domingo, 31 de marzo de 2019

EL BESO DE JUDAS[20]

Mujer de las tinieblas exteriores, demonio de la muerte,
¿En qué caverna inhumana, en qué abismo terrible,
Has oído, invisible, tal hechizo?
¿Qué mano poderosa ha resucitado tu cadáver,
Qué canto ha disuelto tu sudario, quién te ha abierto
Esos ojos apagados, llenándolos de estrellas?
Gebir, LANDOR
EL VIAJE
HACIA finales de septiembre, hará unos ocho años, el vapor Albrecht, mandado
por el popular capitán Pellegrini, tuvo el honor de contar entre sus pasajeros, en su
viaje por el Danubio hasta Ruschuk, con un caballero al que no sin razón podía
habérsele hecho el algo osado comentario que Charles Buller hizo a un conocido par,
hoy desaparecido: «A menudo pienso en lo perplejo que estará su Hacedor al
observar su conducta». Realmente, sería difícil encontrar un revoltijo más curioso de
cualidades encantadoras y detestables que el que maquillaba al personaje etiquetado a
efectos oficiales como teniente coronel Richard Ulick Verner Rowan, familiarmente
conocido en la sociedad como «Hippy» Rowan. Egoísta casi hasta la crueldad y, no
obstante, capaz de actos de generoso sacrificio a los que quizá no habría llegado el
mejor de los hombres; conocido por su severidad innecesaria en las numerosas
guerras en las que se había distinguido y, no obstante, famoso con todo merecimiento
por ser el hombre más afable de Londres, «Hippy» Rowan, gracias a su sano y sereno
espíritu filosófico, jamás había permitido, en el curso de sus cincuenta y pico años de
experiencias mundanas, que una pizca de cinismo le enfriara el corazón. No es tan
fácil o natural, como quizá imagina mucha gente, sentirse satisfecho con mucho; pero
en los días dorados en que poseyó mucho —en el meridiano de su grata vida, cuando
ni siquiera las sombras de la tarde eran anunciadoras de los inminentes terrores de la
noche—, Dick Rowan gozó del mismo sereno espíritu de contento que le distinguía
en los últimos y más atribulados tiempos en que no podía por menos de parecer
gotoso y endeudado, con una renta que apenas doblaba lo que en otro tiempo pagaba
él por su cordon bleu.
Poco antes del comienzo de nuestra historia, había sido invitado por un millonario
turco, su viejo amigo Djavil Pachá, a pasar unos días con él en su palacio junto al
Bosforo: llamada en atención a la cual navegaba ahora Dick Rowan Danubio abajo…
Había escogido este medio particularmente monótono e incómodo de reunirse con
su amigo por razones que no vienen al caso; pero el pensar en el insoportable viaje en
ferrocarril de Ruschuk a Varna que le aguardaba, para luego enfrentarse al mar
Negro, no contribuía a aliviarle los accesos de gota y de irritabilidad que le acometían
a rachas mientras, durante los dos aburridos días, contemplaba el lento deslizarse de
las orillas a uno y otro lado, y viendo cómo a la derecha Hungría dejaba paso a
Serbia, y luego Serbia a Turquía, en tanto a la izquierda la perpetua Valaquia,
desolada y triste, se ensanchaba sin cesar; paseando arriba y abajo por la cubierta, con
el brazo apoyado en su fiel criado —o más bien antiguo lugarteniente— de nombre
Adams, persona casi tan conocida y capacitada como su señor, cockney que, sin
control alguno sobre las aspiradas de su inglés nativo, hablaba con precisión y fluidez
ocho lenguas distintas, incluida la árabe, y cuyo conocimiento de los países orientales
databa efectivamente de la época en que había sido paje del gran Eltchi de
Constantinopla. Iban muy pocos pasajeros a bordo —un número anormalmente
escaso, a decir verdad—; y a esta circunstancia se debió sin duda el que Rowan, que
por lo general prestaba escasa atención a sus compañeros de viaje, reparara en un
individuo de aspecto misterioso —un hombre que no parecía viejo—, el cual se
mantenía apartado de los demás, solo, embozado hasta los ojos en una enorme
bufanda de seda blanca bastante sucia, y que se le notaba que estaba enfermo por la
manera desfallecida de estar sentado, la extrema palidez de la única parte de su rostro
que era visible y, sobre todo, por la luz febril que brotaba de entre los párpados
cargados y sin pestañas. Vestía enteramente de negro; y aunque sus ropas estaban
algo raídas, revelaban más descuido que pobreza; y Adams había observado y
comentado a su amo que en un dedo de la mano que aquel hombre flaco, sucio y
amarillento levantaba de cuando en cuando para subirse la bufanda, centelleaba un
diamante que el omnisciente ayuda de cámara reconoció como piedra de gran valor.
—¡Qué pinta más desagradable, Adams! —murmuró de mal humor el coronel en
inglés cuando, en su deambular por la cubierta, pasaron su criado y él por vigésima
vez, la primera mañana del viaje, ante el misterioso personaje sentado—. ¡Y cómo
nos mira! Tiene ojos de lunático; y evidentemente, le pasa algo horrible en la cara.
Puede que sea un leproso. Pregúntale al capitán qué sabe de él.
Pero el siempre amable capitán Pellegrini no pudo facilitar mucha información,
salvo que el hombre no era un loco ni un leproso, ni desde luego estaba enfermo, que
él supiese. Era un moldavo llamado Isaac Lebedenko, estudiante de medicina, o
doctor, creía el capitán. Pero en todo caso, se trataba de un hombre de posición
acomodada, ya que siempre gastaba el dinero con liberalidad.
—Hace dos años que viaja con nosotros periódicamente, —dijo el capitán—.
Aunque confieso a su excelencia que jamás he visto propiamente su cara, porque va
siempre embozado de esa manera. Toma sus comidas a solas, para lo cual paga el
correspondiente recargo, y de hecho se mantiene siempre aparte y nunca habla con
nadie. Pero el camarero que le atiende le ha visto la cara, y dice que no tiene nada
raro, salvo que es el hombre más feo que ha visto.
—Puede que esté tísico —sugirió el coronel. Pero el omnisciente Adams negó
con la cabeza. Era de todo punto imposible. Había visto andar a aquel hombre y había
observado sus piernas. La tisis no podía engañarle: reconocía su presencia con una
simple mirada. Este hombre tenía las piernas fuertes como una pantera. De tisis nada.
—Bueno —dijo el coronel con impaciencia—; pero es evidente que algo le pasa,
sea lo que sea, y me alegro de no verme condenado a permanecer mucho tiempo en
su proximidad; porque la verdad es que sus ojos tienen la forma de mirar más
desagradable que he visto en mi vida, desde que dejamos a los leprosos —y
seguidamente cambió de conversación.
Esa noche, tarde ya, se hallaba el coronel sentado en cubierta fumando un
cigarrillo: pensaba en su inminente visita a Djavil, y se preguntaba a qué otras
personas habría invitado su viejo amigo, al tiempo que se le agolpaban mil recuerdos
en el cerebro mientras contemplaba soñadoramente la luna que sonreía por encima de
la menguante Serbia. De repente, una voz cercana a su oído, un susurro lento,
silbante, atiplado, quebró el silencio, y dijo en balbuceante francés:
—Perdone la pregunta, monsieur: pero ¿con qué derecho se atreve a interrogar a
la gente sobre mí?
Y al volverse vio de pie, junto a su hombro, al horrible hombre de negro, cuyos
ojos brillaban con asombrosa ferocidad entre los párpados enrojecidos, mientras su
mano ganchuda, adornada con un diamante, agarraba convulsa la sucia bufanda
blanca, probablemente para evitar que se le cayera con la vehemencia de su
interpelación.
Hippy se levantó inmediatamente; y al hacerlo, su rostro pasó cerca del semblante
medio oculto del hombre que le hablaba, y un olor nauseabundo y familiar a almizcle,
cargado de repulsiva significación para el experimentado viajero, asaltó su fosas
nasales.
—¿A qué se refiere? —exclamó, y retrocedió: el asco anuló momentáneamente en
él todos sus otros sentimientos—. ¡Atrás! ¡No se me acerque!
El hombre no dijo nada; se quedó inmóvil. Pero, a la luz de la luna, Rowan vio
claramente que sus ojos, ribeteados de un color rojizo, centelleaban con renovada
ferocidad, y que la mano ganchuda y amarillenta del diamante, agarrada a la sucia
bufanda, se contraía como por un espasmo convulsivo. Y oyó, bajo la envoltura de
seda, una ronca aspiración como de sollozo. Rowan se recobró en seguida.
—Perdone, monsieur —dijo fríamente—. Me ha asustado. ¿Tendría la bondad de
repetirme la pregunta?
El hombre no dijo nada. Era evidente que había notado la repugnancia que
inspiraba, que le dominaban la ira y la indignación, y que no se fiaba de su propia
voz.
—Me ha preguntado, creo —prosiguió el coronel en tono más amable, porque le
remordía la conciencia pensar que quizá había herido involuntariamente a alguien
que, pese a su aspecto desagradable y a su actitud arrogante, por no decir hostil, era
sin duda un enfermo y un paciente tan sólo—, me ha preguntado, creo, monsieur, con
qué derecho he hecho averiguaciones acerca de usted. Le ruego que me disculpe por
ello. A decir verdad, no me considero en la obligación de dar ninguna excusa; pero lo
siento si le he ofendido. Tan sólo he preguntado al capitán…
Pero el hombre le interrumpió: su voz, trémula de pasión, brotó como un siseo
ronco y jadeante que hizo aún más acusado y grotesco el fuerte acento con que
pronunciaba el francés.
