay amor en los relatos de Poe: «no hay en
toda su obra un solo pasaje referido a la lubricidad, o tan sólo a los goces sensuales.
Sus retratos femeninos están, por así decirlo, aureolados; brillan dentro de un vapor
sobrenatural y están pintados a la manera enfática de un adorador». Poe sublima el
amor carnal. D. H. Lawrence va aún más lejos y afirma que en Poe el amor es una
fuerza destructiva como una «eléctrica atracción más que una comunión», una fuerza
anímica que, como en el caso de Ligeia, puede llegar a ser «devoradora y sutilmente
asesina», como la lascivia de un vampiro.
Edgar Poe escribió Berenice durante una época en la que consumía láudano con
frecuencia. Aunque su argumento no alude directamente al vampirismo, sí lo sugiere;
los temas macabros que flotan en el cuento, el enterramiento prematuro, o la vaga
sospecha de incesto y necrofilia, no son lejanos al tema que nos ocupa, pero la
obsesión enfermiza del protagonista con la imborrable imagen en su mente del
«espectro blanco y horrible de los dientes» de su amada Berenice enlazan claramente
con la posesión vampírica; una posesión que, Egaeus, en el último momento cree
haber conjurado.
Poe aborda el mismo tema vampírico de la atracción fatal en Ligeia, su relato
preferido. El cuento de Tieck publicado en esta antología parece haber inspirado el
inaudito argumento de Ligeia, y no es demasiada suposición proponer que lo
conociese. También podemos encontrar en su obra ecos de Hoffmann, al que sí había
leído, aunque todo esto evidentemente no quiera decir nada. Cuando sus
contemporáneos lo encasillaron como adepto de los románticos alemanes, Poe
contestó solemnemente: «El horror no viene de Alemania, viene del alma».

BERENICE[5]
Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicæ visitarem, curas meas
aliquantulum fore levatas.
EBN ZAIAT
LA desgracia es plural. La desventura, en este mundo, es multiforme. Abarcando
el ancho horizonte como el arco iris, sus matices son tan varios como los matices de
ese arco… e igual de distintos, aunque se hallan íntimamente combinados.
¡Abarcando el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que saco de la belleza
una suerte de fealdad?, ¿del símbolo de la paz un símil del dolor? Pero así como en
ética el mal es consecuencia del bien, del mismo modo en la realidad el sufrimiento
nace del gozo. Y, o bien el recuerdo de la dicha pasada es hoy dolor, o bien las
angustias que son tienen su origen en los éxtasis que podían haber sido.
Mi nombre de pila es Egæus, mi apellido no lo mencionaré. Sin embargo, no hay
en el país torres más venerables que las de mi lúgubre y gris morada solariega.
Nuestra familia ha sido considerada una raza de visionarios; y en muchos detalles
notables —en el carácter de la mansión familiar, en los frescos de la gran sala, en los
tapices de los dormitorios, en las tallas de los contrafuertes de la armería y más
especialmente en la galería de retratos antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por
último, en la singularísima naturaleza del contenido de la biblioteca—, hay más que
suficiente para justificar tal creencia.
Los recuerdos de mis primeros años están asociados a esa cámara, y a sus
volúmenes, de los que no voy a decir más. Aquí murió mi madre. En ella nací yo… y
sería ocioso decir que no viví antes porque el alma carece de existencia anterior. ¿No
estáis de acuerdo? Pues no discutamos la cuestión. Yo tengo mi propio
convencimiento, y no pretendo convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas
etéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales aunque tristes… un
recuerdo que no quiere ser expulsado; un recuerdo que es como una sombra vaga,
variable, imprecisa, inestable; y como de una sombra, me es imposible librarme
también de él mientras el sol de mi razón exista.
