urbanas que han rebasado su fama del ámbito de una ciudad llegando a alcanzar
renombre universal.
A ello han contribuido los escritores que desde el siglo XVI en adelante se han
referido a ella en sus obras. Cervantes, en la comedia El rufián dichoso indica que un
francés jorobado por más señas, que se llamaba Pierres Papin,
En la cal de la Sierpe tiene tienda de naipes.
Tienda de naipes donde compraban sus barajas los tahúres, jugadores de ventaja,
fulleros, que pululaban por Sevilla para engañar a los incautos que volvían de Indias
con la bolsa llena de oro, y con ganas de divertirse o de lucir sus riquezas, y a los más
incautos todavía que desde toda Europa acudían a Sevilla para comprar mercancías
procedentes de Indias. Pues donde el dinero abunda demasiado, engendra toda suerte
de vicios y delitos.
La calle, desde los tiempos de la Reconquista por san Fernando, se venía
llamando calle de Espaderos en razón a tener en ella su hospital y hermandad quienes
hacían espadas. Históricamente no se sabe con exactitud cuándo empezó a llamarse
calle Sierpes, ni por qué. Consta que una ordenanza mandada hacer por los Reyes
Católicos, emplea los dos nombres, de Espadero y de Sierpes. El ilustre polígrafo
sevillano don Luis Montoto atribuye el nombre nuevo a haber vivido en esta vía un
don Álvaro Gil de las Sierpes. Otros aseguran que en cierta barbería con honores de
botica —pues los barberos eran al mismo tiempo sangradores, cirujanos y aún
boticarios—, hubo una sierpe como muestra, junto a los botes de sanguijuelas y
lancetas de sangrar. Otros dicen, en fin, que no fue una barbería y tienda de cirujano,
sino un mesón, el que tuvo en su muestra este animal, y que del mesón de la Sierpe
tomó su nombre la calle.
La fantasía popular, quizá con algún fundamento, ha tejido una leyenda en torno
al nombre de esta populosa y castiza vía. Veámosla:
En los últimos años del siglo XV cuando aún no había terminado la Reconquista,
era Sevilla ciudad de paso para las tropas que escaramuzaban contra los moros del
reino de Granada. La frontera insegura, permitía infiltrarse fácilmente individuos
armados y partidas merodeadoras, que no sólo hostilizaban a los castellanos en su
retaguardia, sino que tomaban contacto con los moriscos residentes en las ciudades
cristianas. Había también en muchas de estas ciudades, y por supuesto en Sevilla,
barrios enteros habitados por judíos, descontentos y siempre dispuestos a fomentar
con su dinero el bandidaje y la revuelta. Para agravar aún el triste panorama de la
época, los nobles españoles andaban divididos en bandos, hostiles unos a otros, y
todos ellos hostiles al poder real que intentaba disminuir sus privilegios para
fortalecer la autoridad de la Corona. Eran frecuentes por todas estas causas, las
muertes a mano airada, los pillajes y toda suerte de violencias que casi siempre
quedaban impunes.
Por aquel entonces, comenzaron a ocurrir en Sevilla siniestros sucesos. Con
frecuencia faltaban niños, sin que nadie pidiera por ellos rescate, ni aparecieran luego
vivos ni muertos. Unas veces era durante la noche, en el interior de las casas, robados
de sus propias cunas. Otras veces, a la hora de atardecer, no regresaba de sus juegos
alguna criatura, sin que jamás volviera a saberse de ella.
Cundió la alarma en la ciudad, y las madres procuraban no separarse de sus hijos,
llevándolos todo el día prendidos a las faldas, y acostándolos a su lado abrazados
consigo por la noche.
Se susurraban en la ciudad, mil diversos rumores. Decían unos que robaban estos
niños los judíos para sacrílegas parodias de la crucifixión de Cristo, y para mezclar su
sangre inocente, con diabólicas mixturas destinadas a hechizos. Otros aseguraban que
los niños robados eran conducidos por bandidos moros, a los palacios del rey de
Granada para convertirlos en esclavos. Quien aseguraba que más bien eran piratas
turcos que remontaban el Guadalquivir en barcas, y entraban en la ciudad disfrazados
de mercaderes, para llevarse los niños y venderlos en los mercados del Gran Sultán
de Constantinopla. Venganzas de los partidarios de los Ponce contra los Guzmanes, y
represalias de los partidarios de los Guzmanes contra los Ponce, afirmaban otros.
Pero he aquí que cierto día, un hombre embozado, de gallarda apostura, se
presentó en la casa de don Alfonso de Cárdenas, que regentaba por entonces la
ciudad.
—Vueseñoría perdonará que no quiera mostrar mi rostro, ni decir mi nombre.