—Le ha preguntado… se ha atrevido a preguntarle, si era yo un leproso. El
capitán se lo ha dicho a Hoffmann, el camarero, y él me lo ha dicho a mí. ¡No puede
negarlo! ¡Perro inglés!
Aquí, aspirando como si le faltara el aire, y dominado por la cólera al parecer, el
hombre dio un paso hacia Rowan. Esta explosión de reproche produjo un gran alivio
al coronel. Como la mayoría de las personas de sentimientos refinados, resistía
cualquier herida física mejor que las infligidas por el remordimiento; y la sospecha de
que quizá por irreflexiva descortesía había causado dolor a alguien que sólo merecía
compasión le había resultado amarga. La violenta hostilidad del hombre, y la dureza
de sus palabras, cambió e iluminó enteramente el aspecto de la situación.
—Siento —dijo Hippy con irónica cortesía— que mi nacionalidad no merezca el
honor de su aprobación. ¡Por desgracia, no todos cuentan con el orgulloso privilegio
de ser naturales de Moldavia! Pour le reste, lo único que puedo hacer es repetir mis
disculpas por… —pero el hombre volvió a interrumpirle.
—¡Disculpas! —repitió, si es que puede aplicarse efectivamente algún término
que denote resonancia al áspero y ceceante susurro en que hablaba—. ¡Disculpas!
¡Claro! Ustedes los ingleses son todos unos cobardes y sólo piensan en disculpas. No
se atreve a pelear, canaille. ¡Pero tendrá que hacerlo! ¡Yo le obligaré! —y dio otro
paso adelante; pero esta vez de forma tan amenazadora que el coronel, entre divertido
y aprensivo, consideró prudente retroceder.
—¡Cuidado! —dijo, medio levantando el bastón como para rechazar al hombre
como si fuese un animal sucio—; guarde las distancias —y seguidamente, hablando
con rapidez, porque temía un ataque del enfurecido moldavo y deseaba evitar tan
ridicula complicación, prosiguió—. Si consigue probarme que debo enfrentarme con
usted, estaré encantado de hacerlo. Tiene razón, por supuesto, en pensar que los
duelos no están ya de moda en Inglaterra. Pero yo soy una excepción a esa regla. Ya
he tenido dos, y me encantará aumentar el número enfrentándome con usted, si nos
ponemos de acuerdo. Pero ésa es una cuestión que no nos corresponde a usted y a mí
discutir, ¿no le parece? El capitán Pellegrini me conoce. Le dejaré a él mi dirección.
Tengo amigos en Turquía, y me alojaré en las cercanías de Constantinopla durante un
par de semanas; así que puede enviarme sus padrinos. Ya designaré yo a los
caballeros que se encargarán de recibirlos. ¡Con permiso, buenas noches! —y Rowan
se levantó el sombrero con formularia cortesía, y dio un paso como para marcharse.
Pero el hombre saltó como un gato y le cortó el paso.
—¡Cobarde! —exclamó, extendiendo los brazos como para impedir a Rowan que
se fuera—. ¡Es usted un canalla! ¡Como todos los de su país! ¿Se cree que va a huir
de mí? ¡Pues no! Se va a arrodillar y me va a pedir perdón, maldito inglés… maldito
canalla… mal…
Pero en el instante en que el enfurecido moldavo llegaba a este punto sucedió
algo horrible. Con la vehemencia, al retirar su mano amarillenta y ganchuda de la
sucia bufanda que sujetaba, al hombre se le empezó a deshacer poco a poco el
embozo, y a bajársele cada vez más, revelando a Rowan una visión tan extraña, tan
espantosa, que, impulsado por una morbosa curiosidad, adelantó impensadamente la
cabeza mientras sus asombrados ojos seguían ansiosos el infernal avance de tal
revelación. Y observando de este modo cómo la seda se deslizaba hacia abajo, vio
primero unas mejillas hundidas y sin pelo, contraídas por la emoción, pero de una
palidez espantosa, con ese horrible color que inevitablemente se relaciona con la idea
de los cambios post-mortem; y en el centro de esta lívida delgadez, iluminado sólo
por unos ojos febriles de párpados enrojecidos, el inicio —la ancha base emergía de
los pómulos por así decir— de una repulsiva prominencia que parecía estrecharse
hasta una terminación que de momento ocultaba la bufanda, pero que el horrorizado
coronel estaba más seguro a cada instante de que no podía asemejarse al órgano nasal
de una persona, sino más bien al… ¡Ah! Cayó la seda, y a la luz de la luna vio al fin
Rowan lo que ya había adivinado: el hocico puntiagudo de un enorme hurón. Y abajo,
muy abajo, moviéndose nerviosamente, el horror viscoso y húmedo de una boca
pequeña y casi redonda, pero sin labios, de la que brotaba el ronco y atropellado
siseo, las palabras ceceantes de odio y amenaza.
Aunque esperada en parte, esta espantosa revelación fue tan indeciblemente
horrible cuando aconteció que la expresión de asco del rostro de Rowan se intensificó
súbitamente, al extremo de que atrajo la atención del monstruo que la inspiraba, el
cual, pese a lo furioso que estaba, contuvo el tumulto siseante de su violencia. Y al
callar, se dio cuenta de pronto de que se le había bajado la bufanda. Entonces,
interpretando justamente el horror que veía en el semblante del coronel, e incitado a
un nuevo acceso de furia, demasiado desesperado y violento incluso para
exteriorizarlo con palabras, o siquiera con un gemido o un gañido inarticulado, se
abalanzó ciegamente con los brazos extendidos, dispuesto a arremeter contra su
enemigo. Pero el coronel, que había previsto esta embestida, saltó a un lado; al
mismo tiempo, dominado por la repugnancia, no pudo contenerse y lanzó al monstruo
una violenta estocada con el bastón… estocada a la que imprimió mucha más fuerza
de lo que pretendía, porque hizo que el hombre se tambalease y cayese de bruces, en
el instante en que dos o tres marineros que habían presenciado desde cierta distancia
los últimos incidentes de la disputa corrían a separar a los contendientes.
—Ese hombre —exclamó el coronel en alemán, señalando con el bastón al
moldavo caído de rodillas que se reajustaba la bufanda alrededor de su horrible cara
— ha intentado agredirme, y me he defendido. Atiéndanle, pero tengan cuidado. ¡Es
una fiera salvaje, no un hombre!
Los marineros miraron al coronel, por el que sabían que el capitán del barco tenía
gran deferencia, luego al montón de gastadas y negras ropas caído en la cubierta, y
finalmente se miraron los unos a los otros asombrados y boquiabiertos, sin saber qué
decir, pensar o hacer.
—Hablaré de esto al capitán mañana por la mañana —prosiguió Rowan—. Entre
tanto, repito, atiendan a este… a este… hombre. ¡Pero tengan cuidado! —y diciendo
esto, dio media vuelta y se alejó en dirección a su camarote.
Justo antes de llegar a la escalera, se volvió y miró hacia atrás. Allí, a la luz de la
luna, estaba el hombre de negro, de pie, mirándole, con su horrible rostro envuelto
otra vez en su sucia bufanda, ahora manchada en el borde con la sangre que le
manaba de una herida que tenía en la frente. Al ver que se volvía el coronel, el
hombre levantó el puño y lo agitó lenta, solemne, deliberadamente, en un gesto de
advertencia y de maldición; y los marineros, temiendo una nueva violencia, lo
rodearon. Luego el coronel dio media vuelta y prosiguió su camino a la cama. Por la
mañana, naturalmente, Rowan puso al corriente a su fiel Adams (quien, dicho sea de
paso, jamás se asombraba de nada, dado que durante su larga permanencia en Oriente
había adquirido la imperturbabilidad de esos pueblos) del extraño suceso de la noche
anterior, aunque le pidió que no dijera nada a nadie.
—He pensado detenidamente la cuestión —dijo el coronel—, y he decidido
decirle sólo al capitán que he tenido unas palabras con ese hombre, y que en un
momento de acaloramiento le he golpeado. Más tarde le daré la dirección de su
Excelencia, donde vamos a pasar estas dos semanas, de manera que si ese hombre
quiere comunicarse conmigo para lo que le plazca, lo pueda hacer. Por supuesto, sería
ridículo tener un duelo con semejante bruto; pero espero que no vuelva a intentar
agredirme hoy.
—Me ocuparé de que eso no ocurra, señor —dijo Adams.
Pero no fue necesaria tal precaución. No se volvió a ver al moldavo, a quien sin
duda retuvo en su camarote la herida; y a la mañana siguiente, de madrugada, el
coronel y su criado dejaron el vapor en Ruschuk y tomaron el tren para Varna y el
mar Negro, en route hacia los esplendores del Bosforo.
EL SEGUNDO ENCUENTRO
[HIPPY Rowan ha llegado al palacio de Djavil Pachá, en el Bosforo. Entre los
invitados del millonario turco se encuentran lord Melrose («conocido jugador,
quebrantador y desvalijador de bancos»), Emile Bertonneaux («divertido periodista
francés del OEil de Boeuf, de París») y Toby Jeratczesco («bon viveur internacional
amante de las cartas y las carreras, y con dinero suficiente para justificar su interés en
estas dos caras modalidades de especulación»). Jeratczesco ha invitado a los
presentes a su «castillo misterioso» (en los «Cárpatos moldavos»). Todos han
aceptado, y Djavil decide una espectacular comida campestre antes de la marcha.