En esa cámara nací, despertando a un tiempo de la larga noche de lo que parecía
ser —pero no era— la inexistencia, al país de las hadas, al palacio de la imaginación,
a los dominios insensatos del saber y el pensamiento monásticos… No es extraño que
mirase a mi alrededor con ojos sobresaltados y febriles, que malgastase mi
adolescencia en los libros y desperdiciase en sueños mi juventud; sí es extraño que, al
pasar los años, el mediodía de la madurez me sorprendiera aún en la mansión de mis
padres; asombroso, el estancamiento que se apoderó de las fuentes de mi vida; y
asombrosa, la total inversión que se operó en la naturaleza de mis pensamientos más
corrientes. Las realidades del mundo se me antojaron visiones y nada más que
visiones, en tanto las ideas descabelladas de la región de los sueños se me
convirtieron, a su vez, no ya en la sustancia de mi vida diaria, sino en mi única y total
existencia efectiva.
Éramos primos Berenice y yo, y nos criamos juntos en la casa de mis mayores.
Sin embargo, crecimos de manera muy diferente: yo, enfermizo y hundido en la
melancolía; ella, ágil, graciosa y rebosante de vigor; lo suyo era recorrer la falda del
monte; lo mío, los estudios del claustro… Yo, viviendo encerrado en mi propio
corazón y dedicado en cuerpo y alma a la más intensa y dolorosa meditación; ella,
vagando despreocupada de la vida, sin dedicar un solo pensamiento a las sombras de
su sendero o al vuelo silencioso de las horas. ¡Berenice! —la invoco— ¡Berenice!…
¡Y al sonido de su nombre se alzan de las grises ruinas de la memoria, sobresaltados,
mil recuerdos tumultuosos! ¡Ah! ¡Vivida está ahora ante mí su imagen como en los
días primeros de su alegría y abandono! ¡Ah, belleza espléndida y fantástica! ¡Oh,
sílfide entre los matorrales de Arnheim! ¡Oh, náyade entre sus fuentes! Después…
después todo es misterio y terror, y una historia que no es para contar. La enfermedad
—una enfermedad funesta— se abatió sobre su cuerpo como el simún; y, aun
mientras yo la miraba, se fue apoderando de ella el espíritu del cambio, penetrando su
mente, sus hábitos, su carácter, alterando de manera terrible y sutil hasta la misma
identidad de su persona. ¡Ay! Él llegó destructor, y se fue. ¿Y la víctima? ¿Qué había
sido de ella? Yo ya no la conocía… o no la reconocía como Berenice.
Entre el numeroso cortejo de enfermedades derivadas de ésa funesta y primera
que había ocasionado tan espantosa revolución en el ser moral y físico de mi prima,
puedo citar como la más penosa y rebelde una especie de epilepsia que no pocas
veces acababa en trance…, trance muy semejante a la verdadera disolución, y del que
se recobraba casi siempre de manera sorprendentemente repentina. Entretanto, mi
propia dolencia —porque me han dicho que no debo llamarla de otro modo—, mi
propia dolencia, digo, fue arraigando rápidamente en mí, hasta que adquirió el
aspecto de una nueva y extraordinaria monomanía, ganando vigor a cada hora, a cada
instante, y alcanzando sobre mí el más incomprensible ascendiente. Esta monomanía,
si puedo llamarla así, consistía en una morbosa irritabilidad de las facultades
mentales que en la ciencia metafísica se denomina atentas. Es más que probable que
no se me comprenda; pero, en verdad, me temo que no hay modo de transmitir al
lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad de interés con que, en
mi caso, la facultad de la meditación (para no emplear tecnicismos) se ocupaba de los
objetos más ordinarios del universo, e incluso se abismaba en su contemplación.
Quedarme absorto durante horas, con la atención puesta en la tipografía de un
libro o en algún frívolo garabato de su margen; abismarme la mayor parte de un día
estival en una curiosa sombra proyectada oblicuamente sobre el tapiz o sobre la
puerta; sumirme una noche entera en la contemplación de la llama inmóvil de una
lámpara o de las ascuas de la chimenea; pensar días enteros en el perfume de una flor;
repetir monótonamente una vulgar palabra hasta que, a fuerza de pronunciarla, dejaba
de transmitir idea alguna a la mente; perder toda sensación de movimiento y de
existencia física a base de mantener larga, obstinadamente, una absoluta inmovilidad
corporal…, tales eran algunas de las extravagancias más corrientes e inocuas
ocasionadas por un estado de las facultades mentales no enteramente excepcional, es
cierto, aunque desafiaba cualquier análisis o explicación.