Pero el asunto que me trae a verle, es cosa que mucho importa al sosiego de esta
ciudad.
—¿Venís acaso a denunciar alguna nueva conjura de los Ponce, o de los
Medina-Sidonia?
—Nada de eso, señor. Los intentos de esas dos nobles casas son tan conocidos,
que sería excusado el venir a contarlos. Ya hasta andan en papeles rimados.
¿Conocéis los versos que andan de mano en mano?
Mezquina Sevilla en la sangre bañada
de las tus fijos e tus caballeros…
y que terminan
Despierta Sevilla e sacude el imperio
que face a tus nobles tanto vituperio…
»Todo eso anda hasta en boca de los ciegos de romance, y dello se habla en las
fuentes públicas, donde las mujeres aguardan a llenar sus cántaros. No; vengo a
hablaros de algo mucho más importante; de los robos de niños que tiene acongojada a
la ciudad.
—¿De los robos de niños? Decidme: ¿quién o quiénes son los autores? ¿Habéis
visto? ¿Podremos haberlos? Juro que si me ayudáis a prenderlos haré quemar a fuego
lento en el campo de Tablada a esos criminales, o los mandaré descuartizar entre
cuatro caballo en la plaza de San Francisco.
—A su debido tiempo haréis lo que convenga, si algo de eso os conviene, señor
don Alonso, pero no es así el caso de mi venida, sino preguntar a Vueseñoría qué
premio o recompensa puedo esperar si se acaba tan doloroso azote de Sevilla gracias
a mi intervención.
—¿Premio? El que vos pidáis; os lo prometo.
—No quiero promesas, mi señor don Alonso, y no es desconfianza. Pero después,
ya sabéis, cambian los hombres, cambian las memorias. Yo querría, no una promesa,
sino un compromiso formal, ante escribano, y con las garantías que es razón en un
asunto de tanta monta.
—Se hará lo que decís, porque no me duelen prendas cuando prometo algo.
Y don Alonso de Cárdenas, comendador de León, y primer regidor de la ciudad
de Sevilla, hizo venir a toda prisa un escribano, para que formalizase el documento.
—¿Cuál premio pedís?
—El primero, mi libertad, señor.
—¿Vuestra libertad? ¿Acaso sois esclavo?
—No; soy un preso fugitivo a quien la buena fortuna ha hecho descubrir el
misterio del cómo y por dónde desaparecen tantos tiernos niños de esta ciudad.
Veréis, hace pocos meses, fui conducido a Sevilla desde Marchena, precisamente por
haber tomado las armas en rebeldía, contra el rey, siguiendo secretas órdenes de mi
señor el duque de Arcos. Salieron mal las cosas, y el duque me dejó abandonado a mi
destino, y vine a un calabozo de la cárcel. No me resigné a pudrirme en tan húmedo
aposento, y di en escarbar bajo el camastro, sacando la tierra escondida en las
faltriqueras, cada vez que me llevaba el guardián al patio a trabajar con los otros
presos. Al cabo de cierto tiempo, llegué a tener un espacioso agujero por el que ganar
la libertad, pues había topado por misericordia de Dios, con la cloaca antigua que va
por debajo de la cárcel.
—Ya, ya he oído hablar de esas cloacas romanas, o de tiempo de los moros, que
en esto nadie ha logrado aclararse. Les llaman el laberinto de Sevilla, y van por
debajo de muchas de estas calles.
—En efecto; di cierta noche en huir por ese ruin camino, a oscuras, y a tientas
procurando orientarme por sus tenebrosas estrechuras para salir de la ciudad. Y en tal
sazón, fue cuando encontré a quien robaba los niños.
—¿Judíos sin duda que por los pasadizos secretos de la sinagoga…? —preguntó
el escribano.
—¿Turcos que vendrían por las cloacas desde el río? —inquirió el regidor.
—Ni los unos ni los otros —respondió el desconocido—. Pero, escribid, escribid,
señor escribano. Escribid el compromiso de don Alonso de Cárdenas, de devolverme
la libertad, y yo continuaré mi historia. Sino, por Dios, que calle hasta el fin del
mundo.
Escribió el escribano con sus garrapateados renglones de apretados formulismos.
—¿Vuestro nombre?
—Ahora sí lo diré. Me llamo Melchor de Quintana y Argüeso; bachiller en letras
por los estudios de Osuna.