Entre los invitados a esta celebración se encuentran Leopold Maryx («afamado
especialista en enfermedades nerviosas, que había sido llamado de Viena para atender
al sultán»); «lord y —sobre todo— lady Brentford, campeona de la política»;
Leonard P. Beacon, millonario de Nueva York («vulgar a extremos imposibles de
purificar, siquiera con dinamita»), y lord Mailing («nuestro delicioso pero
insoportable embajador»). La conversación gira en torno a los «malos espíritus».]
—Me hablaba Maryx de los Hijos de Judas —comentó Hippy Rowan.
—¿Los Hijos de Judas? —repitió Émile Bertonneaux, el periodista parisiense
olfateando un posible article a sentation… porque no hace falta recordar a nuestros
lectores que, en reunión tan cosmopolita, la charla se desarrollaba en francés—;
¿quiénes son ésos? No tenía idea de que Judas fuese père de famille.
—Es una leyenda moldava —replicó el gran especialista—. Se dice que los Hijos
de Judas, descendientes directos del gran traidor, andan por el mundo intentando
hacer daño, y matan con un beso.
—Pero ¿cómo consiguen acercarse a uno para besarle? —preguntó asombrado el
señor Leonard P. Beacon, a quien su avidez de información le hizo ignorar que tenía
la boca llena de loup sauce bomard.
—La leyenda dice —dijo Maryx— que, en primer lugar, están aquí bajo toda
clase de forma y condición: de hombre o de mujer, de joven o de viejo; aunque
generalmente son de excepcional e insoportable fealdad. Y que están aquí sólo para
saciar sus corazones de envidia, odio y veneno, y para marcar a sus presas. A fin de
hacer efectivamente daño, tienen que sacrificarse a su odio, regresar a las regiones
infernales de donde salieron (por la puerta del suicidio), informar al Superior de los
Tres Príncipes del Mal, recibir de él su encargo diabólico, regresar después a este
mundo, y llevar a cabo su acción. Pueden volver bajo la forma que consideren más
conveniente para conseguir su propósito, o más bien para satisfacer su odio: a veces
vienen como perros rabiosos y contagian la hidrofobia mordiendo: ése es un tipo de
beso de Judas. Otras, como propagadores de una pestilencia, cólera o lo que sea, que
es otra forma de beso de Judas. Otras, como una figura atractiva, y entonces el beso
es en verdad como un beso de amor, aunque su efecto es tan fatal como la mordedura
de un perro rabioso o el contagio de la peste. Cuando adopta la forma amorosa, sin
embargo, deja siempre una señal en el cuerpo envenenado de la víctima: la herida del
beso. El verano pasado, estando yo en Sinaia al servicio de la reina, vi el cuerpo de
una campesina cuyo amante le había dado el beso de Judas; y desde luego, tenía en el
cuello una señal así —Maryx cogió el tenedor y trazó en el mantel tres equis—:
XXX. ¿Adivinan ustedes qué se dice que significa? —preguntó el eminente doctor.
—Treinta —exclamó lady Brentford.
—Efectivamente —contestó Maryx—; «treinta»: las treinta monedas de plata. El
precio de la sangre.
—Vous êtes impayable, mon cher! —exclamó Djavil, con una sonrisa—. Cuando
vea que ya no es productivo matar pacientes, siempre puede hacer dinero en las
foires. Ponga a Hippy Rowan a tocar el tambor en la puerta, siéntese usted en el
interior del carromato a contar sus Magues maravillosas, y amasará una fortuna en
nada de tiempo.
El gran profesor hizo caso omiso de estos frívolos comentarios; a decir verdad,
pese a su maravillosa inteligencia, extraordinarios conocimientos, experiencia y
habilidad, en el fondo era un gran charlatán y embaucador, y le entusiasmaba dejar
boquiabierta a la multitud; y el interés que vio reflejado en los rostros de sus oyentes
le encantó.
—¿Ha dicho usted que, en primer lugar, esos Hijos de Judas son feísimos? —
inquirió el coronel Rowan, volviéndole a la memoria el rostro espantoso de aquel
Isaac Lebedenko que le había atacado en el barco. Casi se le había olvidado el
incidente, hasta este momento; aunque lo había consignado cuidadosamente en su
meticuloso diario. Y a propósito: hacía tiempo que se había convencido a sí mismo de
que debió de equivocarse respecto a lo que desveló aquella horrible bufanda; que
tales cosas no podían ser, y que sin duda le había engañado algún efecto de sombra, o
alguna broma que debió de gastarle su gota, a caballo de su imaginación.
—Sí —replicó Maryx—, eso dice la leyenda. Esa fealdad física delata,
naturalmente, el espíritu maligno que hay dentro. En ese estadio, pueden ser
reconocidos y evitados; o mejor aún, se los puede matar. Porque sólo se vuelven
verdaderamente peligrosos cuando su odio alcanza tal grado que se sienten
impulsados a buscar una muerte y una reencarnación voluntarias, a fin de satisfacer
su malevolencia; porque sólo por la puerta del suicidio pueden llegar a la presencia
del gran demonio para recibir pleno poder y disposición para regresar a la tierra con
su encargo de destrucción. Así, si se les mata en su primera fase sin permitir que se
suiciden, quedan destruidos. Cuando vuelven completamente armados con los
poderes del Infierno, es demasiado tarde. No pueden ser reconocidos, y son nefastos;
porque tienen a su disposición las armas y la artillería de Satanás, desde la sonrisa de
la mujer bonita a la propagación de una pestilencia. Este sacrificio voluntario al odio
con objeto de satisfacerlo por regeneración, este suicidio, que obedece al principio de
reculer pour mieux sauter, no es naturalmente sino una parodia del divino Sacrificio
del Amor sobre el que se funda la religión cristiana…
Cuando por fin terminó la comida, cada cual salió a pasear por el bosque; Hippy
encendió un cigarro, y decidió dar una vuelta con su viejo amigo lord Mailing. Pero
aún no se habían alejado mucho, cuando su anfitrión envió un criado tras ellos para
rogar a su Excelencia que volviese, ya que quería consultarle algo. Así que regresó el
embajador, y Hippy prosiguió el paseo solo, adentrándose poco a poco por una parte
algo solitaria y retirada del bosque, a la vez que las voces y las risas de los otros
invitados se iban haciendo más débiles, a medida que se alejaba.
De repente, surgió un hombre de detrás de un árbol y se abalanzó sobre él.
Centelleó al sol un cuchillo, y bajó veloz a su corazón. Hippy, como un relámpago, lo
esquivó, a la vez que descargaba su pesado bastón sobre el brazo del presunto asesino
con tal fuerza que le saltó el cuchillo de la mano y voló por los aires; luego,
volviéndose, asestó al villano tal golpe en un lado de la cabeza que cayó al suelo
como muerto. Era el moldavo Isaac Lebedenko. Hippy había reconocido sus ojos
llameantes por encima de la bufanda sucia en el momento de saltar el hombre sobre
él. Y ahora, mientras yacía en el suelo sin sentido, no tuvo la menor duda sobre su
identidad, aunque había caído de tal modo que el embozo no se le había movido de la
cara. Ya hemos dicho que, aunque gozaba de la merecida fama de ser el hombre más
afable de Londres, Dick Rowan se había ganado también el reproche de mostrar
excesiva severidad en las numerosas guerras en que había participado. Y esta dureza
—por no llamarla crueldad—, quizá siempre latente en su naturaleza, aunque sólo
parecía aflorar a la superficie en situaciones especiales relacionadas con el peligro y
la excitación que éste genera, se puso ahora de manifiesto. El moldavo había caído de
costado, y el golpe de su caída había sido tan violento que le había quedado una mano
medio abierta, y con la palma hacia arriba, sobre el tronco de un gran árbol caído,
mientras que la otra, con la palma hacia abajo, la tenía superpuesta sobre su
compañera. Era una postura rara, consecuencia del impacto de la caída, que hizo que
le quedasen las manos así. Esto, naturalmente, indicaba que el golpe había sido tan
fuerte que el hombre no había podido hacer intento alguno de evitar la caída, y que se
había desplomado como un muñeco. Al menos, ésa fue la explicación que Rowan se
dio a sí mismo mientras, de pie junto a su enemigo tumbado, pensaba cómo sujetar a
este homicida hasta encontrar ayuda y llevarlo a las autoridades para que le
impusiesen el castigo que se merecía. Y mientras observaba la posición de sus manos,
sus ojos captaron el destello del cuchillo, que había caído en la yerba a pocos pasos.