Pero que no se me malinterprete: no hay que confundir esta desmedida, perpetua
y morbosa atención despertada por objetos en sí mismos intrascendentes con la
común inclinación a meditar de la humanidad entera, y en especial de las personas de
imaginación ardiente. No era ni siquiera, como en principio podría suponerse, uñ
estado extremo, o una exageración de tal propensión, sino algo radical y
esencialmente diferente. En el primer caso, el soñador o entusiasta interesado en un
objeto por lo general no frívolo, pierde imperceptiblemente la visión de dicho objeto
en una infinidad de deducciones y sugerencias que emanan de él, hasta que, al
término de una ensoñación, a menudo espléndidamente rica, descubre que se le ha
desvanecido y olvidado por completo el incitamentum o causa primera de sus
meditaciones. En mi caso, el objeto primario era invariablemente frívolo, si bien
adoptaba, merced a mi visión alterada, una importancia refractada e irreal. Pocas eran
las deducciones que hacía, si es que hacía alguna; y aun esas pocas retornaban de
manera pertinaz al objeto original como a su centro. Nunca eran placenteras mis
meditaciones; y al término de una ensoñación, la causa primera, lejos de haberla
perdido de vista, había alcanzado para mí ese interés preternaturalmente exagerado
que constituía el rasgo predominante de la enfermedad. En una palabra, en mi caso,
las facultades mentales más especialmente ejercidas eran, como he dicho ya, las
atentas, que en el soñador son las especulativas.
Mis libros, en esa época, si no irritaban en realidad el trastorno, participaban
ampliamente —como se comprenderá por su naturaleza imaginativa e inconexa— de
los caracteres del trastorno mismo. Recuerdo muy bien, entre otros, el tratado del
noble italiano Coelius Secundus Curio, De amplitudine Beati Regni Dei; la gran obra
de san Agustín, La Ciudad de Dios; y el De Carne Christi de Tertuliano, cuya
paradójica frase: Mortuus est Dei filius; credibile est quia ineptum est: et sepultus
resurrexit; certum est quia impossibile est, me ocupó muchas semanas seguidas de
laborioso y estéril estudio.
Parecerá, pues, que alterado su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón se
asemejaba mucho a esa roca oceánica de la que habla Ptolomeo Hefestión, la cual,
resistiendo firmemente los ataques de la violencia humana y la furia más feroz de las
aguas y los vientos, temblaba sólo al roce de la flor llamada asfódelo. Y aunque a un
pensador poco advertido le puede parecer fuera de duda que la alteración producida
en la condición moral de Berenice por su desdichada enfermedad me proporcionaría
muchas ocasiones para ejercer esa intensa y anormal meditación cuya naturaleza me
ha costado un poco explicar, no fue así en absoluto. En los momentos lúcidos de mi
dolencia, me afligía su desgracia; y me afectaba tan hondamente esa total ruina de su
vida hermosa y amable, que no paraba de preguntarme amargamente por qué medio
prodigioso se había operado tan extraña y repentina revolución. Estas meditaciones,
sin embargo, no participaban de la idiosincrasia de mi mal, sino que eran las que se le
habrían ocurrido, en situación parecida, a la humanidad en general. Fiel a su propio
carácter, mi trastorno se complacía en los cambios menos importantes y más
sorprendentes que se manifestaban en el ser físico de Berenice…, en la singular y
espantosa deformación de su identidad personal.
Durante los días más radiantes de su belleza sin igual, jamás llegué a enamorarme
de ella. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos jamás me han
brotado del corazón, y mis pasiones han sido siempre mentales. A través del gris de
la madrugada, entre las sombras enmarañadas del bosque a mediodía, o en el silencio
de mi biblioteca por la noche, la había visto revolotear ante mis ojos; y la había visto,
no como la Berenice viva y palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como
un ser terrenal, de este mundo, sino como una abstracción de ese mismo ser; no como
algo digno de admirar, sino como algo que analizar; no como un objeto que amar,
sino como un tema de la más abstrusa aunque inconexa especulación. Y ahora…
ahora me estremecía ante su presencia, y palidecía cada vez que se me acercaba; sin
embargo, lamentando amargamente su estado de desmoronamiento y aflicción,
recordaba que me amaba hacía tiempo… y en un momento importuno le hablé de
matrimonio.