El secretario terminó de redactar su escrito y lo leyó pausadamente:
—… Y por la grande importancia deste negocio, y servicio que presta a la ciudad
remediando la aflición pública por la desaparición de muchos niños… vengo en
perdonar y perdono en nombre de Su Alteza el Rey de Castilla, y de León, y del
Algarbe… a Melchor de Quintana y Argüeso, del delito de rebelión armada
otorgándole su cuerpo libre…
Firmó don Alonso de Cárdenas, y se quedó con el escrito en la mano, y dijo con
voz grave y pausada:
—Ved que he firmado, no una promesa sino vuestra libertad. Este documento os
entregaré y os dejaré ir libremente do queráis, tan pronto como me pongáis en
disposición de prender al autor o autores de esos secuestros.
—Más haré todavía, no os diré dónde podéis prender al autor. Os llevaré donde
está, muerto por mi mano hace dos días.
Requirió don Alonso a dos hombres de armas que tenía para su servicio; y junto
con ellos y con el escribano ordenó a Melchor de Quintana:
—Conducidme entonces a ese lugar, y teneos ya por libre tan pronto como me
convenza de que decís verdad.
Se dirigieron a la calle de Entrecárceles, donde estaban las dos cárceles, y
entraron en el grande caserón de la cárcel Real. Requirió don Alonso al alcaide para
que les condujese hasta el calabozo que había ocupado Melchor y donde estaba mal
tapado aún, el agujero por donde huyó. Unos presos lo destaparon quitando el
escombro que aquí se había echado, y apareció nuevamente la galería de la cloaca.
Era tal como había dicho don Alonso, una vieja galería abovedada, de tiempos de los
romanos, labrada quizá para desagüe en tiempos de inundaciones o para limpieza de
la ciudad. Bajaron con luces, y acompañados del alcaide y de otros hombres de armas
de los que guardaban la cárcel.
Edificio de la calle Sierpes, donde estuvo emplazada la Cárcel Real, en que
permaneció preso Cervantes.
Delante iba con una antorcha en la mano izquierda, y una espada desnuda en la
derecha, guiando al grupo, Melchor de Quintana.
Anduvieron como cosa de cien pasos, y llegaron a un lugar donde se cruzaban
varias galerías.
—Estamos en la calle de Espaderos —dijo don Alonso—. Al menos eso es lo que
deduzco por lo que hemos andado.
—Pues ahí tenéis al ladrón y matador de los niños —dijo Melchor—. Y
levantando la antorcha para iluminar mejor la galería, mostró a los sorprendidos ojos
de sus acompañantes, el cuerpo disforme de un monstruoso animal, que les pareció en
principio un cocodrilo o dragón, pero que viéndolo más despacio, reconocieron ser
una gran serpiente, gruesa como un hombre, y de más de veinte pies de largo.
Aunque impresionaba su temible aspecto, aún más les espantó el ver que tenía
clavada en el cuerpo una daga hasta la empuñadura, y por la herida resbalaba viscosa,
todavía, una ancha cinta de sangre.
Cómo había podido aquel hombre, en la oscuridad tenebrosa de la cloaca luchar
con el terrible animal y darle muerte, era cosa que parecía sin duda un gran milagro.
Todos los circunstantes miraban con admiración y temor al bachiller Quintana, tal
como si fuera un aparecido.
—En efecto, esta gran bestia era la que robaba los niños, sin duda saliendo por
otras cloacas menores al interior de las casas —afirmó uno de los alguaciles armados
que había estado reconociendo la galería—; pues he visto por el suelo algunos restos
infantiles de sus horribles comidas.
—Señor bachiller; podéis ir libre como os he firmado. Marchad adonde os plazca,
y para que no volváis a sentir necesidad de meteros en rebeldías, pasad por la casa
consistorial donde os proveeré de algún empleo si queréis quedaros en Sevilla, o de
algunos dineros si queréis volver a vuestro pueblo.
Don Alonso ordenó que el disforme cuerpo de la Sierpe fuera sacado de aquella
galería, para que su corrupción pasando unos días no inficionase de pestilencia toda
la ciudad. Fue expuesto el animal muerto en la misma calle de Espaderos, y el vulgo
que venía a verlo desde todas las collaciones o barrios de Sevilla, a fuerza de repetir
el relato de lo sucedido, vino a llamar a esta calle «La calle de la Sierpe», nombre que
acabó por borrar la memoria del nombre de Espaderos que antes tenía.
Y es fama que el bachiller Quintana se quedó en Sevilla ocupando un puesto
honroso, en el que su valor y juntamente sus letras, le dieron autoridad y provecho.
Pasados unos meses vino a casarse con una hija del mismo don Alonso de Cárdenas,
porque a las mujeres siempre les ha placido el hombre valeroso, y más si es letrado, y
con ribetes de poeta como lo era Melchor de Quintana y Argüeso, bachiller en Letras
por los Estudios de Osuna, que después de los de Salamanca y Sevilla, eran la tercera
Universidad de España.
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