Fue Hippy a donde estaba y lo recogió. Era, en verdad, un arma de aspecto asesino: la
hoja ancha, de doble filo, y muy cortante, aunque bastante gruesa y no demasiado
larga, y con un gran puño de plomo, destinado evidentemente a proporcionar un
impulso terrible a cualquier golpe dado con él. Lo miró Rowan, y luego miró las
manos del moldavo, tendido en tan tentadora postura, y justo entonces, un temblor de
piernas del hombre indicó que estaba volviendo en sí. Si había que hacerlo, estaba
claro que no debía perder un segundo; así que cogió Rowan el afilado instrumento y
lo puso de punta sobre las manos de su atacante, que ya empezaban a tener sacudidas,
a medida que recobraba la conciencia. Y utilizando su bastón a modo de martillo, dio
un golpe tremendo al pesado puño del cuchillo, ensartó las dos manos del moldavo, y
lo clavó en el tronco hasta las cachas. Un leve y casi inaudible gemido brotó de detrás
del embozo. Eso fue todo. Pero Rowan pudo ver que el súbito dolor había devuelto al
hombre completamente la conciencia; porque sus ojos terribles, visibles por encima
de la bufanda, estaban ahora abiertos y fijos en él.
—¡Miserable canalla! —exclamó Rowan en alemán, con la voz ronca de ira—.
Considera una suerte que no te haya matado como a un perro cuando estabas tendido,
a mi merced. Pero descuida, yo haré que te castiguen. No te vas a mover de ahí, hasta
que te envíe a prisión.
El hombre no dijo nada: se limitó a mirar a Rowan con ojos terribles.
—Como ves —prosiguió el coronel, sacando un cigarro con parsimonia y
encendiéndolo—, he tenido que clavarte al árbol para evitar que escapes. A las
sabandijas se las trata así a menudo. Pero no te causaré molestias por mucho tiempo.
Dentro de unos minutos mandaré que vengan a desclavarte convenientemente, y a
llevarte a la cárcel. No es ésta la última vez que nos vamos a ver, amigo mío…,
créeme, no es ésta la última.
Entonces habló el hombre. Fue casi un susurro, pero las palabras brotaron con el
ceceo líquido y horrible que Rowan recordaba con repugnancia.
—No —murmuró—; no será ésta la última.
—No hay peligro, supongo, de que no te encuentren aquí cuando mande a
buscarte —prosiguió Rowan tras una breve pausa, durante la cual él y el moldavo se
habían estado mirando fijamente—. Así que no hay por qué perder más tiempo, sobre
todo teniendo en cuenta lo incómodo que debes de estar. De modo que à bientôt —
luego, en el momento de dar media vuelta, se detuvo—. Por si prefieres mutilar tus
manos a sufrir los latigazos que sin duda te darán —dijo muy despacio—, y
consigues liberarte antes de que alguien llegue a por ti, te conviene saber que, cuando
estoy de viaje, llevo siempre encima un revólver. Hoy he salido sin él (por suerte para
ti) por pura casualidad. ¡Pero no es probable que se me vuelva a olvidar! Así que ten
cuidado.
Y a continuación dio media vuelta y echó a andar tranquilamente hacia donde
había dejado a sus amigos. No había dicho sus últimas palabras por decir, sino que
había querido dar a entender al miserable que dejaba clavado al tronco que no era del
todo imposible escapar, si estaba dispuesto a pagar el terrible precio de la
automutilación; y en segundo lugar, había querido resaltarle lo humillante y severo
del castigo que le esperaba, para que pensase si no sería preferible escapar, costara lo
que costase, a semejante tortura y degradación. Porque, en realidad, Hippy Rowan, en
cuanto se le pasó la furia y el consiguiente acceso de crueldad, había decidido en su
interior no seguir con ello, y no tomar sobre sí el ennui y el engorro de hacer que se
castigase al miserable malvado más rigurosamente de lo que ya había sido. De haber
llevado consigo el revólver, desde luego habría matado a este hombre; en cambio así,
lo había clavado como una alimaña a un tronco de este bosque solitario de Asia, y lo
había abandonado a su destino. Podía morir de hambre, allí, o escapar infligiéndose
una terrible mutilación; o, quizá, arrancarse el cuchillo con los dientes. O tal vez
pasara alguien por allí y lo liberara… aunque esto último era poco probable. En todo
caso, él, Hippy Rowan, después de advertir al malvado de lo que podía esperar en
caso de que volviera a molestarle, no quiso saber nada más del asunto; hasta el punto
de que ni mencionó siquiera el incidente a sus amigos; al menos de momento.
Cuando Rowan llegó a donde habían comido, se encontró con que acababan de
concluir los preparativos para la marcha; y unos minutos después, todos los invitados
de Djavil se hallaban otra vez confortablemente instalados en los carruajes, y
emprendieron el regreso al Bosforo.
Todos los invitados de Djavil estaban cansados; así que después de la cena, un
poco de música y conversación, y algún que otro pasatiempo, se retiraron a dormir
más temprano de lo habitual. Y Rowan se alegró cuando, a solas consigo mismo,
pudo entregarse por entero a sus reflexiones, que esa noche fueron de carácter
especialmente melancólico. Sus habitaciones estaban en la planta baja, y las ventanas
daban al jardín que descendía hasta la terraza de mármol que bordeaba el Bosforo; y
dado que Rowan buscaba el retiro más para meditar que para descansar, mandó a la
cama a su fiel Adams, encendió un cigarro y bajó a la orilla a disfrutar del paisaje.
Pero apenas hubo llegado a la terraza, surgió de la sombra del otro extremo,
arrastrándose a la luz de la luna por el blanco pavimento de mármol, una figura
espantosa que él conocía demasiado bien: la del moldavo Isaac Lebedenko, el hombre
al que unas horas antes había dejado clavado a un tronco. En el instante en que
Rowan le vio, el hombre le vio a él; y mientras el coronel retrocedía, se buscaba el
revólver en el bolsillo, y recordaba que lo había dejado en su mesita de noche, el
moldavo se incorporó. Rowan se abalanzó sobre él y con una mano le arrancó la
bufanda de la cara, descubriendo con espantosa claridad, a la luz de la luna, el
indescriptible horror de un semblante de monstruo no nacido de mujer, mientras con
la otra se seguía registrando el bolsillo.
—¡Es el único medio! —jadeó con ceceante alemán—. ¡El único! Pero estoy
dispuesto… y contento; ¡porque ahora llegaré a ti, y no podrás escapar! ¡Mira!
Dicho esto, y antes de que Rowan pudiera comprender lo que ocurría, el hombre
se clavó el cuchillo en el corazón; y con un gemido profundo, cayó de espaldas en las
aguas del Bosforo, que se cerraron sobre él.
UN BESO DE JUDAS
—¡Y dice usted que no se asustó! —exclamó Bertonneux del OEil de Boeuf.
Hippy Rowan meneó la cabeza, y sonrió.
—No, claro que no —dijo. Luego añadió, bajando la voz para que no le oyesen
los otros—: ¿Sabe?, es extraño, mon cher, pero en mi vida he sabido lo que es el
miedo. No es una baladronada: es la pura verdad. Puede preguntar a quienquiera que
haya estado conmigo en peligro. Son muchos los que han estado, porque empecé en
Inkerman y terminé en Qandahar, por no citar las innumerables aventuras personales,
más o menos desagradables, que me han pasado entremedias; como la que le acabo
de contar, por ejemplo. Usted me conoce lo bastante bien como para darse cuenta de
que no soy ni un estúpido ni un fatuo. Lo cierto es que no se trata exactamente de
valor, imagino, sino más bien de una absoluta incapacidad para experimentar un
sentimiento como el del miedo. De la misma manera que hay personas que nacen
ciegas o sordas o mudas.
Estaban en una inmensa y altísima estancia, lujosamente amueblada, mitad salón
mitad fumador, de la casa de Tony Jeratczesco, en Moldavia, y la época era como un
mes después de que tuvieran lugar los hechos relatados en el capítulo anterior.
Rowan le había contado ya al periodista francés la historia de su horrible aventura
con Isaak Lebedenko y el suicidio de éste —sucesos que, junto con los detalles que
Maryx había referido sobre los Hijos de Judas, se encontraron puntualmente
consignados en el diario del coronel, a su muerte, de donde está tomada la presente
relación, así como del testimonio de Adams—. Pero dado que el señor Leonard P.
Beacon no había oído dicha historia, Hippy había insistido en repetirla.
Hippy había hablado en voz baja para evitar atraer la atención; pero no había
tenido en cuenta el temperamento escandaloso de su oyente americano, quien ahora
exclamó a voz en cuello:
—¡Cómo! ¿Me está diciendo en serio, Rowan, que no ha conocido el miedo
jamás? ¿Que nada es capaz de asustarle?
Aunque resultaba molesto, dadas las circunstancias, que le hiciera semejante
pregunta de forma tan estridente, Hippy comprendió que el americano insistiría en
obtener una respuesta, y que debía dársela sin tardanza.
—Así es —dijo simplemente; y a continuación añadió, medio en susurro—. Me
gustaría, Beacon, que no levantase tanto la voz.
Pero era demasiado tarde. Un caballero de la localidad, un tal príncipe Valerio
Eldourdza, quien por haber sido educado en un liceo de París era considerado el
Admirable Crichton de esa parte de Moldavia, acosó a Rowan, haciéndole las más
personales e impertinentes preguntas sobre su creencia en la vida del más allá, el
castigo futuro, el demonio y cosas así, llegando por último a proclamar
solemnemente que no sólo no creía en la incapacidad del coronel Rowan para sentir
terror, sino que él mismo se comprometía a asustarle, y a pagar 4.000 libras si no lo
conseguía. Esta ofensiva fanfarronada le brotó a Eldourdza de los labios, al principio,
en un momento de acaloramiento, quizá sin que él mismo diera demasiado
significado o importancia a sus palabras; pero al ser acogida dicha declaración con
clamorosa aprobación por el resto de los boyardos que se hallaban presentes, su
alteza se vio obligado a repetir la apuesta. Y la segunda vez le dio una forma más
concreta:
—Cien mil francos —repitió, descargando con violencia su puño sucio, pequeño,
sobre la mesa— a que le asusto, coronel, antes de que se vaya de aquí… O sea,
siempre que no se vaya ahora mismo, como es natural.