Y se iba acercando por fin la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de
invierno —uno de esos días extemporáneamente cálidos, calmos y brumosos que
nutren a la bella Alcíone[6]— estaba yo sentado (y a solas, creía) en el aposento
interior de la biblioteca. Pero al levantar la vista vi a Berenice de pie delante de mí.
¿Fue mi imaginación excitada, la brumosa influencia del ambiente, o el
crepúsculo dudoso de la cámara…, del ropaje gris que caía alrededor de su figura, lo
que hacía tan vacilante y borrosa su silueta? No sé. No dijo una palabra; en cuanto a
mí, nada en el mundo me habría hecho pronunciar una sílaba. Un frío intenso me
recorrió el cuerpo; una sensación de insoportable ansiedad se apoderó de mí; una
curiosidad devoradora inundó mi alma. Y recostándome en la silla, me quedé un
momento inmóvil, sin respirar, con los ojos fijos en su persona. ¡Ay!, estaba
excesivamente demacrada, y ni un solo vestigio de su antiguo ser asomaba en línea
alguna de su contorno. Mi mirada febril se posó finalmente en su rostro.
Tenía una frente alta, y muy pálida, y singularmente serena; y se la cubría
parcialmente su cabello en otro tiempo de azabache, el cual le ocultaba las sienes,
hundidas con innumerables rizos ahora intensamente amarillos, desentonando de
forma discordante —por su aspecto grotesco— con la melancolía que reinaba en su
semblante. Los ojos no tenían vida, ni brillo, y parecía que ni pupilas; aparté
instintivamente mi atención de su mirada vidriosa y la fijé en sus labios delgados y
encogidos. Se abrieron; y en una sonrisa de extraño significado, asomaron lentamente
los dientes de la cambiada Berenice. ¡Pluguiera a Dios que no los hubiera visto, o que
hubiera muerto al verlos!
Me sobresaltó el golpe de la puerta al cerrarse, y cuando alcé la vista, descubrí
que mi prima se había ido del aposento. Pero no, ¡ay!, de la cámara trastornada de mi
cerebro. Tampoco se iría el espectro blanco y horrible de sus dientes. Ni una mancha
había en la superficie de todos ellos; ni una sombra en su esmalte, ni una mella en sus
bordes… Pero aquel momento de su sonrisa había bastado para grabarlos en mi
memoria. Ahora los veía con más nitidez que entonces, cuando los había tenido
delante. ¡Los dientes! ¡Los dientes!… Estaban aquí, allí, en todas partes, claros y
visibles ante mí: largos, estrechos, y exageradamente blancos; con los pálidos labios
contraídos alrededor como en el mismo momento de su primera y terrible
transformación. Después, vino toda la furia de mi monomanía, y luché en vano contra
su influjo irresistible y singular. Frente a los múltiples objetos del mundo exterior, no
tuve ya otro pensamiento que el de sus dientes. Se me despertó por ellos un deseo
frenético. Todos los demás asuntos e intereses quedaron subsumidos en esta única
contemplación. Ellos, sólo ellos, estaban presentes a los ojos de mi mente; y en su
singular individualidad, se convirtieron en la esencia de mi vida racional. Los veía
bajo todas las luces. Les daba vueltas en todas las posiciones. Examinaba sus
características. Me fijaba en sus particularidades. Estudiaba su conformación.
Meditaba sobre la alteración de su naturaleza. Me estremecía al atribuirles, en mi
imaginación, la facultad de sentir y percibir y, aunque les faltara la ayuda de los
labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho con justicia de Mad’selle Sallé
que «tous ses pas étaient des sentiments»; pues bien, de Berenice creía yo más
seriamente que tous ses dents étaient des idées. ¡Des idees! Ah, he aquí el
pensamiento idiota que me destruía: ¡Des Idées! ¡Por eso los codiciaba yo tan
desesperadamente! Sentía que sólo su posesión podía restituirme la paz,
devolviéndome a la razón.