—Mi amigo estará en mi casa otro mes —intervino Jeratczesco, algo irritado—.
Pero no consiento que se hagan apuestas aquí, Eldourdza. Detesto las bromas; ya
hemos tenido bastantes idioteces así en Inglaterra.
—Déjame eso a mí, Tony —dijo Rowan a su anfitrión, hablando deprisa y en
inglés; luego, volviéndose a Eldourdza—: Vamos a ver si nos ponemos de acuerdo,
príncipe. ¿Qué entiende por asustar? Naturalmente, puede darme un susto saltando
sobre mí en una esquina; o con alguna treta por el estilo, claro. Pero le apuesto los
cien mil francos, si quiere, o ciento cincuenta mil, a que no me hace sentir lo que todo
el mundo, y de manera general, entiende por la palabra miedo: un sentimiento de
terror, o incluso algo que se parezca, siquiera remotamente, al terror. ¿Cómo
podríamos definirlo para que no haya duda sobre ese punto?
—Como ponérsele a uno los pelos de punta, o castañetearle los dientes —sugirió
el señor Leonard P. Beacon, que estaba disfrutando lo indecible con el giro que había
tomado la cuestión, y previendo alguna clase de aventura o nueva experiencia.
—Exacto —replicó Eldourdza, que había estado consultando en voz baja con sus
amigos y sorbiendo otra copa de champán fuertemente cargada de coñac—.
Utilicemos esas mismas palabras: ciento cincuenta mil francos, doscientos mil, si
quiere —Hippy asintió con la cabeza—, a que antes de que se marche de esta ciudad,
en espacio de cuatro semanas a partir de hoy, se va a asustar de tal modo que se le
van a poner los pelos de punta, le van a rechinar los dientes y, lo que es más, va a
pedir socorro.
—Muy bien —convino Rowan, riendo—. C’est entendu; pero no hace falta que
llegue a tanto, mi querido príncipe. Estoy dispuesto a pagar, con tal que haga algo
más que darme un susto de la manera que le acabo de describir, o sea, con un ruido
repentino, o saltando sobre mí, o con alguna tontería por el estilo. Cualquier cosa que
se aproxime al miedo, no digo ya al terror, por supuesto, y le pagaré a tocateja. Y por
suerte para usted —añadió de buen humor (porque era aficionado a ganar apuestas, y
la certeza de conseguir estas 8.000 libras le era muy grata)—, Eldourdza, da la
causalidad de que tengo dinero para pagar, si pierdo. Gané todas las apuestas el
último día que estuve en Baden; no fallé ni una; y lo mandé todo a Gunzburg, donde
permanece intacto porque no quería caer en la tentación de jugar hasta que llegara a
San Petersburgo.
Y así quedó concertada esta extraña apuesta, y debidamente anotada con la
aprobación de todos, retirando incluso Jeratczesco su oposición, al ver lo satisfecho
que el coronel contemplaba lo que le parecía que era el único resultado posible de
esta absurda porfía.
Pero si Hippy hubiera podido adivinar de qué manera imprevista iba a concretarse
día tras día, noche tras noche y hora tras hora, esta espera de la sorpresa —
evidentemente desagradable— que Eldourdza y sus amigos le estarían preparando; si
hubiera podido adivinar, decimos, de qué modo inaudito y extraño iba a afectar
gradual y casi imperceptiblemente este absurdo suspenso a sus nervios en el
transcurso del mes siguiente, sin duda habría hecho caso omiso de la absurda apuesta
del príncipe. Y lo que le hacía a Hippy más insoportablemente irritante este perpetuo
desasosiego, esta constante cautela, esta vigilancia incesante, era que estas nuevas
sensaciones sólo podía atribuirlas a una causa odiosa y desagradable, a saber: el
progreso de la vejez. Su experiencia de la vida le decía que la constitución de un
hombre que ha vivido como había vivido él estaba expuesta a sufrir un súbito
desmoronamiento, por robusto que fuese su aspecto, al haber ido perdiendo poco a
poco, de manera muy gradual aunque inexorable, los puntales y cimientos que
sostenían la estructura en su sitio y aparentemente firme y derecha a lo largo de años,
cuyas noches había apurado, cansado de placer, hasta la madrugada, y cuyos días
habían sido de desdeñoso descanso. Había visto cómo muchos amigos suyos de
aspecto fuerte y vigoroso como él se habían derrumbado de ese modo, como castillos
de naipes por así decir, y cómo habían sido barridos a las tinieblas exteriores. ¿Se
debería a la proximidad de algún tipo de final súbito y desastroso de sus aventuras
mundanas, el que descubriera día tras día, en el transcurso de las cuatro semanas
siguientes, que sus nervios, hasta ahora de acero, se alteraban cada vez más con este
suspense, cuya causa era en realidad totalmente pueril y despreciable? No era ésta,
desde luego, su primera experiencia de suspenso: muchas veces había estado en
peligro de muerte, y había habido ocasiones en que este peligro había sido inminente
durante bastante tiempo; sin embargo no recordaba haber sentido antes este
desasosiego espiritual, este perpetuo interrogar a su corazón que ahora experimentaba
mientras esperaba a que estos toscos salvajes le gastaran alguna broma más o menos
horrible, incluso peligrosa. Debían de ser los años; no podía ser otra cosa. Los años, y
el principio, quizá, de un agotamiento general de su organismo: los primeros indicios,
por así decir, del segundo y último pago que se le exigía por todos los despilfarras a
los que acabamos de aludir: esas numerosas salidas, de la medianoche al alba, del
brazo de Baco y del bacará… Esos acompañantes del Carro de la Muerte, se decía
Rowan, eran sin duda los que le inducían —y mucho, para su sorpresa— a malgastar
tanto tiempo en dar vueltas y vueltas a toda suerte de especulaciones posibles e
imposibles sobre cómo intentarían asustarle estos desdichados moldavos. Lo cual le
hacía inspeccionar meticulosamente sus habitaciones cada noche antes de retirarse a
dormir, y tener el revólver preparado y a mano debajo de la almohada. Naturalmente,
este anormal estado de ánimo, —que no se parecía ni de lejos al terror, y que se debía
sólo a la constante vigilancia— iba aumentando muy despacio; y a lo largo de todo su
desarrollo, hasta poco antes del final, Hippy fue lo bastante dueño de sí como para
ocultar sus sentimientos, no sólo a sus amigos, sino incluso a su criado, el
omnisciente Adams; y el cambio visible del semblante y la actitud del coronel, que
poco más tarde se hizo llamativo, fue atribuido por todos —en gran medida con toda
justicia— al fuerte resfriado que cogió poco después de la noche de la apuesta, y que
le tuvo confinado en la casa, incluso en su habitación, durante muchos días. Ni el
príncipe Eldourdza ni nadie hicieron alusión alguna a la apuesta, en presencia de
Rowan, desde la noche en que se efectuó y se estipuló formalmente; y este hecho
mismo, este silencio calculado, se convirtió con el tiempo, a medida que aumentaba
la irritabilidad de Rowan, en fuente de malhumor para él, y acabó por decidirle de
repente, una mañana en que estaban desayunando todos juntos, a abordar claramente
la cuestión, que se estaba convirtiendo, cada vez más, en la preocupación
predominante de su espíritu.
—Perdóneme, príncipe —dijo con bien disimulada indiferencia—, si hago alusión
al asunto de nuestra apuesta, que usted parece haber olvidado, ya que sólo quedan
diez días, y…
—¡Hay tiempo de sobra! —interrumpió Eldourdza con brusquedad—.
¿Olvidarla? No; de ningún modo —prosiguió, volviéndose hacia sus amigos—. ¡Ya
se enterará de si la he olvidado o no!
Una serie de significativas y siniestras sonrisas y movimientos negativos de
cabeza respondieron a esta apelación: pantomima que despertó no poco la curiosidad
del coronel.
—Bien —dijo—. Me alegra oírlo; porque no me gustaría quedarme con su dinero
sin que usted haya hecho algo por evitarlo. Sólo quería decírselo; y estoy seguro de
que está de acuerdo conmigo. Naturalmente, no tengo idea de qué clase de broma va
a gastarme, cómo va a tratar de asustarme; pero sin duda va a ser la más horrible y
espantosa que pueda maquinar. Porque supongo que no tiene intención de regalarme
doscientos mil francos.
—¡Desde luego que no! —rió el príncipe Valerian—; si los gana, lo va a tener que
pagar caro, créame.
—Muy bien —replicó Hippy—; todo lo que quiera. De eso quería hablarle.
Naturalmente, estoy a su disposición para que intente asustarme con cualquier medio
que pueda y quiera idear; pero, como puede comprender, ha de haber un límite a lo
que me toque soportar; de lo contrario, me haría usted pasar por un tonto. Lo que
quiero decir es que tiene usted entera libertad, digamos, para mandarme un fantasma
o un vampiro, o una bestia, un demonio o lo que se le ocurra, a mi habitación para
tratar de asustarme, para lo cual estoy dispuesto a prestarle la ayuda que esté en mi
mano; así, ahora dejo todas las noches sin pasar el cerrojo de mi puerta, como
seguramente sabe ya. Pero tiene que haber un límite en esto: quiero decir, que su
esfuerzo por asustarme ha de tener un plazo, no seguir indefinidamente. Supongamos
que decide actuar en determinado momento, y que manda a su fantasma o demonio a
cometer sus maldades durante una hora: al final de ese tiempo, si no ha conseguido
asustarme, su trasgo se puede convertir en un incordio, por lo que creo que estaría
justificado hacerlo desaparecer, ¿no le parece?
—Por supuesto —replicó Eldourdza—. Nos basta con menos de una hora: no
necesitaremos una hora; con media será suficiente. Pasada media hora, será usted
libre de hacer lo que quiera… siempre y cuando —añadió lúgubremente— no se
encuentre entonces medio muerto de pavor.
—Por supuesto —replicó Hippy—; eso se sobreentiende. Entonces, transcurrida
media hora desde el comienzo de su intento, sea el que sea, estaré en mi derecho de
utilizar los medios que considere oportunos para detener la prueba; naturalmente,
siempre y cuando no haya sentido algo que se parezca siquiera remotamente a la
alarma. Porque en caso de que su intento sea algo verdaderamente desagradable y
ofensivo para mí, probablemente haré uso del revólver. Considero razonable dejar
este punto claramente entendido, a fin de que lo que en realidad no es más que una
broma pesada no termine, por un malentendido, en tragedia.
El príncipe hizo un gesto afirmativo.
—Tiene toda la razón —dijo—. Pasada media hora, puede hacer lo que le plazca.
Pero se equivoca al considerar esto una broma, coronel Rowan: no va a haber broma
ninguna, y puede que acabe, aun en contra de su voluntad, en tragedia.
Como es fácil imaginar, estas misteriosas palabras de amenaza del apostante, de
hacer que en espacio de diez días experimentase la nueva pero sin duda desagradable
sensación de terror, no contribuyó a devolverle el sosiego al coronel; y sus
interminables especulaciones, tras esta conversación, sobre qué estratagema estarían
tramando estos salvajes para asustarle comenzó a atormentarle el cerebro con
renovada persistencia. Naturalmente, Eldourdza haría cuanto pudiera por ganar la
apuesta… no por el dinero, quizá, puesto que no representaba nada para él, sino polla
satisfacción y el placer del triunfo; y naturalmente, también —al menos así se lo
decía Hippy a sí mismo—, el príncipe y sus amigos sólo intentarían llevar a cabo el
deseado susto mediante algún agente pseudo-sobrenatural; porque no concebían que
un vulgar peligro de la vida —digamos, el ataque de un nutrido número de
adversarios, fuesen hombres o brutos, el peligro del agua, del fuego o de lo que fuera;
en suma, cualquiera de los mil y un males excepcionales que amenazan la vida
humana— pudiera asustar a un soldado y viajero tan curtido y experimentado como
él, a un hombre cuyo récord de aventuras peligrosas era bien conocido. Los terrores
sobrenaturales, por tanto, aquellos cuyo horror se debe al hecho de ser inexplicables,
a lo insondable de su poder, a los espantosos enemigos que pueden estar acechando
tras el último aliento de vida, prestos a saltar sobre nosotros en cuanto el corazón deje
de latir; ésos, o más bien la apariencia de ésos, serían sin duda los únicos con que los
bárbaros moldavos tratarían de hacerle perder los nervios. Y cuando esta probabilidad
se hizo presente a su imaginación, el coronel Rowan empezó a recordar todas las
historias espantosas que había oído sobre espectros, duendes y demás, en tanto su
desasosiego y su nerviosa vigilancia (que sólo relajaba cuando se encontraba en su
habitación, como es natural) aumentaban de tal modo, a medida que transcurrían los
últimos diez días, que al final Adams, que dormía en la habitación contigua, al notar
el estado de su señor, montó —sin que nadie se enterase, por supuesto— una
vigilancia y custodia del coronel durante esas pocas noches, valiéndose de un agujero
en lo alto de la pared, a través del cual podía tener una vista completa del aposento de
su amo, y captar cuanto había en él.
Y ocurrió que la penúltima noche Hippy no se acostó hasta el alba, habiendo
decidido tras madura reflexión que, fuera cual fuese la broma grotesca que sus
amigos fueran a gastarle, haría menos el ridículo en el gabinete que en la cama, y que
quizá convenía estar preparado para seguir a los enmascarados cuando salieran de su
aposento para castigarlos en otro lugar, y ante toda la casa, en caso de que su
conducta resultase demasiado ofensiva. Y tras inspeccionar cada rincón y rendija de
su alcoba (como el oculto Adams le vio hacer desde su puesto de observación),
encender numerosas velas por la inmensa y anticuada cámara, y echar bastantes leños
en el fuego, el coronel encendió un cigarro y se puso a pasear por la habitación,
dándole vueltas en la cabeza a la sempiterna interrogante: «¿Qué van a hacer esos
torpes locos?». Pregunta que siempre era seguida de la misma conclusión: «Que
hagan lo que quieran, con tal que, con su estupidez, no me hagan pasar por un
idiota». Probablemente habría arrastrar de cadenas y huesos, y alguna aparición
ingeniosamente preparada; incluso algún peligro real, quizá, porque esos hombres
eran completos salvajes que no se detenían ante nada con tal de lograr sus fines; y no
se sorprendería si llegaba a descubrir una caja de dinamita escondida debajo de su
cama.
«Por suerte, ésta es la penúltima noche —se dijo—; y después de todo, esta
apuesta me ha enseñado una cosa de la que nunca me había dado cuenta, y que en
cierto modo me hace perder la apuesta: porque hay algo que me asusta, a lo que tengo
miedo, y a la que voy teniéndole más cada minuto que pasa, y es a que me pongan en
ridículo». A continuación detuvo sus paseos y se miró en el espejo. Sí; no había duda,
estaba envejeciendo. Le tenía sin cuidado su cabello gris: le era absolutamente
indiferente; y lo mismo las patas de gallo y las arrugas… No le contrariaban en
absoluto. Pero los ojos, ¡ah!, los ojos estaban perdiendo su luz; aquella luz que se
había recreado en tantas cosas hermosas. Pero también era cierto que hasta un rostro
joven habría parecido triste, reflejado en este espejo misterioso: porque era muy
antiguo, veneciano evidentemente. Sin duda llevaba años aquí, en esta habitación de
este castillo perdido en un rincón de Moldavia; y quizá había visto cosas extrañas… y
estaba destinado a reflejar (¡quién sabe!), antes de que pasaran tres noches, terrores
aún más fantásticos que los que lo habían oscurecido hasta ahora. ¡Lástima que este
viejo espejo no pudiera evocar algunas de las imágenes más gratas que reflejó en otro
tiempo para que le acompañaran esta noche! Si lo miraba mucho rato, quizá acabara
vislumbrando a lo lejos, en el rincón más alejado y oscuro de la habitación, el rostro
hermoso y triste de alguna dama moldava que habría llorado y besado y amado y
muerto en los viejos tiempos de los hospodars.
Luego arrastró una confortable butaca, la colocó ante los leños encendidos, se
sentó en ella y, cogiendo Le Rouge et le Noir, que descubrió en la mesa que tenía al
lado, se durmió antes de haber leído gran cosa del maravilloso relato sobre las
vicisitudes de Julien Sorel, sólo para despertar cuando el
rubicundo sol,
matando las estrellas y rocíos y sueños y desolaciones de la noche,
se hizo claramente visible a través de las cortinas, y los ruidos de la casa le
advirtieron que había comenzado un nuevo día. Entonces se levantó y se fue a
acostar, creyendo ingenuamente que con esta pequeña comedia engañaba al
omnisciente Adams, el cual, encaramado a una escala en el aposento contiguo, había
tenido bajo constante vigilancia a su señor. Este día, el último de Rowan en este
mundo, transcurrió sin ningún incidente digno de mención. Jeratczesco anunció en el
desayuno que había contratado un grupo de laoutari —cíngaros músicos— para
alegrar a sus amigos. Pero como calculaba que llegarían entrada la noche, sus
invitados no tendrían ocasión de disfrutar de su música deliciosa y frenética hasta por
la mañana.
—Los alojaré en el ala donde duerme usted; allí estarán tranquilos —explicó
Tony al coronel Rowan más tarde, cuando estuvieron solos—. Ya sabe lo hermosas
que son algunas de esas tsigane, y cuán celosamente las guardan sus hombres. No
quiero riñas aquí, y no sé de qué locuras son capaces Eldourdza y sus amigos cuando
se emborrachan.