Y cerró la noche sobre mí, llegó luego la oscuridad, se demoró, y se fue; y volvió
a clarear el día; y se fueron agrupando las brumas de una segunda noche alrededor…,
mientras seguía yo sentado, inmóvil, en ese cuarto solitario, absorto en mi
meditación. Y aún conservaba el fantasma de los dientes su terrible ascendiente,
cuando los vi flotar con vivida y espantosa claridad en medio de las cambiantes luces
y sombras de la cámara. Por último, irrumpió en mis sueños un grito como de horror
y consternación; seguidamente, tras un silencio, se produjo un tumulto de voces
alteradas, mezcladas con multitud de gemidos de congoja, o de dolor. Me levanté de
mi asiento y, abriendo de golpe una de las puertas de la biblioteca, descubrí en la
antecámara a una de las criadas deshecha en lágrimas, que venía a decirme que
Berenice se nos había… ido. Había sufrido un ataque de epilepsia por la mañana, y
ahora, al cerrar la noche, la sepultura estaba dispuesta para su ocupante, y se habían
hecho todos los preparativos para el entierro.
Me encontraba sentado en la biblioteca; otra vez allí, solo. Me parecía que
acababa de despertar de un sueño confuso y agitado. Descubrí que ahora era
medianoche, y sabía que Berenice llevaba enterrada desde la puesta del sol. Pero de
ese oscuro intermedio no tenía conciencia… al menos, conciencia clara. Aunque su
recuerdo estaba lleno de horror… de un horror tanto más horrible por su vaguedad, y
de un terror tanto más terrible por su ambigüedad. Era una página espantosa del libro
de mi vida, repleta de pasajes oscuros, espantosos, ininteligibles. Me esforcé en
descifrarlos, pero en vano; sin embargo, de vez en cuando, como el espíritu de un
sonido ya extinguido, parecía resonar en mi oído el chillido agudo y penetrante de
una voz femenina. Yo había hecho algo. ¿El qué?, me pregunté en voz alta. Y el eco
susurrante de la cámara me respondió: «¿El qué?».
En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara; junto a ella había un estuche. No tenía
nada de especial; yo lo había visto a menudo porque era del médico de la familia.
Pero ¿cómo había llegado a parar allí, sobre mi mesa, y por qué me estremecí al
descubrirlo? Todo esto no tenía en absoluto explicación; mi mirada cayó finalmente
sobre la página abierta de un libro, y se detuvo en una frase subrayada. Eran unas
palabras singulares, pero sencillas, del poeta Ebn Zaiat: Dicebant mihi sodales, si
sepulchrum amicæ visitarem, curas meas aliquantulum fore lev atas. ¿Por qué, al
leerlas, se me pusieron los pelos de punta, y se me heló la sangre en las venas?
Sonó una leve llamada a la puerta de la biblioteca y, pálido como el morador de
una tumba, entró con sigilo un criado. Su expresión estaba contraída de terror, y me
habló con voz temblorosa, ronca, bajísima. ¿Qué dijo? Oí frases entrecortadas.
Explicó que un grito frenético había turbado el silencio de la noche; que se había
reunido la servidumbre de la casa, que habían registrado la parte donde había sonado
el grito… Luego, su voz se volvió espeluznantemente clara al susurrarme que había
sido profanada una sepultura, que un cuerpo desfigurado, amortajado, seguía
respirando, palpitando todavía, ¡todavía vivo!
Señaló mi ropa: la tenía manchada de barro y de grumos de sangre. Yo no dije
nada, y me cogió la mano con suavidad: la tenía marcada con huellas de uñas
humanas. Dirigió mi atención hacia un objeto que había apoyado contra la pared; me
quedé mirándolo unos minutos; era una pala. Con un grito, me precipité hacia la mesa
y agarré el estuche que había encima. No conseguía abrirlo. Y a causa de mi temblor,
se me escurrió de las manos, cayó pesadamente y se hizo trizas; y, con un repiqueteo,
salieron rodando de él algunos instrumentos de odontólogo, junto con treinta y dos
cositas minúsculas, blancas, de aspecto marfileño, que se esparcieron por el suelo.

[5] Traducción de Francisco Torres Oliver. <<

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