Y la misma noche en que llegaron los gitanos quedó ampliamente demostrado que
el prudente Tony había acertado en tomar todas las medidas para asegurar la
tranquilidad y la paz mientras estuvieran bajo su techo; porque los magnates
moldavos, con Eldourdza a la cabeza, parecieron emborracharse a propósito antes de
la hora habitual, y su anfitrión tuvo las mayores dificultades para impedir que
saliesen precipitadamente al patio a abrazar a las mujeres del grupo a la luz de la
luna, al verlas y oírlas pasar charlando y cantando hacia los aposentos que se les
había asignado. La llegada de estos cíngaros, y la perspectiva del cambio que sus
actuaciones iban a introducir en la monotonía de la vida diaria del castillo (la cual,
dicho sea de paso, habrían encontrado todos, salvo los más entusiastas deportistas,
insoportablemente tediosa), levantaron enormemente el ánimo a Hippy Rowan. Y al
retirarse por la noche —la penúltima de esta absurda espera de sorpresas, como se
recordó a sí mismo con una sonrisa—, abrió su ventana y se puso a observar, desde el
otro lado del patio, las luces de las habitaciones ocupadas por los músicos errantes,
preguntándose si llevaría este grupo alguna de aquellas mujeres hermosas que él
recordaba haber visto entre los músicos gitanos de Strelna, de Moscú: mujeres que
eran distintas de cuantas podían encontrarse en cualquier estrato social o país del
mundo, y cuyo encanto particular era tan indiscutible como imposible de describir, ya
que poseían un don que participaba de lo sobrenatural, emanado, por así decir, de una
fuente de infernal fascinación. ¡Qué noche más espléndida! Y era casi Navidad,
también: la época de los disfraces espectrales, y… ¡Pero atención!, está cantando una
voz de mujer.
Hippy se asomó a escuchar. La voz era baja y muy dulce, aunque la que cantaba
estaba evidentemente ocupada en alguna otra tarea que absorbía su atención, porque
hacía despreocupadas pausas en su cantar, cuyas palabras, en un dialecto rumano,
decían:
Amor disparó su flecha por encima del Mar;
Todas las aguas saltaron gozosas,
Alzando sus brazos de espuma,
Para pedir al sol que detuviese al niño;
Pero el sol les dijo:
«Mis rayos derramo,
Para alegrar con flores a los muertos solitarios».
Aquí cesó la canción un momento; pero poco después la continuó una voz de
hombre, que cantó de la misma manera descuidada, deteniéndose de cuando en
cuando.
La muerte extendió sus alas sobre el Mar;
Todas las olas, con aliento estremecido,
Suplicaron sollozando a la Luna
Que rasgara las alas plumosas de la Muerte.
Pero la Luna exclamó:
«Mis raudales de plata,
Sólo…».
Pero aquí, una alegre risotada interrumpió al cantante; y aunque poco después
Rowan pudo oír las voces de los cíngaros riendo y hablando, no fue capaz de
distinguir qué decían, y no hubo más canciones.
«¡Qué gente más extraña! —murmuró Rowan para sí, mientras cerraba la ventana
—; ¡y qué vecinos más oportunos en una noche como ésta, cuando en cualquier
momento puedo ver entrar al galope una cabalgata de espectros en mi alcoba!»
A continuación, el atento Adams vio a su señor efectuar una meticulosa
inspección del cuarto, sentarse junto al fuego, tomar nuevamente el libro de Stendhal
y enfrascarse en su lectura, hasta que se quedó dormido.
De repente, Rowan abrió los ojos, despertado por un ruido que le llegaba muy
suavemente, pero que, en cuanto sus embotadas facultades lo identificaron, hizo que
se pusieran al instante en actividad: era un llanto. Se levantó de un salto y miró por la
habitación. No había nadie; el aposento estaba sobradamente iluminado gracias a dos
grandes lámparas y varios candelabros, y se veía el fondo sin dificultad: no había
criatura animada de ningún género. Prestó atención, pero nada turbaba la quietud de
la noche. Debió de ser un sueño. Pero no… ¡atención!, ahí estaba otra vez: era el
llanto de alguien presa de una profunda congoja: provenía del corredor, de un punto
no alejado de la puerta de su aposento. ¿Debía salir a ver quién era? ¿Formaría esto
parte de la mascarada del moldavo? ¡Por supuesto que no! No se les iba a ocurrir
iniciar su intento de asustarle con esas conmovedoras expresiones de congoja que
sólo podían inspirar piedad y compasión. ¡Otra vez! ¡Oh, qué efusiones de dolor!
Y era mujer: los suspiros largos, jadeantes, interrumpidos por las lágrimas,
brotaban en una especial clave de pathos que sólo el corazón femenino, ese tesoro de
divina ternura, es capaz de encontrar para solicitar compasión. Otra vez… Sí,
efectivamente: era una mujer. ¿Sería acaso una de las laoutari? El corredor conducía
a la parte de la casa donde dormía ese grupo y, que él supiera, eran las únicas mujeres
que había en la casa, salvo las criadas. Sin duda Eldourdza no tenía nada que ver con
esto. Y si lo tuviera, ¿qué? ¿No le acaparaba ya bastante el pensamiento este moldavo
patán y borracho, y le hacía cavilar mil especulaciones sobre lo que podía o no podía
hacer? ¡Que hiciera lo que quisiera y le viniese en gana, y que se fuera al diablo!
Había una mujer terriblemente afligida al otro lado de la puerta, y él, Hippy, debía
acudir sin tardanza: eso estaba clarísimo. Así que, con el revólver en la mano para en
caso de necesidad, abrió la puerta y se asomó al corredor a oscuras. Adams, asustado,
no quitaba ojo a su amo; pero no oía nada, y no comprendía muy bien el
comportamiento del coronel. Al abrir la puerta, Rowan comprobó que había acertado,
y que era una mujer la que exhalaba tan lastimeras y desgarradoras expresiones de
dolor. Estaba tendida en el suelo, no lejos de su puerta, llorando amargamente, con el
rostro oculto entre las manos… como si hubiese estado de rodillas pidiendo
compasión y, vencida por la congoja, hubiera caído de bruces. Rowan se dio cuenta
en el acto de que sus manos blancas y armoniosas debían de pertenecer a una mujer
joven: así que adoptó un tono de especial ternura y compasión, al decirle en el
dialecto rumano que había oído cantar a los gitanos:
—¿Qué le ocurre, señora? ¿Puedo ayudarla?
Al oír la voz de Hippy, la acongojada dama, que al parecer no había notado que se
había abierto la puerta, dejó de sollozar; y tras una pausa momentánea, alzó la cabeza
despacio, retirando a la vez las manos de su rostro, y revelando a los asombrados ojos
de Rowan el rostro más adorable que había contemplado en mujer alguna de este
mundo: un rostro diferente de cuanto Hippy había visto en su vida. ¿Era la luna, que
entraba a través de las ventanas sin cortinas, lo que le confería esa etérea
luminosidad? ¿Quién podía ser? Era evidentísimo que no se trataba de una gitana,
puesto que su piel era de la más fina y delicada blancura, y su cabello, que le caía en
acariciadores rizos sobre la frente, de un suave y exquisito color castaño. Además, su
vestido era distinto por completo del de una tsigane, tanto en el color como en la
forma, ya que era negro y, a lo que podía ver Rowan, se parecía al hábito de alguna
orden religiosa; y un manto no muy diferente a una capucha enmarcaba el hermoso
rostro, por así decir. Rowan recordaba haber oído decir que había cierta comunidad
en los alrededores. Quizá esta bella afligida pertenecía a esa comunidad. En todo
caso, era una mujer muy bella, y le correspondía a él, como hombre de corazón y de
gusto, consolar su dolor. Pero para ello, naturalmente, el primero y más necesario
paso era hacerse entender; cosa que, por lo que veía, no había conseguido hasta
ahora. En efecto, los brillantes ojos violeta le miraban con sorpresa sobresaltada y
timidez de gacela, aunque nada temible había en el gesto amable del rostro de Hippy,
que se había escondido instintivamente el revólver en el bolsillo, en cuanto vio la
patética figura postrada en el corredor. Pero aparte de esta expresión semiasustada, el
bello rostro no revelaba otra cosa que dolor: Rowan no percibía en él el más ligero
indicio de que sus palabras hubieran transmitido al espíritu de la mujer idea alguna de
simpatía y compasión. Habló otra vez, sin recurrir ahora a dialecto alguno, sino con el
más puro rumano, y en un tono aún más suave y compasivo que antes; pero la mirada
de tímido asombro de la dulce dama siguió inalterable. Comprendiendo entonces que
la situación se estaba volviendo ridicula, dijo, esta vez en alemán, y señalando hacia
la puerta abierta de su aposento:
—¡Señora, le ruego que me cuente qué le angustia! Pase a mi cuarto, a descansar
y calentarse. Créame: no hay nada que yo no haría gustosamente por servirla. Sólo
tiene que pedírmelo; soy inglés, caballero y soldado; de modo que puede confiar en
mí. Permita que la ayude; vamos, se lo suplico —luego, tras una pausa, aunque la
compungida dama no hablaba ni se movía, Hippy se inclinó; y haciéndole indicación
de que le siguiera, se dirigió despacio a su habitación, volviéndose a cada momento y
repitiendo su gesto de invitación; ella, entre tanto, continuaba de rodillas, mirándole,
desde luego, pero sin hacer intento alguno de levantarse y seguirle.
Aunque Adams no había perdido de vista en ningún momento a su amo —cuya
espalda, mientras parecía hablar con alguien situado en el corredor, había estado
siempre dentro del campo de visión del fiel criado—, sin embargo experimentó una
sensación de alivio al ver regresar ahora al coronel a la habitación sano y salvo;
aunque intrigó al criado la expresión de ternura y compasión de su cara, así como su
manera de volverse cuando llegó a la chimenea, y mirar con inquietud hacia la puerta
que acababa de dejar abierta tras él, como si esperase y hasta desease la llegada de
algún visitante. Por último, tras espacio de unos minutos —momento que, aunque
breve, según pudo apreciar Adams claramente, puso a su amo impaciente—, la
deseada visita surgió lentamente de la oscuridad del corredor, y se detuvo en el
umbral de la puerta, en una de cuyas jambas posó una mano blanca como para
apoyarse. Así fue como Adams vio aparecer la delgada figura vestida de negro de una
joven dulce y llorosa; y, por primera vez en su vida, se quedó asombrado, o más bien
estupefacto, ante el maravilloso parecido en intensidad de dulzura, en pureza de
encanto teñido de aflicción, entre esta visitante nocturna de su señor y una madonna,
digamos, de un lienzo de Rafael, ante él en carne y hueso.
Quizá se le ocurrió a Rowan, también, la fantástica idea de que se trataba de la
encarnación de una de las vírgenes de Rafael, mientras hacía una profunda reverencia
e iba al encuentro de su bella visitante, porque esta vez se dirigió a ella en italiano,
agradeciéndole el gran honor que le hacía, expresando toda suerte de corteses y muy
italianas protestas de simpatía y respeto, y concluyendo con una preciosa súplica de
que no se quedase allí, sino que entrase y se sentase junto al fuego, añadiendo que si
de algún modo no le era grata su presencia, se retiraría al punto para que tomase
absoluta posesión de su cuarto. Pero este intento de inspirar confianza, vestido con el
más selecto toscano, no se vio recompensado con más éxito que el obtenido con el
rumano y el alemán. La compungida dama siguió en el umbral con la misma actitud
de timidez, mirando al coronel, sin que se atenuase en nada la tierna melancolía de su
rostro, sin comprender, por lo visto, una sola de sus palabras, e ignorando incluso el
gesto de invitación a que entrase a sentarse.
¿Qué hacer? Naturalmente, no podía coger a esta hermosa y joven madonna en
sus brazos y entrarla a la fuerza en su habitación. Sin embargo, parecía
insoportablemente ridículo, y hasta inaceptable, dejarla allí en la puerta. ¿Por qué
había llegado hasta el umbral, si no tenía intención de entrar aunque no viera nada
alarmante? Por supuesto, y sin la menor duda, si lograba hacerla comprender su
simpatía y respeto, y que no tenía por qué temer nada de él, entraría y quizá le
contaría la causa de su aflicción y le permitiría ayudarla. Y por otro lado, conociendo
tantas lenguas como conocía, y hasta dialectos y jergas, parecía casi imposible que no
fuera capaz de dar finalmente con algún tipo de lenguaje con que poder transmitir a
esta encarnación de la belleza y la pureza espiritual la expresión de su rendido
homenaje.
Así que empezó una frenética carrera políglota, haciendo protestas de respeto y
simpatía y ofrecimientos de ayuda y amistad en toda clase de lenguas y dialectos que
podía recordar, desde su inglés natal a la jerga que hablaban los judíos en la Rusia
blanca. Pero todo fue inútil. Finalmente, se vio obligado a hacer una pausa, y a darse
por vencido.
—Es usted muy hermosa —dijo por último, con un suspiro, hablando en su inglés
natal, y aprovechando la exigua y poco grata ventaja que representaba el que su
hermosa oyente no le entendiera para expresarle su admiración con apasionamiento,
con tal que su cara no delatase el significado y el ardor de sus palabras—; la mujer
más hermosa que creo haber conocido; pero es usted un enigma, y yo no consigo
descifrarlo. Me pregunto qué lengua hablará. ¡Sólo la del amor, quizá! Si yo me
arrodillara ante usted, o la cogiera en mis brazos y la besara, ¿en qué lengua me
rechazaría, o…?
Aquí se detuvo sorprendido. ¿Le engañaban sus ojos, o se estaba insinuando, al
fin, un cambio en el rostro de la Madonna, y su timidez y su tristeza dejaban paso
lentamente a la expresión de un sentimiento más luminoso? Estaba seguro de que no
comprendía la lengua en la que le hablaba porque ya lo había intentado, y sus
palabras no habían logrado transmitir mensaje alguno a su espíritu. Pero sin duda
había habido un cambio ahora; y algo que él había dicho, algún gesto que había
hecho, o alguna expresión de su rostro, le había sido grato; porque se le estaba
disipando lentamente la sombra de melancolía. Pero, en cuanto a la lengua, ¿qué
diferencia había entre el inglés que había utilizado antes y el de ahora? Ninguna, por
supuesto, salvo la del sentido: antes habían sido palabras de respeto y simpatía; ahora,
de amor y de ternura. ¿Podía ser que, por alguna maravillosa intuición, su instinto
femenino hubiera adivinado al punto las palabras más tiernas? ¿O no sería posible, e
incluso probable, que al pronunciarlas hubiera dejado que sus ojos reflejasen su
significado, y ella las hubiera leído allí?
Pero era evidente que esa ternura y ese afecto no le habían desagradado; y esta
máscara de la madonna, este canon de pureza femenina, podía ser luminado por el
gozo del amor.
Tal pensamiento hizo que le corriese fuego por las venas y le latiese el corazón
como si tuviera veinte años. Debía comprobarlo, y ahora mismo: le hablaría con
palabras de afecto y dejaría que sus ojos tradujesen parcialmente, y a pocos, lo que le
decía; con cuidado, por supuesto, y siempre guiado por la respuesta que los de ella
dieran a los suyos, a fin de no ofenderla. Y así, empezó a decirle a esta mujer
adorable en tono muy grave y bajo, pero con palabras de gran ternura, cuán hermosa
le parecía. Y mientras hablaba, sus ojos expresaban cada vez con más claridad el
sentido de sus términos; y fue descubriendo, con mayor placer cada vez, que el rostro
de la madonna se iba iluminando gradualmente y que el gozo lo transfiguraba a
medida que las palabra de creciente pasión, repetidas por las tiernas miradas de sus
ojos, brotaban de su labios.
Pero Rowan no se acercó a ella mientras hablaba, sino que juntaba las manos y
permanecía inmóvil, mirándola en el umbral, en tanto ella, cada vez más visiblemente
afectada por la creciente emoción, retiraba primero la mano de la jamba donde la
había apoyado, y apartaba un poco la capucha de su rostro, revelando aún más, al
hacerlo, la ondulada profusión de rizos de color castaño, y luego, mientras se
iluminaban poco a poco sus ojos violeta, y sus dulces labios se derretían en una
sonrisa de inefable arrobamiento, juntaba ambas manos bajo su mejilla en un gesto de
gozo infantil e inocente.
Así estuvo, hasta que el calor de las palabras y la voz y los ojos de Rowan se
elevaron a un delirio de pasión; entonces, inclinando la cabeza hacia delante, no para
ocultar el suave rubor que asomaba a sus mejillas, sino como una criatura ansiosa de
correr a un abrazo de amor, y respondiendo su mirada al ardor que leía en los ojos
que la miraban, medio abrió los brazos, como si sólo una virginal timidez contuviera
su anhelo de fundirse con él en una caricia. Rowan vio el gesto, dio un paso adelante,
abrió los brazos, y la juvenil madonna corrió a sus brazos, cobijando su rostro en el
cuello de él, al tiempo que, en un transporte de afecto, Rowan la estrechaba contra su
pecho.
En ese mismo instante, un grito terrible recorrió la habitación y la casa, despertó a
los tsiganes, que saltaron aterrados de sus lechos, y sobresaltó a los estúpidos
moldavos que, habiendo renunciado a asustar de veras a Rowan, habían decidido
ponerle en ridículo, y subían ahora sigilosamente por la escalera vestidos con
atuendos absurdos y armados con jeringas monstruosas y toda suerte de instrumentos
grotescos… Era el grito de un hombre robusto en una agonía de terror. El horrorizado
Adams vio a su señor apartar a la mujer con violencia, sacar el revólver del bolsillo,
descargar tres de sus cámaras en rápida sucesión sobre ella, tambalearse a
continuación y caer de bruces, mientras ella, levantándose del suelo sin daño al
parecer, abandonaba sigilosa el aposento por la puerta todavía abierta. Cuando
Adams llegó junto a su amo lo encontró muerto, y descubrió en su cuerpo dos
sorprendentes particularidades: la primera era un fuerte olor a almizcle; la segunda,
tres pequeñas heridas en el cuello en forma de tres equis juntas. El médico —un
alemán— al que llamaron en seguida atribuyó la muerte del coronel Rowan a un
aneurisma del corazón, y se negó a dar la más mínima importancia a las tres heridas o
mordiscos del cuello. La autopsia confirmó que, referente a la causa de la muerte, el
médico había tenido razón en su diagnóstico.
En cuanto a la extraña dama de rostro de madonna, Adams conocía demasiado lo
que era el mundo para ir contando a todos los extraordinarios detalles. Se lo confió a
Tony Jeratczesco, quien mandó hacer averiguaciones. Pero nadie había visto a tal
persona ni sabía nada de ella; de modo que se dejó el asunto. Sólo en los últimos
meses, el señor Adams, hoy retirado de su delicada y difícil profesión de ayuda de
cámara, y establecido en la vecindad de Newmarket, se dejó persuadir para que
hiciese una relación detallada de los extraños sucesos relacionados con la muerte de
su señor, mostrase el diario de Hippy Rowan, y completase su historia aportando una
fotografía que él mismo había tomado del cuello del muerto, en la que se aprecia
claramente la marca del beso de Judas.

[20] Traducción de Francisco Torres Oliver. <<

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